Nuestro mundo está lejos de ser ideal: las personas matan, roban y dañan a otros; los gobiernos inician guerras injustas; los recursos materiales a veces son escasos o se distribuyen injustamente; millones de personas sufren privaciones extremas por causas sociales o naturales. Cualquier teoría moral debe ser sensible a estos hechos desafortunados. Parece obvio que las acciones que debemos hacer en este mundo no ideal no necesariamente coinciden con las que deberíamos hacer en un mundo ideal. Este artículo describe algunos problemas que enfrentan la ética y la filosofía política cuando se refieren a agentes e instituciones moralmente imperfectos.
1. Teoría ideal y no ideal
La primera y más influyente versión de la distinción entre teoría ideal y no ideal es la que ofrece John Rawls en Una Teoría de la Justicia:
La idea intuitiva es dividir la teoría de la justicia en dos partes. La primera, o parte ideal, asume una obediencia estricta y elabora los principios que caracterizan a una sociedad bien ordenada en circunstancias favorables. Esta parte desarrolla la concepción de una estructura básica perfectamente justa y los deberes y obligaciones que corresponden a las personas bajo las restricciones habituales de la vida humana. Mi principal preocupación se refiere a esta parte de la teoría. La teoría no ideal, la segunda parte, se desarrolla después de haber elegido una concepción ideal de la justicia; solo entonces las partes se preguntan qué principios adoptar en condiciones menos favorables. Esta división de la teoría tiene dos subpartes bastante diferentes. Una consiste en los principios para regular los ajustes a las limitaciones naturales y las contingencias históricas, y la otra en principios para enfrentar la injusticia. (1999, p. 216)
De acuerdo con Rawls, entonces, la teoría no ideal aborda dos preocupaciones. La primera es identificar los principios de justicia para “circunstancias desfavorables”. La segunda es identificar los principios para situaciones de “injusticia”, es decir, situaciones en las que no todos cumplen con sus deberes naturales y/o no todas las instituciones existentes son justas (Stemplowska y Swift, 2012).
La descripción de Rawls de la distinción entre teoría ideal y no ideal se centra en la filosofía política y, más específicamente, en el problema de la justicia. Sin embargo, también debemos hacer una distinción paralela al pensar en la ética individual. No solo debemos determinar qué instituciones necesitamos en una sociedad injusta. También debemos determinar, por un lado, qué acciones deben realizar los individuos en una sociedad injusta y, por otro, qué acciones deben realizar los individuos en un mundo en el que muchas personas no cumplen con sus deberes individuales (obediencia parcial). La literatura filosófica ha discutido ampliamente muchos de los temas particulares de la teoría no ideal: desobediencia civil, castigo penal, compensación por daños, guerra justa, legítima defensa, discriminación, entre otros. Sólo recientemente, sin embargo, el tema ha recibido una atención filosófica desde una perspectiva general. En lo que sigue, abordaré el problema desde la perspectiva de la ética individual (sección 2) y, luego, desde la óptica de la filosofía política (sección 3).
2. Deberes morales bajo obediencia parcial
Supongamos que hay una serie de deberes generales prima facie: no matar o dañar a personas inocentes, no mentir, cumplir nuestras promesas, ayudar a las personas necesitadas, etc. Esta suposición es compatible con una ética pluralista o con una ética que sostenga la existencia de un solo principio moral, ya sea kantiano, utilitarista o basado en la virtud. Todo lo que asumo es la existencia de estos deberes y que estos deberes motivan a las personas, al menos en alguna medida, a actuar moralmente. Sin embargo, no todo el mundo actúa como debería. El grado de cumplimiento varía ampliamente, dependiendo, al menos en parte, del contenido del deber, de lo exigentes que sean, de las circunstancias relevantes y del tipo de comunidad moral en la que viven los agentes morales. Cualquiera sea la explicación, sabemos por experiencia que existe un grado significativo de incumplimiento o desobediencia a los deberes morales. ¿Cómo, entonces, podría acomodar este hecho indiscutible una teoría moral?
