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Populismo

Aunque el populismo es uno de los conceptos políticos más empleados en nuestra época, suele decirse que también es uno de los más escasamente comprendidos (Taggart 2002, 62), y hay incluso quien cree que está rodeado de un “completo caos conceptual” (Müller 2016, 11). También hay quien ha intentado clasificar diferentes aproximaciones al populismo (véase especialmente Taggart 2000, 10-22; también Panizza 2005, 2-3; Rovira Kaltwasser 2012, 186-96; Weyland 2017, 51-55). Sin embargo, lo cierto es que el principal consenso académico sobre el populismo es, precisamente, que no hay ningún gran consenso sobre lo que pueda ser el populismo. Por eso hay quien dice que el populismo es un ejemplo paradigmático de lo que Gallie (1955) denominó “conceptos esencialmente controvertidos” (Weyland 2001; Mudde y Rovira Kaltwasser 2013; 2017).

Semejantes dificultades para acordar una definición permiten explicar por qué prácticamente cualquier texto académico sobre el populismo empieza advirtiendo que en este debate hay que andar con pies de plomo. Así las cosas, esta entrada no aspira a ofrecer ninguna definición concluyente del populismo (para intentos de ese tipo, véase Mansbridge y Macedo 2019 o Urbinati 2019b). Cada sección tiene una aspiración más modesta. La primera identifica algunas dificultades que complican la comprensión y definición del populismo. La segunda sección presenta dos rasgos en los que, a pesar de las discrepancias, la mayoría de las definiciones del populismo coinciden. La tercera ofrece una reconstrucción sintética de la teoría populista desarrollada por Laclau y Mouffe –dos de los teóricos más influyentes tanto política como académicamente.

1. Dificultades

Varios factores complican la comprensión y definición del populismo. Esta sección presenta los seis más obvios e importantes.

1.1. Polisemia

La primera dificultad es la aparente polisemia del término “populismo”, que a lo largo de la historia ha significado cosas distintas (Vergara 2020) y que ahora sirve como un “atrapalotodo” (Canovan 2005, 77) capaz de nombrar aparentemente cualquier partido o movimiento político. Así, parece como si “casi cualquier cosa, tanto de izquierda como de derecha, democrática, antidemocrática, liberal, antiliberal, pueda ser llamada populista” (Müller 2016, 11).

1.2. Connotaciones negativas

La segunda dificultad es que el término “populismo” tiene connotaciones negativas. De hecho, junto al consenso sobre la falta de una definición consensuada, un segundo consenso relativamente amplio es que el populismo, signifique lo que signifique, es algo malo. A menudo percibido como una patología de (o una amenaza para) la democracia, el populismo suele asociarse a un estilo de hacer política que atenta contra las normas de cordialidad propias de la esfera pública (Moffitt y Tormey 2014) y a un discurso simplista y engañoso (Block y Negrine 2017). Prueba de estas malas connotaciones es el hecho de que el término “populista” se use más a menudo despectivamente –esto es, como un insulto que descalifica, marca y estigmatiza– que descriptivamente –como un concepto que simplemente pretende nombrar una parte de la realidad (Urbinati 2019a, 2).

Estas dos primeras dificultades –la polisemia y las connotaciones negativas– hacen del término “populista” una herramienta política muy potente, puesto que le dotan de una gran capacidad para dañar la reputación de líderes y movimientos políticos. Cualquiera puede ser acusado de populista, con el estigma que eso conlleva, sin que esa acusación sea fácil de desestimar, pues ¿cómo se puede demostrar que no se es algo que, en sí mismo, permanece indefinido?

1.3. ¿Derecha o izquierda?

La tercera dificultad para entender y definir el populismo es la aparente afinidad natural que el populismo tiene con posturas políticas totalmente enfrentadas. El populismo suele asociarse al conservadurismo, al nativismo y a la (extrema) derecha (véase por ejemplo, Wolkenstein 2015), pero también hay quien lo asocia a posturas progresistas o de (extrema) izquierda (por ejemplo, Laclau y Mouffe 1987).

Sorprendentemente, no parece haber un término medio al respecto, ya que cada cual suele asumir –a menudo implícitamente– que por su naturaleza el populismo encaja mejor en el extremo del espectro político al que lo asocia, ya sea la derecha o la izquierda. Esta aparente afinidad natural del populismo con posiciones políticas tan dispares podría explicarse, al menos en parte, por su carácter fundamentalmente formal (véase sec. 2.1).

1.4. ¿Democracia o autoritarismo?

La cuarta dificultad es que el populismo también parece tener afinidades naturales tanto con posturas democráticas como con posturas antidemocráticas. Müller (2016, 11), por ejemplo, dice que “el populismo puede verse igualmente como amigo y como enemigo de la democracia”, y Rovira Kaltawasser (2012) entiende que el populismo es tanto una “amenaza” para la democracia como un “correctivo” de sus deficiencias.

En este caso la comunidad académica tampoco está equitativamente dividida. El anti-populismo es la posición académica “por defecto” (Moffitt 2018, 5), ya que mayoría de académicos creen que el populismo socava los valores, las instituciones y/o las actitudes necesarias para el buen funcionamiento de la democracia. Así, por ejemplo, Badano y Nuti (2018) entienden que el populismo merma la capacidad de la ciudadanía para entender y aceptar los puntos de vista ajenos y, por tanto, para alcanzar acuerdos mediante la deliberación democrática. Sin embargo, existe una minoría –liderada por Mouffe y Laclau– que no sólo considera el populismo como compatible con la democracia, sino que además lo ve como la mejor manera de hacer política democrática (véase también Fernández Liria 2016).

La relación aparentemente contradictoria entre el populismo y la democracia podría explicarse también por el carácter formal del primero (sec. 2). No obstante, Abts y Rummens (2007) han ofrecido otra explicación interesante. Su “enfoque de los dos pilares” entiende que nuestras democracias constitucionales constan de un pilar democrático –constituido por la soberanía y la participación popular– y otro pilar constitucional –constituido por los derechos individuales y el estado de derecho. Desde este enfoque, el populismo podría interpretarse como una praxis política que aspira a fortalecer el pilar democrático sin prestar mucha atención al pilar constitucional. Por eso, cuando las democracias constitucionales son poco participativas, el populismo puede ser visto como un “amigo” o un “correctivo” de la democracia (constitucional), ya que contribuiría a reestablecer el equilibrio entre sus dos pilares. Sin embargo, cuando la democracia constitucional está bien equilibrada, el populismo puede ser visto como un “enemigo” de, o una “amenaza” para, la democracia (constitucional), ya que su énfasis en la participación y la soberanía popular tiende a socavar los derechos individuales y el estado de derecho.

1.5. ¿Populismo o democracia radical?

Las secciones previas (1.1-1.4) se refieren a dificultades conceptuales, es decir, a problemas para determinar lo que significa el término “populismo”. En cambio, la quinta dificultad es terminológica, y es que –especialmente en ámbitos académicos– a menudo las ideas y teorías de corte populista son nombradas con términos diferentes. Es decir, que se emplean palabras distintas para nombrar lo que, a grandes rasgos, podrían considerarse distintas variantes del (o aproximaciones al) populismo.

En general, el término “populismo” es preferido por quienes lo critican –aunque, por supuesto, existen excepciones (notablemente, Laclau). Sin embargo, es más frecuente que quienes defienden tesis populistas empleen términos como política (o democracia) “radical”. Por ejemplo, Mouffe, que sistemáticamente ha utilizado conceptos populistas a lo largo de sus obras, rara vez ha presentado su enfoque como populista, prefiriendo términos como “democracia agonista” o “democracia radical”. De hecho, sólo recientemente se ha presentado a sí misma explícitamente como defensora del populismo –eso sí, de izquierdas (Mouffe 2019).

Probablemente, el uso de términos alternativos se deba al deseo de quienes adoptan posturas próximas al populismo de evitar las connotaciones negativas del término. En cualquiera caso, lo cierto es que términos como “democracia radical” y “política agonista” suelen nombrar posturas que, a grandes rasgos, podríamos considerar populistas y, más específicamente, populistas de izquierdas (sobre democracia radical, véase Sánchez Santiago 2024).

1.6. Dos enfoques

La sexta y última dificultad para entender y definir el populismo es la discrepancia en los enfoques académicos.

Por un lado, distintas disciplinas adoptan enfoques diferentes. Como dice Urbinati (2019a, 7), se puede estudiar qué es el populismo –es decir, “si es una ideología ‘delgada’, una mentalidad, una estrategia o un estilo”– o qué hace el populismo –es decir, “cómo cambia o reconfigura los procedimientos e instituciones de la democracia representativa”. Mientras la filosofía política se centra en lo primero, las ciencias sociales se centran en lo segundo.

Al mismo tiempo, quienes se centran en estudiar lo que hace el populismo suelen tener una visión negativa del mismo, y sus estudios empíricos tratan de mostrar cómo los populismos distorsionan la democracia –por ejemplo, generando formas de liderazgo autoritario (Diehl 2018) o alterando el orden constitucional (Blokker 2018). En cambio, quienes se centran en definir lo que es el populismo suelen ser simpatizantes que defienden el populismo por su valor democrático e igualitario (Vergara 2020).

El resultado de esta doble división es una notable diferencia entre los estudios empíricos y los estudios teóricos. Mientras los primeros tienden a describir una práctica con consecuencias indeseables, los segundos tienden a definir una teoría con principios valiosos.

2. Puntos de acuerdo

Esta sección presenta dos rasgos del populismo en los que, a pesar de las profundas discrepancias, la mayoría de las definiciones coinciden.

2.1. Formalismo

El primer rasgo es el carácter relativamente formal del populismo.

El carácter formal del populismo puede apreciarse mejor al contrastarlo con otras posturas en teoría política. Gran parte de la teoría política se centra en discutir los valores sustantivos que definen una sociedad justa y democrática. Por ejemplo, el republicanismo se centra en la libertad como no dominación (Pettit 2023), el socialismo en la igualdad (Cohen 2011), y el liberalismo igualitario en la compaginación de la libertad y la igualdad (Rawls 2013). Otra gran parte de la teoría política se centra en discutir las instituciones y las políticas públicas que, según ciertos valores sustantivos, son necesarias para que la sociedad sea justa (van Parijs y Vanderborght 2017) y democrática (Dahl 1999). Así, la mayoría de las posturas en teoría política pueden definirse a partir del compromiso con algún contenido –ya sea un valor sustantivo, cierto diseño institucional, o una política pública.

El populismo, en cambio, suele concebirse como una forma de hacer política –como una praxis política–, y no tanto como un conjunto de contenidos. De ahí que el populismo sea compatible con multitud de valores, instituciones y políticas públicas, sin que ser populista implique necesariamente adoptar ningún compromiso con ninguno de estos contenidos. Estrictamente, ser populista implica tan sólo la adopción de un modo, o una forma, de promover ciertos valores, instituciones y políticas públicas, sean estos los que sean. Como se verá mejor en las siguientes secciones, la forma específicamente populista de promover contenidos políticos (ya sean valores, instituciones o políticas) consiste en presentar esos contenidos como exigencias de un pueblo legítimo en lucha contra una élite ilegítima.

El carácter relativamente formal del populismo es lo que lo convierte en “camaleónico” (Taggart 2000) y lo que hace posible que –como anotaba arriba– prácticamente cualquier postura política pueda ser defendida a la manera populista. Tan sólo hace falta defenderla, de manera simple y dicotómica, como parte de una sempiterna lucha del pueblo contra la élite. A modo de analogía, podríamos decir que el populismo es como un camión capaz de transportar muchos objetos distintos. Y, al igual que la definición del concepto “camión” no debería incluir lo que un camión particular cargue en cierto momento, la definición del concepto “populismo” no debería incluir los contenidos que un partido o movimiento político particular promueve en cierto contexto.

Laclau ha defendido una postura claramente formalista y ha sido contundente en este punto. Para él, el populismo es “estrictamente formal, pues todas sus características definitorias conectan exclusivamente con un modo específico de articulación (…) independientemente de los contenidos que se articulen” (Laclau 2005b, 44). En esta misma línea, el populismo ha sido definido como un mero “medio” para conectar con electorado (Mair 2002, 84) y como una “estrategia” política (Weyland 2001; 2017).

Una postura un tanto menos formalista es la de quienes definen el populismo como una “ideología delgada” (véase, por ejemplo, Canovan 2002). Las ideologías gruesas –como el socialismo o el liberalismo– constan de un amplio abanico de ideas, lo que les permite ofrecer respuestas detalladas a cualquier pregunta política. En cambio, las ideologías delgadas –como el populismo– solo constan de un pequeño conjunto de ideas que por sí mismas no pueden responder a todas las preguntas políticas. Por eso necesitan complementarse con ideas prestadas de otras ideologías.

2.2. El pueblo contra la élite

En segundo lugar, la mayoría de las aproximaciones al populismo coinciden en que el populismo concibe la política como una lucha entre dos bandos irremediablemente enfrentados, a los que suele denominarse “el pueblo” y “la élite”. La forma populista de hacer política –la praxis populista– consiste, por tanto, en participar en esa lucha.

2.2.1. ¿Quién es quién?

Es difícil saber quién pertenece al “pueblo” del populismo –y, en consecuencia, quién pertenece a esa “élite” a la que ese pueblo supuestamente se opone– porque, en el imaginario populista, la noción de “pueblo” tiene múltiples significados (véase Mudde y Rovira Kaltwasser 2017, 9-11; Canovan 1999, 5).

Sin embargo, parece claro que “el pueblo” populista no se refiere al conjunto de personas que viven en una sociedad, definida por las fronteras externas de un país con sus países vecinos. En este sentido hablamos del pueblo portugués o italiano, pero no del pueblo populista. La frontera que define al “pueblo” del populismo es una frontera interna a la sociedad (Canovan 2005, cap. 4).

También es claro que el sentido populista de “pueblo” no se refiere a la ciudadanía, definida como el conjunto de personas con derechos de participación política dentro de la sociedad (Canovan 2005, cap. 5). Estrictamente, “el pueblo” del populismo incluye solamente a algunos miembros de la comunidad política, con independencia de si tienen derechos de participación política o no.

2.2.3. Diferencias

Sean quienes sean en el imaginario populista, “el pueblo” y “la élite” se diferencian claramente en tres aspectos.

Primero, en su acceso al (y disfrute del) poder. El populismo entiende que mientras el pueblo es ignorando y marginado, la élite monopoliza el poder. De hecho, la división pueblo-élite suele definirse precisamente a partir del eje vertical que distingue, por un lado, a los de abajo –la “gente común” (Canovan 2005, 67) o “los desamparados” (Laclau 2005b, 38)– de, por otro lado, los de arriba –los “políticos profesionales” (Canovan 2005, 67), la élite militar (Mansbridge y Macedo 2019, 61), “la élite económica, la élite cultural y la élite mediática” (Mudde y Rovira Kaltwasser 2017, 11), en definitiva, “el poder” (Laclau 2005b, 38).

Segundo, el pueblo y la élite son distintos moral y epistémicamente. Mientras el pueblo es concebido como puro, bueno, honesto y sabio, la élite es “demonizada” (Taggart 2002, 94) y vista como corrupta, malvada, deshonesta y (a menudo) estúpida (Mansbridge y Macedo 2019, 62).

Tercero, y como corolario de lo anterior, el pueblo y la élite difieren en su derecho moral a gobernar. Mientras el pueblo es visto como el único soberano legítimo y, por tanto, como el titular exclusivo del derecho moral a gobernar, la élite es concebida como una usurpadora de la soberanía popular, como una ocupante ilegítima de las instituciones que deberían estar al servicio (y bajo el control directo) del pueblo (Urbinati 2015).

3. La concepción del populismo de Mouffe y Laclau

Esta sección sintetiza la muy influyente concepción del populismo de Mouffe y Laclau, explicando brevísimamente lo que podrían verse como sus tres tesis centrales.

3.1. Identidades sociales

La primera tesis sostiene que las identidades sociales son relacionales y fluidas.

La identidad suele definirse como la propiedad que hace que cada cosa sea igual a sí misma, tal y como refleja la fórmula “X=X”. Laclau y (más claramente) Mouffe (2000; 2005) niegan que esta fórmula se aplique a las identidades sociales.

Para ellos, las identidades sociales son relacionales. Esto significa que existen tan sólo en virtud de la oposición entre un yo (o un nosotros) y un otro, al que denominan “exterior constitutivo”. Así, X sólo adquiere su identidad al confrontarse con un no-X que percibe como su opuesto o contrario.

La identidad predominante de una persona depende de cuál es la relación predominante de oposición (Mouffe 1993). Por tanto, la misma persona puede identificarse como mujer, si su exterior constitutivo son las no-mujeres, como persona blanca, si son las personas no-blancas, o como cristiana, si son las personas no-cristianas. Igualmente, cuando el otro contra el cual nos identificamos cambia, también cambia nuestra propia identidad. Esto hace que las identidades sociales estén en constante formación y transformación –es decir, que sean fluidas (para una explicación más detallada, véase Wenman 2003).

El carácter relacional y fluido de las identidades sociales permite explicar por qué para Mouffe y Laclau el poder no reside principalmente en las instituciones formales, sino más bien en la capacidad para generar discursos que fijen un exterior constitutivo –esto es, un otro– contra quienes nos identificamos.

3.2. Lo político y la política

La segunda tesis afirma que los acuerdos políticos no son, ni pueden ser, racionales. Un acuerdo político es racional en la medida en que se basa en argumentos, es decir, en la medida en que resulta de una consideración lógica sobre qué fines deben perseguirse y sobre cuáles son los mejores medios para conseguir esos fines.

En función de si las partes consideran solamente sus intereses o también los intereses ajenos, podemos distinguir entre acuerdos racionales autointeresados y acuerdos racionales desinteresados (o prosociales). Algunas teorías liberales, como el elitismo democrático (Downs 1957), entienden que la ciudadanía sólo considera sus intereses individuales, y que por tanto la política consiste en encajar estos intereses individuales en acuerdos racionales autointeresados. En cambio, la teoría deliberativa asume que la ciudadanía es capaz de tratar los intereses ajenos igual que los propios, y concibe la política como la búsqueda de acuerdos racionales desinteresados sobre lo que es bueno para todos (Martí 2006, cap. 2).

Pues bien, el populismo no cree que puedan alcanzarse acuerdos mediante argumentos o consideraciones lógicas de ninguno de estos dos tipos. De hecho, el populismo entiende que los acuerdos racionales son imposibles tanto al nivel de lo político como al nivel de la política. Vayamos por partes.

Lo político se refiere a la división Schmittiana entre “amigos” y “enemigos” (Schmitt 2014). Los amigos son quienes comparten valores fundamentales y, por tanto, llevan estilos de vida compatibles entre sí. Los enemigos, en cambio, discrepan sobre estos valores fundamentales –que son “no negociables” (Mouffe 2005, 30)– y, por tanto, no pueden coexistir. Así, el desacuerdo al nivel de lo político –esto es, entre enemigos– implica un conflicto violento, al que Schmitt llama “guerra” y al que Mouffe denomina “antagonismo”.

Además, el desacuerdo al nivel de lo político es insuperable racionalmente, porque los enemigos carecen de un “espacio simbólico común” (Mouffe 2000, 13) que les permita deliberar racionalmente. Esto implica que la justificación de cualquier orden social quedaría confinada dentro de sus propias fronteras: cualquier sociedad se fundamentaría en unos valores y una forma de vida que habrían sido impuestos (pero no justificados, porque tal cosa sería imposible) ante las alternativas. Esta imposición es lo que la teoría populista denomina “hegemonía”. La democracia constitucional no sería ninguna excepción; se trata, simplemente, del orden social resultante de la hegemonía demoliberal, cuyos dos valores fundamentales son la libertad y la igualdad.

Por su parte, la política se refiere al debate sobre lo que estos dos valores demoliberales significan y requieren. La política es, pues, un conflicto entre “amigos” (en el sentido schmittiano) o entre “adversarios” (en términos de Mouffe) que pueden coexistir pacíficamente porque comparten los valores de igualdad y libertad. Los adversarios experimentan un conflicto de intensidad menor que el antagonismo, al que Mouffe denomina “agonismo”. A diferencia del antagonismo, el agonismo no se resuelve mediante la violencia, sino mediante prácticas discursivas.

Ahora bien, al igual que el antagonismo, el conflicto agónico sobre lo que la igualdad y la libertad signifiquen y requieran “no es uno que pueda resolverse mediante la deliberación y la discusión racional” (Mouffe 2000, 102). Los cambios de opinión al nivel de la política no resultan de un proceso deliberativo, sino de una mutación en la identidad. Así lo dice la propia Mouffe: “Aceptar la visión del adversario es experimentar un cambio radical en la identidad política, tiene más la naturaleza de una conversión que de una persuasión racional” (1999, 755). Así, al nivel de la política, igual que al nivel de lo político, debemos “abandonar el sueño de un consenso racional” (Mouffe 1999, 750). De ahí que –como explica la siguiente subsección– las prácticas discursivas que constituyen la política populista no deban (ni puedan) promover una participación racional, sino emotiva e identitaria (Marciel 2022).

3.4. La construcción retórica del pueblo

La tercera tesis sostiene que “el pueblo” es una identidad social que se construye retóricamente mediante un discurso que establece a cierta élite como el exterior constitutivo contra el cual se identifican multitud de grupos sociales. Nótese que esta tesis se basa en las dos anteriores: según la primera, “el pueblo” es una identidad social forjada contra un exterior constitutivo; y, según la segunda, la identidad popular se construye a través de prácticas discursivas que son más retóricas que racionales. Probablemente la descripción más prolija de cómo se construye el pueblo se la debamos a Laclau (2005a, cap. 5), cuyas ideas sintetizaré aquí muy brevemente.

Laclau cuenta que, en cualquier sociedad, los distintos grupos sociales elevan a la administración “demandas” que exigen la satisfacción sus intereses sectoriales. Cuando estas demandas son satisfechas, su recorrido termina. Sin embargo, si una demanda (por ejemplo, d1) permanece insatisfecha por un tiempo, el sector que la exige podría desarrollar un sentimiento de solidaridad con otros sectores cuyas demandas (d2, d3, d4…) también permanecen insatisfechas. Cuando esto sucede, los miembros de los distintos sectores podrían empezar a ver todas sus demandas como partes de una misma lucha popular contra la administración. En este punto, las demandas estarían unidas por una “cadena de equivalencias” –esto es, una asociación según la cual exigir la satisfacción de cualquier demanda equivaldría a exigir indistintamente la satisfacción todas y cada una de las demandas incluidas en esa cadena (d1 = d1, d2, d3, d4… y así para cualquier d incluida en la cadena).

Al percibir sus demandas como igualmente frustradas por la administración, los distintos sectores adquirirían un mismo exterior constitutivo: la élite. Y, al percibirse a sí mismos como igualmente enfrentados a esa élite, las identidades propias de los distintos sectores sociales serían sustituidas por una única identidad social: la identidad popular. Así, la identidad social “pueblo” sería el subproducto de la construcción de una cadena de equivalencias que englobaría una variedad de demandas percibidas indistintamente como reivindicaciones de una misma lucha popular. La tarea fundamental del populismo sería establecer esa cadena de equivalencia entre demandas dispares para, así, generar la identidad popular –o, en términos populistas construir pueblo (Errejón y Mouffe 2015).

Hay que anotar que, en línea con la tesis sobre la irracionalidad de la política, la conexión entre las distintas demandas democráticas –y, por tanto, la creación de la identidad popular– no es posible mediante deliberación racional. La identidad popular debe crearse mediante discursos retóricos, sencillos, pasionales y dicotómicos, discursos que hagan que la gente se sienta parte de un mismo pueblo en lucha contra la élite.

Un recurso fundamental de la práctica discursiva populista son los significantes vacíos. Los significantes vacíos son símbolos cuyo significado es lo suficientemente general y vago como para representar la multitud de demandas incluidas en la cadena de equivalencias. Estos símbolos podrían ser palabras individuales (por ejemplo, “democracia” o “libertad”), slogans (como “Make America Great Again!”, “Yes, We Can!”, o “¡Sí se puede!”), o incluso las caras y los nombres de los líderes carismáticos.

Conclusión

Como hemos visto, existen enormes dificultades para comprender y definir el populismo. A pesar de eso, parece haber un relativo acuerdo académico según el cual el populismo consiste en una praxis política relativamente desvinculada de cualquier valor, institución o política pública, una praxis que aspira a articular una supuesta lucha entre un pueblo legítimo y una élite usurpadora de la soberanía popular. La teoría de Mouffe y Laclau es una de las concepciones específicas del populismo más influyentes, tanto académica como políticamente. Al ser más detallada que el concepto mínimo de populismo esbozado en la sección 2 también resulta mucho más controvertida. A cambio, puede ser más fácilmente contrastada con otras teorías, como el liberalismo o la teoría deliberativa de la democracia.

 

Rubén Marciel Pariente

(Universitat Pompeu Fabra)

 

 

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Cómo citar esta entrada

Marciel, R. (2024) “Populismo”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, (URL: http://www.sefaweb.es/populismo/)

Justificación pública

1. Justificación política: una tipología

Las decisiones políticas deben estar justificadas. Sobre esto no hay demasiada controversia. Menos claro está, sin embargo, cómo debe interpretarse esta afirmación. Existen al menos dos posibilidades. Por un lado, hay quienes defienden que las decisiones políticas están adecuadamente justificadas si coinciden con lo que, objetivamente, debemos hacer—por ejemplo, si maximizan el bienestar agregado (Mill 1828), realizan las exigencias de la justicia distributiva (van Parijs 1996), o protegen los derechos de propiedad legítimos de los individuos (Nozick 1974). Algunos denominan a estas teorías factualistas, pues apelan a hechos acerca de lo que debemos hacer, independientemente de nuestras actitudes (Peter 2023). Por el otro lado, hay quienes sostienen que las decisiones políticas sólo pueden justificarse correctamente si apelan de algún modo a las creencias y valores de aquellos sobre quiénes se imponen. Una analogía: dadas sus creencias y la evidencia disponible en su época, Aristóteles no habría estado justificado en creer en las tesis de la física contemporánea, aunque estas estén en lo cierto (Gaus 2011, 234). Del mismo modo, nos dicen, la justificación política no tiene sentido en abstracto, sino que siempre opera en relación con alguien, apelando a sus creencias y valores. Quienes defienden esta segunda concepción adoptan una concepción interpersonal de la justificación política (van Schoelandt 2015).

Entre estos últimos se encuentran los teóricos de la justificación pública, una familia de concepciones acerca de la justificación política (en un sentido interpersonal) unidas por una idea central: que el poder político sólo puede justificarse si apela a las creencias y valores de los individuos, moderadamente idealizados—es decir, asumiendo que razonamos adecuadamente, y filtrando los sesgos cognitivos más extremos (Rawls 1993, 2001; Habermas 1998; Quong 2010; Gaus 2011; Lister 2013; Vallier 2019). Para los teóricos de la justificación pública, un orden político es legítimo sólo si sus decisiones apelan a las creencias y valores de aquellos sobre quienes son impuestas, sin idealizarlos demasiado. A este ideal subyace una intuición concreta: que los principios rectores de una sociedad deberían poder ser conocidos y discutidos por el ciudadano medio, y no sólo por una pequeña élite ilustrada (Waldron 1987, 146). Esto es especialmente importante, señalan los teóricos de la justificación pública, en sociedades complejas y plurales, en las que los ciudadanos discrepamos sobre la moralidad, la justicia y la vida buena. Sobre estas cuestiones existe, en palabras de John Rawls (1993, 2001), un “pluralismo razonable,” dado que el desacuerdo no es necesariamente producto de la obvia irracionalidad o malicia de alguna de las partes.

Aunque el ideal de la justificación pública se remonta, por lo menos, a la Ilustración y a las teorías contractualistas, en las últimas décadas ha cobrado renovada vitalidad a través de la obra de John Rawls, y en la actualidad el marco de la justificación pública ha sido empleado para discutir, por ejemplo, sobre legitimidad política (Rawls 1993, 2001; Quong 2010; Gaus 2011; Peter 2019), pluralismo religioso y cultural (Vallier 2014), nuestras obligaciones hacia los animales y las generaciones futuras (Zuolo 2021), el feminismo (Baehr 2008; Hartley y Watson 2018), el papel de la ciencia en sociedades democráticas (Badiola 2018), o la promoción de dietas y estilos de vida saludables por parte de las instituciones públicas (Barnhill y Bonotti 2022). Pese a ello, los teóricos de la justificación pública difieren acerca de cuál es la mejor forma de concebir el ideal. Y, por supuesto, no todos los filósofos aceptan este ideal. En esta entrada se introducen tanto las principales discrepancias internas como las objeciones más discutidas al ideal de la justificación pública.

2. La justificación política

Los teóricos de la justificación pública discrepan acerca de qué debe ser justificado públicamente, cómo debe proceder la justificación pública, o qué justifica el ideal en primer lugar (es decir, el por qué).

2.1. ¿Qué?

¿Qué debe justificarse públicamente? Para algunos, sólo aquellas decisiones que afecten a las esencias constitucionales o a cuestiones de justicia básica (Rawls 1993). Las primeras son aquellas que delimitan y determinan la estructura básica de un orden político (su constitución) mientras que las segundas son aquellas que determinan los términos de la cooperación social y la distribución de las cargas y beneficios que de ella se derivan. Esto es lo que a menudo se denomina la concepción estrecha de la justificación pública (por ejemplo, en Quong 2004). La mayoría de teóricos defiende, no obstante, concepciones algo más amplias. Así, por ejemplo, existe amplio acuerdo acerca de que, como mínimo, deben justificarse públicamente todas las decisiones políticas coactivas—traten o no sobre esencias constitucionales o cuestiones de justicia básica (Larmore 1999, Quong 2010, Gaus 2011, Vallier 2019). Algunos, sin embargo, van más allá y sostienen que todas las decisiones políticas, coactivas o no, deben justificarse públicamente (Quong 2010, Bird 2013). Y otros que no sólo las decisiones políticas deben estar públicamente justificadas, sino también las normas morales (Habermas 1998, Forst [2007] 2012, Gaus 2011).

2.2. ¿Cómo?

¿Cómo debe proceder la justificación pública? Para los llamados teóricos del consenso (véase D’Agostino 1996) la justificación pública debe apelar a razones compartidas. Un ejemplo de esta concepción es el liberalismo político de John Rawls (1993, 2001), según el cual la estructura básica de un orden político debe justificarse “aplicando sólo ideas fundamentales familiares de, o implícitas en, la cultura pública de una sociedad democrática” (Rawls 2001, 52). Los lugares comunes de la cultura democrática de una sociedad proporcionan, según Rawls, razones públicas, en contraste con las razones proporcionadas por doctrinas comprehensivas que sólo comparte un grupo concreto de ciudadanos—por ejemplo, quienes practican una religión, o comparten una concepción de la vida buena (véase también Quong 2010). Así, una decisión política podría criticarse o apoyarse apelando a sus efectos, por ejemplo, sobre la libertad de expresión—pues esta parece ser una idea implícita en la cultura política de las sociedades democráticas—pero no a la voluntad divina—que es irrelevante para quienes no creen en ninguna divinidad, o veneran dioses diferentes.

