Archivo de la categoría: E

Populismo

Aunque el populismo es uno de los conceptos políticos más empleados en nuestra época, suele decirse que también es uno de los más escasamente comprendidos (Taggart 2002, 62), y hay incluso quien cree que está rodeado de un “completo caos conceptual” (Müller 2016, 11). También hay quien ha intentado clasificar diferentes aproximaciones al populismo (véase especialmente Taggart 2000, 10-22; también Panizza 2005, 2-3; Rovira Kaltwasser 2012, 186-96; Weyland 2017, 51-55). Sin embargo, lo cierto es que el principal consenso académico sobre el populismo es, precisamente, que no hay ningún gran consenso sobre lo que pueda ser el populismo. Por eso hay quien dice que el populismo es un ejemplo paradigmático de lo que Gallie (1955) denominó “conceptos esencialmente controvertidos” (Weyland 2001; Mudde y Rovira Kaltwasser 2013; 2017).

Semejantes dificultades para acordar una definición permiten explicar por qué prácticamente cualquier texto académico sobre el populismo empieza advirtiendo que en este debate hay que andar con pies de plomo. Así las cosas, esta entrada no aspira a ofrecer ninguna definición concluyente del populismo (para intentos de ese tipo, véase Mansbridge y Macedo 2019 o Urbinati 2019b). Cada sección tiene una aspiración más modesta. La primera identifica algunas dificultades que complican la comprensión y definición del populismo. La segunda sección presenta dos rasgos en los que, a pesar de las discrepancias, la mayoría de las definiciones del populismo coinciden. La tercera ofrece una reconstrucción sintética de la teoría populista desarrollada por Laclau y Mouffe –dos de los teóricos más influyentes tanto política como académicamente.

1. Dificultades

Varios factores complican la comprensión y definición del populismo. Esta sección presenta los seis más obvios e importantes.

1.1. Polisemia

La primera dificultad es la aparente polisemia del término “populismo”, que a lo largo de la historia ha significado cosas distintas (Vergara 2020) y que ahora sirve como un “atrapalotodo” (Canovan 2005, 77) capaz de nombrar aparentemente cualquier partido o movimiento político. Así, parece como si “casi cualquier cosa, tanto de izquierda como de derecha, democrática, antidemocrática, liberal, antiliberal, pueda ser llamada populista” (Müller 2016, 11).

1.2. Connotaciones negativas

La segunda dificultad es que el término “populismo” tiene connotaciones negativas. De hecho, junto al consenso sobre la falta de una definición consensuada, un segundo consenso relativamente amplio es que el populismo, signifique lo que signifique, es algo malo. A menudo percibido como una patología de (o una amenaza para) la democracia, el populismo suele asociarse a un estilo de hacer política que atenta contra las normas de cordialidad propias de la esfera pública (Moffitt y Tormey 2014) y a un discurso simplista y engañoso (Block y Negrine 2017). Prueba de estas malas connotaciones es el hecho de que el término “populista” se use más a menudo despectivamente –esto es, como un insulto que descalifica, marca y estigmatiza– que descriptivamente –como un concepto que simplemente pretende nombrar una parte de la realidad (Urbinati 2019a, 2).

Estas dos primeras dificultades –la polisemia y las connotaciones negativas– hacen del término “populista” una herramienta política muy potente, puesto que le dotan de una gran capacidad para dañar la reputación de líderes y movimientos políticos. Cualquiera puede ser acusado de populista, con el estigma que eso conlleva, sin que esa acusación sea fácil de desestimar, pues ¿cómo se puede demostrar que no se es algo que, en sí mismo, permanece indefinido?

1.3. ¿Derecha o izquierda?

La tercera dificultad para entender y definir el populismo es la aparente afinidad natural que el populismo tiene con posturas políticas totalmente enfrentadas. El populismo suele asociarse al conservadurismo, al nativismo y a la (extrema) derecha (véase por ejemplo, Wolkenstein 2015), pero también hay quien lo asocia a posturas progresistas o de (extrema) izquierda (por ejemplo, Laclau y Mouffe 1987).

