Utilitarismo

1. Introducción

En 1874, el británico H. Sidgwick (1874, p. 411), uno de los grandes teóricos del utilitarismo, escribía: “el término ‘utilitarismo’ hoy es de uso común para designar esa doctrina o método con la que todos estamos familiarizados”. Debo comenzar quitándole la razón al insigne Sidgwick pues no creo que haya teoría filosófica (salvo quizás el pragmatismo) más incomprendida y denostada a causa de su nombre. Fue J. Bentham (1843a) quien ideó el utilitarismo como teoría ética, y quien en 1776 escogió el vocablo “utilidad” como término técnico e idealmente unívoco con el que sustituir al de “felicidad”. Después su discípulo heterodoxo J. S. Mill popularizó “utilitarismo” como denominación de la teoría. Pero la elección de Bentham no fue precisamente feliz, pues facilita asociar el utilitarismo con el egoísmo cortoplacista y romo, o incluso con un maquiavelismo burdo. Recordemos casos hipotéticos como el propuesto por B. Williams (1973) en el que un tal Jim tiene en su mano la solución más útil de asesinar a un inocente para evitar que la guerrilla mate en su lugar a nueve personas. O el de preferir salvar a un científico y a un compositor geniales trasplantándoles los riñones de un asesino convicto (Scarre, 1996). De las discusiones sobre el utilitarismo se retienen demasiado estas situaciones extremas y artificiales, casos en los que la teoría se reduce a un esquema simplista que arroja soluciones tan chocantes como deshumanizadas, soluciones donde lo útil se presenta como un fetiche brutal y estúpido.

Por eso hay que comenzar aclarando que el utilitarismo, más que una sola teoría, es un conjunto de ellas, o una tradición filosófica o un enfoque para abordar problemas éticos y políticos. Y a diferencia de muchos otros se trata de un enfoque vivo, pues no se reduce solo a Bentham y sus epígonos, sino que sus creadores (no solo defensores) llegan hasta hoy. El utilitarismo surge en la época de la Ilustración, y lo hace fundamentalmente en las Islas Británicas. Entre sus antecedentes inmediatos se cuentan los franceses Chastellux y Helvétius, el italiano Beccaria, y los británicos Priestley, Paley, Hutcheson y Hume. Surge como un programa para la reforma política racionalmente justificado y comprometido con la felicidad de la gente. En tal sentido Chastellux proclamaba que “el primer objetivo de todos los gobiernos es lograr que el pueblo sea feliz” (Chastellux, 1774, p. 50). Pero fue J. Bentham quien formuló la primera teoría utilitarista a partir del hallazgo de esta frase de Beccaria que se convirtió en su divisa: “la mayor felicidad del mayor número”. Bentham formula por vez primera el Principio de Utilidad según el cual las acciones (especialmente las gubernamentales) son tanto más correctas cuanto más promuevan el bien (la mayor felicidad) del mayor número de personas.

A continuación, pretendo facilitar que el lector pueda seguir los debates utilitaristas proporcionándole una comprensión cabal de este enfoque ético. Solamente en las conclusiones esbozaré algunas críticas y soluciones. Así pues, no abordaré cuestiones de fundamentación, ni perseguiré las debilidades y fortalezas del mismo a través de las múltiples variantes y los refinamientos propuestos en sus casi 250 años de historia. Enseguida expondré un esquema conceptual para entender el utilitarismo a partir de tres componentes o factores principales. Explicaré cada uno de ellos en las siguientes secciones. Lo haré en un par de aproximaciones sucesivas, la segunda más intensa que la primera, siguiendo esa estrategia de acercamiento en varias vueltas o círculos concéntricos que Ortega y Gasset atribuía a los antiguos israelitas cuando atacaban Jericó.