Para los llamados teóricos de la convergencia, en cambio, la justificación pública requiere únicamente que nos pongamos de acuerdo acerca de qué decisiones políticas deben tomarse (o qué normas morales son válidas), aunque cada uno lo haga por razones diferentes (Gaus 2011, Vallier 2019, Kogelmann y Stitch 2016). Que una decisión quede adecuadamente justificada ante los ciudadanos requiere, a juicio de estos autores, que podamos hacerla nuestra—es decir, que tenga sentido dados nuestros compromisos evaluativos, sin que estos deban ser necesariamente compartidos. Para los teóricos de la convergencia, pues, las razones no deben ser compartidas. Pero algunos de ellos matizan que deben ser, por lo menos, inteligibles: es decir, que las razones por las que un individuo acepta o rechaza una decisión política o una norma moral deben ser coherentes con sus estándares evaluativos, de manera que otros entiendan porque esas razones tendrían sentido para ese individuo, dados sus compromisos evaluativos (Gaus 2011, Vallier 2016). Supongamos que un utilitarista se opone a una propuesta de política pública porque no considera que el bienestar de los implicados sea moralmente relevante. Esto parece ininteligible, pues ser utilitarista consiste precisamente en sostener que el bienestar es moralmente relevante. En este caso, sostendrían los defensores del criterio de la inteligibilidad, las razones del utilitarista incoherente carecen de fuerza justificativa en tanto que ni siquiera tienen sentido dados sus propios compromisos evaluativos.

2.3. ¿Por qué?

¿Por qué es valioso el ideal de la justificación pública? De nuevo, existen diversas propuestas (véase Wendt 2016, parte 3). En primer lugar, hay quienes apelan a consideraciones de equidad (Rawls 1993, Boettcher 2007, Quong 2010). Si concebimos la sociedad como un esquema cooperativo, sostienen estos autores, parece injusto que los términos de la cooperación dependan únicamente de las creencias (morales, religiosas, filosóficas) de algunos cooperadores en particular, y no de todos. En segundo lugar, otros apelan a consideraciones de respeto hacia las personas, entendidas como individuos capaces de elaborar, revisar y perseguir planes de vida propios, así como de deliberar sobre, y responder a, razones morales. Según este argumento, imponer decisiones sobre quienes, siendo racionales y actuando de buena fe, objetan a ellas, constituiría una forma de “autoritarismo moral” (Gaus 2011), o implicaría tratar a otros como simples medios para nuestros fines (Larmore 1999, 607), o como seres incapaces de auto-determinarse y de proporcionar (y atender a) razones (Forst [2007] 2012, 38). En tercer lugar, algunos autores han empleado argumentos instrumentalistas. Por ejemplo, que un orden político, aunque actúe de manera justa, será incapaz de operar efectivamente si sus decisiones no están públicamente justificadas, pues hallará la resistencia de los objetores (Quong 2010, 133; véase también Weithman 2011). O que una disposición a justificar públicamente las decisiones políticas, o las normas morales en general, se traduce en niveles más elevados de confianza social—lo que, sugiere la evidencia empírica, conlleva importantes beneficios sociales y económicos (Vallier 2019). En cuarto lugar, algunos autores sostienen que la justificación pública de las decisiones políticas es esencial para que exista amistad cívica entre ciudadanos—es decir, para que nos veamos los unos a los otros como ciudadanos libres e iguales con igual derecho a ser escuchados, y no como meros objetos potenciales de coacción (Ebels-Duggan 2010, Lister 2013, Leland 2019).

Por otra parte, autores como Gerald Gaus (2011) han defendido que la idea de la justificación pública subyace a nuestras prácticas evaluativas, lo que explicaría—según Gaus—por qué no parece apropiado reprocharle a alguien una acción que, ni siquiera idealizado moderadamente, puede entender por qué no debería realizar (algunas objeciones en Enoch 2013 y Tazhib 2019). Y, más recientemente, otros han sostenido que la justificación pública es un procedimiento racional en situaciones de incertidumbre normativa—es decir, cuando dudamos acerca de cuál es la mejor teoría moral (Barrett y Schmidt 2024; véase también Peter 2019).

3. Objeciones

Las teorías de la justificación pública tienen tenaces defensores y formidables críticos. En esta última sección se introducen algunas de las objeciones más conocidas. Algunas de estas objeciones, como veremos, objetan a versiones concretas del ideal, mientras que otras apuntan al ideal mismo.

3.1. El problema de la asimetría

Como hemos visto, los teóricos del consenso sostienen que existe una distinción entre ideales controvertidos, sometidos a desacuerdo razonable (como las doctrinas morales, filosóficas y religiosas) e ideales no controvertidos (derivados, como en el caso de Rawls, de las ideas fundamentales implícitas en la cultura pública de una sociedad democrática). Mientras que los primeros sólo interpelan a algunos individuos concretos, los segundos proporcionan razones públicas, compartidas por todos los ciudadanos. Esta asimetría, según algunos críticos, carece de fundamento, pues no parece haber menos desacuerdo sobre la justicia o la democracia que sobre la existencia de Dios y la vida eterna, o sobre la concepción correcta de la vida buena (Sandel 1994, 182-188, Gaus 1999, Chan 2000, Fowler y Stemplowska 2015).

Los teóricos de la justificación pública han tratado de responder a esta objeción de dos maneras. Por un lado, aceptándola. Los teóricos, de la convergencia, por ejemplo, admiten la existencia de desacuerdos razonables sobre la justicia y la democracia—y por eso creen que el consenso es improbable (Gaus 2011, Vallier 2019). Por otro lado, los teóricos del consenso han respondido defendiendo que los desacuerdos que sobre la justicia o la democracia puedan existir son distintos de los desacuerdos sobre, por ejemplo, la vida buena o la existencia de Dios (Quong 2010, cap. 7). Así, los primeros serían desacuerdos justificatorios (en los que compartimos estándares de justificación, pero discrepamos acerca de sus implicaciones), mientras que los segundos son desacuerdos fundacionales (en los que ni siquiera compartimos estándares de justificación que nos permitan arbitrar entre concepciones rivales). Mientras que los desacuerdos justificatorios serían superficiales, mutuamente inteligibles y en ocasiones resolubles, los fundacionales serían profundos, irresolubles e inconmensurables. Como el propio Quong (2010, cap. 5) señala, sin embargo, esta respuesta asume que el proyecto de la justificación pública se dirige únicamente a quienes ya aceptan alguna forma de liberalismo vinculado al marco de la justificación pública—pues, de lo contrario, sería falso que todos los desacuerdos sobre democracia y justicia son justificatorios. Enoch (2015, 122) rechaza esta estrategia por ser excesivamente restringida, pues parece dejar fuera de la discusión sobre justificación política “a gente como John Stuart Mill, Karl Marx, Joseph Raz, Jean Hampton, casi todos los epistemólogos contemporáneos, probablemente la mayoría de posiciones rivales sobre la razón pública, al primer Rawls—ah, y a mí” (Para otras críticas, véase Sleat 2014, Fowler y Stemplowska 2015 y von Schoelandt 2015).

3.2. El problema de la auto-refutación

Para las teorías de la justificación pública, las decisiones políticas (o normas morales) basadas en razones que individuos modernamente idealizados podrían rechazar son ilegítimas. Algunos críticos han objetado que este requisito se auto-refuta, pues personas razonables, actuando de buena fe, pueden rechazar razonablemente el ideal de la justificación pública (Wall 2002, Enoch 2015, Mang 2019). Algunos teóricos de la justificación pública responden que esto es imposible, puesto que un rasgo definitorio del individuo razonable es precisamente que acepte el principio de la justificación pública. Es decir, que, por definición, la justificación pública no puede ser razonablemente rechazada (Estlund 2008, 61, Quong 2010, 235 n. 34). Otros, en cambio, niegan lo que la objeción asume: esto es, que el principio de la justificación pública deba aplicarse a sí mismo. Para estos autores, aunque el principio de la justificación pública debe estar justificado (de lo contrario no tendríamos razones para aceptarlo), no tiene por qué serlo a través del propio principio de la justificación pública. Para Gaus (2011, 228), por ejemplo, debemos aceptar el principio de la justificación pública porque es un presupuesto de nuestras prácticas evaluativas. Bajaj (2017), por otra parte, sostiene que el principio de la justificación pública se aplica únicamente a las razones empleadas para justificar decisiones políticas o leyes, pero no a sí mismo, pues el principio de la justificación pública no justifica decisiones o leyes, sino que regula qué razones pueden hacerlo.

3.3. El problema de la idealización

Los teóricos de la justificación pública idealizan (aunque, habitualmente, de forma moderada) a los destinatarios de la justificación, filtrando sesgos y formas de razonamiento notoriamente irracionales. Esta estrategia evita tener que concluir que creencias absolutamente irracionales deben ser tenidas en cuenta a la hora de justificar públicamente decisiones políticas o normas morales. Para algunos, no obstante, este movimiento es ad hoc y carece de una justificación independiente. Enoch (2015), por ejemplo, argumenta que si la justificación pública es necesaria para que nos tratemos los unos a los otros como individuos libres e iguales, entonces no hay razón para idealizar siquiera moderadamente a nadie, pues incluso los individuos más irracionales son nuestros iguales morales—y, por lo tanto, tendrían el mismo derecho a que las decisiones políticas, o las normas morales, apelaran a sus creencias o valores, tal y como verdaderamente son, y no como nos gustaría que fueran. Vallier (2020), en respuesta, defiende que idealizar moderadamente a un individuo es compatible con tratarlo como un conciudadano libre e igual si lo que se idealiza son las capacidades de razonamiento o la información de que dispone el sujeto idealizado, y no sus compromisos morales, religiosos o filosóficos más centrales.

3.4. El problema de la inestabilidad

Un orden político regido por el ideal de la justificación pública debe ser estable. Esta es una preocupación importante para los teóricos de la justificación pública—para Rawls, de hecho, probablemente la que motivara su acercamiento a dicho ideal en primer lugar (Rawls 1993, xvii, Weithman 2011, Gaus y Van Schoelandt 2017). Sin embargo, existe controversia acerca de si concepciones particulares de la justificación pública (o el propio ideal, bajo cualquier concepción) pueden lograr dicha estabilidad.

Los teóricos del consenso, por ejemplo, sostienen que el ideal de la justificación pública, tal y como lo conciben los teóricos de la convergencia, genera inestabilidad y conduce a la anarquía—pues siempre habrá alguien que tenga alguna razón para objetar a cualquier decisión política o norma moral (Gillian y Macedo 2012). Para los teóricos de la convergencia, en cambio, es el consenso lo que es inestable, pues—argumentan—la apelación a razones compartidas es fácil de explotar estratégicamente, por lo que cada participante en el juego político carece de garantías suficientes para ofrecer, de manera sincera y comprometida, razones de este tipo (Thrasher y Vallier 2015, Kogelmann y Stitch 2016). Otros teóricos de la convergencia han sostenido, además, que el consenso es insuficientemente respetuoso con el pluralismo, pues obliga a un gran número de ciudadanos a orillar sus doctrinas morales, religiosas o filosóficas cuando no proporcionen razones compartidas (Vallier 2011). Y, por supuesto, quienes rechazan las teorías de la justificación pública sostienen que el problema de la inestabilidad es general (Enoch 2015).

Algunos autores han respondido a esta objeción argumentando que el ideal de la justificación pública es un ideal comparativo, que no exige abordar decisiones políticas, o normas morales, de forma individual, sino en relación a las alternativas disponibles. Así, por ejemplo, Gerald Gaus (2011) sostiene que, aunque toda norma moral encontrará siempre algún objetor, incluso entre los objectores una mayoría preferirá un sistema de normas morales (aunque estas sean, en algunos aspectos, sub-óptimas) a la ausencia de un orden moral—un escenario, sostiene Gaus, en el que sería imposible la cooperación y, en general, la acción colectiva coordinada. Quienes, como Enoch (2015), consideran que los teóricos de la justificación pública no pueden justificar adecuadamente la exclusión de los objetores persistentes (es decir, quienes seguirían objetando a un sistema de normas morales) encontrarán esta estrategia insuficiente.

3.5. El problema de las cargas desiguales

Los teóricos del consenso sostienen que la justificación pública debe apelar a razones compartidas o compartibles. Algunos autores sostienen que esto es injusto, pues impone cargas desproporcionadas sobre quienes asumen doctrinas comprehensivas, como las personas religiosas, privilegiando así a aquellos con perspectivas seculares (Eberle 2002, Stout 2004). Los teóricos de la convergencia esquivan esta objeción permitiendo la apelación a razones religiosas, siempre que converjan sobre una decisión o norma (Vallier 2014). Y, para los teóricos del consenso, la abstención exigida a los creyentes, incluso si desigualmente repartida, no es arbitraria: la imposición de doctrinas religiosas que sólo comparten unos pocos adeptos, sostienen, es incompatible con el respeto al igual estatus cívico y político de los ciudadanos, y por lo tanto sólo podemos apelar a aquellas doctrinas que, de algún modo, compartamos todos (Rawls 1993, Freeman 2020).

3.6. El problema de las otras mentes

Ni los niños muy pequeños ni los animales ni los humanos con discapacidades cognitivas severas pueden ser destinatarios, ni siquiera modernamente idealizados, de justificaciones públicas. Esto es así porque, aunque sean agentes complejos con intereses moralmente relevantes, no parecen capaces de proporcionar (o atender a) razones del tipo que comúnmente se emplea para justificar decisiones políticas o normas morales. Tal vez algo parecido podría decirse de las generaciones futuras—quienes, siendo individuos meramente posibles, no tienen creencias ni valores identificables. Todos estos grupos, sin embargo, están sistemáticamente afectados por decisiones políticas. ¿Qué nos dicen las teorías de la justificación política al respecto? Hay quienes sostienen que, aunque las decisiones políticas sólo deben ser justificadas ante aquellos capaces de dar y recibir razones, tenemos razones públicamente justificadas para proteger a los niños, a los animales, a las generaciones futuras, etc. (Zuolo 2021, Theofilopoulou 2024) Otros, sin embargo, defienden que esto es insuficiente, y que las decisiones políticas que afectan a los intereses de estos grupos deben poder justificarse, directamente, apelando a estos intereses y no sólo indirectamente, apelando a las razones que algunos humanos podrían ofrecer para defender su protección. Según estos críticos, el ideal de la justificación pública debería ser desechado (Pepper 2017), o complementado por consideraciones adicionales (Milburn 2023, Magaña 2023).

4. Conclusión

Como hemos visto en esta entrada, el ideal de la justificación pública ha generado una literatura amplia. También, lamentablemente, algo insular. A menudo, los debates han tenido lugar entre quienes ya estaban comprometidos de antemano con dicho ideal. Y, cuando se ha intentado ir más allá, la cosa no siempre ha acabado bien—como ejemplifica la agria discusión entre David Enoch y Gerald Gaus en Ethics (Enoch 2013, Gaus 2015).

Afortunadamente, hay razones para el optimismo. Por un lado, un creciente interés en cuestiones aplicadas ha llevado a un buen número de teóricos de la justificación pública a discutir, como ya vimos en la introducción, sobre feminismo, ética animal, justicia intergeneracional, libertad religiosa, el papel de la ciencia en sociedades democráticas, o el rol del estado a la hora de promover hábitos de vida saludables. Por otro lado, algunos autores han tratado de formalizar sus propuestas, echando mano para ello de herramientas de las ciencias sociales, como la teoría de juegos o los modelos basados en el agente, entre otras (Kogelmann y Stich 2016, Vallier 2017, Chung 2020, Schaefer 2023, Weithman 2023). Ambas tendencias—el giro aplicado y el giro formal—invitan al debate sobre la justificación pública tanto a filósofos de otras corrientes como a científicos sociales. Si se aprovecha este resquicio, será posible expandir la discusión más allá de sus fronteras originales. Parece aconsejable no dejar pasar la oportunidad.

 

Pablo Magaña Fernández

(Universitat Pompeu Fabra)

 

Referencias

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Cómo citar esta entrada

Magaña, Pablo. (2024). “Justificación pública”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, URL: http://www.sefaweb.es/justificacion-publica/

Amor

La pregunta ¿qué es el amor? tiene respuestas muy diversas en la filosofía analítica. Por ejemplo, se puede definir el amor como un fenómeno mental, ya sea una emoción compleja (Brogaard 2014), una disposición (Naar 2013, Hernández 2020), un fenómeno emocional diacrónico (Rorty 1986, Jones 2008), un vínculo (Wonderly 2017, Harcourt 2016), o un síndrome (De Sousa 2015, Pismenny y Prinz 2017, Stringer 2020). Hay quien analiza el amor como un fenómeno de interacción, en el sentido de una unión de autonomías (Solomon 1981; Nozick 1989; Martin 2015), un diálogo (Krebs 2014), un compromiso (Delaney 1996), un proceso de dar forma a los respectivos auto-conceptos (Cocking y Kennett 1998), un proceso de identificación narrativo (López-Cantero 2018) o un proceso de entendimiento participativo (Candiotto y De Jaegher 2021). Además del enfoque metodológico, en el debate sobre el amor también hay diferentes perspectivas en cuanto al objeto del amor. En este sentido, hay teorías sobre el amor hacia seres humanos (Landrum 2009), hacia la naturaleza (Bannon 2017, Aaltola 2021) y entre animales no humanos (Frööding y Peterson 2011; Milligan 2014; Monsó, Benz-Schwarzburg, y Bremhorst 2018). También hay quien defiende que una definición del amor debe ser aplicable a una variedad de objetos personales y no personales (Shpall 2018). La filosofía analítica se ha centrado principalmente en el amor personal, entendido como amor hacia personas concretas (y no el amor incondicional al prójimo o a la humanidad).  

Dentro del debate sobre el amor personal, se pueden adoptar diferentes paradigmas amorosos, por ejemplo, la amistad (Blum 1993, Badwhar 1993, Jeske 2001, Nehamas 2016, Whiting 2016), el amor romántico (Foster 2008, De Sousa 2015), o el amor paterno-filial (Richards 2017, Protasi 2019, Stramondo 2019). Hay quien aboga por una conceptualización del amor personal que comprenda varios paradigmas, es decir, el abandono de la tradicional distinción entre tipos de amor (Harcourt 2016, Jollimore 2011). Dicho esto, todas estas perspectivas se basan en el supuesto de que el amor es algo que puede ser definido conceptualmente, pero no hay consenso en este punto (Jenkins 2015).

Dado el vasto abanico de posibilidades (y teniendo en cuenta que esto es solo una muestra de la heterogeneidad del debate dentro de la filosofía analítica reciente), en esta entrada nos centraremos en un solo aspecto sobre el amor. Tradicionalmente, el amor se ha considerado un tema ético (por ejemplo, Aristóteles dedica los libros VIII y IX de Ética a Nicómaco a la amistad como ruta hacia la virtud). Desde la perspectiva de la ética, y enmarcándonos dentro del amor personal, se pueden distinguir tres debates principales: el amor como evaluación, el amor en la moralidad y el amor en la ética aplicada.

1. El amor como evaluación

Entre los diferentes planteamientos para responder la pregunta ¿qué es el amor?, el más relevante para el amor entendido como un tema ético es el que define el amor como una manera de evaluar o valorar al ser querido. En concreto, el debate se ha centrado en justificar dicha evaluación. Generalmente, se considera legítimo cuestionar si una actitud evaluativa está justificada racionalmente. Por ejemplo, a Diana le enfada que su jefa le haga trabajar horas extras a costa de su tiempo libre porque tiene razones para ello. Que el tiempo libre es necesario para el bienestar, o que la jefa de Diana exige horas extra sin compensar y en el último momento, son potenciales razones que justifican el enfado en esta situación, pero no justificarían la ira o la compasión. Si el amor es una actitud evaluativa, la pregunta por la justificación es igualmente relevante. Piensa en por qué amas a tu mejor amiga o a tu pareja. Quizás respondas aludiendo a sus propiedades (que es amable, brillante, valiente), pero si es así, ¿por qué la amas a ella y no a otras personas con las mismas cualidades? Quizás la respuesta es simplemente “porque es mi mejor amiga”, o simplemente “porque me importa”. ¿Quiere decir eso que el amor no se extinguiría si la persona cambiara por completo de carácter? 

Dentro de esta tendencia racionalista, se ha debatido extensamente si las razones para el amor son cualidades–físicas, psicológicas o de carácter—del ser querido (Keller 2000; Hatala Matthes 2016; Hurka 2016; Protasi 2016; Clausen 2019; Díez e Iacona 2021); si la justificación del amor se encuentra en la relación (Kolodny 2003) o si es una mezcla de ambas (Jeske 2001; Naar 2017). En el otro lado del debate se encuentran los autores que defienden que el amor no es justificable mediante razones, es decir, que rechazan la pregunta sobre la racionalidad del amor (Frankfurt 2004; Thomas 1991; Zangwill 2013; Carlsson, 2018; Han 2021). Para estos, el amor no es una actitud evaluativa, sino que tiene que ver el reconocimiento de lo que nos importa—‘caring’ en el original, traducido también como ‘preocupación’ (Fermandois 2021). En otras palabras, amar algo significa que ese algo nos importa: el bienestar del objeto amado (o la falta de tal) afecta al bienestar de la persona que ama. Por tanto, la persona que ama se identifica con el objeto amado y adopta como compromiso la promoción del bienestar de este (LaFollette 1996; Soble 1997; White 2001; Smuts 2014; Wolf 2015).

Helm (2010) rechaza tanto la perspectiva racionalista como la no racionalista a la hora de definir el amor como evaluación, y propone una tercera vía. La discusión, según Helm, se centra erróneamente en lo que él denomina la “división cognitivo-conativa” entre los defensores del amor como actitud evaluativa y aquellos que lo vinculan a lo que nos importa. El error que los segundos cometen es analizar el amor como una actitud individualista, unidireccional desde la persona que ama hacia la persona amada, que no tiene en cuenta el carácter social de la identidad personal (esta crítica también se encuentra en Foster 2009b y McKeever 2019, dirigida en concreto a Frankfurt). En la teoría del Helm, el amor no es simple evaluación, sino evaluación e interacción. En concreto, el amor está constituido por un patrón de emociones centrado en los valores centrales de la persona amada, hasta el punto de que estos valores van adquiriendo, a través de una agencia compartida, la misma importancia que los propios valores de la persona amante—lo que Helm denomina “identificación íntima” (2010: 42). 

2. Amor y moralidad

Las respuestas a la pregunta ¿qué es el amor? centradas en las razones del amor que hemos considerado hasta ahora tienen como objetivo principal definir el fenómeno. Sin embargo, hay otro grupo de autores que plantea la pregunta con el objetivo de establecer el rol del amor en la moralidad. Entre estos destaca Velleman (1999), que entiende el amor como un reconocimiento del valor incomparable de la persona amada, que expresa su naturaleza racional en sus cualidades observables. Por su parte, Setya (2014) considera que es la humanidad de la persona, y no su naturaleza racional, la que justifica el amor. Cabe observar aquí que Setya se centra en modificar, y no en criticar, el proyecto de Velleman, mientras que otros como Kennett (2008), Harcourt (2009) o Bagley (2015) han criticado a Velleman vehementemente por centrarse en la naturaleza racional, que no todo el mundo tiene o expresa—cfr. Ortiz Llueca (2020) para un análisis favorable de la teoría de Velleman en castellano. En todo caso, tanto Velleman como Setya consideran que las razones que justifican el amor son razones morales, en el contexto de una moralidad universalista e impersonal. 

Sin embargo, esta no es la única opción dentro de la tendencia racionalista. Abramson y Leite (2011) defienden que las razones que justifican el amor son siempre cualidades morales de la persona (como sus virtudes) porque estas expresan el verdadero ser del otro. Por tanto, hacen la misma afirmación que Velleman o Setya sin necesidad de recurrir a aspectos universales como la naturaleza racional o la humanidad—de hecho, definen el amor como una emoción reactiva, desarrollando así la idea de Strawson (1974).

En el contexto de la moralidad surge una pregunta distinta a las razones del amor: las obligaciones del amor. La postura de Velleman y Setya en este punto es obvia: el amor es una fuente de obligaciones universales, ya que estas están enraizadas, respectivamente, de la racionalidad y la humanidad. Darwall (2016) ofrece una propuesta relacionada pero distinta: las obligaciones del amor son análogas a las obligaciones universales —cfr. Isern-Mas y Gomila (2020) para un resumen de la teoría del Darwall en castellano. Por otro lado, se pueden considerar las obligaciones del amor como específicas y distintas de las obligaciones universales (Jeske 1998, Keller 2006, Wallace 2012, Pismenny 2021, Brogaard 2021, Isern-Mas y Gomila 2022). Por ejemplo, si uno tiene la obligación de ayudar a un amigo en apuros, esta obligación no deriva de la obligación universal de ayudar, sino que es una obligación hacia esa persona en virtud de la amistad que compartimos. También podemos preguntarnos si existe una prescripción moral de amar a ciertas personas. Esta idea ha sido explorada principalmente en el contexto del amor paterno (Liao 2014, Protasi 2019).

El tema de las obligaciones del amor representa un desafío para la ética en general. Si entendemos los preceptos morales como universales e imparciales, ¿cómo podemos compatibilizar estos con la prioridad moral que otorgamos a las personas a las que queremos? Es decir, si, digamos, la deontología kantiana, prescribe seguir el imperativo categórico sin excepciones, ¿podría un marido justificar el salvar a su esposa de ahogarse en lugar de a un desconocido? (según el famoso ejemplo de Williams 1981). Algunos autores consideran que las obligaciones de amor requieren a veces infringir obligaciones universales. Por ejemplo, uno debe de incumplir su obligación universal de no mentir si una persona violenta llega a nuestra puerta buscando al amigo que tenemos escondido en casa y en general la amistad y el amor invalidan las obligaciones universales (Cocking y Kennett 2000, Koltonski 2016, Schaubroek 2019). Esta rama de la literatura constituye el llamado el ‘problema de la parcialidad’ (también conocido como la cuestión sobre las obligaciones especiales o deberes asociativos) que debe ser afrontado dentro de un análisis metodológico de la ética normativa—cfr  Lange 2022 para una panorámica sobre el tema. 

Este desafío a la ética guiada por principios universales e imparciales se puede interpretar como una razón para rechazar dicha ética. Este es el caso (de manera más o menos explícita) de las teorías que definen la normatividad a través del amor, es decir, que no intentan discernir cómo el amor encaja dentro de una teoría normativa que se rige por preceptos universales e imparciales, sino que entiende que el amor es un elemento indispensable de la vida moral, que es particular y parcial. Esta idea, que tenía gran importancia en la filosofía antigua y medieval, así como en otras tradiciones (Mian 2019; Ranganathan 2019), retorna a la filosofía occidental de la mano de Murdoch. Para Murdoch, el amor es una manera de atender a otros, y esta capacidad de atención imbuida de amor es la principal capacidad moral de las personas. Es decir, la moralidad no se basa en la racionalidad o en un sentido del deber pre-reflexivo, sino en la capacidad de ver a las personas tal y como son. La influencia de Murdoch es patente en varias teorías contemporáneas sobre el amor que apuntan a la visión como elemento constitutivo del amor (Jollimore 2011; Spreeuwenberg 2021). Más allá de la influencia de Murdoch, Blum (1980) y Friedman (1989) analizan el amor dentro de una moralidad que se sitúa más allá de principios meramente imparciales, y en concreto ven la amistad como un espacio de potencial crecimiento moral.

Conviene mencionar también la cuestión sobre el amor hacia personas inmorales, con gran relevancia histórica—debido a la influencia de Aristóteles, que defiende en los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco que la única amistad verdadera es la amistad basada en la virtud. Aunque sigue habiendo quien defiende que la amistad entre personas de buen carácter moral es la mejor expresión de la amistad (Elder 2014, Isserow 2018, Mason 2022), muchos otros rechazan esta idea (Cocking y Kennett 2000, Nehamas 2010, Pakovská 2014, Trujillo 2020), e incluso autores propiamente neo-Aristotelianos defienden la amistad basada en el placer o en la utilidad (Hurtshouse 2007). 

Por último, cabe destacar que algunos autores rechazan categóricamente cualquier tipo de relación entre el amor y la moralidad. El amor, según estos autores, es un fenómeno de la vida que no tiene nada que ver con las decisiones morales, por ejemplo, porque es simplemente una respuesta emocional amoral (Zangwill 2013) o porque esta cuestión degenera inevitablemente en desacuerdos sobre qué es la moralidad (De Sousa 2022). Por su parte, Pismenny (2021) opta por una vía intermedia que acepta que puede haber razones tanto morales como amorales para el amor.

3. Amor y ética aplicada

Más allá de los debates esencialmente conceptuales, existe un grupo de autores que enfocan su estudio sobre el amor desde una perspectiva social o atendiendo a cuestiones aplicadas. En este grupo se encuentran las teorías revisionistas que cuestionan las teorías tradicionales sobre las relaciones personales desde una perspectiva principalmente feminista y centradas en el amor romántico. El amor es, para estas teorías, un espacio de opresión patriarcal, impuesto a través de opresivas como la relegación de la mujer al ámbito doméstico o su supeditación emocional. Aunque la tendencia crítica se origina en otras tradiciones intelectuales como la filosofía continental o la sociología (Beauvoir 1949/2017, Illouz 2012, hooks 2000/2021), dentro de la filosofía analítica hay que destacar la obra de Marilyn Friedman sobre amor y autonomía. Friedman (1998, 2003) responde directamente a teorías del amor como unión de identidad, y propone un modelo más realista e igualitario en el que el amor es una ‘federación de identidades’ donde los miembros de la relación retienen su individualidad.

Las teorías revisionistas pusieron en relieve la necesidad de liberar la filosofía del amor de los tópicos occidentales, a menudo tomados como verdades metafísicas. Por ejemplo, sobre el matrimonio existe una importante corriente abolicionista, debido a que es una práctica discriminatoria hacia las relaciones no normativas, que no gozan de la misma protección institucional (Brake 2012, Chambers 2017). Otro ejemplo es la defensa de la poliamoría (Brunning 2018, Clardy 2018, Jenkins 2017), que algunos autores incluso consideran de mayor valor moral que la monogamia (Brake 2017, Chalmers 2019). Otros autores revisionistas se centran en desarticular otros tópicos sobre el amor o introducir en el debate facetas del amor menos exploradas, como la infidelidad (McKeever 2020), el amor trans y/o queer (Behrensen 2019, Eickers 2022), las preferencias amorosas de carácter racial (Zheng 2016) o la maternidad sin amor (Protasi 2019).