2.1. El incumplimiento por parte de otros
Suponiendo que todos tenemos algunos deberes morales prima facie, ¿cómo afecta a mis deberes el hecho de que otros no cumplan con los suyos? La mayoría de la gente asume que, al menos a veces, afecta hasta cierto punto. Podría afectar mis deberes de varias maneras diferentes, de acuerdo con la perspectiva teórica que se adopte.
Para los consecuencialistas de actos, el incumplimiento de otros podría hacer que nuestros deberes sean más fuertes o más débiles, dependiendo de lo que produzca las mejores consecuencias en las circunstancias específicas. Según filósofos como Peter Singer, por ejemplo, el incumplimiento de otros a menudo hace que nuestros deberes sean extremadamente exigentes (1972, pp. 240-1). Si otros no contribuyen a paliar la situación de los más necesitados, es posible que yo deba que hacer más para compensar su inacción. Por supuesto, un deber más fuerte me impone una carga más pesada. Sin embargo, la pérdida para mí bien puede ser menor que el beneficio que producirá el aumento de mi contribución. En otras circunstancias, un consecuencialista de actos podría concluir que el incumplimiento de otros disminuye o incluso elimina algunos de mis deberes morales. Esto podría suceder, por ejemplo, si las posibles consecuencias beneficiosas de mi acción solo se obtendrían si la mayoría abrumadora del grupo actúa de manera similar. Si, en cambio, la mayoría de los miembros de ese grupo no cooperan, de modo tal que el beneficio no se produce, entonces mi obligación podría desaparecer, especialmente si para mí cumplir con el deber es costoso (para un ejemplo, véase Smart, 1973, pp. 57–8).
El primer caso, en el que el consecuencialismo de actos lleva a compensar el incumplimiento de otros imponiendo deberes altamente exigentes, ha sido discutido desde la perspectiva de un consecuencialismo más sofisticado. La teoría de la beneficencia de Liam Murphy (2000) es un ejemplo. Murphy argumenta que, si todos seguimos las reglas morales (obediencia total), entonces nuestros deberes morales estarían distribuidos equitativamente. Este criterio de imparcialidad no debe modificarse en situaciones de obediencia parcial. Por lo tanto, nuestros deberes de beneficencia no aumentan cuando otros no cumplen con sus deberes de beneficencia. Requerir que una persona compense la falta de otros asumiendo un deber de beneficencia más fuerte (por ejemplo, donando más dinero a los necesitados) sería injusto para ella.
La teoría de Murphy no es sustancialmente diferente del consecuencialismo de reglas (o lo que Murphy, siguiendo a Parfit, llama “utilitarismo colectivo ideal”; Parfit, 1984, p. 31). Sólo las razones son diferentes. El consecuencialismo de reglas no apela a razones basadas en la equidad, sino a razones consecuencialistas. De acuerdo con el consecuencialismo de reglas, todos debemos actuar de acuerdo con las reglas “que son tales que tenerlas (o aceptarlas) conllevaría mejores consecuencias que tener (o aceptar) algún conjunto alternativo de reglas” (Carson, 1991, p. 117). Esta versión de la teoría no admite un cambio en mis obligaciones basado en el incumplimiento de los demás. Siempre debemos seguir la regla que, en situación de obediencia total, tendría las mejores consecuencias. Este rasgo rigorista del consecuencialismo de reglas estándar parece evitar el problema de la sobre-exigencia que aparentemente afecta al consecuencialismo de actos.
Sin embargo, esta solución tiene una implicación problemática: debemos seguir la regla óptima, incluso cuando, bajo circunstancias de obediencia parcial, hacerlo conlleva consecuencias catastróficas (Brandt, 1988, pp. 357–60; Hooker, 1990, pp.: 73–7). Los consecuencialistas de reglas han tratado seriamente este problema. Por ejemplo, algunos piensan que se debe agregar una cláusula a las reglas para contemplar los casos en los que seguir la regla tiene consecuencias catastróficas en situaciones de obediencia parcial. Por lo tanto, en casos excepcionales, se nos permitiría (o requeriría) que nos apartemos de la regla ideal (la óptima bajo cumplimiento total) (Brandt, 1988, p. 359). Más recientemente, el debate se ha centrado en si el consecuencialismo de reglas debe formularse como una teoría de tasa fija o variable. El consecuencialismo de reglas de tasa fija establece una tasa de cumplimiento o aceptación fija (por ejemplo, 90 por ciento) que es necesaria para hacer que una regla moral sea obligatoria (ver Hooker y Fletcher, 2008). Las teorías de tasa variable no establecen una tasa de aceptación fija. Según la versión de Ridge, “una acción es correcta si y solo si sería requerida por las reglas que tienen la siguiente propiedad: cuando tomamos la utilidad esperada de cada nivel de aceptación social entre (e incluido) 0 por ciento y 100 por ciento para esas reglas, y calculamos el promedio de la utilidad esperada para todos esos diferentes niveles de aceptación, el promedio para estas reglas es al menos tan alto como el promedio correspondiente a cualquier conjunto alternativo de reglas.” (Ridge, 2006, p. 248) En otras palabras, nuestro deber moral es seguir el código moral que produce las mejores consecuencias (o la utilidad esperada más alta para el caso del utilitarismo) en promedio dado cualquier grado de aceptación.