Si analizamos el Principio de Utilidad, veremos que podemos descomponerlo en tres factores (A. Sen, 1979): en primer lugar, el Principio nos habla de la utilidad, la cual tiene que ver con la felicidad o el bienestar. Llamaré a este rasgo bienestarismo. El segundo factor se refiere al deber y sostiene que las acciones son correctas (en rigor más, menos o nada correctas) según sus consecuencias o efectos sobre la utilidad (consecuencialismo). Por último, el utilitarismo no propone juzgar según la utilidad de cada uno, sino de todos y cada uno; se trata, por tanto, de que al juzgar una acción hay que sumar las utilidades de los diferentes afectados por la misma, y luego comparar con el monto total de utilidad de acciones alternativas. Llamaremos a este rasgo ordenación mediante la suma. Decía Pascal (1968: 44) que en la naturaleza todos los preceptos están actuando a la vez y ocultamente, y que encerrados todos en uno solo “están ocultos e inútiles, como en un cofre”, porque pierden de realidad lo que ganan en claridad. El utilitarismo se nos presenta inicialmente como un solo principio, pero como el cofre de Pascal, alberga en su interior bastante variedad. Comencemos por la del bienestarismo.

2. Placer y utilidad (bienestarismo, primera vuelta)

La importancia concedida al bienestar es una apelación al sentido común. El utilitarismo retiene su fuerza siempre que la utilidad siga apuntando, siquiera indirectamente, al bienestar e incluso a la felicidad en tanto que fin de fines. Así pues, qué sea la utilidad puede verse como el intento de esclarecer los fines humanos últimos en un sentido compatible con los otros dos elementos del enfoque (consecuencialismo y ordenación mediante la suma). La noción inicial de utilidad es hedonista, y esta tesis de que la felicidad consiste en el placer hizo del utilitarismo un enfoque subversivo en la Inglaterra victoriana. El hedonismo benthamita es un legado que los teóricos del s. XIX recibieron de la Ilustración y de la epistemología empirista británica.

Bentham afirmaba que “la naturaleza ha situado a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos: el dolor y el placer” (Bentham, 1843b, p.  1). Pero Bentham no definió la utilidad exactamente como placer, sino como una medida de la variación relativa del placer experimentado. Así dice Bentham que “es absolutamente necesario disponer de una palabra que designe la diferencia en valor entre la suma de placeres de todas clases” (Bentham, 1834, p. 79). Esa diferencia, prosigue, significa la cantidad neta de bienestar vista desde el lado del placer, o de malestar si nos fijamos en el dolor. En consecuencia, Bentham concebía el placer y el dolor como elementos de un continuo, la utilidad, siendo esta una magnitud homogénea. Dicho continuo permitiría construir una escala si nos limitáramos a estos seis rasgos cuantificables del placer/dolor: su intensidad, duración, certeza, cercanía, productividad y pureza. Esta concepción cardinalista de la utilidad (se le puede asignar un número a la utilidad de cada alternativa) que permitiría un cálculo felicitario ha sido también defendida en el siglo XX por R. Brandt (1979). Finalmente, la concepción hedonista y cardinalista de la utilidad permite derivar lo que considero un atractivo del utilitarismo: acoger en la comunidad moral a muchos animales en cuanto seres que también disfrutan y sufren.

3. Corrección y racionalidad (consecuencialismo: primera vuelta)

La felicidad, el bienestar, el placer o el dolor pueden prevalecer más o menos en el mundo, y esa variación es lo que la utilidad mide. Por tanto, el utilitarismo defiende que las acciones son o no correctas según sean sus consecuencias en términos de utilidad o, dicho de otro modo, dependiendo de cómo las acciones alteren los estados de cosas preexistentes. Una consecuencia es tan buena como otra siempre que las sumas totales de las utilidades de los individuos afectados sean iguales en ambos casos. Y una acción es correcta si y solo si las consecuencias resultantes de la misma son tan buenas como las consecuencias resultantes de cualquiera de las acciones alternativas.

Basándose en el consecuencialismo, el utilitarismo benthamita pretendía redefinir todo el vocabulario moral en términos de utilidad. Por ejemplo, las cualidades humanas positivas (las virtudes) adquieren su valor por su capacidad de producir buenas consecuencias, esto es, por su influencia en que haya más felicidad en el mundo o, más exactamente, en que los seres sintientes tengan más bienestar. En general, sigue siendo verdad desde entonces que el enfoque utilitarista aborda tanto la valoración de las acciones como cualquier otra cuestión desde sus consecuencias (lo que no quiere decir que sólo eso se tenga en cuenta). Por otro lado, la racionalidad práctica subyacente al utilitarismo es teleológica u orientada a objetivos (Weber, 2002) en lugar de estar orientada por valores. Con otras palabras, la racionalidad en el utilitarismo se entiende como la capacidad para elegir los medios que conduzcan a las mejores consecuencias en términos relativos, esto es, mejores comparadas con otras alternativas. No se entiende, por tanto, como la capacidad de averiguar que la mejor de las consecuencias posibles es la que respeta determinadas normas o encarna ciertos valores. La concepción utilitarista está en la base de la teoría de la elección racional: un comportamiento racional es el que maximiza la utilidad, porque ello equivale a buscar las mejores consecuencias posibles.