Sorprendentemente, no parece haber un término medio al respecto, ya que cada cual suele asumir –a menudo implícitamente– que por su naturaleza el populismo encaja mejor en el extremo del espectro político al que lo asocia, ya sea la derecha o la izquierda. Esta aparente afinidad natural del populismo con posiciones políticas tan dispares podría explicarse, al menos en parte, por su carácter fundamentalmente formal (véase sec. 2.1).

1.4. ¿Democracia o autoritarismo?

La cuarta dificultad es que el populismo también parece tener afinidades naturales tanto con posturas democráticas como con posturas antidemocráticas. Müller (2016, 11), por ejemplo, dice que “el populismo puede verse igualmente como amigo y como enemigo de la democracia”, y Rovira Kaltawasser (2012) entiende que el populismo es tanto una “amenaza” para la democracia como un “correctivo” de sus deficiencias.

En este caso la comunidad académica tampoco está equitativamente dividida. El anti-populismo es la posición académica “por defecto” (Moffitt 2018, 5), ya que mayoría de académicos creen que el populismo socava los valores, las instituciones y/o las actitudes necesarias para el buen funcionamiento de la democracia. Así, por ejemplo, Badano y Nuti (2018) entienden que el populismo merma la capacidad de la ciudadanía para entender y aceptar los puntos de vista ajenos y, por tanto, para alcanzar acuerdos mediante la deliberación democrática. Sin embargo, existe una minoría –liderada por Mouffe y Laclau– que no sólo considera el populismo como compatible con la democracia, sino que además lo ve como la mejor manera de hacer política democrática (véase también Fernández Liria 2016).

La relación aparentemente contradictoria entre el populismo y la democracia podría explicarse también por el carácter formal del primero (sec. 2). No obstante, Abts y Rummens (2007) han ofrecido otra explicación interesante. Su “enfoque de los dos pilares” entiende que nuestras democracias constitucionales constan de un pilar democrático –constituido por la soberanía y la participación popular– y otro pilar constitucional –constituido por los derechos individuales y el estado de derecho. Desde este enfoque, el populismo podría interpretarse como una praxis política que aspira a fortalecer el pilar democrático sin prestar mucha atención al pilar constitucional. Por eso, cuando las democracias constitucionales son poco participativas, el populismo puede ser visto como un “amigo” o un “correctivo” de la democracia (constitucional), ya que contribuiría a reestablecer el equilibrio entre sus dos pilares. Sin embargo, cuando la democracia constitucional está bien equilibrada, el populismo puede ser visto como un “enemigo” de, o una “amenaza” para, la democracia (constitucional), ya que su énfasis en la participación y la soberanía popular tiende a socavar los derechos individuales y el estado de derecho.

1.5. ¿Populismo o democracia radical?

Las secciones previas (1.1-1.4) se refieren a dificultades conceptuales, es decir, a problemas para determinar lo que significa el término “populismo”. En cambio, la quinta dificultad es terminológica, y es que –especialmente en ámbitos académicos– a menudo las ideas y teorías de corte populista son nombradas con términos diferentes. Es decir, que se emplean palabras distintas para nombrar lo que, a grandes rasgos, podrían considerarse distintas variantes del (o aproximaciones al) populismo.

En general, el término “populismo” es preferido por quienes lo critican –aunque, por supuesto, existen excepciones (notablemente, Laclau). Sin embargo, es más frecuente que quienes defienden tesis populistas empleen términos como política (o democracia) “radical”. Por ejemplo, Mouffe, que sistemáticamente ha utilizado conceptos populistas a lo largo de sus obras, rara vez ha presentado su enfoque como populista, prefiriendo términos como “democracia agonista” o “democracia radical”. De hecho, sólo recientemente se ha presentado a sí misma explícitamente como defensora del populismo –eso sí, de izquierdas (Mouffe 2019).