Pasemos ahora a la teoría antagónica al consecuencialismo: el deontologismo. En la versión kantiana, este tipo de teoría contiene solo deberes categóricos. Kant distingue entre deberes morales perfectos e imperfectos. Si bien los deberes imperfectos (como el deber de cultivar las propias capacidades o el deber de la beneficencia) no son específicos acerca de su alcance, y la forma de cumplirlos deja mucho espacio para consideraciones empíricas y el juicio personal, no hay ninguna sugerencia en Kant que indique que debamos tomar en cuenta el grado de cumplimiento de los otros. Lo mismo se aplica a los deberes perfectos (deberes para evitar dañar a otros o a uno mismo). Un buen ejemplo de este carácter rigorista es la posición de Kant sobre la mentira o el engaño. Como es sabido, Kant afirma que mi deber de decir la verdad no se debilita (ni se transforma en un deber de mentir) cuando un asesino me pregunta dónde se oculta su posible víctima (Kant, 1999). Incluso en esta situación extrema, la mentira está moralmente prohibida porque viola el Imperativo Categórico, que es, según Kant, el principio supremo de la moralidad.
Ha habido intentos de introducir algunas modificaciones en la teoría kantiana del Imperativo Categórico para evitar esta actitud rigorista inverosímil en situaciones de incumplimiento de otros. En esta dirección, Christine Korsgaard afirma que las dos primeras formulaciones del imperativo categórico deben interpretarse, no como equivalentes (como sostiene el propio Kant), sino como refiriéndose a las circunstancias de obediencia parcial y total, respectivamente. Por lo tanto, la primera formulación (“nunca actúes de acuerdo con una máxima que no puedas, al mismo tiempo, querer que sea una ley universal de la naturaleza”) sirve para lidiar con la situación del asesino. En circunstancias normales, mentir no pasa la prueba de universalización del Imperativo Categórico porque su práctica universal socava el propósito de la acción (en este caso, el propósito de mentir; Korsgaard, 1986, p. 328). En el caso del asesino, en cambio, como el asesino cree que no sé que él es un asesino (de lo contrario, no me preguntaría dónde está su víctima potencial), mi acto de engañarlo es universalizable. En estas circunstancias particulares, la mentira sería eficaz incluso si se practicara universalmente (Korsgaard, 1986, pp. 329–30). Bajo esta interpretación de la teoría de Kant, nuestros deberes cambian (o al menos pueden cambiar) cuando otros incumplen, pero el cambio no es de grado: estoy obligado a engañar al asesino, y mi deber moral es tan categórico como cualquier otro. El hecho de que otra persona (el asesino) actúe incorrectamente, transforma el contenido de mis deberes, debido a la nueva relación que ha surgido entre los agentes relevantes (el asesino y yo), pero no hace que el mismo deber sea menos (o más) riguroso.