También hay debates sobre el amor en la ética aplicada donde no existe un objetivo fundamentalmente revisionista, sino una exploración de facetas del amor que son totalmente novedosas. Este es el caso del estudio del amor hacia robots o inteligencia artificial, que ha pasado de ser un tema recurrente en la ciencia ficción a convertirse en un debate filosófico (Frank y Nyholm en prensa). Siguiendo con las nuevas tecnologías, Jeske (2019) ha publicado un completo estudio sobre la amistad en las redes sociales, mientras que las aplicaciones de citas online han sido tratadas por McKeever (2022).  Uno de los temas con más alcance social en este sentido es el debate sobre la ‘mejora del amor’ o las ‘drogas del amor’: ¿sería ético desarrollar medicamentos que nos permitan un mayor control sobre nuestra vida amorosa?—cfr.  Earp y Savulescu (2021) para una defensa de la mejora del amor; y Nyholm (2015), Naar (2016), López-Cantero (2020), Spreeuwenberg y Schaubroek (2020) para varias respuestas críticas.

4. Conclusión

Aunque el amor no es un tema tradicional de la filosofía analítica, hemos visto como su estudio se centra en cuestiones típicamente analíticas como la justificación racional o los principios éticos imparciales. Pero también hemos visto como el amor presenta retos a la tendencia racionalista y universalista que caracteriza a algunas vertientes de la filosofía analítica. Así, ¿cuál es el futuro de la filosofía del amor?

Existe la posibilidad de que la filosofía del amor se convierta en un campo puramente revisionista, donde los conceptos tradicionales (por ejemplo, el amor romántico) o las cuestiones más debatidas en términos universales (como la justificación del amor) sean completamente abandonados. Esto sería probablemente un error. Si bien es cierto que las teorías racionalistas han sido en ocasiones demasiado simplificadoras, cada vez es más común encontrar argumentos que evitan la tendencia a definir el amor a través de un único elemento central, por lo que el planteamiento racionalista ha dejado de dominar el debate. Este cambio permite hacer análisis más pluralistas, y por tanto más completos, del amor.

Es importante que este cambio de paradigma no se revierta: si nos enfocamos demasiado en las razones del amor y en los principios universales, ignoramos las muchas facetas del amor que están empezando a descubrirse en el campo de las teorías aplicadas y revisionistas. El amor, al fin y al cabo, es una práctica social, y no meramente un concepto abstracto: los cambios sociales introducen nuevas facetas que deben ser exploradas, para así seguir construyendo nuestro entendimiento de esta práctica tan esencial en nuestras vidas.  

Pilar López-Cantero

(Tilburg University)

 

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Lecturas recomendadas en castellano

Paredes Martín, M. C. y Bonete Perales, E. (2020.), La filosofía y el amor, Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca.

 
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Cómo citar esta entrada

López-Cantero, P. (2022). “Amor”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad de Filosofía Analítica, (URL: http://www.sefaweb.es/amor/)

Filosofía del trabajo y las relaciones laborales

El trabajo y las relaciones laborales, centrales en la obra de Aristóteles, Adam Smith o Karl Marx, han vuelto a ocupar un lugar destacado en la filosofía reciente, con contribuciones relevantes en tres áreas. La primera es la naturaleza del trabajo: ¿qué rasgos debe tener una actividad para que sea trabajo y qué categoría ocupan actividades como los cuidados, las labores comunitarias o la generación de datos personales? La segunda es el valor del trabajo: ¿qué bienes, y bajo qué condiciones, puede proveer el trabajo y qué relaciones objetables, como la explotación o la alienación, puede implicar (quizá hasta el punto, como algunos sostienen, de que una economía automatizada y sin trabajo sería preferible)? La tercera es la organización del trabajo: ¿qué principios deben gobernar la distribución y organización del trabajo, así como la respuesta a la desigualdad salarial, los abusos gerenciales o la dualización del mercado de trabajo? Esta entrada introduce las principales contribuciones, en especial desde la filosofía analítica, a estas tres áreas.

1. La naturaleza del trabajo

Definir el concepto de trabajo, para así poder discriminar qué actividades son trabajo y cuáles no, tiene un interés no sólo filosófico. También es relevante para científicos sociales y agencias estadísticas cuando estiman, por ejemplo, la población activa o el producto interior de un país. Y lo es, además, para el reconocimiento social y económico de las actividades consideradas trabajo. Por ejemplo, que las labores domésticas y de cuidados lo sean, como defienden muchas feministas (Brake 2021), tiene implicaciones tanto para el reconocimiento social de quienes trabajan en su hogar como para el cálculo de su pensión. O que lo sea la generación de datos personales en aplicaciones digitales, como defienden Posner y Weyl (2018), tiene implicaciones tanto para su posible reconocimiento pecuniario como para los derechos y deberes de los usuarios.

No es fácil, sin embargo, definir el concepto de trabajo. Para empezar, sus condiciones de definición son a menudo contextuales, no sólo porque una misma acción (preparar salmorejo, pongamos) pueda ser trabajo o no según el contexto (si lo preparamos para un cliente o para nuestro deleite), sino también porque el propio concepto de trabajo ha cambiado con el tiempo (sobre el concepto moderno, véase Applebaum 1992: parte III; Díez 2014). Pero incluso ciñéndonos a nuestro contexto histórico, ninguno de los intentos filosóficos por definir este concepto carece de problemas (en términos de alcanzar un equilibrio reflexivo entre nuestra teorización del concepto y nuestros juicios particulares sobre qué actividades son trabajo y cuáles no) (Noguera 2000; Veltman 2016). Veamos tres intentos y algunos de sus problemas.

1.1. Trabajo como actividad instrumental

Lo que distingue al trabajo, según una primera concepción, es ser una actividad instrumental (Marx 1867; Arendt 1958). Cuando vamos al cine o jugamos al dominó lo hacemos, en general, sin otro fin que la actividad en sí. Cuando instalamos una caldera o transcribimos una entrevista, en cambio, lo hacemos con un propósito ajeno a la actividad. Esta concepción instrumental ha ido a menudo acompañada, además, de una valoración negativa, según la cual el trabajo sería una actividad ingrata y hecha por necesidad (Génesis, 3:19; Smith, 1776, I.V). Lo cual, pese a ser con frecuencia cierto, es implausible como condición general, pues negaría que trabaje quien, pudiendo dejar su empleo tras ganar el sueldo Nescafé, sigue ejerciéndolo porque le gusta (Cholbi 2022). Pero incluso una definición limitada al carácter instrumental, si bien más plausible como condición necesaria, es insuficiente para discriminar qué sea trabajo y qué no, generando falsos positivos. Hacer dieta para estar delgado o escuchar reguetón para incordiar al vecino, por ejemplo, son actividades instrumentales, pero no son trabajo (Van Parijs 1996; Gomberg 2018).

1.2. Trabajo como producción de valor de uso

Una segunda concepción añade otro requisito: la búsqueda de producción de utilidad (o valor de uso) en terceros (Marx 1867; Van Parijs 1996). Según esta concepción, para que una actividad sea trabajo debe producir –a diferencia de la dieta o el reguetón mencionados arriba– un resultado que beneficie a otros. O, en rigor, que busque beneficiarles: un mecánico que no consigue reparar un coche, por ejemplo, puede haber trabajado tanto como otro que sí lo logra (Van Parijs 1996: 170). Esta concepción, según la cual las labores de cuidados o comunitarias serían trabajo al crear valor en terceros, es sin duda más completa que la anterior. Pero sigue generando falsos positivos: cuando oriento a un turista desnortado o escribo un poema para mi pareja beneficio (dependiendo de mi maña) a un tercero, pero no por ello trabajo (Noguera 2000: 18; Veltman 2016: 25).

1.3. Trabajo como producción de valor de cambio

Una tercera concepción, que identifica el trabajo con la creación de valor de cambio (o remuneración), evita el problema de la anterior (Smith 1776; Méda 1998). Es consistente, además, con la definición que usan muchas administraciones, al identificar trabajo con empleo, ya sea por cuenta ajena o propia. Pero tiene sus propios problemas (Noguera 2000). Uno es que, como las concepciones anteriores, genera falsos positivos, pues quienes viven de rentas inmobiliarias o echan la primitiva con fortuna, por mucha remuneración que obtengan, difícilmente trabajan al hacerlo. Otro es que, además, genera falsos negativos, al implicar que los esclavos o los reclusos sometidos a labores forzosas, por ejemplo, no trabajan. Y un tercero es que incurre en petición de principio: asume la remuneración como requisito del trabajo, cuando la pregunta es justamente si actividades que hoy no son remuneradas, como las labores domésticas o la generación de datos, deben ser consideradas trabajo o no.

Queda, en suma, mucho por hacer, quizá no sólo echando mano del análisis conceptual sino también inspeccionando las razones morales que podamos tener para favorecer ciertas concepciones del concepto de trabajo sobre otras, como la ética conceptual sugiere hacer (Burgess et al. 2020). Y sería bueno, además, que dicha tarea se extendiera a conceptos más específicos que han atareado a la filosofía reciente, como los de trabajo precario (Standing 2013), emocional (Brake 2021) o animal (Blattner et al. 2019).

2. El valor del trabajo

Una segunda área de indagación filosófica es la valoración que merece el trabajo, y en particular el remunerado, dada su centralidad en nuestras sociedades. En el trabajo pasamos una quinta parte del tiempo (1687 horas al año, en los países de la OCDE). Y el trabajo define en buena medida nuestros ingresos, identidad personal, reconocimiento social y estatus legal. La filosofía ha estudiado las razones para favorecer o desdeñar dicha centralidad, con tres posiciones que aquí repasamos: la de quienes enfatizan los bienes que el trabajo puede proveer (2.1), la de quienes enfatizan sus posibles males (2.2) y la de quienes niegan todo valor al trabajo (2.3). Qué valor tenga el trabajo importa, además, para los debates sobre la apreciación, favorable o no, de la automatización, la reducción de la semana laboral, la renta básica o las políticas activas de empleo.

2.1. Los bienes del trabajo

Al examinar los bienes del trabajo, la filosofía reciente se ha centrado en dichos bienes para el trabajador. No olvidemos, sin embargo, que el trabajo tiene como función básica la producción de bienes y servicios para la sociedad, a fin de satisfacer las necesidades y preferencias de consumidores y ciudadanos. Las consideraciones generales de justicia y eficiencia son por ello cruciales para los debates sobre cómo organizar tal producción, como veremos en la sección 3.

Los bienes del trabajo para el trabajador, por su parte, pueden ser de dos tipos: bienes materiales, como la remuneración o la seguridad ocupacional que recogen categorías como la de “trabajo decente” de la OIT o la de “calidad del empleo” de la OCDE, y bienes no materiales. Entre los no materiales, algunos distinguen cuatro que el trabajo, desempeñado en condiciones favorables, estaría en posición privilegiada de proveer: la realización personal, la contribución a la sociedad, el sentido de comunidad y el reconocimiento social (Gilabert 2015; Gheaus y Herzog 2016). Otros han enfatizado la autonomía que el trabajo puede promover (Roessler 2012). Y aún otros, su rol en el ejercicio de virtudes como la integridad o el autorrespeto (Veltman 2016).

Estas posiciones deben ser distinguidas, en cualquier caso, de la glorificación del trabajo que encontramos en la moderna “ética del trabajo” que describieron Marx (1867) o Weber (1905) (y examinan Applebaum 1992 y Díez 2014). Las primeras, si bien defienden que el trabajo es una actividad privilegiada para obtener dichos bienes, admiten que muchas formas de trabajo no los proporcionan en absoluto, como discutimos a continuación.

2.2. Los males del trabajo

Que el trabajo puede ser objetable parece obvio: ahí están la esclavitud, el acoso laboral o el trabajo infantil. Más difícil es definir cuándo, y por qué, es objetable. Desde antiguo, la filosofía ha estudiado las categorías que usamos para responder a esta cuestión, de las cuales aquí repasamos cuatro: las de subordinación, dominación, explotación y alienación.

La subordinación a una autoridad ajena caracteriza muchas formas de trabajo. En nuestras economías, la mayoría de los trabajadores (cinco de cada seis en la Eurozona, por ejemplo) trabajan por cuenta ajena, subordinándose a un empleador (crecientemente, mediante un algoritmo) con autoridad para dirigirlos, supervisarlos y sancionarlos de un modo infrecuente en sociedades democráticas, salvo quizá en ejércitos y prisiones (Anderson 2017). Según algunos, como Kant (1793), esta subordinación, a diferencia del trabajo por cuenta propia, violenta la autonomía. Según otros, violenta la igualdad relacional (véase Jonker y Rozeboom 2023).
La interpretación más extendida, sin embargo, es que la subordinación no es objetable como tal. De lo contrario, subordinarse a la autoridad de un profesor o un magistrado también sería, implausiblemente, objetable como tal. Que sea objetable depende, según esta segunda interpretación, de las circunstancias legales y materiales (González-Ricoy 2022). Cuando quienes ostentan autoridad pueden ejercerla de manera arbitraria, sin tener que considerar los intereses de sus subordinados, entonces (y sólo entonces) la relación es objetable. El problema no sería la subordinación, sino la dominación (Pettit 1997; Domènech 2004).

La explotación, cuya idea básica es aprovecharse de la debilidad ajena para beneficio propio, tiene su tratamiento más influyente en Marx (1867). Según éste, los trabajadores son explotados cuando se ven forzados a vender su fuerza de trabajo por un valor inferior al de los bienes que producen. Esta concepción es informativa: nos permite calcular la tasa de explotación (equivalente a la plusvalía que obtiene el explotador dividida por el valor que recibe el explotado) para toda relación laboral. Pero ha recibido muchas críticas. Una es que el trabajo no es la única fuente de valor, con marxistas como Cohen (1986) replicando que lo que caracteriza la explotación no es que el trabajador no retenga todo el valor, sino que el explotador retenga parte del mismo. Otra crítica es que esta concepción implica que el Estado (de bienestar) explota a los trabajadores, al forzarlos, vía impositiva, a transferir parte del valor de su trabajo a quienes están incapacitados para trabajar (idea que libertarios de derechas como Nozick 1974 comparten). Ello ha hecho que algunos, como Roemer (1987), definan la explotación no por sus resultados, sino por cómo están distribuidos los medios de producción. Y que otros lo hagan por el daño causado o por la falta de libertad o reciprocidad (véase Vrousalis 2018).

La alienación laboral, cuya idea básica encontramos ya en autores como Smith (1776: V.I), puede adoptar varias formas. Según Marx (1844), el trabajador (en particular, el asalariado) puede estar alienado (1) de su producto, al carecer de control sobre éste; (2) en la producción, al estar sujeto a una división del trabajo que le hace ignorar y sentirse ajeno al proceso productivo; (3) de su esencia, al convertirse aquello que lo hace humano, la capacidad para producir voluntaria y conscientemente, en un medio para subsistir y no en un fin; y (4) del resto de humanos, al ver a éstos como competidores y no como cooperadores. Muchos han criticado esta concepción por esencialista, productivista y perfeccionista, pues naturalizaría la producción voluntaria y consciente como una exigencia de la no alienación y de la libertad, mientras que otros han buscado actualizarla (Elster 1993; Kandiyali 2020).

2.3. El rechazo del trabajo y el postrabajo

Quienes critican el trabajo como tal no lo hacen, o no sólo, porque muchas ocupaciones (pensemos en las de temporeros, teleoperadores o cobradores del frac) provean precariamente los bienes mencionados arriba o sean a menudo alienantes y explotadoras. Ésta es una crítica que los defensores del valor del trabajo comparten (Gilabert 2015). La crítica distintiva es que el trabajo, incluso en condiciones favorables, no es una actividad privilegiada para proveer dichos bienes, primero, porque sus bienes no materiales también pueden ser proveídos por actividades extralaborales como las aficiones o la crianza (provisión que la centralidad del trabajo, al quitarnos tiempo libre, dificulta) y, segundo, porque sus bienes materiales, y los ingresos en concreto, podrían ser proveídos por una renta básica. Ello ha hecho que muchos cuestionen la centralidad del trabajo y defiendan una sociedad “postrabajo” (Frayne 2017; Weeks 2020).

Una objeción es que la relación entre el trabajo y sus bienes es más robusta de lo que afirman los críticos, y no sólo porque los trabajadores, cuando pueden no trabajar por haber ganado la lotería u obtenido un ingreso estatal, suelen reducir su participación laboral sólo modestamente (Cesarini et al. 2017; Hussam et al. 2021). Algunos también han defendido que el pago del consumidor por nuestro trabajo es una forma distintiva, no sustituible por un ingreso estatal, de reconocimiento (Greene 2019). Y aún otros, que el trabajo puede tener valor intrínseco, independiente de los bienes que provea (Elster 1993). Pero todo ello, replican los críticos, podría deberse a una preferencia adaptativa que, al no reflejar verdaderos intereses, podría cambiar (Cholbi 2022: 2.2).

3. La organización del trabajo

La distribución y organización del trabajo determina quiénes, y en qué grado, disfrutan sus bienes y quiénes, en cambio, padecen sus males. Sorprende poco, pues, que la filosofía se haya centrado, como aquí repasamos, en los principios que deberían gobernar dicha distribución y organización, incluyendo el acceso al trabajo (3.1) y las condiciones laborales y salariales (3.2), así como en los medios para realizar tales principios (3.3).

Antes de empezar, vale la pena mencionar dos debates adicionales. Uno, sobre justicia contributiva (Gomberg 2018), se centra en un posible derecho a trabajar, que algunos han defendido apelando a los bienes del trabajo (Gilabert 2015), y en un posible deber de trabajar, que otros han defendido apelando al principio del juego limpio, según el cual el trabajo ajeno para producir los bienes y servicios que disfrutamos generaría un deber de reciprocidad (White 2003). Otro debate, sobre los límites del trabajo, se centra en qué trabajos no deberíamos permitir, quizá incluyendo el reproductivo y el sexual, y a qué personas no deberíamos permitir trabajar, quizá incluyendo a ancianos y menores (Satz 2015).

3.1. Libertad ocupacional e igualdad de oportunidades

Los debates filosóficos sobre el acceso al trabajo se han centrado en la libertad ocupacional y la igualdad de oportunidades, que muchos consideran esenciales –aunque no necesariamente suficientes– para la justa distribución del trabajo disponible.

La libertad ocupacional protege las decisiones sobre qué estudiar y en qué trabajar frente a interferencias ajenas, como serían la conscripción ocupacional, la discriminación laboral o el trabajo forzoso. Algunos han justificado esta concepción apelando a la igualdad económica (Dworkin 2003) o a la integridad personal (Rawls 2002). Y otros, como Nozick (1974), al derecho de autopropiedad: así, la conscripción o los trabajos forzosos violarían nuestra libertad ocupacional porque violan nuestro derecho a usar y ceder nuestros cuerpos y habilidades como nos plazca y sin coacción. Pero muchos cuestionan esta última justificación, pues la autopropiedad es compatible con la firma de contratos laborales irrescindibles y con la discriminación en la contratación, lo cual vulneraría, respectivamente, el derecho a dejar un empleo y la no discriminación, ambos rasgos centrales de la libertad ocupacional (Stanczyk 2013).

La igualdad de oportunidades, por su parte, admite varias concepciones. Interpretada formalmente, sólo exige eliminar la discriminación en el acceso a empleos, de modo que éstos sean adjudicados por cualificación relativa al cargo. Una objeción habitual es que la igualdad de oportunidades formal no impide que las desigualdades de cuna se traduzcan en desiguales oportunidades reales (Barragué 2017). Por ello, muchos defienden una interpretación sustantiva, no meramente formal, del principio, con implicaciones relevantes para las políticas educativas y de acción afirmativa. La igualdad equitativa de oportunidades de Rawls (1971), por ejemplo, exige neutralizar las desigualdades materiales que puedan impedir que trabajadores con igual talento y ambición tengan igual probabilidad de acceso a empleos. Y aún otros han criticado la igualdad de oportunidades como tal, ya sea por legitimar las disparidades entre “ganadores” y “perdedores” o por su severidad con estos últimos, defendiendo la igualdad de resultados en su lugar (Rendueles 2020). Quizá no todos podamos ser atletas olímpicos o directores de orquesta, pero sí podemos tener condiciones laborales similares.

3.2. Condiciones laborales y justicia salarial

Las condiciones laborales como objeto de distribución abarcan las materiales y las no materiales (Gheaus y Herzog 2016). Aquí nos centramos en las condiciones materiales y, concretamente, en los salarios. Según un primer principio, el de libertad contractual, es justo todo salario que trabajador y empresario acuerden voluntariamente (Nozick 1974). Este principio suele acompañarse de otro, el de eficiencia, pues muchos consideran que los contratos laborales voluntarios, en tanto que ambas partes mejoran su situación, son mejoras de eficiencia (paretiana, como se la conoce), al menos en ausencia de monopsonios y otros fallos de mercado (Heath 2014).

Según el principio de contribución, por su parte, los salarios son justos cuando corresponden a la contribución del trabajador, en términos de productividad marginal, a la empresa (Miller 1999). Otros han defendido un principio de igualdad salarial (Carens 1981), que ha sido criticado por impedir los diferenciales salariales por trabajos especialmente ingratos o peligrosos y por violentar la libertad contractual y la eficiencia productiva. Y aún otros han defendido (precisamente por razones de eficiencia) principios prioritaristas como el principio de la diferencia de Rawls (1971), según el cual las desigualdades salariales son permisibles si benefician a los peor situados, y que igualitaristas como Cohen (2001) han criticado. Según Cohen, si incentivar salarialmente a los trabajadores más cualificados aumenta la productividad de la empresa, permitiendo pagar mejores salarios a los menos cualificados, entonces podemos tener razones para incentivarlos, como las podemos tener para pagar el rescate a un secuestrador, pero no razones de justicia.

3.3. Salida, regulación y voz

Los medios para promover los principios recién repasados y mitigar los males descritos en la sección 2.2 pueden ordenarse en tres enfoques generales, dependiendo de si persiguen facilitar la salida de las relaciones laborales abusivas, regular dichas relaciones o promover la voz de los trabajadores sobre sus términos (algunos adaptan esta distinción de otra célebre hecha por Hirschman 1977).

Empecemos por la salida, que puede promoverse con tres objetivos. Uno es facilitar que los trabajadores abandonen las relaciones asalariadas promoviendo el autoempleo, en el cual la subordinación, la dominación y la explotación por un empleador serían inexistentes y la alienación, al decidir el trabajador en qué trabajar y cómo hacerlo, estaría atenuada (Anderson 2017; González-Ricoy y Queralt 2021). En las economías pobres, donde el trabajo asalariado escasea y es con especial frecuencia abusivo, el autoempleo merecería protección, además, por ser necesario para la mera subsistencia (Queralt 2019). Un segundo objetivo es estratégico: mejorar la posición negociadora del trabajador aumentando su capacidad para amenazar con dejar la empresa en caso de abuso, ya sea facilitando la movilidad laboral (Taylor 2017) o una renta básica como colchón ante el desempleo (Van Parijs 1996). Y un tercer objetivo es asegurar que las relaciones asalariadas sean realmente voluntarias. Según algunos, ello ocurre (en el ámbito laboral tanto como en el matrimonial o el asociativo) cuando podemos entrar y salir libremente por disponer de alternativas, incluida la de no trabajar que una renta básica permitiría (Pettit 1997; Van Parijs 1996; Taylor 2017).

La regulación laboral, el enfoque más obvio de los que aquí repasamos, no persigue aumentar la capacidad para abandonar las relaciones abusivas, sino regular dichas relaciones –vía legislación laboral y convenios colectivos– para evitar el abuso. Una razón es que la movilidad laboral perfecta es inviable, dados numerosos factores (personales, de antigüedad) que pueden atar al trabajador a su empleo (Anderson 2017). Otra es que, aunque fuera viable, tenemos razones para regular las relaciones dentro de la empresa, dado el impacto que éstas tienen sobre los intereses de los trabajadores; razones que serían análogas a las que tenemos para regular las relaciones dentro de los Estados, por mucho que sus ciudadanos puedan a veces emigrar con facilidad, como ocurre en el espacio Schengen (González-Ricoy 2022).

La voz de los trabajadores, por último, busca complementar los enfoques anteriores por diversos medios, como la representación sindical (Reiff 2020), el recurso a la huelga (Gourevitch 2018) o la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas, tal como facilitan la cogestión y el cooperativismo (Frega et al. 2019). Dicha participación ha sido justificada, además, para salvaguardar la autonomía de los trabajadores (Anderson 2017), reducir las desigualdades dentro de la empresa (Jonker y Rozeboom 2023) o promover la participación en otras esferas, como la política (Pateman 1970). Y ha sido criticada por sus posibles ineficiencias productivas y por vulnerar la libertad contractual de trabajadores y empresarios (véase Frega et al. 2019).

4. Conclusión: el futuro (de la filosofía) del trabajo

La filosofía social tradicional ha seguido un paradigma en el que el trabajo es identificado con el remunerado, valorado como central y practicado en una relación asalariada y estable. Pero todo ello está cambiando y así lo está haciendo la filosofía, que recientemente ha analizado las labores no remuneradas, cuestionado la centralidad del trabajo y estudiado el llamado trabajo atípico, incluyendo el autónomo y el de plataformas, así como fenómenos recientes como la automatización, la gerencia algorítmica o la dualización del mercado laboral en empleos estables y bien remunerados y otros precarios. Queda mucho por hacer, sin embargo, en términos tanto de adaptar los debates filosóficos tradicionales a los cambios recientes como de tender puentes con áreas filosóficas vecinas, como la metafísica social y la ética conceptual, y con disciplinas vecinas, como las ciencias sociales y el derecho laboral.

Iñigo González Ricoy
(Universitat de Barcelona)

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Lecturas recomendadas en castellano

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Entradas relacionadas
Cómo citar esta entrada

González Ricoy, Iñigo (2022) “Filosofía del trabajo y las relaciones laborales”, Enciclopedia Española de Filosofía Analítica
(URL: http://www.sefaweb.es/filosofia-del-trabajo-y-relaciones-laborales/)

Ética y generaciones futuras

Nuestra relación con el futuro está caracterizada por ser asimétrica. Con nuestras acciones y omisiones, los individuos del presente podemos influir de muchas formas en las generaciones futuras. Por ejemplo, podemos influir en el número e identidad de individuos que existirán en el futuro, en sus capacidades y habilidades, así como en las características del mundo (natural, social y político) que habitarán. Las generaciones futuras pueden relacionarse con nosotros a través de actividades simbólicas (como los rituales de memoria colectiva, o la asignación de méritos y faltas), pero nuestra influencia sobre ellas tiene un alcance mucho mayor. 

Algunos de los problemas que afectan a las generaciones futuras incluyen el cambio climático (Shue 2014; Caney 2020), la degradación de los recursos naturales (García-Portela 2017; Blomfield 2019; Armstrong 2021), el uso de energía nuclear o el uso de tecnologías con riesgos potencialmente altos, como las técnicas de geoingeniería (Callies 2019). También incluyen cuestiones como si nuestros sistemas legislativos deben determinar las leyes por las que se rija el futuro, y cómo deberían hacerlo (Gardiner 2014; Ekeli 2007), qué tipo de deudas está justificado legar a las generaciones futuras (Smith 2021) y de qué formas nuestros sistemas políticos deben incluir una representación de las generaciones futuras (García-Portela, 2016; González-Ricoy y Gosseries 2016). Finalmente, también son relevantes las cuestiones de ética reproductiva y poblacional, como si tenemos el deber de procrear, o incluso de no hacerlo (Cripps 2016), o si tenemos el deber de evitar la extinción de la humanidad (Frick 2017; Finneron-Burns 2017; Sheffler 2018).  

Desgraciadamente, no podré abordar aquí todas estas cuestiones. En su lugar, esta entrada recoge algunas preocupaciones filosóficas básicas relacionadas con nuestra relación ética con el futuro y que afectan transversalmente a muchas de las discusiones enumeradas anteriormente. 

1. El problema de la no identidad

El problema de la no-identidad fue popularizado por Derek Parfit en 1984 en su obra Razones y personas. Este problema pone en cuestión la posibilidad tanto de que podamos dañar a personas futuras, como de que algunas personas existentes en el presente hayan podido ser dañadas por las generaciones pasadas. Veamos cuál es el problema de la no-identidad y en qué condiciones surge. 

En general, nuestras acciones pueden beneficiar o dañar a otros individuos. Es decir, pueden hacer que estén mejor o peor de lo que de otra manera habrían estado (noción contrafáctica de beneficio y de daño). En principio, estos individuos pueden demandar que no les dañemos porque, presumiblemente, esto les hará estar mejor de lo que estarían si les dañásemos. Sin embargo, en algunas ocasiones, nuestras acciones no solo afectan a los estándares de vida de las personas, sino también a qué personas vivirán en el futuro, es decir, a la identidad numérica de las generaciones futuras. En estos casos, resulta más complicado argumentar que hemos dañado a las personas que existen por causa de nuestra acciónEsto es porque si no hubiéramos actuado de esta forma, estas personas no habrían existido. A menos que estas personas tengan vidas que no merecen la pena ser vividas, no es cierto que, si no hubiéramos actuado de la forma que lo hicimos, estas personas habrían estado mejor. En ese caso, sencillamente no existirían. Por tanto, resulta complicado justificar demandas morales que se sustenten sobre la posibilidad de dañarlas o sobre el posible daño que se les ha causado. El problema de la no-identidad pone en cuestión, por tanto, la posibilidad de que podamos dañar a personas futuras mediante acciones que determinan su identidad numérica. 

Imaginemos el caso de una niña de catorce años que decide continuar con su embarazo a pesar de tener grandes dificultades para criar a su futuro hijo, privándole de oportunidades que podría garantizar a su descendencia si la tuviese más tarde. O el caso de una comunidad que decide llevar a cabo políticas medioambientales de agotamiento masivo de los recursos naturales que, a pesar de mejorar sus vidas presentes, harán que las generaciones futuras vivan mucho peor que si hubiesen llevado a cabo políticas medioambientales conservacionistas (Parfit 2005). Estos ejemplos tienen en común que aquellas acciones que presumiblemente dañan a los miembros de generaciones futuras también determinan su existencia misma. Por tanto, no podemos decir que estas acciones les hayan dañado a ellos. Lo cual parece implicar que tampoco pueden considerarse acciones moralmente erróneas. Este es considerado un problema porque, a pesar de que el razonamiento no parece tener fallos lógicos, nos sigue pareciendo que las acciones en cuestión son moralmente incorrectas. 

Algunas propuestas para solucionar el problema de la no-identidad incluyen:

(1) Revisar nuestras intuiciones morales. Esta estrategia consiste en aceptar que los actos en cuestión no son moralmente incorrectos (Heyd 2014; Boonin 2014). Claro está, el problema es si uno puede deshacerse de estas intuiciones morales tan fácilmente, especialmente porque son muchas las acciones que afectan a la identidad numérica de las personas.