4. Imparcialidad y agregación (ordenación mediante la suma, primera vuelta)

Ahora bien, el Principio de Utilidad no exige que cada uno maximice su propia utilidad, sino que se maximice la utilidad de todos. Cómo justificar este paso del egoísmo racional al universalismo es uno de los problemas más discutidos en el enfoque. Aquí solo mencionaré que el utilitarismo parte de una consideración aceptada por muchas otras teorías éticas: la de que la moralidad implica tener en cuenta a todos imparcialmente. Por ejemplo, Sidgwick defendía que la perspectiva moral es “el punto de vista del universo”, y que en ese sentido “lo más razonable es preferir el mayor bien al menor, aunque éste sea el bien privado del agente” (Sidgwick, 1874, p.  xviii). La acción objetivamente correcta es entonces la que produce la mayor cantidad de utilidad en total, esto es, teniendo en cuenta a todos los afectados por esa acción. La cuestión entonces no es el bien de quién (dado que lo que importa es el bien de todos), sino cuánto bien. Pero, ¿cómo medirlo?

Una primera respuesta es sumar la utilidad de todos los afectados y decidir entre los cursos de acción alternativos según la utilidad total de cada uno de ellos. Dado que la utilidad representa la variación neta de bienestar, si todas las alternativas posibles implicaran disminuir la utilidad, se trataría de escoger “la menos mala”, de modo que la ordenación de alternativas consistiría en minimizar el daño. Este utilitarismo negativo no entraña una diferencia significativa con la ordenación mediante la suma total de utilidad. En cambio, no pueden eludirse dos grandes dificultades. Una es que el total de la suma de utilidad no tiene en cuenta cómo se distribuye la utilidad entre los afectados. Por ejemplo, considerando que la utilidad sea escalable de 0 a 10 y que sólo hay dos individuos afectados, la alternativa que provocara la utilidad (10, 0) sería mejor que la que implicara (5,4) por más que una utilidad nula significara un sufrimiento extremo. Análogamente, una misma cantidad muy baja de utilidad individual puede dar lugar a sumas totales cada vez más altas simplemente al aumentar el número de individuos (Parfit, 1984). Por eso la ordenación mediante la suma puede entenderse como maximización de la utilidad media (Harsanyi, 1982) o de otras maneras como maximizar la mediana de la distribución de utilidad (Sen, 1979, p. 472). La otra gran dificultad es que ordenar la corrección de las alternativas mediante algún tipo de suma parece implicar inevitablemente una concepción cardinalista de la utilidad. Pero solo lo parece. Como explicaré más adelante, el utilitarismo ha superado el escollo de que valorar implique necesariamente medir o cuantificar.

5. La teoría del valor (bienestarismo, segunda vuelta)

La relación entre ordenación mediante la suma y concepción cardinalista de la utilidad nos devuelve al significado del bienestarismo. Se trata de ver cuál es la teoría del valor más adecuada, pues en eso consiste en realidad el problema de definir la utilidad. El utilitarismo partió de la concepción benthamita de que lo único que al final vale es el placer, sin atender a diferencias cualitativas entre placeres o dolores. J. S. Mill abandonó esa concepción univocista de la utilidad considerando que “es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho” (Mill, 1863, p. 212) porque hay placeres más elevados que otros, los cuales el cerdo no puede distinguir. Y no se trata meramente de que J. S. Mill haga una distinción donde Bentham no la hacía (dentro del placer), sino que propone una concepción distinta de lo placentero en la que el sujeto tiene un papel activo. Pues en lugar de que existan cosas o acontecimientos intrínsecamente placenteros y por eso valgan, como pensaba Bentham, es más bien la idea que tengamos de ellos lo que hace que valgan la pena, sean o no placenteros. Por tanto, en la concepción milliana la utilidad consiste en experiencias valiosas, sean placenteras o dolorosas, y en otros elementos como la dignidad o la nobleza de sentimientos, porque todos ellos forman parte de una idea adecuada de felicidad. En consecuencia, la vinculación entre utilidad y felicidad es ahora más compleja y problemática porque no hay una sola cosa con valor intrínseco (el placer) sino muchas, siendo la felicidad el conjunto de todas ellas.