Probablemente, el uso de términos alternativos se deba al deseo de quienes adoptan posturas próximas al populismo de evitar las connotaciones negativas del término. En cualquiera caso, lo cierto es que términos como “democracia radical” y “política agonista” suelen nombrar posturas que, a grandes rasgos, podríamos considerar populistas y, más específicamente, populistas de izquierdas (sobre democracia radical, véase Sánchez Santiago 2024).

1.6. Dos enfoques

La sexta y última dificultad para entender y definir el populismo es la discrepancia en los enfoques académicos.

Por un lado, distintas disciplinas adoptan enfoques diferentes. Como dice Urbinati (2019a, 7), se puede estudiar qué es el populismo –es decir, “si es una ideología ‘delgada’, una mentalidad, una estrategia o un estilo”– o qué hace el populismo –es decir, “cómo cambia o reconfigura los procedimientos e instituciones de la democracia representativa”. Mientras la filosofía política se centra en lo primero, las ciencias sociales se centran en lo segundo.

Al mismo tiempo, quienes se centran en estudiar lo que hace el populismo suelen tener una visión negativa del mismo, y sus estudios empíricos tratan de mostrar cómo los populismos distorsionan la democracia –por ejemplo, generando formas de liderazgo autoritario (Diehl 2018) o alterando el orden constitucional (Blokker 2018). En cambio, quienes se centran en definir lo que es el populismo suelen ser simpatizantes que defienden el populismo por su valor democrático e igualitario (Vergara 2020).

El resultado de esta doble división es una notable diferencia entre los estudios empíricos y los estudios teóricos. Mientras los primeros tienden a describir una práctica con consecuencias indeseables, los segundos tienden a definir una teoría con principios valiosos.

2. Puntos de acuerdo

Esta sección presenta dos rasgos del populismo en los que, a pesar de las profundas discrepancias, la mayoría de las definiciones coinciden.

2.1. Formalismo

El primer rasgo es el carácter relativamente formal del populismo.

El carácter formal del populismo puede apreciarse mejor al contrastarlo con otras posturas en teoría política. Gran parte de la teoría política se centra en discutir los valores sustantivos que definen una sociedad justa y democrática. Por ejemplo, el republicanismo se centra en la libertad como no dominación (Pettit 2023), el socialismo en la igualdad (Cohen 2011), y el liberalismo igualitario en la compaginación de la libertad y la igualdad (Rawls 2013). Otra gran parte de la teoría política se centra en discutir las instituciones y las políticas públicas que, según ciertos valores sustantivos, son necesarias para que la sociedad sea justa (van Parijs y Vanderborght 2017) y democrática (Dahl 1999). Así, la mayoría de las posturas en teoría política pueden definirse a partir del compromiso con algún contenido –ya sea un valor sustantivo, cierto diseño institucional, o una política pública.

El populismo, en cambio, suele concebirse como una forma de hacer política –como una praxis política–, y no tanto como un conjunto de contenidos. De ahí que el populismo sea compatible con multitud de valores, instituciones y políticas públicas, sin que ser populista implique necesariamente adoptar ningún compromiso con ninguno de estos contenidos. Estrictamente, ser populista implica tan sólo la adopción de un modo, o una forma, de promover ciertos valores, instituciones y políticas públicas, sean estos los que sean. Como se verá mejor en las siguientes secciones, la forma específicamente populista de promover contenidos políticos (ya sean valores, instituciones o políticas) consiste en presentar esos contenidos como exigencias de un pueblo legítimo en lucha contra una élite ilegítima.

El carácter relativamente formal del populismo es lo que lo convierte en “camaleónico” (Taggart 2000) y lo que hace posible que –como anotaba arriba– prácticamente cualquier postura política pueda ser defendida a la manera populista. Tan sólo hace falta defenderla, de manera simple y dicotómica, como parte de una sempiterna lucha del pueblo contra la élite. A modo de analogía, podríamos decir que el populismo es como un camión capaz de transportar muchos objetos distintos. Y, al igual que la definición del concepto “camión” no debería incluir lo que un camión particular cargue en cierto momento, la definición del concepto “populismo” no debería incluir los contenidos que un partido o movimiento político particular promueve en cierto contexto.