(2) Noción umbral de daño. De acuerdo con esta noción, algo es dañino para una persona si hace que el nivel de vida de ésta (o algún elemento de su bienestar, como sus necesidades básicas y sus capacidades) caiga por debajo de un determinado umbral, incluso si esta persona tiene una vida que merece la pena ser vivida (Harman 2004; Shiffrin 1999; Meyer 2003). Esta noción sería complementaría a la noción contrafáctica de daño. Nótese que esta posición nos permite mantener nuestras intuiciones solo en algunos casos de no-identidad, pero no en todos. Además, podría resultar difícil aceptar que traer a una persona al mundo con el nivel máximo de bienestar del que esa persona puede gozar constituya un daño para esta persona, en cualquier sentido moralmente relevante de la noción de daño. 

(3) Agravio moral sin daño. Según esta estrategia, una acción puede agraviar a alguien, aunque no le cause daño, por ejemplo, porque van en contra de un principio universal de respeto mutuo hacia las personas. Aquí ‘personas’ no haría referencia a esta o aquella persona en particular, sino al genérico ‘persona’ (Kumar 2003; 2018; 2020). Sin embargo, aunque la acción pueda agraviar a una ‘persona’ (considerada desde un punto de vista genérico), no está tan claro que este sea el caso de la persona en concreto, cuya existencia resultaría de estas acciones. El carácter interpersonal de las teorías contractualistas hace difícil ver cómo una acción puede agraviar a alguien si, a la par, también determina la existencia de esta persona.  

(4) Utilitarismo impersonal total. Según esta posición, no es necesario que una acción dañe a alguien en particular para que sea incorrecta. Es suficiente con que esa acción genere menos bienestar total (agregado) que las posibles acciones alternativas. Este principio puede esquivar el problema de la no-identidad porque las acciones donde este aparece pueden ser consideradas moralmente injustificadas en la medida en que traigan menos bienestar total al mundo del que otra manera hubiera existido. Puesto que el utilitarismo impersonal total se enfrenta a una objeción, la ‘conclusión repugnante’, en la que se centra la próxima sección. 

2. La conclusión repugnante

Existen varias alternativas para la maximización del bienestar, entre las que se encuentra incrementar el número de personas que existen en el mundo (en la medida en que eso no disminuya el bienestar agregado de todas ellas). Modificaciones en el control de la natalidad pueden llevar a incrementar o disminuir el número de personas que existirán en el futuro. La conclusión repugnante surge porque ‘para cualquier población posible que esté formada por individuos con un nivel de bienestar muy alto, habrá otra población mejor en la cual todos los individuos que la componen tienen un nivel de bienestar muy bajo pero positivo, siendo el resto de los valores contantes’ (Parfit 2005). Esta conclusión se suele representar así: 

Figura 1: Conclusión repugnante

Estos dos bloques, A y Z, representan dos poblaciones posibles. El eje vertical representa su calidad de vida, mientras que el eje horizontal representa el número de individuos en cada población. A contiene pocos individuos con mucha calidad de vida. Z contiene muchos individuos con una calidad de vida menor, de manera que el bienestar total de esta población es mayor que el de A. De hecho, también podríamos imaginar la existencia de un Z+1, donde la existencia añadida de un individuo extra reduciría el bienestar de cada uno de los individuos en Z, pero aumentaría el bienestar total de la población en su conjunto. Mientras que este mecanismo no genere un bienestar total agregado menor, siempre existirían razones para preferir un mundo aún más poblado, con individuos viviendo vidas peores, pero que, en su conjunto, representasen bienestar agregado mayor. Esta conclusión es ‘repugnante’ porque parece impelernos a crear un mundo lleno de individuos con vidas que a duras penas merecen la pena ser vividas.

No obstante, algunos autores piensan que, en el fondo, esta conclusión no debería llevarnos a rechazar toda teoría que caiga en ella (Zuber et al. 2021). Algunas razones son que, en el fondo, la conclusión repugnante depende de ciertas intuiciones que podrían no ser fiables, bien porque sea difícil imaginar casos que involucran a un gran número de personas, bien porque sea imposible evitar incluirnos en estos ejemplos hipotéticos y por tanto estemos sesgados a preferir poblaciones con una alta calidad de vida, o bien porque asumamos, erróneamente, que una vida que a duras penas merece la pena ser vivida tiene un valor negativo (Huemer 2008). Además, desde un punto de vista estrictamente personal, las vidas de las personas en escenarios Z son las mejores vidas que esas personas podrían haber vivido, dado el problema de la no-identidad (Roberts 2015).

3. Principios de justicia intergeneracional

¿Tenemos deberes de justicia hacia las generaciones futuras? John Rawls (1995) desarrolló seguramente la teoría de la justicia más influyente del siglo XX. Aunque no se dejó fuera de sus reflexiones el problema de la justicia hacia las generaciones futuras, su marco teórico presenta problemas importantes para justificar obligaciones de justicia hacia tales generaciones. Aquí presentaré brevemente el esquema rawlsiano y otras alternativas desarrolladas después de Rawls para pensar la justicia entre generaciones. 

La teoría de la justicia rawlsiana pertenece a una familia de ‘teorías de la justicia interaccionales’, de acuerdo con las cuales ciertas relaciones son las que sustentan los principios de justicia entre individuos (Mosquera 2021, 325). En Rawls, esta relación es la de individuos auto-interesados pertenecientes a una misma sociedad que buscan regular un sistema cooperativo recíproco y justo. Para pensar qué principios de justicia deben regular la estructura básica de la sociedad, Rawls propone imaginarnos en una ‘posición original’ marcada por dos características fundamentales: las circunstancias de la justicia y el velo de ignorancia. Las primeras son condiciones para que la cooperación humana sea posible en condiciones de reciprocidad mutua: coexistencia geográfica, igualdad de poder y de vulnerabilidad, así como escasez moderada de recursos. Además, cada individuo persigue sus propios planes de vida y persigue su propio interés en términos de bienes primarios (la libertad, la oportunidad, el ingreso, la riqueza y las bases sociales del auto-respeto). La asunción de fondo es que los individuos son contemporáneos. En estas condiciones, los individuos decidirán sobre principios de justicia imparciales mediante el recurso metodológico del ‘velo de la ignorancia’. Es decir, deben deliberar entre ellos sin conocer su posición en la sociedad, sus capacidades naturales y psicología individual, ni sus planes de vida; así como tampoco las circunstancias políticas, sociales y económicas de su sociedad, ni la generación a la que pertenecen. Según Rawls (2010, 72), los principios de justicia que serían elegidos en estas circunstancias son dos: 

  • Primer principio: “Cada persona tiene el mismo derecho irrevocable un esquema plenamente adecuado de libertades básicas iguales sea compatible con un esquema semejante de libertades para todos”
  • Segundo principio: “Las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: en primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en condiciones de igualdad equitativa de oportunidades [principio de igualdad de oportunidades]; y, en segundo lugar, deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad [principio de diferencia]”

La pregunta relevante es si este mismo marco permite desarrollar principios de justicia entre generaciones. Hay una razón fundamental para dudarlo: entre personas presentes y futuras no se pueden dar las circunstancias de la justicia rawlsianas. Una forma de solucionar este problema sería incluir a todas las generaciones pasadas, presentes, futuras y posibles, en la posición original. No obstante, como Rawls mismo admite, esto daría lugar a situaciones descabelladas, como que los individuos ahí presentes tendrían que elegir sobre principios que amenazarían la existencia de alguno de ellos (Rawls 1995, 269). Otra posibilidad es que los individuos en la posición original actúen como ‘padres de familia’ (Rawls 1995, 175). Sin embargo, es implausible pensar que relaciones padre-hijo den lugar a principios de justicia imparciales. Además, esta relación no alcanzaría para pensar en principios de justicia hacia las generaciones futuras más distantes (Barry 1977; Loewe 2010). Finalmente, Rawls opta por desarrollar un ‘principio de ahorro justo’ que cada generación de individuos estaría motivada a cumplir ‘sujeto a la condición adicional de que deberían desear que todas las generaciones anteriores lo hubieran seguido’ (Rawls 1996, 310). Este principio impele a las partes a ahorrar de manera que las generaciones posteriores tengan lo suficiente como para asegurar y mantener instituciones justas. El problema es que cada generación elegiría ese principio una vez hayan heredado ciertos ahorros de las generaciones anteriores, y nada les impediría actuar auto-interesadamente y no elegir principio de ahorro alguno de cara a las siguientes generaciones (Barry 1978). Por estas y otras razones, unos han rechazado la línea argumental rawlsiana (Heyd 2009), y otros han llamado la atención sobre la necesidad de reformular las teorías contractualistas (como la de Rawls) para incluir una solución al problema intergeneracional (Gardiner 2009). 

Una alternativa que ha cobrado fuerza en la última década ha sido recurrir a teorías no interaccionales. Siguiendo esta línea argumental, las obligaciones de justicia hacia las generaciones futuras estarían basadas en las características moralmente relevantes de los individuos futuros, como su capacidad de sentir, su posesión de autonomía o de ciertas capacidades. Estas características nos impelen a cuidar de su bienestar, o al menos a garantizar ciertos bienes básicos (Meyer y Pölzler 2021) o capacidades (Nussbaum 2007; 2011) que les permitan alcanzar ciertos estándares de vida. Dependiendo de cómo entendamos nuestra relación moral con y nuestro conocimiento sobre las generaciones futuras, este umbral puede ser igualitarista (Temkin 1993; Lippert-Rassmussen 2018) o suficientarista (Meyer y Roser 2009; Meyer 2021). Una explicación de cada una de estas posiciones y discusión extensa del umbral apropiado en el contexto intergeneracional no es posible. Sin embargo, la entrada Justicia recoge una descripción detallada de algunas de estas posiciones y de los problemas a los que se enfrentan.

La discusión sobre justicia intergeneracional parte de la presuposición básica de que habrá generaciones futuras. Sin embargo, algunos han argumentado que necesitamos justificar si y por qué debe haber generaciones futuras (Sanklecha 2017). En la próxima sección, abordaremos algunas preguntas y conceptos clave para el debate sobre el futuro y la posible extinción de la humanidad. 

4. El futuro y la posible extinción de la humanidad

¿Debe haber generaciones futuras? ¿Hay algo de malo en la extinción de la humanidad? Muchos filósofos han pensado que la respuesta intuitiva a estas preguntas debe ser positiva. Aquí quiero discutir algunos de los argumentos que pueden apoyar estas intuiciones y las objeciones con las que se encuentran:

(1) Importancia de las vidas adicionales. De acuerdo con este argumento, la importancia moral de la continuación de la existencia de la humanidad reside en el valor moral de la existencia de vidas adicionales, siempre que éstas sean vidas felices. El argumento parte de las premisas de que el mundo sería un lugar mejor si hay un mayor número de vidas felices; y un lugar peor si hay más vidas infelices. También se presupone que, si la humanidad continúa existiendo, el número de vidas felices que existirán será mayor que el número de vidas infelices. Por tanto, el mundo será mejor si la humanidad continúa existiendo que si desaparece. Además, siguiendo esta línea argumental, tenemos razones morales para hacer aquello que hará que el mundo sea un lugar mejor. Por tanto, tenemos razones morales para asegurar que la humanidad continúe existiendo. 

Una forma de rebatir este argumento es negando que, si la humanidad continúa existiendo, el número de vidas felices sea mayor que el de vidas infelices, como suelen hacer las posiciones antinatalistas (Benatar 2008). Otra forma es negar la primera premisa, es decir, negar que el mundo es un lugar mejor si hay un mayor número de vidas felices. De acuerdo con esta premisa, un mundo X (3,4,5) – donde cada uno de los números representa a un individuo y su valor representa su respectivo nivel de vida, siendo el umbral de vida feliz cero – es peor que un mundo Y (3,4,5,1) porque en Y hay más vidas felices que en X. Algunos filósofos han pensado que esta idea es implausible, puesto que va en contra de un principio de neutralidad axiológica de las vidas adicionales. Este principio afirma que ‘la presencia de una vida adicional en el mundo no es buena ni mala. Más precisamente: un mundo que contiene una persona extra no es mejor ni peor que un mundo que no la contiene, pero es igual en otros aspectos’ (Broome 2005, 401). Este principio normalmente se deriva de la reacción a ciertas propuestas contraintuitivas. Por ejemplo, imaginemos que queremos hacer del mundo un lugar mejor. Parece que traer al mundo a una persona extra, siendo todo lo demás igual, no puede ser considerada una forma de ‘hacer el mundo un lugar mejor’. Por esto, muchos han pensado que existe un principio de neutralidad axiológica.

Además, negar este principio implicaría negar también la llamada ‘asimetría de procreación’, la cual goza de una importante fuerza intuitiva. La asimetría está compuesta de dos intuiciones. La primera intuición es que si una persona futura fuera a tener una vida que no merece la pena ser vivida, esto en sí mismo nos da una razón moral para rechazar traer a esta persona al mundo. Sin embargo, la segunda intuición es que no existen razones morales para traer a una persona al mundo solo y exclusivamente porque su vida fuera a ser feliz. 

Abandonar el principio de neutralidad axiológica de las vidas adicionales implica negar la asimetría de procreación. Si no creemos que traer una vida adicional al mundo es axiológicamente neutro, entonces debemos rechazar la segunda intuición de la asimetría de procreación y, por tanto, la asimetría de procreación en sí misma. Dada la fuerza intuitiva de ésta última, esto resulta difícil de defender. Estas cuestiones comprometen, por tanto, al argumento basado en la importancia de las vidas adicionales. 

(2) Interés propio y razones afectivas. De acuerdo con esta línea argumental, las razones que tenemos para evitar la extinción de la humanidad se derivan de nuestro interés propio y de nuestras disposiciones afectivas presentes. Esta línea argumental comienza con la constatación de que buena parte de las actividades que valoramos y a las cuales nos sentimos afectivamente conectados perderían gran parte de su valor si la humanidad fuese a desaparecer: buscar la cura contra el cáncer, mejorar la seguridad de las infraestructuras, mejorar la calidad de la educación, o involucrarse en varios tipos de activismo social y político. Este tipo de actividades tienen sentido si las comprendemos como proyectos a largo plazo que requieren de la participación de muchas personas a lo largo de extensos periodos de tiempo. Además, en numerosas ocasiones, estas actividades dan forma a nuestra identidad y a cómo nos comprendemos como individuos y como sociedad. Si la humanidad fuese a desaparecer, todas estas actividades dejarían de tener valor porque no podríamos gozar de sus beneficios a largo plazo. Por lo tanto, los individuos del presente tenemos razones para asegurar el futuro de la humanidad que están basadas en nuestro propio interés en participar en actividades que tienen valor para nosotros y a las cuales nos sentimos afectivamente vinculados (Scheffler 2018). 

Un potencial problema de esta posición es que parece poner el carro delante de los bueyes. Uno podría argumentar que encontramos sentido y valor en estas actividades (encontrar la cura contra el cáncer o participar en ciertas actividades políticas) precisamente porque presuponemos que las generaciones futuras, cuyo bienestar tiene valor para nosotros, continuarán existiendo. Sin embargo, esta posición revierte el orden al argumentar que debe haber generaciones futuras porque atribuimos un cierto valor a esas actividades. Si aceptamos que la razón por la que atribuimos valor a esas actividades es por la medida en la que contribuyen a mejorar el bienestar de los individuos futuros, cuya futura existencia postulamos, la pregunta sobre si debe haber individuos futuros parece quedar sin responder. 

(3) Valor último de la humanidad. Un argumento conectado con el anterior es que las actividades en las que se involucra la humanidad, así como la humanidad en sí misma (Frick 2017), tienen valor último. Por ello, debemos mantener la existencia de la humanidad. Ya no es que ciertas actividades tengan valor porque nos permiten alcanzar ciertos fines colectivos a largo plazo, sino que tienen valor con independencia de cómo contribuyen a realizar ciertos fines a largo plazo. Aquí se incluyen no solo las actividades anteriores, sino también, por ejemplo, aquellas vinculadas a tradiciones culturales y obras artísticas (Scheffler 2018). Algunos han argumentado incluso que esta línea argumental podría explicar nuestros deberes de justicia intergeneracional en una línea Rawlsiana (ver más arriba). Esto es, la ‘sostenibilidad de nuestros valores’ en el futuro podría concebirse como un bien primario, lo que requeriría garantizar que las generaciones futuras existiesen y que existiesen en condiciones tales que pudieran seguir manteniendo el tipo de proyectos que valoramos (Brandstedt 2017). 

Esta posición tiene un cierto carácter impersonal, puesto que parece que se basa en la idea de que estas actividades (y la humanidad en sí misma) tienen valor con independencia de que haya ciertos individuos que las valoren. Incluso en nuestra ausencia, tantos estas actividades como la humanidad en sí misma tendrían valor. Este carácter impersonal recuerda demasiado al argumento de las vidas adicionales, puesto que, en el fondo, parece implicar que debemos mantener la existencia de la humanidad para que haya ‘más humanidad’, dado el valor último de la misma. Por tanto, la sospecha sería si esta posición no está afectada por los problemas anteriores, esto es, que esta posición sea incompatible con la neutralidad axiológica y la asimetría de procreación. Para mantener estas intuiciones, los defensores de esta posición establecen una diferencia entre mantener la continua instanciación de los individuos de la especie humana y mantener el número de estos individuos (Frick 2017; Scheffler 2018). Esto es, ambas posiciones diferencian entre honrar un determinado valor (el valor último de la humanidad, o los valores que ésta sostiene) y promover un valor a través del incremento de su número de instanciaciones. Su punto sería que nuestros deberes se limitan a honrar el valor último de (las actividades asociadas a) la humanidad, no a promover esos valores. Aquí no entraremos a analizar si esta distinción puede sostenerse justificadamente. 

5. Ética del riesgo y generaciones futuras

Para finalizar esta entrada, debe mencionarse una cuestión que conviene tener en cuenta cuando abordamos problemas que afectan a las generaciones futuras. La mayoría de las decisiones que tomamos para proteger o beneficiar al futuro están tomadas en contextos de incertidumbre. No sabemos a ciencia cierta si un determinado evento con consecuencias dañinas sucederá o no. Como mucho, conocemos la probabilidad de que ese evento suceda. Es decir, solo podemos conocer el riesgo de que ese evento ocurra (que puede ser muy alto o bajo, dependiendo del evento en cuestión). Normalmente, nuestras acciones deben estar dirigidas a evitar eventos con consecuencias negativas. Sin embargo, no está tan claro cómo debemos actuar en circunstancias en las que la ocurrencia de ese evento es solamente probable. Esta cuestión es relevante porque se extiende a varios ámbitos de nuestra relación con el futuro – desde las tecnologías que desarrollamos hasta qué nivel de calentamiento global es moralmente permisible (Bradley and Steele 2015). El problema puede abordarse desde diferentes teorías morales. Aquí, agruparé en solo dos las posibles respuestas a la hora de analizar la imposición de riesgos permisibles y expondré brevemente algunos de sus problemas. 

Una posible forma de abordar este problema es recurrir a principios morales, similares a aquellos que rigen nuestra relación en contextos de certidumbre. En esta línea, podríamos decir que existe una suerte de principio moral que nos obliga a evitar imponer riesgo de (al menos, ciertos) daños a terceros. Esto parece especialmente razonable cuando se trata de riesgos de daños muy severos, como la imposición de riesgos de muerte. A muy grandes rasgos, esta sería la línea argumental de las teorías deontológicas, o aquellas basadas en derechos. Sin embargo, estas teorías se enfrentan al llamado ‘problema de la parálisis’ (Lenman 2008; Hayenhjelm and Wolff 2012; Düvel 2018). El problema se podría resumir de la siguiente forma: es imposible evitar todo tipo de riesgo de daños, incluso si limitamos los daños que cuentan a solo aquellos más severos. Todas nuestras acciones tienen potenciales consecuencias dañinas, desde conducir coches hasta ir a comprar el pan, pasando por el desarrollo de energías renovables. Un principio que nos impeliese a no imponer ningún riesgo de daño nos paralizaría. Además, invertir recursos para evitar a toda costa cualquier evento negativo que pudiera suceder supondría desviar recursos que podrían ser destinados a mejorar la vida de las personas en otros ámbitos. 

Las teorías agregativo-consecuencialistas parecen, a priori, mejor equipadas para resolver estos problemas. Imaginemos que podemos llevar a cabo varias acciones que afectarán previsiblemente al futuro, todas las cuales implican ciertos riesgos. Para decidir qué acción debemos llevar a cabo, siguiendo esta perspectiva, se trataría simplemente de multiplicar el valor moral del potencial resultado en cuestión por la probabilidad de que este sucediese. Con esta fórmula se obtiene el valor esperado del resultado. La acción que entonces deberíamos llevar a cabo es aquella con el valor esperado más alto. 

Uno de los grandes problemas de estas teorías es que no pueden dar cuenta de la importancia moral de la separación de las personas porque operan con valores agregados. Imaginemos, por ejemplo, que existe un escape de gas en una fábrica de compuestos químicos. Tenemos dos opciones para cortar ese escape. Podemos enviar a un técnico a cerrar el escape, con un 90% de probabilidades de morir en una explosión derivada de las operaciones necesarias para cerrar el escape. O podemos dejar que el gas se escape al exterior, en cuyo caso el técnico no sufrirá ningún riesgo, pero 10.000 personas tendrán una probabilidad de 0,01% de morir intoxicadas por el gas (Oven Hansson 2013, 27). Esta perspectiva nos diría que, dado que el valor agregado esperado es mayor si dejamos escapar el gas, deberíamos enviar al técnico a solucionar el escape, a pesar de que con casi total seguridad morirá. Para muchos, es altamente contraintuitivo pensar que esta es la mejor solución desde un punto de vista moral. 

El problema de la (im)permisibilidad moral de la imposición de riesgos es especialmente relevante en relación con aquellas acciones que afectarán a las generaciones futuras, puesto que nuestras acciones estarán más gobernadas por la incertidumbre sobre sus resultados cuanto más lejanas en el futuro se encuentren. Por eso, una discusión sobre ética y generaciones futuras debe siempre tener en cuenta estos problemas. 

Conclusiones

Esta entrada ha recogido algunas de los problemas éticos básicos que nos encontramos en nuestra relación con las generaciones futuras, todos los cuales aparecen transversalmente, de una manera u otra, en muchas de los grandes temas que enumeraba al comienzo. Por ejemplo, las discusiones sobre ética climática y degradación de los recursos naturales deberán abordar, de un modo u otro, el problema de la no-identidad y los principios de justicia intergeneracional. Las cuestiones aquí expuestas sobre ética de riesgo aparecerán de manera más prominente en los debates sobre el uso de la energía nuclear o técnicas de geoingeniería. Los debates sobre ética poblacional y deberes de procreación deberán también necesariamente abordar el problema de la no-identidad, la conclusión repugnante e incluso el deber mismo de garantizar la existencia de la humanidad en el futuro. Espero que, a pesar de no ofrecer respuestas claras a todas estas preguntas, esta entrada sirva para motivar la futura investigación sobre estos temas tan importantes en la actualidad. 

Laura García-Portela
(Erasmus University of Rotterdam)

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Lecturas recomendadas en castellano

  • Mosquera, Julia. 2021. “Justicia Intergeneracional” en González Ricoy, Íñigo y Queralt, Jahel, eds. Razones públicas. Una introducción a la filosofía política, Barcelona: Ariel. 
  • Trucconne Borgogno, Santiago, ed. 2017. Justicia Intergeneracional: Ensayos Desde El Pensamiento de Lukas Meyer. Córdoba, Argentina: Universidad Nacional de Córdoba. [Incluye traducción al castellano de ediciones previas de Meyer, Lukas, “Intergenerational Justice”, The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Summer 2021 Edition), Edward N. Zalta, ed.]
 
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García-Portela, Laura (2022). “Ética y generaciones futuras”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, (URL:http://www.sefaweb.es/etica-y-generaciones-futuras/)

Bioética

1. Introducción

La bioética es un ámbito de reflexión multidisciplinar acerca de los aspectos normativos y de valores relacionados con las ciencias de la vida. Aunque el análisis bioético se ha desarrollado principalmente en el ámbito de la salud –la medicina, la enfermería–, también se aplica a otras ciencias, como la biología, la genética o la ecología. La bioética suele entenderse como una ética aplicada. Incluye la ética clínica (centrada en los problemas que surgen en la relación profesional sanitario-paciente), pero también otros ámbitos de conocimiento y reflexión, como la ética de la investigación biomédica, la bioética global, la gen-ética o la ética de las organizaciones sanitarias. Su extensión a otros campos y la transversalidad de muchos de sus análisis relativos a la vida han llevado a algunos autores (Gracia 2002) a considerarla como una ética civil, proponiendo un modelo de abordaje de los conflictos de valores en general. Los métodos de la filosofía moral –la argumentación, la deliberación- son elementos centrales e indispensables para toda actividad bioética que se pretenda rigurosa. El objetivo es analizar razonadamente los problemas y sus implicaciones desde una visión plural, interdisciplinar y necesitada de matices y perspectivas variados, a fin de establecer justificadamente consensos y orientaciones que, en algunos casos, tienen dimensión normativa. Sin embargo, la bioética es algo más que filosofía moral aplicada. Desde su origen se plantea como una reflexión esencialmente multidisciplinar y colaborativa, donde las humanidades y las ciencias de la vida se unen a otras disciplinas (el derecho, la economía, las ciencias sociales, etc.) con el mismo propósito: contribuir a que las prácticas y las políticas relacionadas con la vida y con la salud se analicen desde una perspectiva plural y se argumenten adecuadamente. En 1970 el oncólogo Van Rensselaer Potter –una de las primeras personas en emplear el término bioética– propuso esta nueva disciplina como una forma de tender puentes entre las llamadas “dos culturas” –las ciencias y las humanidades– para asegurar la supervivencia (Potter 1971). Un empeño, no exento de controversia, en el que ya existían precedentes como los de C.P. Snow en los años 50 del siglo XX (Snow 1959).

Algunas de las cuestiones de las que se ocupa la bioética –como las obligaciones y los deberes de los médicos– ya aparecen en la medicina antigua, pero es a partir de mediados del siglo XX cuando esa reflexión se estructura en un corpus de conocimiento y una metodología propios. Suelen mencionarse, como factores desencadenantes del surgimiento de la bioética, el desarrollo biotecnológico, los problemas de gestión de recursos limitados, los abusos perpetrados por la medicina en el contexto de la experimentación con seres humanos y la influencia de los movimientos sociales asociados a la reivindicación de derechos civiles surgidos en la segunda mitad del siglo XX.

En primer lugar, los desarrollos tecnológicos aplicados a la salud y a la vida ofrecen indudables promesas de mejora para las condiciones de vida y de salud de los individuos y las comunidades, pero también amplían el ámbito de la responsabilidad al incrementar el rango de opciones que quedan bajo el control de la agencia humana. Por ejemplo, la disponibilidad de máquinas de diálisis y de respiradores automáticos permite prolongar la vida, pero también obliga a justificar a quién deberían ofrecerse esos recursos cuando no están disponibles para todas las personas que los necesitan, o bajo qué condiciones resultaría éticamente aceptable o exigible interrumpirlos. 

En segundo lugar, la investigación biomédica y la experimentación con seres humanos son necesarias para progresar en el conocimiento sobre la eficacia y la seguridad de nuevos fármacos con los que tratar enfermedades. Sin embargo, en nombre de la ciencia se han llevado a cabo algunos de los abusos más terribles en la historia de la medicina (Beecher 1966). Los crímenes de la medicina nazi juzgados en Nüremberg (1947), el experimento Tuskeege con poblaciones afroamericanas (1932-1972) y el experimento Willowbrook (1958-1970) en una institución con menores discapacitados son algunos casos históricos  que propiciaron la necesidad de imponer límites institucionales, jurídicos y éticos a la investigación biomédica (Murphy 2004). 

Finalmente, los movimientos por los derechos civiles y sociales de la última mitad del siglo pasado pusieron en la agenda social y política cuestiones como los derechos de las mujeres, la voz de las minorías raciales, los abusos de la guerra, la justicia internacional, los riesgos medioambientales y los determinantes sociales de la salud. Las luchas en contra del racismo y la segregación, la desigualdad socioeconómica, las reivindicaciones a favor de los derechos reproductivos, los movimientos pacifistas y, de manera particular, los movimientos ecologistas, constituyen el caldo de cultivo cultural del que surge la Bioética. 

Estos cambios acabarán propiciando un análisis de los modos de tomar decisiones y una visión cada vez más reflexiva y crítica sobre el progreso biotecnológico y su ambivalencia: la medicina puede contribuir a cumplir las aspiraciones de la humanidad, erradicar enfermedades y mejorar la calidad de vida y la equidad, pero también puede ponerse al servicio de intereses militares, exacerbar desigualdades, dañar la biosfera e incluso amenazar la supervivencia. 

La bioética se constituye así como un cuestionamiento del imperativo tecnológico (la asunción de que cualquier capacidad tecnológica novedosa es necesariamente un progreso y debe desarrollarse) y viene a afirmar más bien que no todo lo técnicamente posible resulta éticamente aceptable. Entre las prácticas sanitarias y de investigación en ciencias de la salud, nociones como autonomíaequidadfutilidadprotección, beneficio, riesgo y respeto cobran relevancia. Las habilidades profesionales y la pericia específica de los profesionales implicados –enfermeras, médicos, farmacéuticos, biólogos, etc– son necesarias, pero también insuficientes para resolver cuestiones en las que están implicados valores. La autoridad moral de la profesión médica, que tradicionalmente había ejercido el papel beneficente y paternalista que la sociedad le concedía, será cuestionada –sin por ello abandonarse completamente–, lo que se traduce en un rechazo cada vez mayor del paternalismo médico. 

2. Aproximaciones en bioética

Parte del éxito y de la aceptación social e institucional que tiene la bioética en la actualidad se debe a que, como disciplina, ha sido capaz de crear un corpus de conocimiento y diversos métodos para abordar los problemas normativos que surgen en el contexto de las ciencias de la vida y de la salud. Cada aproximación desarrolla un marco teórico que enfatiza aspectos diferentes de la ética y propone una herramienta para la toma de decisiones. Son muchos los modelos que se han elaborado. A continuación, se comentarán brevemente algunos de los más importantes.

2.1 Principalismo

Las aproximaciones desde los principios se basan en la convicción de que es posible establecer algún fundamento universal para la ética. Se ha discutido ampliamente sobre el origen de los principios, si pueden ser construidos históricamente, o si pueden ser absolutos. Contemporáneamente y ante la pluralidad de posibles perspectivas en el mundo de los valores, parece claro que los principios deben plantearse con carácter formal como salvaguarda de su universalidad. Los principios suelen ser expresiones de convicciones morales básicas, de valores considerados irrenunciables. Así, tienen un carácter normativo, nos indican que debemos hacer algo porque con ello se está intentando proteger un valor importante. Su validez depende del razonamiento que lo justifique. Su función es establecer elementos firmes sobre los que asentar la toma de decisiones. No pueden tomarse como máximas de actuación justificadas por el uso que les demos, como podría ocurrir en el enfoque casuístico. Los principios sirven, pues, de orientación básica para la acción. 