Esta axiología pluralista también es defendida por el utilitarismo idealista, que constituye una tercera forma de abordar el concepto de utilidad. En la versión de Moore (1903), la utilidad es un valor intrínseco que coexiste con otros distintos (como la belleza), los cuales son rasgos objetivos del mundo y, por tanto, independientes de que exista una perspectiva humana que permita apreciarlos. En la formulación de Rashdall (1907, p. 184), “las acciones son correctas o no según tienden a producir para toda la humanidad un fin ideal o bien, el cual incluye el placer pero no se limita a él”. Una cuarta posibilidad, diferente tanto del utilitarismo hedonista como del idealista, es concebir la utilidad como satisfacción de preferencias de manera que la utilidad equivalga, en palabras de Sen, “a la concepción que tenga el interesado de su propio bienestar” (Sen, 1979, p. 463). Puesto que el agente puede confundirse sobre lo que tenga para él o ella valor genuino, habrá que precisar de alguna forma que solo cuenten las preferencias razonables (Griffin, 1986; Hare, 1981; Harsanyi, 1976). Por otro lado, esta concepción de la utilidad permite entender la maximización de la utilidad total como ordenación de las preferencias sociales, sobre lo cual volveré al finalizar.

6. Utilitarismo de las reglas y utilitarismo indirecto (consecuencialismo, segunda vuelta)

Existe la creencia moral de que las normas importan, de que los deberes obligan por sí mismos y no por sus consecuencias. Por ejemplo, cuando alguien realiza una promesa contrae el deber de cumplirla porque “prometer” entraña la regla general de que, prima facie, se debe cumplir lo prometido siempre, al margen de cuáles sean las consecuencias en tal o cuál ocasión. ¿Puede reconciliarse esta creencia, aparentemente sensata, con el utilitarismo? Harrod (1936, p. 148) advirtió que “hay ciertos actos que cuando se realizan en ocasiones similares tienen consecuencias más de n veces mayores que las que provienen de una sola realización”. En esos casos, por tanto, son las consecuencias de la regla lo que debe perseguirse, en lugar de las consecuencias de cada acto. La denominación “utilitarismo de las reglas” (frente al “de los actos”) fue acuñada por Brandt (1959) para referirse a que se logran consecuencias socialmente más útiles cuando se siguen ciertas normas aun si en ocasiones incumplirlas causara mejores consecuencias. Por ejemplo, lo que maximizaría la utilidad del mayor número es respetar siempre las leyes legítimas o cumplir siempre las promesas. Según esta concepción, el Principio de Utilidad no se debería aplicar a las acciones individuales, sino más bien a la realización de ciertos tipos de actos exigidos por las reglas. De todas formas, aunque lo que deban hacer los agentes morales sea cumplir las normas, estas se valoran porque cumplirlas genera consecuencias útiles y en la medida en que lo hagan. Por eso caben distintas posiciones: desde recomendar categóricamente el cumplimiento de la norma (Brandt, 1979; Harrod, 1936), hasta hacerlo solo cuando la norma esté generalmente aceptada (Ezorsky, 1968), o cumplirla únicamente en los casos en que hacerlo sea útil (Lyons, 1965; Smart & Williams, 1973). En esta última versión, el utilitarismo de las reglas acaba coincidiendo con el de los actos. Podríamos verlo de la siguiente manera: la deliberación sobre la justificación de una norma equivale a considerar el balance de utilidad que se sigue de su cumplimiento a largo plazo y en las distintas circunstancias imaginables. Y es que una regla puede considerarse, desde un punto de vista extensional, como un conjunto de actos y esto es lo que sería considerado como susceptible de utilidad. Así pues, el utilitarista del acto puede admitir cumplir un deber o guardar una promesa, aunque las consecuencias inmediatas no sean las mejores, porque considera todas las implicaciones que su incumplimiento podría tener (incluyendo que desanime a otros a cumplir en casos inadecuados, por ejemplo, con lo que esto supondría para el total de utilidad).