Una manera en la que incluso los no consecuencialistas podrían permitir alguna variación en la fuerza de un deber consiste en considerar los deberes y reglas morales como constitutivos de una práctica. Si un número suficiente de participantes no siguen las reglas de la práctica, mis obligaciones podrían desaparecer, ya que la práctica deja de existir (Shapiro, 2003). Esta respuesta, aunque atractiva, está abierta a dos posibles objeciones. Primero, aunque podría explicar cómo la existencia de un deber puede depender del cumplimiento de otros, no explica cómo su fuerza relativa (más o menos importante) puede ser sensible a ese factor. Segundo, muchos deberes morales importantes (por ejemplo, el deber de no matar) son muy generales y difíciles de describir como reglas de una práctica (la práctica sería algo así como el juego universal de la moral). Aun así, esta explicación podría ayudar a explicar nuestra intuición de que las fallas morales de los demás podrían debilitar nuestros propios deberes.
2.2. El propio incumplimiento
Hasta ahora hemos explorado qué sucede con mis deberes morales cuando otros no cumplen con los suyos. Sin embargo, también debemos preguntarnos qué sucede con mis deberes morales cuando yo no cumplo con mis propios deberes morales. Esta cuestión se discute con menos frecuencia en la literatura filosófica. La razón por la cual los teóricos morales no están muy interesados en esta pregunta podría ser que la respuesta es obvia: cuando actúo de manera incorrecta, la principal consecuencia normativa es que tengo el deber de dejar de actuar de esa manera y comenzar a cumplir con mis deberes morales. Esta parece ser la prescripción obvia de cualquier teoría moral plausible, consecuencialista o no. Sin embargo, mi incumplimiento anterior o actual podría generar otras consecuencias normativas adicionales. Una primera consecuencia importante (quizás, la que se ha discutido más ampliamente) es el deber de compensar. Una teoría moral puede exigir no solo la imposición coercitiva de compensación por parte del Estado, sino también el deber moral individual de compensar. En segundo lugar, se puede exigir moralmente a la persona que ha incumplido con sus deberes que acepte (en el sentido de, por ejemplo, no se oponga a) algún tipo de castigo (de nuevo, como diferente de la justificación de la imposición coercitiva de castigo por parte de otros, típicamente el Estado). Tercero, la persona que no cumple puede adquirir deberes de arrepentimiento, culpa y otras actitudes y sentimientos.
Finalmente, hay una consecuencia importante, aunque más controvertida, de actuar incorrectamente: la pérdida de la autoridad moral. Tener “autoridad moral” significa aquí, muy ampliamente, estar en una posición moralmente adecuada para decir o hacer algo. En algunos casos, el agente pierde esta posición y se convierte, en cierto modo, en moralmente “discapacitado” (Cohen, 2006, p. 119). Consideraré brevemente el caso de la pérdida de autoridad moral para reprochar.
Una persona que no cumple con sus deberes morales puede perder la autoridad para condenar a otros que cometen el mismo tipo de transgresión que ella ha cometido, o cuando está, de alguna manera, implicada en la transgresión cometida por esos otros (por ejemplo, porque ha actuado de una manera que ha dejado al transgresor sin ninguna acción alternativa razonable para realizar). Cohen analiza el caso de un funcionario israelí que condenó los actos terroristas palestinos, aunque admitió que “los palestinos tienen algunas quejas legítimas [contra Israel]” (citado en Cohen, 2006, p. 114). Según Cohen, ese funcionario está moralmente “discapacitado” para condenar esos actos. Los dos argumentos desacreditadores se aplican a su caso: el argumento tu quoque (“No puedes condenarme. Tú también matas a inocentes”), y el argumento “Tú me obligaste a hacerlo” o “Tú comenzaste” (2006, p. 121 ss.).
¿Por qué el agente que no cumple con sus deberes pierde su autoridad moral? Nótese que estamos asumiendo que, en el caso de una persona que cumple (y siendo todo lo demás igual), la misma acción (en el primer caso) sería, de hecho, correcta, y la misma expresión o acto de habla (en el segundo caso) sería apropiado. Es el hecho de que esta persona realiza la acción o se expresa lo que la hace indefendible. Por supuesto, debemos ser muy cuidadosos cuando decimos que lo que el agente hace o expresa es indefendible o incorrecto porque no tiene autoridad moral. Bien podríamos estar cometiendo una falacia ad hominem (de hecho, tu quoque es una falacia de este tipo).