En el contexto de la bioética, los principios surgen históricamente como respuesta ante la necesidad de establecer unos criterios comunes para la evaluación ética de la investigación con seres humanos. En 1974 comenzó su trabajo una Comisión Nacional en Estados Unidos (National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research) con el fin de identificar los principios éticos básicos aplicables. Los resultados de esa labor se recogen en el Informe Belmont de 1979 (National Commission 2013). En él se establecen tres principios generales que se refieren al respeto a las personas –lo cual reconoce la autonomía y establece la necesidad de proteger a las personas con autonomía disminuida–, a la realización de investigaciones evitando el daño y extremando los beneficios para los sujetos de investigación, y a la observancia de los criterios de justicia.

Esos principios se consideran tan válidos que un año más tarde los recogerán, con pocas variaciones, pero con un aparato de fundamentación mucho más amplio, dos autores, T.L. Beauchamp y J.F. Childress (Beauchamp y Childress 2002), proponiendo la aplicación de los mismos al ámbito clínico y convirtiéndose así “los principios de la bioética” en un canon de referencia, tanto para la resolución de conflictos específicos en la práctica clínica como para cualquier otro análisis de problemas bioéticos. 

El principio de no maleficencia recoge el mandato básico ya presente en los escritos de Hipócrates: la primera obligación de un médico es no dañar a su paciente. No ejercer un mal, no infligir daño, no producir dolor. Este principio se completa con el de beneficencia, que establece que el deber del médico es siempre buscar el beneficio del paciente.

La diferenciación actual en dos principios obedece a la introducción del principio de autonomía. Aunque el médico debe buscar el bien del paciente, no existe un criterio único, objetivo, que pueda ser aplicable para todos los individuos. El reconocimiento de la autonomía exige el respeto a la libertad y la asunción de un pluralismo moral que se articula en un modelo de comunicación, el consentimiento informado, herramienta básica para la toma de decisiones compartida. Esto supone la ruptura con el ideal clásico “paternalista” en el cual es el médico el que decide por el paciente, imponiendo su decisión y tratando por tanto al paciente como si fuera un menor moral.

Finalmente, no es posible entender la toma de decisiones en el ámbito clínico sin tener en consideración su inserción en instituciones, organizaciones y sistemas de atención sanitaria, influidos por factores económicos y políticos, donde es esencial garantizar el reparto equitativo de los recursos, la igualdad de acceso a los servicios sanitarios, la búsqueda de políticas sanitarias que contribuyan a la justicia social, la no discriminación, etc. Esto es lo que recoge el principio de justicia, donde se atiende a las terceras partes, los afectados por las decisiones, los centros o el contexto de la salud pública y la sociedad en su conjunto.

Para esclarecer la toma de decisiones y resolver casos problemáticos, Beauchamp y Childress propusieron que los principios deberían articularse o jerarquizarse a la vista de las circunstancias específicas. Todos los principios son prima facie obligatorios, pero no absolutos pues, en ocasiones, entran en conflicto. Beauchamp y Childress no establecen un orden de prioridad entre los principios. La exigencia moral es respetarlos todos y son las circunstancias del caso las que determinan cuál es el principio que debe tener primacía en caso de conflicto. Los métodos para realizar este análisis son dos: la especificación, o deducción de unas normas concretas, específicas, a partir del principio, dotándolo así de contenido material, y la ponderación, esto es, sopesar los principios para determinar cuál debe primar frente a otro, a la luz de las circunstancias y consecuencias particulares del caso. Beauchamp y Childress integran de este modo una aproximación deontológica con una aproximación consecuencialista.

En el contexto europeo se planteó un enfoque alternativo: establecer una jerarquía entre los principios para evitar la posible arbitrariedad de la decisión casuística. Diego Gracia propuso en 1989 (Gracia 2008) un “principialismo jerarquizado”, que distingue unas normas básicas de convivencia (nivel de mínimos) correspondientes con los principios de no-maleficencia y de justicia, y unas normas de máximos, correspondientes con los principios de autonomía y beneficencia, que tienen menor prevalencia y deberían supeditarse a los primeros en caso de conflicto. El fundamento de esta distinción, que coloca en primer lugar la justicia social y en segundo lugar las preferencias del individuo, radica en los valores que tradicionalmente han sido más característicos de la cultura europea. 

2.2. Casuística

El casuismo se ha planteado desde antaño como un procedimiento de particularización de los principios generales en casos concretos, de un modo deductivo. Sin embargo, el modo como se ha entendido el casuismo en bioética ha sido considerando que no deben tenerse en cuenta principios, pues estos no son absolutos ni formales, sino históricos y específicos de la situación, materiales (Gracia 2007). Así, A. Jonsen y S. Toulmin (Jonsen y Toulmin 1989), los representantes principales de este enfoque, afirman que es imprescindible partir de las situaciones concretas (el caso particular) porque, según ellos, no se pueden fundamentar los juicios morales de un modo universal y absoluto, es decir, no es posible establecer criterios éticos que puedan ser aceptados por todas las personas. Incluso en el caso de que se llegue a establecer un conjunto de imperativos, que serán necesariamente formales, al intentar concretarlos en marcos culturales y de valores diferentes, no será posible mantener el acuerdo. Se inscriben así estos autores en el profundo y largo debate sobre la idoneidad de una filosofía moral que enfatiza la atención a los casos como modo de responder a las situaciones problemáticas contextualizadas en el mundo real. 

Por ello consideran que el procedimiento a seguir es partir de los casos particulares para poder elaborar una norma general. Observando cómo se resuelven los problemas en cada caso, se puede describir un modo de resolución considerado correcto. Esa norma es una “máxima de actuación”, es decir, un tópico en el que coinciden todas las personas –o al menos un grupo de expertos, considerados los más sabios— a la hora de hacer un juicio práctico sobre un caso concreto. Así, la forma de interpretar los casos similares permite alcanzar una máxima, una regla que deberá ser utilizada en futuros casos semejantes.

En el caso de que existan análisis discrepantes podríamos atender a la solución más frecuente, pero esto puede ser también un error, pues la opinión mayoritaria no ha de ser necesariamente la más correcta. Por ello estamos obligados a consultar a los expertos, personas con formación que tienen una opinión más fundamentada que el resto, y que pueden aportar criterios de actuación. Evidentemente, esto no garantiza que encontremos una única solución válida, que esta no sea incorrecta, o que estemos a salvo de encontrar nuevos casos en los que la aplicación de la norma produjera consecuencias nefastas. Sin embargo, acudiendo a los principios no estaríamos, según estos autores, en mejores condiciones para resolver los conflictos morales que utilizando las máximas.

2.3. Bioética narrativa

La bioética narrativa se inscribe dentro del grupo de aproximaciones contemporáneas que ponen en cuestión los modelos de principios y las aproximaciones de normas abstractas que se alejan de la vida de las personas (Domingo y Feito 2013). El punto de partida es la afirmación de que la experiencia moral es algo más complejo que la mera observancia de una ley o una regla. Más bien tiene que ver con la biografía y la historia de personas concretas, que se sitúan dentro de un marco de valores, con una intención, buscando un objetivo. Desde esta perspectiva, se pone el acento en la importancia del carácter experiencial del pensamiento, frente a otras aproximaciones que se dedican más a los principios o normas teóricos, desprendidos de los contextos y las circunstancias concretas de la vida humana. Además, al analizar el carácter lingüístico de esta experiencia, se enfatiza la necesidad de indagar en cómo las palabras y la forma en que con ellas se realiza la construcción de las narraciones suponen diferentes perspectivas e interpretaciones, que están también presentes en los relatos de los problemas bioéticos.

La bioética narrativa recupera dimensiones de la moral que han sido relegadas u olvidadas, como la experiencia vital, el sentido personal que se otorga a los acontecimientos, o la dimensión de responsabilidad y compromiso con los otros seres humanos. Aporta, además, una reflexión sobre la educación de actitudes morales, subrayando que la enseñanza de contenidos y procedimientos racionales está incompleta si no trabaja también la dimensión actitudinal.

Esta aproximación se ancla en la perspectiva hermenéutica, se nutre con el giro cultural y el énfasis en la dimensión de justicia de la época actual, y guarda relación con otros modelos, como la bioética feminista, la ética del cuidado y otras, que están insistiendo reiteradamente en la necesidad de completar el modelo moderno de la ética racionalista, decisionista y principialista, con una perspectiva desde la relación, el contexto, la atención a lo particular y los elementos emocionales o afectivos que influyen en la toma de decisiones y en las actitudes. Este enfoque desde luego no es novedoso, ya que hunde sus raíces en la ética aristotélica y, en general, en las éticas de la virtud. Sin embargo, su vigencia actual es enorme y aporta como innovación la perspectiva crítica frente a una epistemología descontextualizada y ajena a los aspectos socioculturales, frente a modelos occidentales y del primer mundo que no atienden a otras realidades, o frente a una autonomía que no repara en lo relacional. 

La bioética narrativa se constituye así como una suerte de puente entre lo particular y lo universal, promoviendo un análisis de los conflictos que parte de la experiencia concreta, circunstanciada, histórica, contextual, para extraer enseñanzas que puedan ser extrapolables a otros ámbitos o personas, y quizá alcanzar algún grado de universalizabilidad. Por eso puede decirse que, aun partiendo de lo específico y concreto, pretende ofrecer un relato válido sobre lo humano a nivel general. Más allá de lo normativo y de las estrategias de resolución de conflictos, la contribución más valiosa de la bioética narrativa es la inmersión en las interpretaciones que expresan los valores y las vivencias humanos, la búsqueda de sentido como único modo de comprender y justificar las acciones y decisiones morales.

2.4. Bioética empírica

La argumentación en bioética combina enunciados de tipo descriptivo y de tipo normativo. Los estudios empíricos aportan a los debates bioéticos la posibilidad de probar la verdad y precisión de afirmaciones de naturaleza empírica –p.ej., “el público está de acuerdo con la regulación actual sobre a”–, identificar y dimensionar los desacuerdos, analizar la oportunidad de propiciar formas de deliberación pública, facilitar tales procesos, y anticipar consecuencias –p.ej., en términos del impacto que puede tener una tecnología innovadora o una nueva regulación en el bienestar, en la igualdad social, etc. Desde hace varias décadas la bioética ha puesto a su servicio las metodologías propias de las ciencias sociales (estudios etnográficos, grupos focales, encuestas, etc.) para nutrir los debates propios de la disciplina. El recurso a estudios empíricos sirve para analizar y comparar conocimientos y tendencias entre la opinión lega y experta, para comprobar el grado de penetración social de determinadas visiones normativas y para constatar posibles incongruencias entre el empleo ordinario de ciertas categorías y su tratamiento normativo (jurídico o ético). 

Una variante de la bioética empírica es la bioética experimental o bioxphy (Earp et al. 2020), que emparenta a la ética experimental (Aguiar, Gaitán, y Viciana 2020) con la bioética empírica y se caracteriza por el empleo de experimentos controlados para comprender mejor el uso de los conceptos, las intuiciones morales y los modos de razonamiento más frecuentes en los debates bioéticos (Viciana, Hannikainen, y Rodríguez-Arias 2021). Lo que caracteriza a esta variante en auge de la bioética empírica es que no se limita a constatar y caracterizar los conocimientos, las opiniones y las actitudes de los agentes implicados en los debates, sino que contribuye a desvelar los mecanismos psicológicos que explican sus juicios morales (Mihailov, Hannikainen, y Earp 2021). 

Una de las objeciones que afronta la bioética empírica tiene que ver con la imposibilidad de derivar directamente conclusiones normativas de hallazgos empíricos. Los estudios empíricos en bioética no informan por sí mismos sobre la aceptabilidad o el deber ser, pero ayudan a clarificar o desmentir algunas de las premisas descriptivas de los argumentos bioéticos, contribuyendo así a superar desacuerdos que solo en apariencia son valorativos. Conocer los valores y opiniones de las personas afectadas deja ciertamente sin resolver la cuestión sobre el deber, puesto que podrían a fin de cuentas perseguir valores inadecuados. Sin embargo, suele considerarse que respetar los valores es algo deseable. Para afrontar el reto de transitar entre lo descriptivo y lo normativo sin caer en la falacia naturalista o en el mero argumentum ad populum, la bioética empírica adopta diferentes estrategias que, si bien se sitúan dentro de un cierto falibilismo –en la medida en que reconocen que las conclusiones normativas siempre podrían requerir reevaluación a la luz de nuevas evidencias empíricas– le permiten guiar normativamente la acción sobre la base de nociones como el consenso, la coherencia o el equilibrio reflexivo (Earp et al. 2021).

3. Razones y deliberación en bioética

La bioética, como parte de la filosofía moral aplicada, reflexiona y ayuda a argumentar; entrena en el ejercicio de la crítica, consistente en dar y exigir razones de las creencias y los comportamientos de las personas, así como de los valores implícitos en las instituciones. El análisis bioético requiere trabajar en procesos deliberativos y una destreza particular para identificar problemas, darse cuenta de lo que está en juego (los presupuestos, las consecuencias) e incorporar diferentes puntos de vista (contraargumentos, objeciones). La bioética se desarrolla necesariamente en una doble dimensión de fundamentación y aplicación, de modo que ha de dar razón de sus propuestas y ha de ser capaz de llevarlas a la práctica. Una resolución de problemas sin argumentación racional podría dar lugar a la arbitrariedad o al dogmatismo, pero un análisis teórico sin tomar en consideración los contextos reales podría resultar irrelevante. 

En un entorno plural como el de las sociedades contemporáneas, no es admisible un planteamiento dogmático, por lo que una bioética a la altura de nuestro tiempo requiere una aproximación deliberativa. Lo que distingue la deliberación de la persuasión y el adoctrinamiento es su componente racional y argumentativo, es decir, la invitación explícita o implícita a objetar y tratar de demostrar que otros puntos de vista y posicionamientos normativos pueden ser aceptables y deben por tanto ser considerados. Un argumento es una justificación verosímil. Se ofrece con la aspiración de convencer de la verdad de la afirmación en cuestión, lo cual, en el mundo de los valores, exige razones bien fundamentadas. Los argumentos en ética son razonamientos que emplean premisas descriptivas y normativas y que terminan con conclusiones normativas. Su solidez depende de la validez del razonamiento que los estructura (p.ej. que no incurra en falacias) y de la verdad de las premisas en las que se basa. Un buen razonamiento en bioética puede conducir a conclusiones contraintuitivas, sorprendentes, e incluso socialmente disruptivas, pero si el argumento está bien construido será una invitación a pensar, a buscar objeciones válidas, o a transformar la realidad. Poner en entredicho los dogmas heredados de la tradición y explorar libremente ideas morales nuevas, sin importar su carácter potencialmente controvertido, es sin lugar a dudas una de las funciones que ha cumplido históricamente la filosofía moral y que, por supuesto, cumple la bioética (McMahan, Minerva, y Singer 2021). Ahora bien, frente a estas formas más o menos especulativas y radicales de argumentar en bioética que derivan implacablemente conclusiones de premisas y no se dejan constreñir por el impacto de esas conclusiones en el mundo real, otras aproximaciones en bioética reivindican que la argumentación rara vez se produce en condiciones ideales y acaban optando por formas de deliberación más situadas en el mundo –más posibilistas y pragmáticas (Racine et al. 2019)- en las que los conceptos y los argumentos cumplen la función de demostrar que lo que intuitivamente resulta razonable está, además, justificado (Mercier y Sperber 2017). 

El positivismo ha partido del presupuesto de que se puede trazar una línea clara entre los hechos científicos –incuestionables y sólidos–, y los valores morales, que suelen considerarse relativos, personales y maleables. Sin embargo, la reflexión bioética ha mostrado que la relación entre los hechos y los valores es más problemática (Kaebnick 2021). Diagnósticos como los de salud y enfermedad, vida y muerte, dependen tanto de constataciones sobre la fisiología y la anatomía (juicios descriptivos) como del significado que se atribuye a esas constataciones –umbrales de significación, categorizaciones, etc.– que son fruto de convenciones sociales, valores individuales o grupales o experiencias personales. (Molina, Rodríguez-Arias y Youngner 2008).

Por eso, aunque las decisiones en salud difícilmente pueden ser moralmente aceptables si no están basadas en un conocimiento cabal, adecuado, de los hechos biológicos, ese conocimiento a menudo es insuficiente. La calidad del ejercicio profesional se cifra, además, en su capacidad de aplicar reglas, incorporar virtudes, anticipar y evitar consecuencias no deseadas, tener en cuenta otras opiniones sobre lo más correcto, optimizar el uso de los recursos, promover el respeto, la equidad… Depende, en definitiva, de competencias que no son técnicas, sino propiamente éticas. 

4. El futuro de la bioética

Desde hace cinco décadas, la bioética ha experimentado un enorme desarrollo en el ámbito académico, en el contexto sanitario y en la esfera pública, pues los cambios culturales que introduce no solo penetran en las prácticas profesionales y los protocolos sanitarios, sino también en las leyes y en la opinión pública. 

En su dimensión académica, la bioética se ha convertido en un análisis sistemático de los aspectos normativos y las dimensiones morales de las creencias, conductas y políticas relacionadas con las ciencias de la vida y de la salud. Pero la bioética también se desarrolla institucionalmente en las comisiones y los comités de ética. Así, además de ser un ámbito de reflexión teórica –acerca de los aspectos moralmente relevantes relacionados con las ciencias de la vida– puede decirse que la bioética es también una actividad: una práctica cultural con capacidad de tener efectos y ejercer fuerza política en las ciencias de la salud, del medio ambiente y la biología (Callahan 2004). 

La bioética del mundo contemporáneo, globalizado, se enfrenta al reto de integrar las aproximaciones locales (nacionales, regionales) sin renunciar a la aspiración de universalidad. Esto no solo afecta a la atención que reciben ciertos temas (cuya relevancia depende, entre otros factores, del grado de desarrollo tecnológico y de las prioridades sanitarias de cada región), sino también a las estructuras normativas y los sistemas de valores prevalentes localmente. 

Ante la objeción de que la bioética clínica incurre en la imposición de una axiología etnocéntrica, la bioética global se ofrece como un modo de promover valores ampliamente compartidos que incluyen el respeto de la vida humana, los derechos humanos, la equidad, la libertad, la democracia, la sostenibilidad medioambiental y la solidaridad (Benatar, Daar y Singer 2005; Casado y Vilà 2014). La bioética global es también una reacción a la constatación de que los problemas de salud de la era globalizada (p.ej. pandemias) y sus prácticas biomédicas (investigación biomédica internacional, gestación subrogada, turismo sanitario) van más allá de las fronteras nacionales y requieren un tratamiento normativo con mayor aspiración de universalidad. 

Las preocupaciones sobre la salud pública y de las poblaciones, cada vez más interconectadas con los temas de la bioética y de la ética medioambiental, están siendo centrales para la bioética del s. XXI, que se enfrenta además a retos nuevos vinculados a las innovaciones en las tecnologías reproductivas, en biología sintética, robótica, el mejoramiento humano, el tratamiento masivo de datos o la inteligencia artificial. Por supuesto, junto a los temas más innovadores, persisten las preocupaciones por la justicia y las desigualdades, por el acceso a la sanidad o por la consideración de los participantes en la toma de decisiones. Todo ello permite anticipar que la reflexión bioética será una práctica social y ciudadana con enorme trascendencia en el diseño de políticas y regulaciones futuras. La investigación en este campo seguirá siendo imprescindible para acompañar y dar sentido a estos procesos de cambio.   

 

Lydia Feito

(Universidad Complutense de Madrid)

David Rodriguez-Arias

(Universidad de Granada)

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Lecturas recomendadas en castellano

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Cómo citar esta entrada

Feito, L. Rodríguez-Arias, D. (2021). “Bioética”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, URL: http://www.sefaweb.es/bioetica/

Normas sociales

Introducción

En una primera aproximación, las normas sociales son pautas o reglas que gobiernan la conducta de los grupos humanos. La noción de norma social se presenta hoy como intuitivamente útil y necesaria. Diversos fenómenos parecen avalarla: la existencia de equilibrios múltiples y arbitrarios en los diferentes grupos humanos (como que en algunos países se conduzca por la izquierda y en otros por la derecha); los patrones no necesariamente arbitrarios pero sí envueltos en la fenomenología de la obligación o de lo que es socialmente aceptable o está proscrito; el que se dé, en fin, un espacio de normas previo y posterior a la instauración de leyes y regulaciones formalmente codificadas. La noción tiene además precedentes ilustres en la idea griega de nomoi o en el li (禮) confuciano. Parece además estar asentada en nuestra psique de un modo transcultural y temprano en el desarrollo, a juzgar por las numerosas replicaciones de la capacidad para distinguir entre normas morales y normas convencionales en niños pequeños ya a partir de los 5 años de edad (Baumard, 2016).

Con todo, la idea de homogeneidad dentro del grupo y heterogeneidad entre grupos que transmite la noción de normas sociales puede ser engañosa. Es fácil subestimar la heterogeneidad dentro de un grupo aun cuando se siga mayoritariamente una norma.  Así, la preferencia por realizar las actividades con la mano derecha surge, en primer lugar, no como resultado de seguir una norma social sino por efecto de la lateralización cerebral mayoritaria. Pese a ello, lo estadísticamente normal tiende a transformarse en normativo. Siguiendo con el ejemplo, la imposición social normativa sobre una minoría de realizar las actividades con la mano derecha, cueste lo que cueste, se produce históricamente, llegándose incluso a considerar lo zurdo o izquierdo como algo siniestro (Kushner, 2013). Aunque es dudoso o controvertido cuánto pueden seguir otros animales no-humanos normas sociales, sin duda algunos procesos normativos pueden encontrar precursores en otras especies (Skyrms, 2007; Fitzpatrick, 2020). En lo que sigue se repasarán primero las distintas clasificaciones que se han propuesto sobre este conjunto de fenómenos, los criterios teóricos que orientan a la hora de decidir qué teorías de las normas sociales abrazar, las principales propuestas de explicación de la naturaleza de las normas sociales y, por último, sus componentes o engranajes psicológicos, así como aquello que se ha considerado que las distingue (o no) de las normas morales.

1. Tipos de normas sociales y elección teórica

En este preciso instante probablemente estés siguiendo una multitud de normas sociales: desde tu modo de vestir a tu manera de leer, atendiendo a si quien esto escribe se hubiera saltado alguna regla de ortografía o la regla del hablar de usted al lector. El concepto de normas sociales disfruta de un éxito importante en las ciencias sociales. Su aplicación como término puede ser vista a veces como demasiado laxa. ¿Son verdaderamente normas sociales todos los ejemplos de la oración que abre este párrafo? ¿Son las normas sociales tal como se estudian en la psicología, la economía o la antropología lo mismo? Hasta no hace tanto, el hablar de normas sociales en estas disciplinas ha estado tan ampliamente extendido que podría sospecharse que el propio concepto estaba infra-teorizado.

Una primera fuente de ambigüedad de la noción de ‘norma social’ que conviene despejar rápidamente es la que surge de confundir las meras regularidades estadísticas con las normas sociales. Diferentes factores no normativos pueden producir regularidades estadísticas. En numerosas ocasiones, incluso el conformismo, o seguimiento de lo que lo demás hacen, no resulta necesariamente en normas sociales. Conviene así distinguir lo que a veces se denomina conformismo informacional, de los efectos de un conformismo verdaderamente normativo. Por conformismo informacional se entiende que los individuos pueden adoptar la conducta que observan en otros individuos del grupo pero, principalmente, en la medida en que dicha conducta les ayuda a resolver directamente un problema previo, que también preferirían resolver de ese modo aunque los otros individuos no hubieran optado por esa pauta de conducta. Piensa en unos agricultores que traen una técnica de cultivo exitosa para aumentar la producción y casi todos los demás agricultores de los alrededores acaban copiándola. Dicha técnica puede volverse la norma o lo más habitual, sin que por ello sea el resultado de seguir una norma social. Tal conducta de seguimiento no tiene por qué ser “dependiente de la frecuencia” y ser seguida solo cuando una mayoría o un conjunto lo suficientemente importante la sigue. Por conformismo normativo, por el contrario, se entiende que los individuos de un grupo van a tender a adoptar algunas pautas de conducta que sean ampliamente seguidas o mayoritarias dentro del grupo, por el reconocimiento social que tiene el seguir la conducta o, inversamente, por el escarnio de no seguirla. En famosos experimentos sobre el conformismo, como los del psicólogo Solomon Asch, piensa en el caso de aquellos participantes que van a copiar la respuesta de los demás, no porque sea la respuesta correcta o que les saque de dudas, sino porque todos los demás en el grupo la han adoptado públicamente. O siguiendo con el ejemplo de los agricultores, piensa en una técnica que los agricultores sigan, pero no por su mayor eficacia, sino porque la mayoría lo hace. Aunque sabemos que otros primates como los chimpancés son capaces de conformismo informativo, no está claro que tengan el conformismo normativo entre sus mecanismos cognitivos. Más allá o más acá de la conducta que se repite estadísticamente, las normas sociales incluyen un componente prescriptivo o de deber ser.

Diferentes criterios permiten catalogar las normas sociales de manera distinta. Se pueden clasificar las normas sociales según su modo de surgimiento, su presentación, sus condiciones de estabilidad, sus ámbitos de contenido, etc. Esto da lugar a distintos tipos de normas, al menos sobre el papel. Una distinción habitual es entre normas formales, tales como ciertas leyes y regulaciones codificadas institucionalmente en sociedades que gozan de dispositivos para preservar e interpretar dichas normas y normas no-formales o normas no-escritas, que gobiernan que ciertas acciones se requieran o se prohíban, independientemente de que las respalde de manera explícita una institución social.

En base a su estructura de incentivos, algunas normas pueden ser puramente coordinantes, alineando los intereses mutuos, mientras que otras flotan sobre conflictos no resueltos. Así algunas convenciones à la Lewis (Miller Moya, 2009), como el remar todos a un mismo ritmo o conducir del mismo lado de la carretera, surgen como equilibrios alternativos que permiten coordinar la conducta de un grupo social (Lewis, 1969), equilibrios que suelen ir acompañados en la práctica de normas que los respaldan. También hay normas que, desde la perspectiva de algunos agentes, aparecen como coercitivas o impuestas. En base a su realización psicológica, puede haber asimismo normas internalizadas o no internalizadas (véase más abajo); normas sociales no-morales y otras morales (como algunas normas religiosas) que reflejan los valores mayoritarios, pero también otras que reflejan morales minoritarias. De igual modo, se han solido clasificar según su contenido (O’Neill, 2017), ya sean normas de etiqueta, normas de vestir, normas de saber estar, etc. Y en referencia a distintos ámbitos y valores generales de la vida social o relacional, como las normas de comunidad, las normas de autonomía o las normas de jerarquía (Aguiar, Gaitán & Viciana, 2020). Esta lista de criterios de clasificación, naturalmente, no es exhaustiva.

La cuestión de la clasificación enlaza con la cuestión de qué esperar de una teoría de las normas sociales. Es así en cuanto que algunas teorías pueden poner el foco sobre ciertas clases de normas que van a considerarse como prototípicas (frente al resto) y a partir de ahí despliegan la explicación y comprensión de los demás tipos de normas. Jon Elster es famoso por haber marcado un contraste entre la teoría neoclásica económica de explicación del comportamiento y una teoría de las normas sociales basada en el prototipo de normas de racionalidad no-orientada hacia resultados, como las normas de venganza o las normas de generosidad ostentosa. Sin embargo, es una cuestión abierta cuándo la instrumentalidad racional y las normas sociales entran realmente en conflicto (Elster, 1989). En la teoría de Cristina Bicchieri, por ejemplo, el prototipo de norma social es aquella que, al comunicarse o imponerse, resuelve lo que en teoría de juegos se denomina situación de suma no-nula (ver más abajo). No obstante, cuán representativo es este tipo de norma social también es una cuestión empírica.

El contraste entre el Homo oeconomicus y el Homo sociologicus puede acentuarse pero también desaparecer según se conciban los componentes y mecanismos detrás de una norma social. En los dos extremos, tenemos por un lado que una norma social podría ser enteramente contraria a la acción racional individual, si, por ejemplo, es el resultado de un proceso externo a dicha racionalidad como algunas formas de selección de grupo (Bourrat & Viciana, 2020). También podría ser enteramente compatible con la acción racional individual, si la comunicación de normas sociales en un grupo modifica los incentivos del individuo apropiadamente, volviendo la norma la opción prudencial. No siendo en absoluto las únicas opciones posibles, también se dan situaciones en las que promover el respeto de la norma social es racional para ciertos individuos, pero su seguimiento cae más del lado de la coerción para otros, sin que a su vez se dé una racionalidad de grupo necesariamente (para ejemplos de normas maladaptivas véase, por ejemplo, Edgerton, 1992). 

Por otro lado, el contraste explicativo entre lo racional y lo emocional, siendo las normas sociales un fenómeno adjudicado a esta segunda categoría, es una pista que conviene no seguir demasiado, una vez que la naturaleza estratégica y racional de muchas emociones ha sido ampliamente teorizada (Frank, 1988). El que esta racionalidad estratégica funcione a veces mejor cuanto más opaca sea para los actores involucrados, es decir cuánto mayor autoengaño o creencia motivada se dé (Simmler & Hanson, 2017), no ayuda tampoco a decidir entre dos posiciones filosóficas que pueden parecer opuestas: a saber, si la mayor parte del tiempo los individuos son simples títeres agitados por las normas del grupo que les son anteriores o si, por el contrario, los individuos son los verdaderos titiriteros que usan las normas como excusa y manipulación para avanzar sus fines. Hoy en día los filósofos y teóricos que han estudiado cómo la identidad se despliega en torno al abrazar normas (Akerlof & Kranton, 2010; Appiah, 2019), han solido conjugar ambos aspectos de esta oposición aparente. Las dimensiones durkheimiana, por un lado, y maquiavélica, por otro, orientan las distintas propuestas en torno al seguimiento de normas en la actualidad.

Por último, conviene preguntarse cómo escoger entre las distintas dimensiones que pueden configurar una teoría de las normas sociales. A primera vista podemos comprender la relevancia potencial de una teoría de las normas sociales por cuanto permita acomodar en una única teoría o modelo general una panoplia de fenómenos humanos relativos a las regularidades prescriptivas de la vida en sociedad. Ante la diversidad de enfoques propuestos en filosofía una cuestión previa que emerge es qué características ha de tener dicha teoría para ser juzgada como más satisfactoria o superior. Puede ser esperable que una teoría de las normas sociales acomode y cubra al menos la mayoría de las intuiciones de hablantes competentes respecto a qué es una norma social, en cuyo caso los filósofos ya disponen de un criterio para juzgar entre teorías – a saber: cómo de bien o mal la teoría cubre una serie de casos intuitivos y prototípicos de lo que es una norma social. La fertilidad explicativa de la teoría propuesta aparece, no obstante, como un criterio más importante, tratándose después de todo de dar cabida a fenómenos empíricos del mundo social. La capacidad de explicar, comprender y predecir fenómenos relativos a la vida en sociedad de un modo más satisfactorio que otras teorías supone así una virtud. Pese a ello, muchas teorías de las normas sociales son propuestas como “reconstrucciones racionales”, es decir, una forma de idealización cuyo valor radica también en la constatación de desviaciones respecto al modelo. Puesto que muchas de estas propuestas se establecen en torno al postulado de disposiciones mentales de una considerable complejidad que sustentarían la cognición del seguimiento de normas, el cómo aplicar criterios de parsimonia o dónde meter navajas de Ockham, como pueda ser, por ejemplo, el canon de Morgan (Sober, 2015) será también una cuestión candente. En enfoques más deflacionistas puede llegar a defenderse, incluso, la reducción o eliminación del concepto de norma social que sería, según este punto de vista, demasiado amplio para dar cabida a una propuesta científica que realmente atienda a los detalles. De acuerdo con esta propuesta, las normas sociales, como categoría general, no existirían más que en los libros y artículos de los científicos sociales y filósofos que estarían siguiendo demasiado de cerca la “sociología espontánea” o popular (Boyer, 2018), por lo que cabría superar esta manera de hablar con otras categorías más próximas a la realidad empírica.