No solo el cumplimiento de reglas o deberes podría llevarnos, aparentemente, a preferir consecuencias peores de las posibles; lo mismo sucede con las obligaciones y los compromisos que contraemos con otras personas. Por ejemplo, Godwin entendía que la justicia es “tratar imparcialmente a cualquier persona en los asuntos que afecten a su felicidad” (Godwin, 1793, p. 69), lo que deja fuera el trato parcial que deberíamos dispensar a nuestros seres queridos. Esta “prerrogativa basada en el agente” (Scheffler, 1982, p. 20) es de sentido común por más que choque con el consecuencialismo. Aunque podría defenderse esta primacía inmediata del consecuencialismo, a la manera de Bentham o Godwin, otra alternativa es que el enfoque utilitarista sea aplicable no como una heurística de las decisiones correctas, sino sólo en el nivel de la justificación del consecuencialismo. Esta doctrina del utilitarismo indirecto ha sido defendida de un modo u otro por distintos autores (Hare, 1981; Mill, 1863; Sidgwick, 1874). El problema de la prerrogativa basada en el agente se reconduce así a otro asunto dentro del marco consecuencialista, consistente en probar que un mundo donde la gente presta especial atención a sus compromisos y afectos particulares es un mundo más feliz que otro poblado por agentes completamente imparciales (Sidgwick, 1874).

7. Bienestar social (ordenación mediante la suma, segunda vuelta)

Más arriba me referí a la cuestión de la maximización de la utilidad indicando que, aparentemente, requiere poder medirla mediante números (cardinalismo). Por otro lado, las políticas sociales que las democracias occidentales ponen en marcha tras la Segunda Guerra Mundial persiguen justamente maximizar el bienestar. El utilitarismo juega un papel destacado en la teoría económica del bienestar social porque permite concebir, ética y matemáticamente, que el bienestar general perseguido por las políticas sociales sea una función del bienestar individual. El punto de partida es la concepción utilitarista del comportamiento racional como aquel que busca las mejores consecuencias (la teoría de la elección racional). F. Edgeworth (1881), economista y seguidor de Sidgwick, planteó resolver el problema de la maximización de la utilidad individual mediante una función matemática. Esta función de utilidad asigna la misma utilidad a cualesquiera combinaciones de bienes que sean igualmente preferidas.

Para visualizar el planteamiento de Edgeworth, consideremos que el agente solo tiene que elegir entre dos bienes; el conjunto de las diferentes combinaciones de esos bienes que satisfacen igualmente sus preferencias (porque son igualmente útiles), se denominaría curva de indiferencia. Una curva distinta representará combinaciones de bienes igualmente indiferentes entre sí, pero más útiles que cualquiera de las combinaciones de la curva anterior. Nótese que es innecesario conocer la medida numérica de la utilidad de los bienes de cada curva, pues sea la que sea dichos bienes son igualmente preferidos. Tampoco es necesario conocer esa medida para saber que las combinaciones de la segunda curva son mejores (más preferidas) que las de la primera; la clave es saber que elegiríamos los bienes de esta última en primer lugar. Así pues, hemos sustituido una noción cardinalista de la utilidad por otra ordinalista. La conducta del agente sigue siendo descrita como maximizadora de la utilidad, pero ¡sin que sea necesario conocer la utilidad! El orden de preferencia de las distintas curvas puede representarse mediante un índice de utilidad que solo tiene un significado matemático, y así describe el conjunto de todas las curvas de indiferencia de un agente. Determinar la mayor utilidad (tal como se indica en el Principio de Utilidad) se ha transformado en el problema matemático de maximizar la utilidad individual; averiguar la mayor utilidad del mayor número equivale a maximizar la función de bienestar social, cuyos argumentos son las funciones de utilidad de los distintos individuos. Se trata de un problema extraordinariamente complejo pero no imposible (Arrow, 1951; Pareto, 1897; Walras, 1874), incluso cuando la utilidad depende de la probabilidad (Ramsey, 1931; Savage, 1951; Von Wright, 1963) y el resultado final de la interacción con los demás (Gauthier, 1986; Harsanyi, 1976; Von Neumann & Morgenstern, 1944).