Un intento de justificar la pérdida de la autoridad moral al reprochar a otros por lo que hemos hecho nosotros mismos es la de R. Jay Wallace (Wallace, 2010; para una propuesta diferente, véase Scanlon, 2008, p. 176). Según Wallace, reprochar a los demás por la misma falta en la que hemos incurrido nosotros es inadmisible porque niega la igualdad con esos otros (2010, p. 332). Cuando culpamos a los demás, dice Wallace, nos comprometemos implícitamente a un auto-escrutinio crítico (2010, p. 326). Los hipócritas violan este compromiso, “al preocuparse profundamente por la inmoralidad de los demás, mientras permanecen indiferentes a los mismos valores y obligaciones morales en su propia conducta” (2010, p. 327). Al actuar de una manera moralmente objetable, estamos renunciando a nuestro derecho a la protección moral frente a las reacciones negativas (como el resentimiento o el oprobio). Reclamar tal protección (al no reconocer nuestra propia falta similar) implica una violación de un principio elemental de igualdad de trato.
3. Teoría no ideal en la filosofía política
Como hemos visto, Rawls piensa que la primera tarea de una teoría de la justicia es delinear las instituciones de una sociedad ideal. Como él dice: “Supondré que no se puede obtener una comprensión más profunda de ninguna otra manera y que la naturaleza y los objetivos de una sociedad perfectamente justa es la parte fundamental de la teoría de la justicia” (1999, p. 8). Un argumento plausible en favor de esta posición es el siguiente: para evaluar y, eventualmente, reformar o cambiar las instituciones existentes, necesitamos saber cómo serían esas instituciones en una sociedad perfectamente justa. Necesitamos un modelo, una idea reguladora, a la que deberíamos intentar acercarnos lo más posible. Sin un modelo de este tipo, no tenemos orientación ni criterios que nos permitan saber qué es mejor o peor. Las instituciones son mejores o peores en comparación con algún estándar común, y el único estándar relevante es el conjunto de instituciones perfectamente justas.
Sin embargo, las cosas no son tan simples, al menos por dos razones. Primero, en muchas circunstancias, parece que una teoría ideal de la justicia no es necesaria para llegar a una conclusión sobre la situación existente o incluso sobre las políticas o instituciones correctas. Quizás no necesitamos decidir si la justicia como equidad de Rawls o el utilitarismo de Mill es la teoría que mejor describe a una sociedad perfectamente justa para descubrir que la pobreza extrema es un fracaso moral fundamental o que se debe combatir las desigualdades que perjudican a las mujeres (Sen, 2006). En segundo lugar, una visión según la cual la teoría ideal es la “parte fundamental de la teoría de la justicia” puede ser peligrosa. Podemos sentirnos tentados de aplicar los principios ideales (principios que suponen una obediencia total y circunstancias favorables) directamente en el mundo real, acarreando consecuencias que podrían ser catastróficas. Para evitar esto, necesitamos principios que conecten los principios ideales con la realidad no ideal. Esos principios son extremadamente complejos de formular y justificar, y deben incluir elementos normativos y empíricos (Phillips, 1985).
Incluso si pudiéramos encontrar formas de aplicar los principios ideales a la realidad no ideal, la pregunta central sigue siendo: ¿es necesaria la teoría ideal? La respuesta depende en gran medida de cuál sea para nosotros el propósito de una teoría de la justicia. Simmons afirma que el propósito de Rawls es la plena realización del ideal de justicia. Por lo tanto, la teoría no ideal tiene solo un carácter “transicional”. Solo sirve para decirnos cómo pasar de nuestra situación presente, no ideal, a la ideal (2010, pp. 21–2). Sin embargo, nuestro propósito podría ser diferente. Podríamos simplemente intentar mejorar la situación actual en términos de justicia. Para ese objetivo, es posible que no necesitemos una explicación “trascendental” de la justicia ideal. Desde este punto de vista, la teoría no ideal es “comparativa”. Ofrece los criterios para comparar diferentes escenarios posibles (no ideales) con el propósito de lograr el menos injusto (Sen, 2006). La elección normativa entre una teoría no ideal transicional y comparativa parece difícil. Como señala Simmons acertadamente (2010, p. 23), un enfoque puramente comparativo puede sugerir políticas orientadas a lograr un estado más justo (en comparación con el status quo), pero que al mismo tiempo resulte perjudicial para el objetivo final de lograr una estructura institucional básica perfectamente justa (por ejemplo, podría proponer una política distributiva más igualitaria en el corto plazo que, simultáneamente, a largo plazo conspire contra el logro de la mejor situación para los más desaventajados). Por el contrario, un enfoque transicional puede apoyar políticas que producen una situación menos justa en el corto plazo, que, por alguna razón empírica, resulta más propicia para alcanzar una sociedad ideal (por ejemplo, podría apoyar políticas de ahorro perjudiciales para los más pobres en el corto plazo que, simultáneamente, produzca una mayor eficiencia general y, consecuentemente, un mejoramiento de esos mismos sectores a largo plazo).