2. Naturaleza de las normas sociales

Las normas sociales emergen en condiciones donde seguir una determinada pauta de conducta compartida o repertorio de acción, aparece como un comportamiento adaptativo dependiente de la frecuencia. Esto quiere decir sencillamente que dicha pauta de conducta se percibe como la acción prudencial o apropiada al interés del individuo en dicha situación, cuando hay un número mínimo de otros individuos que también la siguen. Como dice el refrán: “A donde fueres, haz lo que vieres”. Por el contrario, seguir una determinada pauta puede no ser percibido como la respuesta prudente o adaptativa si no hay un número mínimo de individuos que también la siguen.

Desde una perspectiva naturalista que busca la continuidad de los fenómenos humanos con el resto del mundo animal, no es descabellado ver la conducta según normas sociales como una instancia más del comportamiento de señalización animal (Smith & Harper, 2003). La comunicación dentro de los grupos animales incluye ocurrencias ampliamente variadas y diversas en un espectro que va desde, en un extremo, la pura coordinación comunicativa entre agentes, hasta en el otro extremo la coerción de algunos individuos sobre otros. En los seres humanos, las normas sociales ocuparían un lugar intermedio entre dichos extremos. Es posible entender las normas sociales en relación con la comunicación de las transformaciones más o menos estables en el tiempo de situaciones de interacción estratégica dentro de grupos (Ostrom, 2000; Bicchieri 2005). El aspecto estratégico es importante porque en los fenómenos asociados a las normas sociales se suele dar, en distintas intensidades, cierto grado de conflicto de interés cuando la actuación de una de las partes afecta directa o indirectamente a los resultados que van a cosechar las otras partes. En algunas teorías, como la de Cristina Bicchieri, la transformación que operaría la norma consiste en la supuesta reducción de ese conflicto de intereses. Situaciones locales de conflicto o “estado de naturaleza” pueden transformarse en un orden más cooperativo gracias a las normas sociales.

Se puede ilustrar qué hacen las normas sociales en relación con interacciones estratégicas como el dilema de bienes públicos, entendido como un dilema del prisionero con ‘n’ jugadores, o también el dilema de la seguridad o juego de la caza del ciervo (ver más abajo). Cuando las interacciones se configuran de dicho modo, la estrategia dominante tiende a ser aquella en la que el interés individual está reñido con el interés del grupo, produciéndose resultados subóptimos para todas o algunas de las partes implicadas. Si, por el contrario, se establecen dinámicas que regulen una cooperación más productiva en situaciones estratégicas de ese tipo, los intereses conflictivos pueden modificarse en pos de una mayor coordinación entre las partes. Las normas sociales pueden verse como el conjunto de expectativas resultado de esas dinámicas que transforman los conflictos de interés en interacciones de mayor coordinación.

Considera la dinámica conocida como “caza del ciervo” descrita por primera vez en el Discurso sobre la desigualdad por Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Si una partida de cazadores sale a cazar, los cazadores retirarán mayor beneficio coordinándose entre ellos para abatir una presa mayor, como un ciervo. Sin embargo, bastará con que uno de ellos, por distracción o falta de auto-control, se disponga a cazar una presa menor, como una liebre, para que se escape el ciervo y el equilibrio a seguir sea cazar todos liebres. Si, por el contrario, consideramos una situación en la que cada cazador de la partida tema infringir la norma de cazar la presa mayor, ese temor reforzará la conducta de coordinación y se estabilizará una pauta de comportamiento más provechosa para el grupo. La caza del ciervo es solo una parábola para describir un tipo de interacción estratégica donde puede darse coordinación de intereses entre distintas partes pero no tiene por qué (en el ejemplo, el cazar cada uno liebre por su lado). Las normas sociales pueden verse como dispositivos que facilitan el proceso de estabilización de patrones de conductas grupales en torno a la coordinación de intereses en común. Un aspecto importante que es fácilmente pasado por alto a menudo en las teorías de las normas sociales, no obstante, es cómo los actores del grupo social no tienen por qué tener el mismo interés en convertir el juego de intereses dispares y conflictivos en un juego de intereses más coordinados. Según esto, en la parábola de la caza del ciervo podría haber individuos a los que realmente no les agrade la caza en general o no disfruten de la carne de ciervo en particular.

3. Engranajes de las normas sociales

¿Qué componentes más básicos constituyen las normas sociales? ¿Qué piezas forman parte de los engranajes en los procesos que suelen producir normas? En esta cuestión se va a distinguir entre capacidades generales que entran a formar parte de la cognición o el razonamiento en torno a normas y capacidades más especificas, incluso propias – acaso por presiones evolutivas ancestrales – del ámbito de la conducta según normas. También es posible distinguir entre enfoques que privilegian los mecanismos psicológicos efectivos y otros enfoques más sensibles a la descripción mental idealizada o incluso la “lógica” de las normas sociales. En filosofía una buena parte de los enfoques más tradicionales se ha centrado en el análisis, en modo de reconstrucción racional, de las expectativas que rodean el que ciertas regularidades sociales sean cumplidas. Ejemplos clásicos de este enfoque lo constituyen las filosofías de las reglas sociales de Margaret Gilbert (1992) o John Searle (1995). Este tipo de enfoques contrasta con otra visión, minoritaria en filosofía hasta hace poco pero más popular en otras disciplinas como la economía, por la que las normas surgen por la comunicación o refuerzo de equilibrios resultantes de condiciones sociales previas. Mientras que las caracterizaciones derivadas del primer enfoque suelen darse en términos altamente mentalistas (teoría de la mente), incluso alrededor de ideas de intencionalidad colectiva (Tuomela, 2007), las caracterizaciones derivadas del segundo pueden estar basadas en componentes más simples. Por ejemplo, el filósofo Brian Skyrms (2007) popularizó una serie de análisis de la emergencia de mecanismos de coordinación social en microorganismos, como la percepción de cuórum o autoinducción en bacterias, tales como la mixobacteria myxococcus xanthus que se organiza en enjambres.

Además de ciertas capacidades asociativas, ciertas habilidades de categorización aparecen como relativamente generales pero necesarias para el razonamiento según normas en los seres humanos. ¿Cae una situación o contexto C bajo una norma de actuación N? ¿Está el agente A siguiendo la norma N que corresponde al contexto C? La cognición en torno a normas depende de poder categorizar correctamente las situaciones que evocan una norma y distinguirlas de las que no. Esto puede verse como la activación condicional de lo que en psicología se denominan scripts, asociaciones que delimitan los diferentes tipos de situaciones y las pautas de conducta apropiadas que les vienen asociadas. Otras capacidades se verán como más específicas al ámbito del seguimiento de reglas sociales. El análisis de los componentes ha llevado a algunos filósofos como Daniel Kelly a postular en nuestra especie (como hipótesis exploratoria) un rasgo psicológico básico consistente en la detección de normas. Dicha percepción normativa primitiva consistiría en un correlato afectivo y una representación mental cuyo contenido sería un requerimiento respecto a una pauta de acción (Kelly, 2020). En su análisis sobre el concepto de norma social, Geoffrey Brennan, Lina Eriksson, Robert Goodin y Nicholas Southwood (2013) también acaban subsumiendo su propuesta en un componente más primitivo que incorpora la representación afectiva de un mandato y que denominan “requerimiento normativo”. Para estos autores los requerimientos normativos consisten en expectativas vinculantes que recaen sobre cualquier individuo de un conjunto de agentes que se encuentre en determinado tipo de situación.

El carácter prudencialmente vinculante de dichos requerimientos puede fundarse en la existencia de expectativas en torno a lo que P. F. Strawson denominó las actitudes reactivas de los otros. En este caso, se trata de las actitudes reactivas de los otros frente al que infringe o respeta una norma. Las potenciales actitudes reactivas de los demás hacia uno mismo también pueden jugar un papel en la estabilización de normas a partir del surgimiento de actitudes reactivas anticipatorias de uno mismo hacia sí, como pueden ser la vergüenza o la culpabilidad, en un proceso que se conoce como internalización de normas. Filósofos experimentales como Shaun Nichols han investigado la genealogía de algunas normas, según su modo de apoyo sobre diferentes respuestas emocionales como el asco o la indignación (Nichols, 2004). Dicho proceso conlleva un interiorizar o hacer suya la norma – en este caso por un proceso de asociación emocional vinculada al contenido de la norma en cuestión. Cuando un individuo interioriza una norma no es necesario que un número mínimo de otros miembros del grupo la siga o la sancione para que el individuo en cuestión también la siga. No obstante, hay cierto grado de controversia sobre cómo de frecuente o necesaria realmente es la internalización de normas para que se den equilibrios estables en torno a las mismas (ver más abajo). La diversidad entre individuos y tipos de contextos normativos da pie a la existencia de distintos umbrales de sensibilidad según la persona y la norma en cuestión. Para ciertas normas puede hablarse de “pioneros” y “activistas”, por un lado, cuyo umbral de sensibilidad puede ser mucho más bajo y “seguidores” de segunda o tercera hornada, por otro, cuyo respeto de las normas se producirá solo a partir de cierto umbral de seguimiento mayoritario o supermayoritario.

Esta diversidad de umbrales de seguimiento es subrayada en la pieza clave de la teoría de Cristina Bicchieri: su concepto de preferencias condicionales. Las preferencias condicionales permiten articular las dos dimensiones de la teoría de Bicchieri de las normas sociales;

  • la dimensión de las expectativas normativas o lo que los demás esperan de la conducta de uno en un tipo de situación particular (Por ejemplo: ¿esperan mis compañeros de piso que friegue los platos después de cenar?)
  • la dimensión de las expectativas empíricas o la percepción de regularidades sobre cómo actúan otros efectivamente en dichas situaciones (Por ejemplo: ¿friegan las demás personas del piso normalmente los platos después de cenar?).

Si las expectativas normativas se mueven en el terreno de las actitudes reactivas o sanciones de los demás hacia nuestra conducta, las expectativas empíricas son las que hacen ver que una norma sea seguida o no en la práctica por los demás. Es importante notar cómo ambas dimensiones pueden variar independientemente la una de la otra, con resultados interesantes. Por ejemplo, pueden darse normas que no son seguidas efectivamente – expectativa empírica de bajo o nulo seguimiento – aun cuando un número importante de gente tendría expectativas normativas apoyando su cumplimiento. También puede haber normas que apenas sean apoyadas por expectativas normativas de otras personas (por ejemplo, las normas impopulares, que en realidad otras personas no desean hacer respetar o preferirían que no fueran seguidas) y que, sin embargo, son ampliamente seguidas empíricamente. Esto último se relaciona a veces con el fenómeno de la ignorancia pluralista, es decir, creer erróneamente que la mayoría apoya un patrón de comportamiento, porque su conducta pública lo sugiere así. Siguiendo con el ejemplo del piso compartido, por no quedar mal los compañeros pueden fregar siempre los platos después de cenar, porque los otros también lo hacen y no han hablado entre ellos de esto, aunque en realidad todos preferirían fregarlos ya a la mañana.

Una preferencia condicional es la preferencia de seguir una determinada expectativa normativa, cuando se percibe que hay un número mínimo de individuos que siguen la pauta empírica de respetarla, la expectativa empírica de cumplimiento. La idea de las preferencias condicionales subraya el carácter estratégico y cambiante del comportamiento según normas de acuerdo con el trasfondo que rodea la situación y su grado de seguimiento efectivo (Ross et al., 2021). Ante la cuestión para el individuo de si es prudente respetar determinadas normas, la idea de las preferencias condicionales sugiere que depende del número de individuos que en su conducta efectiva también las respeten. Bajo esta visión los individuos no tienen por qué internalizar las normas para seguirlas, basta con que un umbral mínimo de individuos las sigan y se perciban posibles sanciones o actitudes reactivas por parte de miembros del grupo para que el individuo pueda preferir seguir la norma y actuar en conveniencia. En otros casos, puede darse que el individuo prefiera de hecho seguir la norma y, sin embargo, no la siga, porque un número mínimo de miembros del grupo no la acata. Un ejemplo puede ser el de respetar los semáforos en determinados sitios. Hay lugares donde aunque existan semáforos y una norma que regule el funcionamiento de los semáforos, sin embargo, muy pocas personas la siguen (expectativa empírica), esto puede hacer indeseable (preferencia condicional) el seguir esta norma, aun si se preferiría que la mayoría la siguiera.

Las preferencias condicionales de Bicchieri transforman situaciones estratégicas de conflicto de intereses y motivaciones cruzadas en situaciones normativas donde se da un mayor alineamiento de intereses entre los que caen bajo el ámbito de aplicación de la norma. En algunos casos transforman situaciones de conflicto de interés en situaciones de pura coordinación y mutuo interés. Con todo, su propuesta no ha estado exenta de críticas. Respecto a la ontología de las preferencias condicionales han surgido críticas relativas al hecho de que la mejor manera de comprenderlas parece ser de modo contrafáctico (las preferencias que un agente A tendría respecto a seguir la norma N, dadas ciertas condiciones de fondo C). Esta lectura daría lugar a un conjunto demasiado abierto de preferencias imputables al agente, ya que las condiciones posibles pueden ser extraordinariamente numerosas, si no infinitas. Otra cuestión es hasta qué punto la definición de Bicchieri no contiene circularidad o un elemento primitivo no debidamente analizado al incluir las llamadas expectativas normativas dentro de la definición de normas sociales. Por último, pero no menos importante, el elemento de condicionalidad también entra en disputas: en la fenomenología del seguimiento de normas habría cabida para casos que no son tal vez tan condicionales como Cristina Bicchieri los presenta (Rodríguez-López, 2013).

4. Lo moral, lo social y las normas sobre normas

¿Es el seguimiento de normas sociales siempre condicional al que otros las sigan? ¿Cómo se diferencian las normas más prototípicamente morales de las normas sociales? Jon Elster ha trazado otra caracterización de las normas sociales de un modo que permite categorías intermedias entre el seguimiento de normas más puramente incondicional (lo que Bicchieri y Elster llaman normas morales) y la estricta condicionalidad de las normas sociales à la Bicchieri. En la teoría de Elster las normas morales vienen apoyadas por respuestas emocionales, como la culpabilidad, que son en buena parte independientes del ser observado socialmente o el que otras personas sigan o no la norma. Bicchieri también acepta que puede haber preferencias no condicionales por seguir determinadas normas o principios en el caso de ciertas normas morales. Para Elster, las normas sociales vendrían apoyadas por la díada de disposiciones afectivas desprecio-vergüenza. El desprecio sería la expresión afectiva apropiada del observador de la infracción de una norma social. La vergüenza sería el patrón de respuesta emocional que se activa ante la posibilidad de ser observado infringiendo una norma social. De manera interesante, en el esquema de Elster hay cabida para la categoría intermedia de normas cuasi-morales. Se trata de normas que en su fenomenología parecen morales y que pueden incitar las emociones apropiadas a la respuesta moral pero que son seguidas solo si hay un umbral mínimo de miembros del grupo que también las siguen. Abundantes resultados empíricos apoyan esta caracterización de los miembros de nuestra especie como seguidores de normas en tanto que cooperadores condicionales (véase Aguiar, Gaitán & Viciana, 2020).

Esta manera de distinguir entre distintos niveles de normas sociales tampoco está exenta de críticas. Por un lado puede ser inocente considerar la vergüenza y la culpabilidad como puros opuestos donde la segunda no es en absoluto heterónoma, es decir, dependiente del juicio de los demás, encarnando por el contrario el polo puramente moral. Con todo, se dan diferencias entre estas tendencias afectivas, suscitando reacciones ante los demás que es posible distinguir en caso de falta o infracción (Tagney & Dearing, 2003; Teroni & Bruun, 2011). Desde los escritos antropológicos de Ruth Benedict ha sido habitual distinguir, de modo idealizado, entre culturas de la vergüenza y culturas de la culpa, siguiendo esta divisoria según la cual pueden darse diferentes maneras de estructurar las obligaciones dentro del grupo.

Otras cuestiones interesantes que siguen abiertas y son objeto de investigación filosófica y empírica se plantean en relación con estas diferencias en el andamiaje social de las normas: ¿qué hace que determinados grupos contengan un mayor número de cooperadores no-condicionales o menos condicionales y más comprometidos? ¿pueden darse normas de segundo nivel (Lisciandra, en prep.) respecto al seguimiento de otras normas? Se trataría de ofrecer elementos teóricos que permitiesen dar cuenta de fenómenos como los explicados por la teoría de las “ventanas rotas” (Keizer et al., 2008) o de la existencia de diferencias entre grupos según sean más lasos o estrictos en el cumplimiento normativo (Gelfand et al., 2011). Comprender cuándo el seguimiento de normas en una esfera permite predecir que se cumplirán también normas en otro ámbito puede ser un horizonte enriquecedor desde el que escudriñar o ampliar las filosofías actuales de las normas sociales.

Conclusiones

Las normas sociales son pautas o reglas relativas a la conducta dentro de un grupo. No son meras regularidades estadísticas y el tipo de conformismo que las sostiene depende de un amasijo de expectativas mentales respecto a lo que los demás esperan de uno en un contexto particular. En esta entrada hemos visto que las características que las distinguen de otros tipos de reglas o pautas van a variar según el foco puesto por la teoría de las normas que se favorezca: Equilibrios producto de interacciones individuales que resultan en una mayor coordinación de intereses en situaciones de suma no-nula; pactos tácitos y compromisos conjuntos en base a una identidad compartida; reglas no orientadas a resultados sustentadas por la heteronomía de ciertas emociones sociales como la vergüenza, etc. Aunque la idea de norma social cumple hoy en día una serie de funciones como apreciar la naturaleza de las diferencias entre grupos, abordar el problema de la cooperación o considerar los factores que hacen que las personas sigan o desoigan prescripciones sobre cómo actuar, el estatus ontológico de las normas sociales depende, en último término, del éxito explicativo de las teorías que abrazan este concepto como central en la explicación de la conducta humana.

Hugo Viciana
(Universidad de Sevilla)

Referencias

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  • Tangney, J. P., & Dearing, R. L. 2003. Shame and guilt. Guilford Press.
  • Teroni, F., & Bruun, O. 2011. “Shame, guilt and morality”, Journal of Moral Philosophy8(2), 223-245.

Lecturas recomendadas en castellano

  • Aguiar, F. Gaitán, A. & Viciana, H. 2020. Una introducción a la ética experimental. Editorial Cátedra
  • Bicchieri, C. 2019, Nadar en contra de la corriente. Cómo unos pocos pueden cambiar los comportamientos de toda una sociedad. Paidós.
  • Elster, J. El cemento de la sociedad. Gedisa, 1998
  • Skyrms, B. 2007, La caza del ciervo y la evolución de la estructura social. Editorial Melusina.
 
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Cómo citar esta entrada

Viciana, H. (2021). “Normas sociales”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, (URL: http://www.sefaweb.es/normas-sociales/)

Ética y genética

1. Introducción

El avance de la genética es continuo. Por ello, es difícil teorizar sobre los efectos sociales y morales de este fenómeno sin aludir al futuro, inmediato o mediato. En lo que sigue, presento un panorama de algunos de los problemas éticos que la genética humana, como disciplina científica, plantea hoy y de los que previsiblemente planteará en un futuro próximo (dejaré de lado, en general, especulaciones más audaces sobre lo que podría ocurrir en un futuro más lejano).

Los desafíos morales de la genética humana que discutiré aquí son de dos tipos. El primero se refiere al manejo adecuado de la información genética de las personas (sección 2.). Allí mencionaré varios de los problemas involucrados, pero me concentraré en dos: el problema del acceso a la información genética por parte de la propia persona (2.1.) y del sistema de salud (2.2.). El segundo tipo de desafío que trataré es el de la modificación genética (sección 3.). Allí abordaré cuatro controversias centrales: la que se refiere a los posibles daños a personas que no consienten (3.1.), la vinculada con la investigación con sujetos humanos (3.2.), la cuestión de la justicia distributiva, y, por último, la controversia específica sobre el mejoramiento genético (3.3.).

2. La información genética

Los avances científicos en el campo de la genética permiten obtener información que se encuentra en nuestros genes. Se han desarrollado tests genéticos que pueden correlacionar determinados genes con ciertos determinados rasgos fenotípicos. El caso más interesante es el de la correlación con enfermedades. Hay dos tipos de correlación relevantes. Por un lado, se encuentran las enfermedades monogenéticas, es decir, producidas por la mutación de un solo gen. En este caso, la detección de la mutación en un individuo permite predecir con certeza el desarrollo fenotípico de la enfermedad en ese individuo. Las enfermedades monogenéticas son infrecuentes y, en su mayoría, muy graves. Algunos ejemplos son la fibrosis quística (la enfermedad monogenética más frecuente), el mal de Huntington, la hemofilia, o la anemia falsiforme. Por otro lado, se encuentran las enfermedades multifactoriales, en las cuales concurren factores genéticos múltiples (más de un gen involucrado) y factores ambientales. Es el caso de las enfermedades más frecuentes: el cáncer, las enfermedades coronarias, la diabetes, el mal de Alzheimer, entre muchas otras. Los tests genéticos para enfermedades monogenéticas permiten predecir la ocurrencia de la enfermedad de una generación a la siguiente de acuerdo con las leyes de Mendel (algunas enfermedades monogenéticas son recesivas y otras dominantes). En cambio, los tests desarrollados hasta el momento referidos a enfermedades multifactoriales (por ejemplo, los referidos al cáncer de mama, cáncer de próstata, mal de Alzheimer, entre otros) permiten establecer, como máximo, un aumento de la probabilidad de contraer la enfermedad. Estos tests pueden realizarse en forma prenatal (en el feto o el embrión), en forma preconcepcional (en las gametas) o en forma posnatal (en personas adultas o niños).

En la medida en que los tests genéticos tienen un (mayor o menor) poder predictivo, surge la pregunta de quién tiene derecho a acceder a esa información (y bajo qué condiciones). Los interesados potenciales son diversos, entre otros: la propia persona afectada, sus familiares, los empleadores, los seguros de salud (o el sistema de salud), los seguros de vida, y el Estado. Me restringiré a considerar brevemente dos casos: la propia persona y el sistema de salud.

2.1. El derecho a no conocer

El derecho a acceder a la propia información genética es, a primera vista, poco interesante. Parece obvio que todos tenemos derecho a acceder a cualquier información acerca de nosotros mismos. Sin embargo, el caso de la información genética tiene una peculiaridad interesante: cuando la propia persona es, a la vez, la fuente de la información y la que la recibe, puede ocurrir que ella no desee conocerla. Se plantea así, no sólo el problema de determinar el alcance del derecho a conocer, sino también el alcance del derecho a no conocer la propia identidad genética (Chadwick et al., 1997, 2005). Esta situación se torna relevante éticamente cuando la decisión de acceder o no a esa información involucra a terceros. Un ejemplo que ilustra este problema es el del Mal de Huntington. Se trata de una enfermedad autosómica dominante, lo cual que implica que una persona con la enfermedad tiene un 50% de probabilidad de trasmitirla a sus hijos. La enfermedad acarrea gravísimos trastornos neurológicos y, finalmente, la muerte. Una característica peculiar de esta enfermedad es que se desarrolla después de los 30 años, esto es, cuando la persona ya se encuentra en edad reproductiva. El interrogante es, entonces, si una persona que tiene antecedentes familiares de la enfermedad tiene el deber moral de someterse a un test genético, antes de tomar la decisión de procrear. Hacerlo implica conocer con certeza que, en un futuro no lejano, se sufrirá una enfermedad gravísima e incurable. No hacerlo y tener hijos implica someterlos a un riesgo del 50% a esas personas futuras de sufrir esa misma enfermedad (Purdy, 2010).

            Para responder este interrogante deberíamos responder la pregunta más general acerca de cuáles son nuestros deberes hacia personas potenciales, es decir, personas futuras cuya existencia depende de nuestra voluntad (por ejemplo, un hijo o hija que podemos decidir tener o no). Por ejemplo, deberíamos determinar si tiene sentido, moralmente, afirmar que alguien ha “dañado” a una persona potencial, aun cuando sea cierto que la única alternativa a existir con ese daño (por ejemplo, una enfermedad) habría sido no (comenzar a) existir. No puedo aquí ingresar en esta compleja cuestión (sobre esto, véase, a modo de introducción, Roberts, 2019)

2.2. El acceso de los seguros de salud a la información genética

En el caso de los seguros de salud y, en general, del sistema de salud, la controversia varía sustancialmente dependiendo del modelo de prestación médica que se adopte: un sistema de seguros privados, un sistema estatal puro, o un sistema que combina de algún modo prestadores privados y estatales (para esta distinción, véase Pokorsky, 1994, pp. 96-97; HGAC, 1997, §2.3; Dworkin, 2000, p. 435; de Lora y Zúñiga, 2009, pp. 45-80). En cualquier caso, lo cierto es que tanto un seguro privado de salud como un ente estatal centralizado tienen razones de peso para querer acceder a la información genética de los potenciales pacientes (o clientes).

En el caso de un seguro privado de salud, la lógica es similar a la de los seguros de vida. La aseguradora calcula el riesgo de que se produzca la muerte del asegurado y, de acuerdo con ese cálculo estadístico, establece la prima. Dado que el riesgo no es igual en cada individuo, la aseguradora procura obtener la mayor cantidad de información para calcular ese riesgo: la edad, los antecedentes familiares de ciertas enfermedades (cáncer, enfermedades cardíacas, etc.), tabaquismo, práctica de deportes, entre otras. En la medida en que la información es más precisa y discriminada, la aseguradora puede calcular con mayor exactitud la relación entre el costo del seguro (la prima) y el riesgo. Si la información es imperfecta y, por lo tanto, personas con riesgos diferentes son agrupadas en una misma categoría de riesgo, se produce una transferencia de costos. Por ejemplo, si por ignorancia se ha ubicado a un individuo con menor riesgo en un grupo de personas con riesgo mayor, ese individuo estará costeando parte del seguro de las otras personas. Esta situación, llamada “selección adversa”, implica que alguien con mayor riesgo obtiene un seguro por una prima igual a la de aquellos con menor riesgo. La selección adversa es, hasta cierto punto, inevitable, dado que la información acerca del riesgo es siempre limitada e inexacta. Lo que no es inevitable es que la información sea asimétrica, es decir, que el asegurado posea información que la aseguradora no posee. El modelo privatista busca evitar esta situación de asimetría, debido a que hace más probable que se dé la selección adversa Esto ocurriría, por ejemplo, si al contratar un seguro de vida uno pudiera no revelarle a la aseguradora la edad: aquellas personas mayores (con mayor riesgo de morir) se podrían asegurar con la misma prima que las menores. Supongamos entonces que el desarrollo de los tests genéticos (prenatales o postnatales) permite predecir estadísticamente el riesgo de contraer un número importante de enfermedades. Si las aseguradoras tienen acceso a esa información como condición para establecer la prima, podrán calcular con mayor grado de discriminación que hasta el momento los diferentes riesgos y, por lo tanto, podrán hacer un cálculo más preciso de la prima. Si se les prohíbe acceder a esa información (o tomarla en consideración) para calcular la prima, entonces la selección adversa se hace más probable, dado que no se puede evitar que el asegurado sí tenga la posibilidad de conocer esa información.

            Tanto en los EE.UU. como en Europa se han levantado muchas voces en favor de una limitación del acceso a la información genética por parte de las aseguradoras (la Commission of the European Communities (EU); el Consejo de Europa; la Task Force on Genetic Information and Insurance (TFGII); véase Chambers, 1995). Ello ha derivado, en el caso de los EE.UU., en una ley que prohíbe a las aseguradoras utilizar información genética para imponer costos diferenciales o rechazar personas con predisposición genética a determinadas enfermedades (Genetic Information Nondiscrimination Act, promulgada el 21 de mayo de 2008). El argumento, generalmente, se basa en el potencial discriminatorio de dicho acceso: aquellos que poseen un perfil genético muy desfavorable (por ejemplo, los que son portadores de enfermedades monogenéticas) estarían excluidos de los seguros o deberían afrontar costos desproporcionados (TFGII, 1993).

            La alternativa al modelo privatista es un sistema universal de salud (o, al menos, algún sistema mixto muy cercano a él). El único modo de solucionar el problema de la selección adversa sin violar principios de justicia parece ser proveer a todas las personas de un seguro de salud independiente de sus condiciones físicas preexistentes (sean genéticas o de otro tipo) (Daniels, 1985; Dworkin, 2000). Podríamos pensar, entonces, que la información genética (como cualquier otra información acerca de una condición preexistente) no desempeñaría ningún papel en la distribución de servicios de salud. Sin embargo, esto no es exactamente así. Puede haber argumentos tanto utilitaristas (o de eficiencia) como deontológicos para justificar el acceso a la información genética de los potenciales pacientes.

El utilitarismo puede ofrecer varios argumentos para que la entidad administradora del sistema de salud tenga acceso, incluso coercitivamente, a la información genética de los potenciales pacientes. Este conocimiento podría contribuir a una mayor eficiencia global en la asignación de recursos. Por ejemplo, si un individuo posee propensión genética a ser diabético, puede ser eficiente tomar medidas preventivas, que son poco costosas (una dieta sin azúcar, por ejemplo), si éstas impiden el desarrollo de la enfermedad o lo retrasan considerablemente. Por supuesto, cuáles sean los estudios genéticos recomendables desde el punto de vista de la utilidad y cuál sea el grado de presión o coerción del sistema para que las personas se sometan a ellos es algo que el utilitarismo sólo puede responder caso por caso sobre la base de hipótesis empíricas.