8. Conclusiones

El enfoque utilitarista proporciona una fundamentación de la conducta moral, pero también un procedimiento de decisión. Algunas de las críticas que podrían hacerse al utilitarismo pierden fuerza cuando se distinguen estas dos cuestiones. En cuanto procedimiento de decisión, el utilitarismo implica algunas consecuencias chocantes o poco intuitivas, como que ningún curso de acción sea siempre no preferible, que la racionalidad consista en maximizar un valor, o que la utilidad se podría maximizar cuando los agentes no escogen maximizarla. Como teoría que pretende fundamentar la moralidad, la intuición básica del utilitarismo sigue siendo la originaria: que haya la mayor felicidad posible. Este objetivo eudemonista es genuinamente ético pues ni el Estado, ni las leyes, ni un planificador racional utilitarista podrían lograrlo por sí solos: la felicidad es un asunto de cada cual; la gente, cada uno, tiene que ser feliz realmente. Desde un punto de vista lógico, la agregación de la utilidad viene después. Y es que la felicidad no es una magnitud continua (como la arena o el tiempo), que pueda agregarse y cuantificarse dejando al margen a los seres que son más o menos felices. Atendiendo a esta intuición básica parece resquebrajarse el monismo axiológico necesario para que la maximización utilitarista funcione como procedimiento de decisión; la felicidad sería, a fuer de personal, lábil y múltiple, de modo que el concepto de utilidad derivaría inexorablemente hacia la confusión.

Sin embargo, la situación cambia cuando el utilitarismo se contempla con suficiente perspectiva, como un enfoque más que como una sola teoría en la que todo tenga que encajar, y cuando se valoran las diferentes propuestas utilitaristas surgidas en sus dos siglos de historia. La felicidad y el problema de la fundamentación moral pueden entonces ejercer un influjo positivo e indirecto sobre el Principio de Utilidad en cuanto procedimiento de decisión. Porque dicho principio se declina de varias maneras. Por ejemplo, como utilitarismo negativo que preconiza conjurar la multiplicación del sufrimiento; o como regla de elección que permite comparar estados de cosas subóptimos aunque haya alternativas indiferentes por incomparables, dado que se pueden dar pasos en la buena dirección a pesar de ignorar el destino definitivo. El utilitarismo, en suma, debe tomar su propia medicina, tiene que pasar el test del Principio de Utilidad y él mismo ser útil, aun si eso implica la mencionada distancia entre fundamentación y decisión, y tuviera incluso que ocultarse para lograr consecuencias beneficiosas. Tal como dice Sidgwick (1874, p. 490), “la opinión de que solo el secreto podría hacer que una acción fuera correcta, debería mantenerse comparativamente en secreto”.

Rafael Cejudo Córdoba
(Universidad de Córdoba)

Referencias

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Lecturas recomendadas en castellano

  • Alcoberro, R. (2015): El utilitarismo, Barcelona, UOC.
  • Barragán, J. y D. Salcedo, comps. (2006): Las razones de los demás, Madrid, Biblioteca nueva.
  • Bentham, J. (2010): Un fragmento sobre el gobierno, Madrid, Tecnos.
  • Colomer, J. M. (1987): El utilitarismo: una teoría de la elección racional, Barcelona, Montesinos.
  • Guisán, E. (1993): Ética sin religión, Madrid, Alianza.
  • Gutiérrez, G. (2000): Ética y decisión racional, Madrid, Síntesis.
  • Lara, F. y P. Francés, eds., (2004): Ética sin dogmas: racionalidad, consecuencias y bienestar en el utilitarismo contemporáneo, Madrid, Biblioteca Nueva.
  • Mill, J. S. (2014): El utilitarismo, Madrid, Alianza.
  • Smart, J. J. C. y B. Williams, (1981): Utilitarismo, pro y contra, Madrid, Tecnos.
  • Scarre, G. (1996): Utilitarianism, Londres, Routledge.
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Cómo citar esta entrada

Cejudo, R. (2018): “Utilitarismo”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/utilitarismo/)

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