Puede ser tentador (y quizás prometedor) sugerir una solución “salomónica” (aunque muy compleja) para salir de esta controversia. Una visión puramente transicional de la justicia no ideal parece centrarse demasiado estrechamente en el objetivo y puede permitir políticas éticamente cuestionables, sacrificando a las personas más desfavorecidas del presente en nombre de un estado perfecto distante. Además, existen dificultades epistémicas radicales con respecto cuestiones tanto empíricas (¿esta política realmente produciría ese estado perfecto?) como normativas (¿tenemos razones concluyentes para creer que nuestra teoría ideal de la justicia es la correcta?). Por otro lado, parece que comparar situaciones sin una visión de más largo alcance sobre la dirección general que debe tomar la sociedad, en términos de justicia, puede ser miope: es posible que estemos cometiendo errores fatales, condenando a las generaciones futuras a injusticias irreparables. Debe haber una combinación óptima de componentes transicionales y comparativos en una teoría de la justicia no ideal “ideal”. Si bien hay algunos intentos valiosos en los últimos años, estamos lejos de poder proporcionar algo así (ver Gilabert, 2012; Weinberg, 2013). A lo sumo, podemos hacer evaluaciones caso por caso para determinar si debemos sacrificar objetivos distantes e ideales para obtener una pequeña mejora, o sacrificar dicha mejora para obtener una meta más lejana.
4. Conclusión
La ética no ideal es un campo subdesarrollado. En cada uno de los principales temas abordados en este ensayo (obediencia parcial por parte de otros, obediencia parcial por uno mismo y teoría de la justicia no ideal) se necesita una mayor reflexión. De hecho, tal reflexión resultará difícil, ya que los problemas a los que se enfrenta una teoría moral o política no ideal son increíblemente complejos. Esta complejidad es más evidente en el caso de la filosofía política, porque el conocimiento empírico está más involucrado. No obstante, nuestra vida moral individual en condiciones no ideales también es mucho más compleja e incierta de lo que se podría esperar inicialmente.
Eduardo Rivera López
(Universidad Torcuato Di Tella
IIF-SADAF/CONICET)
Referencias
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Lecturas recomendadas en castellano
- Farrelly, C. (2007): “Justice in Ideal Theory: A Refutation”, Political Studies, 55, pp. 844-64.
- Gilabert, P. (2008): “Global Justice and Poverty Relief in Nonideal Circumstances”, Social Theory and Practice, 34, pp. 411-38.
- Hooker, B. (2000): Ideal Code, Real World. A Rule-Consequentialist Theory of Morality, Oxford, Clarendon Press.
- Sen, A. (2009): The Idea of Justice, Cambridge, MA., Harvard University Press.
- Shapiro, T. (2006): “Kantian Rigorism and Mitigating Circumstances”, Ethics, 117, pp. 32-57.
- Smilansky, S. (1994): “On Practicing What We Preach”, American Philosophical Quarterly, 31, pp. 73-9.
- Smilansky, S. (2007): Ten Moral Paradoxes, Oxford, Blackwell.
- Stemplowska, Z. (2008): “What’s Ideal About Ideal Theory?”, Social Theory and Practice, 34, pp. 319-40.
- Swift, A. (2008): “The Value of Philosophy in Nonideal Circumstances”, Social Theory and Practice, 34, pp. 363-87.
- Valentini, L. (2009): “On the Apparent Paradox of Ideal Theory”, Journal of Political Philosophy, 17, pp. 332-55.
Cómo citar esta entrada
Rivera López, Eduardo (2020). “Ética no ideal”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/etica-no-ideal/)