Un deontologista también podría justificar el acceso a la información genética, argumentando que no es justo que las personas carguen con los costos de aquello de lo cual no son responsables o no pueden controlar y sí, en cambio, de sus elecciones. Esto lleva a considerar, al menos, la posibilidad de distinguir aquellas enfermedades que son consecuencia de circunstancias de aquellas en las que intervienen decisiones. Obviamente, el problema excede la cuestión de la información genética. Es legítima la pregunta de hasta qué punto es justo que todos carguemos con el costo de las consecuencias de actividades especialmente riesgosas que algunos individuos realizan voluntariamente, como fumar, realizar deportes peligrosos, etc. Los tests genéticos permitirían, en teoría, realizar la distinción entre la suerte y las decisiones de un modo más preciso. Aun así, pretender extraer decisiones concretas a partir de esta distinción es problemático por varias razones, entre otras, que la suerte y las elecciones se encuentran, en la realidad, íntimamente entrecruzadas (si, por mi genética, tengo un 60% de probabilidades de ser diabético y no me cuido, ¿soy responsable si la enfermedad se desencadena?) (Rivera López, 2004a).

3. Modificación genética

El segundo grupo de problemas éticos relacionados con la genética humana se refiere a la posibilidad, no ya sólo de conocer, sino de modificar la estructura genética de los individuos. Desde el punto de vista científico, la posibilidad de realizar modificaciones específicas en el ADN no es un producto de la ciencia ficción, sino de la realidad. La denominada “CRISPR-Cas9” es una técnica que actualmente permite realizar la remoción y reemplazo de segmentos de ADN (edición genética). De hecho, se han reportado hasta el momento (enero de 2020) tres casos de nacimientos de seres humanos genéticamente modificados (Cyranoski, 2019; Savulscu y Singer, 2019).

La modificación genética en seres humanos puede realizarse de diferentes modos que es necesario diferenciar. Por un lado, podemos distinguir entre modificaciones genéticas tendientes a curar enfermedades o condiciones consideradas dañosas (terapia genética) y modificaciones que constituyen mejoramientos respecto de cierto estado de “normalidad” (mejoramiento genético). Por otro lado, las modificaciones pueden realizarse en las células somáticas de un individuo, lo cual implica que esas modificaciones no son trasmitidas a la (posible) descendencia (modificación somática o en línea somática), o pueden realizarse en células sexuales (gametas) o embriones, es decir, en células totipotenciales, lo cual implica que esas modificaciones serán trasmitidas a las células sexuales y, por lo tanto, a la descendencia del individuo modificado (modificación germinal o en línea germinal).

            Las modificaciones genéticas que generan mayor preocupación moral son la terapia genética en línea germinal, y el mejoramiento genético en línea germinal. Naturalmente, la distinción entre terapia genética y mejoramiento genético (sea en línea germinal o no) plantea un problema previo: si la distinción entre tratamiento y mejoramiento es conceptual y éticamente defendible. No me detendré aquí en ese problema (para discusiones al respecto, véase Gert et al., 1996; Berger y Gert, 2005; Buchanan et al., 2000, pp. 139-141; Erler, 2017).

            La terapia genética en línea germinal y, más ampliamente, la modificación genética en línea germinal, han suscitado diversas preocupaciones, de las que discutiré cuatro: (i) preocupaciones ligadas al riesgo de daño a personas potenciales; (ii) preocupaciones ligadas a la investigación con sujetos humanos; (iii) preocupaciones de justicia distributiva; y, por último, (iv) preocupaciones específicas ligadas al mejoramiento (moral y cognitivo).

3.1 Riesgo de daño

Como hemos visto, una modificación genética en línea germinal practicada en un embrión o en las gametas antes de la fecundación implica que el individuo resultante de ese embrión o de esa fecundación tendrá dicha alteración en todas sus células. Ello implica que la modificación será heredada por su descendencia. Una primera preocupación posible es que esa modificación acarree efectos colaterales no deseados, efectos que serán propagados a las generaciones siguientes. De hecho, los casos reportados de seres humanos nacidos genéticamente modificados han generado un amplio rechazo basado, justamente, en los riesgos de daño que ello representa (Savulescu y Singer, 2019). Fundamentalmente, estos riesgos son de tres tipos (Koplin et al., 2019, p. 2). En primer lugar, el riesgo de que se produzcan otras modificaciones no deseadas en el genoma del individuo (y de su descendencia). En segundo lugar, el riesgo de que la modificación realizada, en sí misma, produzca efectos colaterales perjudiciales. Por último, los genes utilizados para disminuir riesgos a una cierta enfermedad (por ejemplo, creando inmunidad contra ella) puede acarrear la pérdida de inmunidad para otra enfermedad.

            Una dificultad central para determinar si la modificación genética ocasiona un (riesgo de) daño a la(s) persona(s) futura(s) es la de establecer la línea de base contrafáctica con la que se compara la situación supuestamente dañosa (es decir, la situación que ocurriría si la modificación no se hubiera realizado). En el caso de la terapia génica (en línea germinal), se han propuesto varias: la existencia de esa misma persona futura con la enfermedad (es decir, sin la terapia); la existencia de una persona futura “normal” (sin la enfermedad); el riesgo promedio de padecer una enfermedad dentro de la población en general (Dresser, 2004, p. 5). En una posición permisiva, John Harris, por ejemplo, opta por aceptar este último parámetro, para argumentar que, dado que la reproducción natural es “una actividad muy peligrosa”, con una tasa de nacimientos con defectos genéticos graves del 6%, la modificación genética tendría que ser muy deficiente para que no pudiera satisfacer ese estándar (Harris, 2015, p. 32).

            Una perspectiva habitual, cuando se trata de evaluar los riesgos y los potenciales beneficios de permitir ciertas prácticas o llevar adelante ciertas políticas, es la de si se justifica aplicar un “principio de precaución”, es decir, un principio de cautela que, en mayor o menor medida, le da más peso a evitar un mal que a obtener un beneficio social. Este principio ha sido arduamente discutido (véase Sunstein, 2005). Recientemente, en el marco de una defensa moderada de la modificación genética, se ha propuesto un principio de precaución “suficientista”, según el cual debemos tomar medidas para evitar el riesgo de caer por debajo de una línea de suficiencia, es decir, de satisfacción de un cierto umbral mínimo de bienestar (Koplin et al., 2019, p. 8). Esto puede implicar imponer prohibiciones, moratorias u otras restricciones a la modificación genética en línea germinal, pero no al límite de impedir cualquier avance que conlleve algún grado de riesgo.

3.2. Investigación en modificación genética en línea germinal

Aun cuando fuera el caso de que, luego de suficiente investigación, los riesgos mencionados en la sección anterior pudieran superarse, es inevitable realizar previamente esa investigación. Los modelos animales no son automáticamente trasladables a seres humanos. La pregunta es, entonces, bajo qué condiciones es éticamente admisible llevar a cabo esa investigación con sujetos humanos, aun si adoptamos un principio precautorio moderado como el que he mencionado.

Al menos dos consideraciones son atinentes. En primer lugar, es dudoso que estas investigaciones puedan llevarse a cabo satisfaciendo las pautas internacionales para la investigación biomédica con seres humanos (Declaración de Helsinki, Guías éticas internacionales para investigación biomédica con sujetos humanos de la CIOMS-OMS) en lo que respecta al requisito de consentimiento informado y balance riesgo beneficio. Téngase en cuenta que, al ser modificaciones en línea germinal, debería contarse con el consentimiento de la persona futura proveniente del embrión modificado. En segundo lugar, los escollos (éticos y prácticos) para el reclutamiento de personas adultas dispuestas a participar parecen difíciles de sobrepasar. Piénsese que, para que la investigación pudiera llevarse a cabo, una mujer debería acceder a realizar un tratamiento de fertilización asistida, permitir que uno o más de los embriones sean modificados, aceptar que ese embrión le sea transferido, llevar adelante el embarazo y dar a luz a un nuevo individuo genéticamente modificado. Todo ello, en un contexto en el que, al menos para el caso de enfermedades genéticas, existen alternativas menos gravosas, tales como la selección embrionaria, la donación de gametas o la adopción (Dresser, 2004; Rivera López, 2017; Ranisch, 2019).

3.3. Modificación genética y justicia distributiva

Los problemas de justicia distributiva planteados por la genética involucran, en realidad, tanto el conocimiento genético como la modificación genética, aunque estos problemas se agudizan claramente si suponemos un escenario en el que las técnicas de modificación genética (y, más específicamente, de mejoramiento genético) están disponibles. Adoptemos entonces una posición moderadamente optimista en el plano científico e imaginemos que la tecnología genética resulta capaz de producir beneficios sustanciales en el bienestar de las personas. Imaginemos también que esos beneficios sólo son accesibles para una porción de la sociedad. La consecuencia obvia es que la existencia de esta tecnología acarrearía una nueva fuente de desigualdad. ¿Cuál es el problema de ello? Podría argumentarse que sólo bajo el supuesto de que la igualdad material es un valor básico de la sociedad, esto sería un problema. Y se podría decir que es discutible que lo sea. Además, este tipo de desigualdad no parece introducir nada cualitativamente nuevo a la situación existente: de hecho, desigualdades de diferente tipo y magnitud son una realidad con la que tenemos que enfrentarnos en la sociedad actual.

Sin embargo, dependiendo de la magnitud de la desigualdad y de las barreras que imponga a los individuos para superarla, es posible pensar que se trata de un fenómeno cualitativamente nuevo. En sociedades en las que ya existen desigualdades profundas, es razonable pensar que los servicios de terapia y mejoramiento genético sean accesibles solamente para una élite. Si la exclusión se mantiene en el tiempo, esto puede ocasionar un fenómeno de castas genéticas: personas que, desde su nacimiento poseen rasgos cualitativamente ventajosos, tales como una mejor salud (mayor inmunidad), mayor expectativa de vida, mayor inteligencia, etc. Esto obliga a pensar en la necesidad de fuertes medidas redistributivas, aunque no es fácil imaginar sistemas que no resulten excesivamente coercitivos (véase Mehlman, 2005 para una propuesta de lotería genética que pretende superar estas dificultades).

3.4. El mejoramiento genético y nuestra identidad como personas

Supongamos que las preocupaciones ligadas al riesgo que implica la modificación genética, a los obstáculos para realizar investigación en el área, y a las posibles consecuencias distributivas, pudieran superarse. Aun en este escenario optimista, existe un desacuerdo más profundo, filosófico, acerca de la justificación ética de modificar el genoma humano, especialmente cuando la intervención no es terapéutica, sino de mejoramiento. En este punto, las posiciones no pueden ser más antagónicas. En un extremo, filósofos como Leon Kass, Michael Sandel o Jürgen Habermas coinciden en señalar que, si bien las dificultades ligadas al riesgo de daño o a la injusticia en el acceso al mejoramiento genético son reales, no constituyen el núcleo de la preocupación moral en la que se funda el rechazo a estas técnicas. Tampoco es suficiente (si bien es un argumento importante, especialmente en Habermas) señalar que la idea de “diseñar” genéticamente a nuestros hijos para que posean ciertas dotes especiales (inteligencia, aptitud para los deportes, etc.) puede afectar su autonomía, en la medida en que sus elecciones estarían parcialmente determinadas por ese diseño (también Kass, 2003, p. 16). Los tres filósofos piensan que hay razones más profundas, y que esas razones son difíciles de definir y de articular racionalmente (Kass, 2003, p. 17). Una de las ideas, elaborada por Habermas y rescatada por Sandel, es la de que “existe una conexión entre la contingencia de un comienzo en la vida que no está a nuestra disposición, y la libertad de darle a nuestra vida una conformación ética” (Habermas, 2003, p. 75; Sandel, 2007, p. 82). Esto significa, no simplemente que nuestra libertad se restringe si otro diseña nuestras opciones, sino que parte de lo que nos constituye como individuos autónomos es el hecho de que nuestro comienzo es contingente, arbitrario, no diseñado por otro.

Desde una óptica que no podría ser más opuesta, autores como John Harris y Julian Savulescu han defendido la permisibilidad e incluso la obligatoriedad (prima facie) del mejoramiento genético (Harris, 2007, 2015; Savulescu, 2001). El fundamento último de esta posición parece ser lo que Savulescu ha denominado “Principio de Beneficencia Procreativa”, según el cual, una vez tomada la decisión de procrear, es un deber moral prima facie elegir el hijo con las mejores perspectivas de bienestar posible. Asumiendo que los obstáculos mencionados anteriormente (riesgos de daño, injusticia) son superados, no parece haber obstáculos para intentar maximizar el bienestar de las personas futuras. Si el mejoramiento genético provee esa maximización, estaríamos moralmente obligados a realizarlo.

Aun entre los defensores del mejoramiento genético (tanto en línea somática como en línea germinal), existen desacuerdos. Uno de los más importantes se refiere al mejoramiento moral. Douglas Douglas ha defendido la permisibilidad del mejoramiento moral a través de la modificación genética en contra de la visión conservadora (representada por los argumentos de Kass o Sandel que hemos visto), mientras que Igmar Persson y Savulescu defienden una posición más radical, a favor de la (urgente) obligatoriedad del mejoramiento moral (Persson y Savulescu, 2008, 2015). El argumento parte de la constatación de que, en la sociedad actual, es cada vez más probable que las personas tengan acceso a medios tecnológicos que pueden causar daños masivos (armas nucleares, nanotecnología, ciberataques, etc.). Esto puede acentuarse si en un futuro cercano se accede al mejoramiento cognitivo de forma más o menos masiva. Esto crea un riesgo de daño incomparablemente más grande que en cualquier otra época de la historia humana. El único modo de evitarlo es modificando genéticamente las actitudes anti-sociales, para volver a las personas más proclives a actuar moralmente. John Harris, ha criticado duramente este argumento, sosteniendo que el mejoramiento cognitivo es suficiente para evitar los daños que el avance tecnológico pueda ocasionar (Harris, 2011).

Más allá de los matices, la discusión entre los defensores de la modificación genética (como Harris o Savulescu) y sus críticos (como Kass o Sandel) parece ser paralela, al menos parcialmente, con la discusión entre consecuencialistas y deontologistas. Mientras que filósofos con simpatías utilitaristas (o consecuencialistas en general) no ven un obstáculo de principio a cualquier tecnología que pueda mejorar el bienestar humano, y son más proclives a realizar un cálculo costo-beneficio orientado a ese fin, filósofos inclinados a creer en valores como la dignidad, la autonomía, o incluso en valores perfeccionistas como el florecimiento o la virtud, piensan que hay algo sospechoso, intranquilizador, o incluso repugnante en la aspiración desmedida por la perfección.

4. Conclusión

No todos los problemas éticos relacionados con los avances actuales de la genética están abarcados en esta entrada. Por ejemplo, he dejado fuera de tratamiento el problema de la propiedad (intelectual) de los descubrimientos genéticos, es decir, el patentamiento de genes, proteínas, fármacos y otros derivados de la investigación sobre el genoma humano. Aun así, el espectro de problemas que he podido tratar aquí es amplio y complejo. La discusión filosófica de estos problemas es prioritaria por las implicaciones que tienen para la sociedad y por la capacidad de la filosofía para tratar los temas con racionalidad y rigor.

Eduardo Rivera López
(Universidad Torcuato Di Tella
IIF-SADAF/CONICET)

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Cómo citar esta entrada

Rivera López, Eduardo (2020). “Ética y genética”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/etica-y-genetica/)

 

Ética no ideal

Nuestro mundo está lejos de ser ideal: las personas matan, roban y dañan a otros; los gobiernos inician guerras injustas; los recursos materiales a veces son escasos o se distribuyen injustamente; millones de personas sufren privaciones extremas por causas sociales o naturales. Cualquier teoría moral debe ser sensible a estos hechos desafortunados. Parece obvio que las acciones que debemos hacer en este mundo no ideal no necesariamente coinciden con las que deberíamos hacer en un mundo ideal. Este artículo describe algunos problemas que enfrentan la ética y la filosofía política cuando se refieren a agentes e instituciones moralmente imperfectos.

1. Teoría ideal y no ideal

La primera y más influyente versión de la distinción entre teoría ideal y no ideal es la que ofrece John Rawls en Una Teoría de la Justicia:

La idea intuitiva es dividir la teoría de la justicia en dos partes. La primera, o parte ideal, asume una obediencia estricta y elabora los principios que caracterizan a una sociedad bien ordenada en circunstancias favorables. Esta parte desarrolla la concepción de una estructura básica perfectamente justa y los deberes y obligaciones que corresponden a las personas bajo las restricciones habituales de la vida humana. Mi principal preocupación se refiere a esta parte de la teoría. La teoría no ideal, la segunda parte, se desarrolla después de haber elegido una concepción ideal de la justicia; solo entonces las partes se preguntan qué principios adoptar en condiciones menos favorables. Esta división de la teoría tiene dos subpartes bastante diferentes. Una consiste en los principios para regular los ajustes a las limitaciones naturales y las contingencias históricas, y la otra en principios para enfrentar la injusticia. (1999, p. 216)

De acuerdo con Rawls, entonces, la teoría no ideal aborda dos preocupaciones. La primera es identificar los principios de justicia para “circunstancias desfavorables”. La segunda es identificar los principios para situaciones de “injusticia”, es decir, situaciones en las que no todos cumplen con sus deberes naturales y/o no todas las instituciones existentes son justas (Stemplowska y Swift, 2012).

La descripción de Rawls de la distinción entre teoría ideal y no ideal se centra en la filosofía política y, más específicamente, en el problema de la justicia. Sin embargo, también debemos hacer una distinción paralela al pensar en la ética individual. No solo debemos determinar qué instituciones necesitamos en una sociedad injusta. También debemos determinar, por un lado, qué acciones deben realizar los individuos en una sociedad injusta y, por otro, qué acciones deben realizar los individuos en un mundo en el que muchas personas no cumplen con sus deberes individuales (obediencia parcial). La literatura filosófica ha discutido ampliamente muchos de los temas particulares de la teoría no ideal: desobediencia civil, castigo penal, compensación por daños, guerra justa, legítima defensa, discriminación, entre otros. Sólo recientemente, sin embargo, el tema ha recibido una atención filosófica desde una perspectiva general. En lo que sigue, abordaré el problema desde la perspectiva de la ética individual (sección 2) y, luego, desde la óptica de la filosofía política (sección 3).

2. Deberes morales bajo obediencia parcial

Supongamos que hay una serie de deberes generales prima facie: no matar o dañar a personas inocentes, no mentir, cumplir nuestras promesas, ayudar a las personas necesitadas, etc. Esta suposición es compatible con una ética pluralista o con una ética que sostenga la existencia de un solo principio moral, ya sea kantiano, utilitarista o basado en la virtud. Todo lo que asumo es la existencia de estos deberes y que estos deberes motivan a las personas, al menos en alguna medida, a actuar moralmente. Sin embargo, no todo el mundo actúa como debería. El grado de cumplimiento varía ampliamente, dependiendo, al menos en parte, del contenido del deber, de lo exigentes que sean, de las circunstancias relevantes y del tipo de comunidad moral en la que viven los agentes morales. Cualquiera sea la explicación, sabemos por experiencia que existe un grado significativo de incumplimiento o desobediencia a los deberes morales. ¿Cómo, entonces, podría acomodar este hecho indiscutible una teoría moral?

2.1. El incumplimiento por parte de otros

Suponiendo que todos tenemos algunos deberes morales prima facie, ¿cómo afecta a mis deberes el hecho de que otros no cumplan con los suyos? La mayoría de la gente asume que, al menos a veces, afecta hasta cierto punto. Podría afectar mis deberes de varias maneras diferentes, de acuerdo con la perspectiva teórica que se adopte.

Para los consecuencialistas de actos, el incumplimiento de otros podría hacer que nuestros deberes sean más fuertes o más débiles, dependiendo de lo que produzca las mejores consecuencias en las circunstancias específicas. Según filósofos como Peter Singer, por ejemplo, el incumplimiento de otros a menudo hace que nuestros deberes sean extremadamente exigentes (1972, pp. 240-1). Si otros no contribuyen a paliar la situación de los más necesitados, es posible que yo deba que hacer más para compensar su inacción. Por supuesto, un deber más fuerte me impone una carga más pesada. Sin embargo, la pérdida para mí bien puede ser menor que el beneficio que producirá el aumento de mi contribución. En otras circunstancias, un consecuencialista de actos podría concluir que el incumplimiento de otros disminuye o incluso elimina algunos de mis deberes morales. Esto podría suceder, por ejemplo, si las posibles consecuencias beneficiosas de mi acción solo se obtendrían si la mayoría abrumadora del grupo actúa de manera similar. Si, en cambio, la mayoría de los miembros de ese grupo no cooperan, de modo tal que el beneficio no se produce, entonces mi obligación podría desaparecer, especialmente si para mí cumplir con el deber es costoso (para un ejemplo, véase Smart, 1973, pp. 57–8).

El primer caso, en el que el consecuencialismo de actos lleva a compensar el incumplimiento de otros imponiendo deberes altamente exigentes, ha sido discutido desde la perspectiva de un consecuencialismo más sofisticado. La teoría de la beneficencia de Liam Murphy (2000) es un ejemplo. Murphy argumenta que, si todos seguimos las reglas morales (obediencia total), entonces nuestros deberes morales estarían distribuidos equitativamente. Este criterio de imparcialidad no debe modificarse en situaciones de obediencia parcial. Por lo tanto, nuestros deberes de beneficencia no aumentan cuando otros no cumplen con sus deberes de beneficencia. Requerir que una persona compense la falta de otros asumiendo un deber de beneficencia más fuerte (por ejemplo, donando más dinero a los necesitados) sería injusto para ella.

La teoría de Murphy no es sustancialmente diferente del consecuencialismo de reglas (o lo que Murphy, siguiendo a Parfit, llama “utilitarismo colectivo ideal”; Parfit, 1984, p. 31). Sólo las razones son diferentes. El consecuencialismo de reglas no apela a razones basadas en la equidad, sino a razones consecuencialistas. De acuerdo con el consecuencialismo de reglas, todos debemos actuar de acuerdo con las reglas “que son tales que tenerlas (o aceptarlas) conllevaría mejores consecuencias que tener (o aceptar) algún conjunto alternativo de reglas” (Carson, 1991, p. 117). Esta versión de la teoría no admite un cambio en mis obligaciones basado en el incumplimiento de los demás. Siempre debemos seguir la regla que, en situación de obediencia total, tendría las mejores consecuencias. Este rasgo rigorista del consecuencialismo de reglas estándar parece evitar el problema de la sobre-exigencia que aparentemente afecta al consecuencialismo de actos.

Sin embargo, esta solución tiene una implicación problemática: debemos seguir la regla óptima, incluso cuando, bajo circunstancias de obediencia parcial, hacerlo conlleva consecuencias catastróficas (Brandt, 1988, pp. 357–60; Hooker, 1990, pp.: 73–7). Los consecuencialistas de reglas han tratado seriamente este problema. Por ejemplo, algunos piensan que se debe agregar una cláusula a las reglas para contemplar los casos en los que seguir la regla tiene consecuencias catastróficas en situaciones de obediencia parcial. Por lo tanto, en casos excepcionales, se nos permitiría (o requeriría) que nos apartemos de la regla ideal (la óptima bajo cumplimiento total) (Brandt, 1988, p. 359). Más recientemente, el debate se ha centrado en si el consecuencialismo de reglas debe formularse como una teoría de tasa fija o variable. El consecuencialismo de reglas de tasa fija establece una tasa de cumplimiento o aceptación fija (por ejemplo, 90 por ciento) que es necesaria para hacer que una regla moral sea obligatoria (ver Hooker y Fletcher, 2008). Las teorías de tasa variable no establecen una tasa de aceptación fija. Según la versión de Ridge, “una acción es correcta si y solo si sería requerida por las reglas que tienen la siguiente propiedad: cuando tomamos la utilidad esperada de cada nivel de aceptación social entre (e incluido) 0 por ciento y 100 por ciento para esas reglas, y calculamos el promedio de la utilidad esperada para todos esos diferentes niveles de aceptación, el promedio para estas reglas es al menos tan alto como el promedio correspondiente a cualquier conjunto alternativo de reglas.” (Ridge, 2006, p. 248) En otras palabras, nuestro deber moral es seguir el código moral que produce las mejores consecuencias (o la utilidad esperada más alta para el caso del utilitarismo) en promedio dado cualquier grado de aceptación.

Pasemos ahora a la teoría antagónica al consecuencialismo: el deontologismo. En la versión kantiana, este tipo de teoría contiene solo deberes categóricos. Kant distingue entre deberes morales perfectos e imperfectos. Si bien los deberes imperfectos (como el deber de cultivar las propias capacidades o el deber de la beneficencia) no son específicos acerca de su alcance, y la forma de cumplirlos deja mucho espacio para consideraciones empíricas y el juicio personal, no hay ninguna sugerencia en Kant que indique que debamos tomar en cuenta el grado de cumplimiento de los otros. Lo mismo se aplica a los deberes perfectos (deberes para evitar dañar a otros o a uno mismo). Un buen ejemplo de este carácter rigorista es la posición de Kant sobre la mentira o el engaño. Como es sabido, Kant afirma que mi deber de decir la verdad no se debilita (ni se transforma en un deber de mentir) cuando un asesino me pregunta dónde se oculta su posible víctima (Kant, 1999). Incluso en esta situación extrema, la mentira está moralmente prohibida porque viola el Imperativo Categórico, que es, según Kant, el principio supremo de la moralidad.

Ha habido intentos de introducir algunas modificaciones en la teoría kantiana del Imperativo Categórico para evitar esta actitud rigorista inverosímil en situaciones de incumplimiento de otros. En esta dirección, Christine Korsgaard afirma que las dos primeras formulaciones del imperativo categórico deben interpretarse, no como equivalentes (como sostiene el propio Kant), sino como refiriéndose a las circunstancias de obediencia parcial y total, respectivamente. Por lo tanto, la primera formulación (“nunca actúes de acuerdo con una máxima que no puedas, al mismo tiempo, querer que sea una ley universal de la naturaleza”) sirve para lidiar con la situación del asesino. En circunstancias normales, mentir no pasa la prueba de universalización del Imperativo Categórico porque su práctica universal socava el propósito de la acción (en este caso, el propósito de mentir; Korsgaard, 1986, p. 328). En el caso del asesino, en cambio, como el asesino cree que no sé que él es un asesino (de lo contrario, no me preguntaría dónde está su víctima potencial), mi acto de engañarlo es universalizable. En estas circunstancias particulares, la mentira sería eficaz incluso si se practicara universalmente (Korsgaard, 1986, pp. 329–30). Bajo esta interpretación de la teoría de Kant, nuestros deberes cambian (o al menos pueden cambiar) cuando otros incumplen, pero el cambio no es de grado: estoy obligado a engañar al asesino, y mi deber moral es tan categórico como cualquier otro. El hecho de que otra persona (el asesino) actúe incorrectamente, transforma el contenido de mis deberes, debido a la nueva relación que ha surgido entre los agentes relevantes (el asesino y yo), pero no hace que el mismo deber sea menos (o más) riguroso.

Una manera en la que incluso los no consecuencialistas podrían permitir alguna variación en la fuerza de un deber consiste en considerar los deberes y reglas morales como constitutivos de una práctica. Si un número suficiente de participantes no siguen las reglas de la práctica, mis obligaciones podrían desaparecer, ya que la práctica deja de existir (Shapiro, 2003). Esta respuesta, aunque atractiva, está abierta a dos posibles objeciones. Primero, aunque podría explicar cómo la existencia de un deber puede depender del cumplimiento de otros, no explica cómo su fuerza relativa (más o menos importante) puede ser sensible a ese factor. Segundo, muchos deberes morales importantes (por ejemplo, el deber de no matar) son muy generales y difíciles de describir como reglas de una práctica (la práctica sería algo así como el juego universal de la moral). Aun así, esta explicación podría ayudar a explicar nuestra intuición de que las fallas morales de los demás podrían debilitar nuestros propios deberes.

2.2. El propio incumplimiento

Hasta ahora hemos explorado qué sucede con mis deberes morales cuando otros no cumplen con los suyos. Sin embargo, también debemos preguntarnos qué sucede con mis deberes morales cuando yo no cumplo con mis propios deberes morales. Esta cuestión se discute con menos frecuencia en la literatura filosófica. La razón por la cual los teóricos morales no están muy interesados ​​en esta pregunta podría ser que la respuesta es obvia: cuando actúo de manera incorrecta, la principal consecuencia normativa es que tengo el deber de dejar de actuar de esa manera y comenzar a cumplir con mis deberes morales. Esta parece ser la prescripción obvia de cualquier teoría moral plausible, consecuencialista o no. Sin embargo, mi incumplimiento anterior o actual podría generar otras consecuencias normativas adicionales. Una primera consecuencia importante (quizás, la que se ha discutido más ampliamente) es el deber de compensar. Una teoría moral puede exigir no solo la imposición coercitiva de compensación por parte del Estado, sino también el deber moral individual de compensar. En segundo lugar, se puede exigir moralmente a la persona que ha incumplido con sus deberes que acepte (en el sentido de, por ejemplo, no se oponga a) algún tipo de castigo (de nuevo, como diferente de la justificación de la imposición coercitiva de castigo por parte de otros, típicamente el Estado). Tercero, la persona que no cumple puede adquirir deberes de arrepentimiento, culpa y otras actitudes y sentimientos.

Finalmente, hay una consecuencia importante, aunque más controvertida, de actuar incorrectamente: la pérdida de la autoridad moral. Tener “autoridad moral” significa aquí, muy ampliamente, estar en una posición moralmente adecuada para decir o hacer algo. En algunos casos, el agente pierde esta posición y se convierte, en cierto modo, en moralmente “discapacitado” (Cohen, 2006, p. 119). Consideraré brevemente el caso de la pérdida de autoridad moral para reprochar.

Una persona que no cumple con sus deberes morales puede perder la autoridad para condenar a otros que cometen el mismo tipo de transgresión que ella ha cometido, o cuando está, de alguna manera, implicada en la transgresión cometida por esos otros (por ejemplo, porque ha actuado de una manera que ha dejado al transgresor sin ninguna acción alternativa razonable para realizar). Cohen analiza el caso de un funcionario israelí que condenó los actos terroristas palestinos, aunque admitió que “los palestinos tienen algunas quejas legítimas [contra Israel]” (citado en Cohen, 2006, p. 114). Según Cohen, ese funcionario está moralmente “discapacitado” para condenar esos actos. Los dos argumentos desacreditadores se aplican a su caso: el argumento tu quoque (“No puedes condenarme. Tú también matas a inocentes”), y el argumento “Tú me obligaste a hacerlo” o “Tú comenzaste” (2006, p. 121 ss.).

¿Por qué el agente que no cumple con sus deberes pierde su autoridad moral? Nótese que estamos asumiendo que, en el caso de una persona que cumple (y siendo todo lo demás igual), la misma acción (en el primer caso) sería, de hecho, correcta, y la misma expresión o acto de habla (en el segundo caso) sería apropiado. Es el hecho de que esta persona realiza la acción o se expresa lo que la hace indefendible. Por supuesto, debemos ser muy cuidadosos cuando decimos que lo que el agente hace o expresa es indefendible o incorrecto porque no tiene autoridad moral. Bien podríamos estar cometiendo una falacia ad hominem (de hecho, tu quoque es una falacia de este tipo).

Un intento de justificar la pérdida de la autoridad moral al reprochar a otros por lo que hemos hecho nosotros mismos es la de R. Jay Wallace (Wallace, 2010; para una propuesta diferente, véase Scanlon, 2008, p. 176). Según Wallace, reprochar a los demás por la misma falta en la que hemos incurrido nosotros es inadmisible porque niega la igualdad con esos otros (2010, p. 332). Cuando culpamos a los demás, dice Wallace, nos comprometemos implícitamente a un auto-escrutinio crítico (2010, p. 326). Los hipócritas violan este compromiso, “al preocuparse profundamente por la inmoralidad de los demás, mientras permanecen indiferentes a los mismos valores y obligaciones morales en su propia conducta” (2010, p. 327). Al actuar de una manera moralmente objetable, estamos renunciando a nuestro derecho a la protección moral frente a las reacciones negativas (como el resentimiento o el oprobio). Reclamar tal protección (al no reconocer nuestra propia falta similar) implica una violación de un principio elemental de igualdad de trato.

3. Teoría no ideal en la filosofía política

Como hemos visto, Rawls piensa que la primera tarea de una teoría de la justicia es delinear las instituciones de una sociedad ideal. Como él dice: “Supondré que no se puede obtener una comprensión más profunda de ninguna otra manera y que la naturaleza y los objetivos de una sociedad perfectamente justa es la parte fundamental de la teoría de la justicia” (1999, p. 8). Un argumento plausible en favor de esta posición es el siguiente: para evaluar y, eventualmente, reformar o cambiar las instituciones existentes, necesitamos saber cómo serían esas instituciones en una sociedad perfectamente justa. Necesitamos un modelo, una idea reguladora, a la que deberíamos intentar acercarnos lo más posible. Sin un modelo de este tipo, no tenemos orientación ni criterios que nos permitan saber qué es mejor o peor. Las instituciones son mejores o peores en comparación con algún estándar común, y el único estándar relevante es el conjunto de instituciones perfectamente justas.

Sin embargo, las cosas no son tan simples, al menos por dos razones. Primero, en muchas circunstancias, parece que una teoría ideal de la justicia no es necesaria para llegar a una conclusión sobre la situación existente o incluso sobre las políticas o instituciones correctas. Quizás no necesitamos decidir si la justicia como equidad de Rawls o el utilitarismo de Mill es la teoría que mejor describe a una sociedad perfectamente justa para descubrir que la pobreza extrema es un fracaso moral fundamental o que se debe combatir las desigualdades que perjudican a las mujeres (Sen, 2006). En segundo lugar, una visión según la cual la teoría ideal es la “parte fundamental de la teoría de la justicia” puede ser peligrosa. Podemos sentirnos tentados de aplicar los principios ideales (principios que suponen una obediencia total y circunstancias favorables) directamente en el mundo real, acarreando consecuencias que podrían ser catastróficas. Para evitar esto, necesitamos principios que conecten los principios ideales con la realidad no ideal. Esos principios son extremadamente complejos de formular y justificar, y deben incluir elementos normativos y empíricos (Phillips, 1985).

Incluso si pudiéramos encontrar formas de aplicar los principios ideales a la realidad no ideal, la pregunta central sigue siendo: ¿es necesaria la teoría ideal? La respuesta depende en gran medida de cuál sea para nosotros el propósito de una teoría de la justicia. Simmons afirma que el propósito de Rawls es la plena realización del ideal de justicia. Por lo tanto, la teoría no ideal tiene solo un carácter “transicional”. Solo sirve para decirnos cómo pasar de nuestra situación presente, no ideal, a la ideal (2010, pp. 21–2). Sin embargo, nuestro propósito podría ser diferente. Podríamos simplemente intentar mejorar la situación actual en términos de justicia. Para ese objetivo, es posible que no necesitemos una explicación “trascendental” de la justicia ideal. Desde este punto de vista, la teoría no ideal es “comparativa”. Ofrece los criterios para comparar diferentes escenarios posibles (no ideales) con el propósito de lograr el menos injusto (Sen, 2006). La elección normativa entre una teoría no ideal transicional y comparativa parece difícil. Como señala Simmons acertadamente (2010, p. 23), un enfoque puramente comparativo puede sugerir políticas orientadas a lograr un estado más justo (en comparación con el status quo), pero que al mismo tiempo resulte perjudicial para el objetivo final de lograr una estructura institucional básica perfectamente justa (por ejemplo, podría proponer una política distributiva más igualitaria en el corto plazo que, simultáneamente, a largo plazo conspire contra el logro de la mejor situación para los más desaventajados). Por el contrario, un enfoque transicional puede apoyar políticas que producen una situación menos justa en el corto plazo, que, por alguna razón empírica, resulta más propicia para alcanzar una sociedad ideal (por ejemplo, podría apoyar políticas de ahorro perjudiciales para los más pobres en el corto plazo que, simultáneamente, produzca una mayor eficiencia general y, consecuentemente, un mejoramiento de esos mismos sectores a largo plazo).

Puede ser tentador (y quizás prometedor) sugerir una solución “salomónica” (aunque muy compleja) para salir de esta controversia. Una visión puramente transicional de la justicia no ideal parece centrarse demasiado estrechamente en el objetivo y puede permitir políticas éticamente cuestionables, sacrificando a las personas más desfavorecidas del presente en nombre de un estado perfecto distante. Además, existen dificultades epistémicas radicales con respecto cuestiones tanto empíricas (¿esta política realmente produciría ese estado perfecto?) como normativas (¿tenemos razones concluyentes para creer que nuestra teoría ideal de la justicia es la correcta?). Por otro lado, parece que comparar situaciones sin una visión de más largo alcance sobre la dirección general que debe tomar la sociedad, en términos de justicia, puede ser miope: es posible que estemos cometiendo errores fatales, condenando a las generaciones futuras a injusticias irreparables. Debe haber una combinación óptima de componentes transicionales y comparativos en una teoría de la justicia no ideal “ideal”. Si bien hay algunos intentos valiosos en los últimos años, estamos lejos de poder proporcionar algo así (ver Gilabert, 2012; Weinberg, 2013). A lo sumo, podemos hacer evaluaciones caso por caso para determinar si debemos sacrificar objetivos distantes e ideales para obtener una pequeña mejora, o sacrificar dicha mejora para obtener una meta más lejana.

4. Conclusión

La ética no ideal es un campo subdesarrollado. En cada uno de los principales temas abordados en este ensayo (obediencia parcial por parte de otros, obediencia parcial por uno mismo y teoría de la justicia no ideal) se necesita una mayor reflexión. De hecho, tal reflexión resultará difícil, ya que los problemas a los que se enfrenta una teoría moral o política no ideal son increíblemente complejos. Esta complejidad es más evidente en el caso de la filosofía política, porque el conocimiento empírico está más involucrado. No obstante, nuestra vida moral individual en condiciones no ideales también es mucho más compleja e incierta de lo que se podría esperar inicialmente.

Eduardo Rivera López
(Universidad Torcuato Di Tella
IIF-SADAF/CONICET)

Referencias

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  • Weinberg, J. (2013): “The Practicality of Political Philosophy”, Social Philosophy & Policy, 30, pp. 330-51.

Lecturas recomendadas en castellano

  • Farrelly, C. (2007): “Justice in Ideal Theory: A Refutation”, Political Studies, 55, pp. 844-64.
  • Gilabert, P. (2008): “Global Justice and Poverty Relief in Nonideal Circumstances”, Social Theory and Practice, 34, pp. 411-38.
  • Hooker, B. (2000): Ideal Code, Real World. A Rule-Consequentialist Theory of Morality, Oxford, Clarendon Press.
  • Sen, A. (2009): The Idea of Justice, Cambridge, MA., Harvard University Press.
  • Shapiro, T. (2006): “Kantian Rigorism and Mitigating Circumstances”, Ethics, 117, pp. 32-57.
  • Smilansky, S. (1994): “On Practicing What We Preach”, American Philosophical Quarterly, 31, pp. 73-9.
  • Smilansky, S. (2007): Ten Moral Paradoxes, Oxford, Blackwell.
  • Stemplowska, Z. (2008): “What’s Ideal About Ideal Theory?”, Social Theory and Practice, 34, pp. 319-40.
  • Swift, A. (2008): “The Value of Philosophy in Nonideal Circumstances”, Social Theory and Practice, 34, pp. 363-87.
  • Valentini, L. (2009): “On the Apparent Paradox of Ideal Theory”, Journal of Political Philosophy, 17, pp. 332-55.
Cómo citar esta entrada

Rivera López, Eduardo (2020). “Ética no ideal”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/etica-no-ideal/)

Prueba ética animal

La ética animal es el campo de estudio que examina la forma en la que deberíamos considerar a los animales no humanos y actuar hacia ellos. Existe una idea, extendida de forma general, según la cual los intereses de los miembros de la especie humana son los únicos que cuentan, o cuentan siempre más que los intereses de los miembros de las demás especies. Dicha idea tiene consecuencias importantes. En el caso de los animales no humanos bajo explotación humana, se les causa unos daños que la mayoría consideraría injustificado causar a seres humanos en circunstancias similares. En el caso de los animales que viven en el medio salvaje, se rehúsa darles ayuda en circunstancias en las que consideraríamos obligatorio hacerlo si fueran seres humanos en semejante situación de necesidad. Las posturas críticas con esta posición mantienen que hay fuertes razones para considerar que la gran mayoría de animales no humanos, tanto los que son empleados como recursos como los que viven en el medio salvaje, son individuos sintientes. De aquí se sigue que, al igual que los seres humanos, pueden ser afectados por lo que les ocurre de forma positiva o negativa. Por ello, estas posiciones sostienen que los intereses de los animales en no sufrir y en disfrutar de sus vidas deben ser considerados, independientemente de la especie a la que pertenecen. Ello supondría el rechazo a participar de todas aquellas prácticas que suponen causarles un daño, así como actuar para prevenir o reducir los daños que sufren por otras razones como, por ejemplo, por motivos naturales.

¿Qué argumentos hay a favor y en contra de cada una de estas posiciones? ¿Se encuentra justificada la diferencia de consideración y trato entre seres humanos y otros animales? Es decir, ¿es correcto favorecer los intereses humanos por encima de los intereses no humanos? Y si los intereses de los demás animales cuentan ¿qué implicaciones se derivan para la forma en que hoy en día actuamos hacia ellos? Por último, además de los animales no humanos, ¿podrá haber otras entidades moralmente considerables? 

1. Antropocentrismo y especismo

En el ámbito de la ética animal la posición que sostiene que los intereses humanos cuentan más que los de los demás animales ha sido conocida como “antropocentrismo” (Steiner, 2005). El antropocentrismo defiende, así, que los seres humanos son los únicos seres moralmente considerables, o que lo son siempre en mayor medida que las restantes entidades no humanas (no ha de confundirse este sentido del término con otros que se da al término “antropocentrismo” en ámbitos diferentes, como ocurre cuando este se define como la posición que sostiene que los únicos valores son aquellos reconocidos por los seres humanos o que solo nos es posible conocer algo desde un punto de vista humano (Faria & Páez, 2014). Quienes se han opuesto el antropocentrismo han defendido que el criterio para considerar moralmente a alguien debería ser la sintiencia, esto es, la capacidad de tener experiencias, que pueden ser positivas o negativas (en ética aplicada el término “sintiencia” es usado comúnmente como sinónimo de lo que en filosofía de la mente se conoce como “consciencia”). Y han argumentado que una gran parte de los animales son sintientes. En contraste, han sostenido que ni la mera pertenencia a la especie ni ningún otro criterio vinculado a esta justifica dar a alguien un trato mejor o peor. En consecuencia, han concluido que el antropocentrismo constituye una forma de especismo (Ryder, 2010 [1970]): la consideración o trato desfavorable injustificado de quienes no pertenecen a una cierta especie (Horta, 2010). La forma de especismo más común sería la que favorece a los seres humanos, el especismo antropocéntrico, pero podría ser también especista cualquier otra distinción entre otros animales ligada a su especie que resultase injustificada (Dunayer, 2004; O’Sullivan, 2011).

2. Defensas del antropocentrismo

Se ha intentado justificar el antropocentrismo de diferentes maneras. En algunas ocasiones, de manera definicional, simplemente asumiendo que la mera pertenencia a la especie humana es moralmente relevante (Diamond, 1978; Lynch y Wells, 1998). En otros casos, se ha defendido que solamente los seres humanos cumplen otros criterios moralmente relevantes que justifican un trato favorable. Estos pueden ser:

(i) Atributos intrínsecos cuya posesión es susceptible de comprobación, como ciertas capacidades intelectuales complejas (Frey, 1980; Paton, 1984).

(ii) Atributos intrínsecos de posesión no comprobable, como almas o un estatuto ontológico superior (Aristóteles (2004 [ca. s. IV a.c], 1256b; Ballesteros 2004). 

(iii) Relaciones de existencia comprobable, como la solidaridad o el poder (Midgley, 1983; Petrinovich, 1999). 

(iv) Relaciones de existencia no comprobable, como ser la especie elegida por una divinidad (Harrison, 1989; Reichmann, 2000).

Esta sería una clasificación exhaustiva. Las diferentes defensas de esta posición o bien caerían dentro de uno de estos grupos, o bien serían combinaciones de posiciones de estos tipos. Algunas posiciones defienden que solo los seres humanos son moralmente considerables porque únicamente ellos pertenecen a la misma especie que quienes poseen ciertas capacidades especiales, o son relevantemente parecidos a ellos precisamente por pertenecer a su misma especie (Scruton, 1996; Kagan, 2016). Otras perspectivas llegan a la misma conclusión sosteniendo que solo los humanos cumplen el requisito de o bien poseer ciertas capacidades o bien tener ciertas relaciones especiales con otros sujetos agentes morales (Scanlon, 2003 [1998]; Cortina, 2009). 

3. Argumentos contra el antropocentrismo

Se han utilizado varios argumentos en contra del antropocentrismo, de los que se destacan los siguientes: 

(i) El argumento de la petición de principio sostiene que las posiciones definicionales y las que apelan a criterios de satisfacción no comprobable no descansan en razones que las puedan justificar. Este argumento indica que estas posiciones simplemente asumen de partida como correcta la prioridad de los intereses humanos sin ofrecer un argumento ulterior que las respalde (Cavalieri 2001). 

(ii) El argumento de la superposición de especies, indica que ninguno de los criterios no definicionales de satisfacción comprobable es cumplido por todos y cada uno de los seres humanos y sólo por ellos. Es decir, para cualquier criterio x, habrá seres humanos que no lo cumplan y animales no humanos que sí lo cumplan. Así, si consideramos por ejemplo las capacidades cognitivas complejas, nos encontramos con que hay seres humanos que carecen de estas, por motivos congénitos, por enfermedad o accidente. Esto puede ocurrir de forma temporal (infancia, vejez) o permanente (diversidad funcional intelectual). Por su parte, tampoco las relaciones de solidaridad o poder son mantenidas de manera universal entre los seres humanos. Ello supone que si cumplir tales condiciones fundamentara la consideración moral, estaría justificado no considerar o dar menos importancia a los intereses de todos aquellos seres humanos que no las cumplen, lo que a la mayoría nos parecería inaceptable (Porfirio, 1984 [ca. s. III], 3, 8, 8; Horta, 2014). (Este argumento se conoce también como “el argumento de los casos marginales”, si bien esta denominación es problemática, pues los seres humanos que no poseen ciertos atributos o que no mantienen cierto tipo de relaciones.)

(iv) El argumento de la relevancia descansa en la idea de que, para que un criterio justifique tratar de forma distinta a alguien, tal criterio debe basarse en una diferencia relevante. Así, por ejemplo, lo relevante para recibir una pensión puede ser tener una cierta edad, lo cual en cambio no sería relevante para recibir un subsidio de desempleo. Sobre la base de esta idea, el argumento sostiene, en primer lugar, que, cuando en nuestras decisiones acerca de si considerar moralmente a alguien lo que están en cuestión es si ese alguien puede sufrir daños o disfrutar de beneficios, lo que deberíamos considerar relevante para considerar moralmente a alguien sería su capacidad de sufrir daños y/o disfrutar de beneficios. En segundo lugar, defiende que lo que determina esto es únicamente la sintiencia, y no los criterios de otros tipos en los que se basa la defensa del antropocentrismo. Es decir, la posesión de ciertas capacidades o de ciertas relaciones podría ser relevante para que alguien pueda sufrir ciertos tipos de daños o disfrutar de ciertos beneficios. Pero no sería lo que determina que los pueda sufrir o disfrutar como tal, de manera general. Por ello, iguales daños o beneficios deberían contar igual independientemente de a quién afecten, pues no hacerlo significaría tener en cuenta criterios que no son relevantes. Así, el argumento concluiría que los intereses de humanos y no humanos deberían ser igualmente considerados (Sapontzis, 1987; Bernstein, 2015). 

(v) Por último, el antropocentrismo puede ser rechazado desde toda una serie de argumentos relativos a distintas teorías normativas. Se ha sostenido que no dar plena consideración a los animales no humanos implica no obtener las mejores consecuencias, actuar de maneras inherentemente incorrectas o no obrar conforme a un carácter moral adecuado. Exponer de manera más concreta los argumentos que se han presentado apelando a las prescripciones defendidas por cada teoría en particular requeriría un espacio mucho más extenso que este. Pero valga decir que la consideración moral de los animales ha sido defendida desde posiciones utilitaristas (Singer, 2009 [1979]; Matheny, 2006), igualitaristas y prioritaristas (Gompertz, 1997; Holtug, 2007; Faria, 2016 [2014]; Horta, 2016), consecuencialistas negativas, (Leighton, 2011; Tomasik, 2018); kantianas y neokantianas (Pluhar 1995; Francione, 2000; Franklin, 2005; Korsgaard, 2018), apelando a derechos prima facie (Regan, 2013 [1983]), contractualistas (VanDeVeer, 1979; Rowlands, 1998), de las virtudes (Dombrowski 1984; Nobis 2002; Abbate 2014); del cuidado (Clement, 2003; Donovan, 2006; Donovan y Adams, 2007), desde la perspectiva de las capacidades, (Nussbaum, 2006; Torres, 2016), desde el pragmatismo (McKenna y Light, 2004) y desde posturas pluralistas (Clark, 1977; Sapontzis, 1987). 

4. Los intereses de los animales

Una forma de rechazar el argumento de la relevancia consiste en defender que los animales no humanos no tendrían intereses moralmente relevantes, dado que solo los seres humanos podrían tener experiencias conscientes. Aunque esta posición ha gozado de aceptación en distintos momentos históricos (Descartes, 2003 [1637]; Carruthers, 1995 [1992]), esta postura choca a día de hoy con la posición mantenida de forma más general en el ámbito científico (Low et al. (2017 [2012]). Se acepta normalmente que los animales son seres sintientes apelando fundamentalmente a tres criterios: (i) las evidencias basadas en la observación de la conducta de los animales (Griffin, 1992; Allen y Bekoff, 1997; Allen y Trestman, 2017); (ii) las razones que apelan al papel de la sintiencia a lo largo del proceso evolutivo (Rollin, 1989; Ng, 1995; Denton et al., 2009); y (iii) las evidencias fisiológicas, al poseer no solo los vertebrados, sino también un gran número de invertebrados, sistemas nerviosos que procesarían información de forma coordinada (Mather, 2001; Gregory, 2004; Tye, 2017).  

Otra posición más moderada ha sostenido que, aunque un gran número de animales puedan tener experiencias, los seres humanos pueden experimentar disfrutes y sufrimientos de carácter psicológico más intensos que los disfrutes y sufrimientos de los demás animales (Leahy, 1992). Un argumento en contra de ello señalaría que la intensidad de las experiencias no tiene por qué depender necesariamente de su complejidad. Además, se podría afirmar que ciertos disfrutes y sufrimientos físicos pueden tener una mayor intensidad que los de carácter psicológico (Primatt 1776; Rollin, 1989).

Por último, se ha defendido también que los animales no humanos tendrían un interés en no sufrir pero no en vivir, sosteniendo que para poseer este último sería necesaria la capacidad de hacer planes a largo plazo, o la de concebirse a uno o una misma a lo largo del tiempo (Cigman, 1981; Ferré, 1986). Una posición opuesta a esta sostiene que la muerte es un daño por privación que nos afecta negativamente siempre que nos priva de bienes futuros (Nagel, 1970; Bradley, 2009). Si esto es así, entonces los animales dotados de la capacidad de tener experiencias positivas podrían ser dañados al morir. Ciertas posiciones han aceptado esto y mantenido, no obstante, que su interés en vivir sería significativamente menor que el de los seres humanos con capacidades cognitivas complejas, dada la menor conexión psicológica con su yo futuro (McMahan, 2002; Rowlands 2002), mientras que otras han puesto en duda esta afirmación o su relevancia con respecto al interés en vivir (Cavalieri 2001; Bernstein 2015).

En suma, se ha argumentado que, si los intereses no humanos en no sufrir son moralmente relevantes, entonces tenemos fuertes razones para evitar su sufrimiento siempre que podamos hacerlo. Y se ha sostenido, además, que, si la muerte es un mal, entonces sería un mal también para los animales no humanos, al privarles de experiencias futuras positivas. Ello nos daría razones para no matarlos y para impedir que mueran por otros motivos. Esto sería así independientemente de si el interés en vivir de los animales no humanos pueda resultar, en ocasiones, comparativamente más débil que el interés humano. Si todo esto es correcto, ello tendrá importantes implicaciones prácticas, dada la multiplicidad de ámbitos en los que actualmente nos relacionamos con los animales no humanos y que suponen su sufrimiento y muerte. De ello tratarán las siguientes secciones.

5. El uso de animales no humanos

Uno de los ámbitos prácticos de los que se ocupa la ética animal consiste en el uso como recursos de los animales por parte de los seres humanos. Se estima que anualmente son matados más de 60.000 millones de mamíferos y aves (FAO, 2018), y unos dos billones de animales acuáticos fundamentalmente para la obtención de productos culinario-alimenticios (Mood y Brooke, 2010; 2012). Estas cifras no incluyen su empleo para otros fines, como la producción de ropa, el entretenimiento o la investigación. Se ha documentado extensamente que una parte muy importante de estos sufre terriblemente a lo largo de su vida, en particular, aunque no solamente, en las granjas industriales actuales (Harrison, 1964; Singer, 2011 [1975]; Horta 2017).  Ante esto, se ha sostenido que la oposición al especismo supondría la asunción del veganismo, nombre que recibe el rechazo a participar en cualquiera de las distintas formas de explotación animal (Gompertz, 1997 [1824]; Davis, 1976). Esta posición ha sido también defendida, no obstante, sin apelar al cuestionamiento del especismo, apelando a que los animales no han dado su consentimiento a los daños que sufren y a que la magnitud de estos sería muy superior a la de los beneficios que puede ocasionar a los seres humanos (Francione, 2000; Hooley y Nobis, 2015). Algunas de las defensas del uso de los animales han cuestionado esta última afirmación (Frey 1983), si bien normalmente se han efectuado sosteniendo la justificación del antropocentrismo (Narveson, 1987; Cohen, en Cohen y Regan, 2001).

6. La situación de los animales en el mundo salvaje

Otro campo práctico del que se ocupa la ética animal es el de nuestra acción hacia los animales que viven en el mundo salvaje, o que no se encuentran recluidos. Tradicionalmente se ha entendido que no tenemos por qué preocuparnos por su suerte. Esto puede defenderse simplemente por motivos especistas. Pero también ha sido mantenido asumiendo que la situación de los animales en la naturaleza es fundamentalmente buena. A su vez, otras posiciones han sostenido que no tendríamos por qué (o incluso que no deberíamos) dar ayuda a los animales en el mundo salvaje, aunque efectivamente necesiten que acudamos en su auxilio y podamos hacerlo. Esto se ha defendido sobre la base de que solo tenemos motivos para preocuparnos de lo que les sucede a los animales con quienes tenemos una relación especial (Palmer, 2010), o sosteniendo que constituyen comunidades soberanas en las que solo deberíamos intervenir en situaciones catastróficas (Donaldson y Kymlicka, 2018 [2011]). 

Estas posiciones han sido cuestionadas señalando que en el mundo salvaje los animales se enfrentan a múltiples fuentes de sufrimiento, como enfermedades, condiciones climáticas hostiles, accidentes, parasitismo, ataques, etc. Esto no sucede de manera minoritaria, pues las estrategias reproductivas predominantes en la naturaleza hacen que gran parte de los animales mueran poco después de comenzar a existir, a menudo de formas muy dolorosas. Al morir tan temprano tiene pocas oportunidades de tener experiencias positivas. Se ha argumentado por ello que el sufrimiento y la muerte prematura prevalecerían en la naturaleza por encima del disfrute, y que ello nos daría razones para actuar en favor de tales animales (Ng, 1995; Tomasik, 2015; Faria y Páez 2015; Dorado 2015a; Faria 2016; Horta, 2017). De hecho, existen en la actualidad diferentes formas en las que se proporciona ayuda a algunos animales en el mundo salvaje, incluyendo refugios para animales enfermos o heridos, así como programas de suministro de alimento o vacunación (Ética Animal 2016). Asimismo, se ha propuesto desarrollar un nuevo campo de estudio, la biología del bienestar, que se ocupe del estudio de la situación de los animales en los distintos ecosistemas y de los factores que les afectan negativa y positivamente, y que podría proporcionar un conocimiento mucho más firme para actuar en su beneficio (Ng, 1995; Faria 2016). 

7. El conflicto entre las posiciones en ética animal y ética ambiental

Las posiciones que sostienen la plena consideración de los intereses de los animales en función de su sintiencia entran también en conflicto, además de con el antropocentrismo, con otro tipo de posturas acerca de qué entidades han de ser moralmente considerables. Estas han sido representativas en el ámbito de la ética ambiental, el campo de estudio que examina la forma en la que deberíamos considerar diferentes entidades naturales y actuar sobre ellas. Podemos distinguir fundamentalmente las dos siguientes. 

Biocentrismo

El biocentrismo es la posición según la cual la consideración moral debe ser extendida de forma que incluya a todos los organismos vivos. Según las posiciones biocentristas que han logrado más aceptación, todo el ser vivo tiene “un bienestar propio” que debe ser tenido en cuenta a la hora de decidir cómo debemos actuar (Schweitzer, 1962 [1923]; Goodpaster, 1978; Taylor, 1986). En ocasiones se cree que existiría un conflicto entre el biocentrismo y el veganismo al aceptar este último el consumo de seres vivos como plantas u hongos, si bien este no es el caso, al suponer el consumo de animales un empleo de un número mucho mayor de plantas empleadas en la cría de estos. Pero el biocentrismo tiene otras implicaciones contrarias a los intereses de los animales. Ello puede ocurrir, por ejemplo, si un animal sintiente (sea un ser humano o algún otro) padece una infección bacteriana. El biocentrismo implicaría que cada bacteria sería merecedora de consideración moral, lo que nos daría como mínimo razones pro tanto para no promover un tratamiento de tal infección. 

Esto constrastaría claramente con lo que defiende el criterio centrado en la sintiencia que hemos visto arriba. Este no identificaría el conjunto de los seres moralmente considerables con el de los seres vivos. De hecho, no lo haría tampoco con el del conjunto de los animales. Conforme a él, los animales que no fuesen sintientes (como pueden ser las esponjas, que no teniendo sistema nervioso no cumplen los criterios indicados en el apartado 4) no serían considerables, mientras que posibles entidades sintientes artificiales futuras sí lo serían.

Holismo

Por su parte, el holismo considera que la consideración moral debe ser asignada no a los individuos (sintientes o no sintientes), sino a los conjuntos biológicos, tal y como las especies, los ecosistemas, etc. (Leopold, 2000 [1949]; Callicott, 1989; Johnson, 1993r). Así, esta posición podrá aceptar el uso de animales siempre y cuando no afecte negativamente a la conservación ambiental, y rechazará dar ayuda a los animales en situación de necesidad en el mundo salvaje en la medida en que ello suponga la transformación de algún ecosistema. Por otra parte, apoyará intervenciones en el medio natural dañinas para los animales sintientes, como el exterminio de aquellos çcuya presencia en un determinado ecosistema se considera que afecta negativamente al equilibrio y la conservación de este (Shelton, 2004). 

El biocentrismo y el holismo han sido criticados argumentando que cualquier concepción plausible de lo que es valioso para una entidad implica una condición afectiva que haga posible que un cierto estado o cambio de estado pueda ser recibido como positivo o negativo, y solo los seres sintientes cumplen este requisito (Faria 2012).  Esto es lo que explicaría nuestra intuición contraria a lo que pasa en el ejemplo de la infección, y también que no parece que tengamos un interés en continuar existiendo si se da el caso que perdamos irreversiblemente la consciencia. Por otra parte, es asimismo lo que nos proporcionaría razones para concluir que, aunque la eliminación de poblaciones humanas favorecería la conservación de los ecosistemas, ello no resultaría una medida aceptable. 

En relación con esta cuestión, se ha argumentado también que, en realidad, posiciones como el biocentrismo y el holismo raramente son sostenidas cuando existe un conflicto entre la conservación de conjuntos biológicos, o de entidades no sintientes vivas, e intereses humanos significativos. Solamente lo son cuando entran en conflicto con los intereses de animales no humanos (Attfield 1987; Varner, 1991). Esto ha sido cuestionado como especista, sosteniéndose así que la única alternativa sólida al antropocentrismo sería la asunción del criterio de la sintiencia (Faria, 2012; Dorado, 2015b). 

8. Conclusión

La ética animal es la reflexión acerca de la consideración y la forma de actuar hacia los animales no humanos. En las últimas décadas se ha asistido a una creciente concienciación social en términos de ampliación de la consideración moral a diferentes seres humanos, independientemente de factores irrelevantes como el género de los individuos, su color de piel, orientación sexual, procedencia geográfica, complejidad cognitiva, etc. Según una gran parte de quienes trabajan en el ámbito de la ética animal, esto debería ocurrir también en el caso de los individuos sintientes de las demás especies. 

Esto entraría en contraste con lo que defenderían las posiciones antropocentristas. Desde estas se podría argumentar que los corolarios prácticos de considerar moralmente a los animales no humanos son en la práctica demasiado exigentes a la hora de orientar nuestra conducta. Quienes rechacen esta objeción aceptarán que en nuestra relación con los demás animales actuar de manera moralmente aceptable puede tener un coste, al igual que ocurre en el caso de los seres humanos. Pero sostendrán que a la hora de decidir cómo debemos actuar no somos los únicos individuos a quienes debemos tener en cuenta, y que los costes personales de actuar de forma justificada deben ser sopesados con los beneficios que se derivan de ello para todos los individuos afectados. En este caso particular, concluirán que el coste que pueda tener atender a los intereses de los animales no humanos (por ejemplo, al renunciar a un determinado sabor o al cambiar el modo en el que actuamos hacia los animales en el mundo salvaje) resulta mucho menor que los beneficios ocasionados en la mejora de su situación (al evitar su sufrimiento intenso y prolongado, así como su muerte). 

Catia Faria

University of Minho (Portugal)

Oscar Horta

Universidad de Santiago de Compostela

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Otras lecturas recomendadas

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