Laclau ha defendido una postura claramente formalista y ha sido contundente en este punto. Para él, el populismo es “estrictamente formal, pues todas sus características definitorias conectan exclusivamente con un modo específico de articulación (…) independientemente de los contenidos que se articulen” (Laclau 2005b, 44). En esta misma línea, el populismo ha sido definido como un mero “medio” para conectar con electorado (Mair 2002, 84) y como una “estrategia” política (Weyland 2001; 2017).

Una postura un tanto menos formalista es la de quienes definen el populismo como una “ideología delgada” (véase, por ejemplo, Canovan 2002). Las ideologías gruesas –como el socialismo o el liberalismo– constan de un amplio abanico de ideas, lo que les permite ofrecer respuestas detalladas a cualquier pregunta política. En cambio, las ideologías delgadas –como el populismo– solo constan de un pequeño conjunto de ideas que por sí mismas no pueden responder a todas las preguntas políticas. Por eso necesitan complementarse con ideas prestadas de otras ideologías.

2.2. El pueblo contra la élite

En segundo lugar, la mayoría de las aproximaciones al populismo coinciden en que el populismo concibe la política como una lucha entre dos bandos irremediablemente enfrentados, a los que suele denominarse “el pueblo” y “la élite”. La forma populista de hacer política –la praxis populista– consiste, por tanto, en participar en esa lucha.

2.2.1. ¿Quién es quién?

Es difícil saber quién pertenece al “pueblo” del populismo –y, en consecuencia, quién pertenece a esa “élite” a la que ese pueblo supuestamente se opone– porque, en el imaginario populista, la noción de “pueblo” tiene múltiples significados (véase Mudde y Rovira Kaltwasser 2017, 9-11; Canovan 1999, 5).

Sin embargo, parece claro que “el pueblo” populista no se refiere al conjunto de personas que viven en una sociedad, definida por las fronteras externas de un país con sus países vecinos. En este sentido hablamos del pueblo portugués o italiano, pero no del pueblo populista. La frontera que define al “pueblo” del populismo es una frontera interna a la sociedad (Canovan 2005, cap. 4).

También es claro que el sentido populista de “pueblo” no se refiere a la ciudadanía, definida como el conjunto de personas con derechos de participación política dentro de la sociedad (Canovan 2005, cap. 5). Estrictamente, “el pueblo” del populismo incluye solamente a algunos miembros de la comunidad política, con independencia de si tienen derechos de participación política o no.

2.2.3. Diferencias

Sean quienes sean en el imaginario populista, “el pueblo” y “la élite” se diferencian claramente en tres aspectos.

Primero, en su acceso al (y disfrute del) poder. El populismo entiende que mientras el pueblo es ignorando y marginado, la élite monopoliza el poder. De hecho, la división pueblo-élite suele definirse precisamente a partir del eje vertical que distingue, por un lado, a los de abajo –la “gente común” (Canovan 2005, 67) o “los desamparados” (Laclau 2005b, 38)– de, por otro lado, los de arriba –los “políticos profesionales” (Canovan 2005, 67), la élite militar (Mansbridge y Macedo 2019, 61), “la élite económica, la élite cultural y la élite mediática” (Mudde y Rovira Kaltwasser 2017, 11), en definitiva, “el poder” (Laclau 2005b, 38).

Segundo, el pueblo y la élite son distintos moral y epistémicamente. Mientras el pueblo es concebido como puro, bueno, honesto y sabio, la élite es “demonizada” (Taggart 2002, 94) y vista como corrupta, malvada, deshonesta y (a menudo) estúpida (Mansbridge y Macedo 2019, 62).

Tercero, y como corolario de lo anterior, el pueblo y la élite difieren en su derecho moral a gobernar. Mientras el pueblo es visto como el único soberano legítimo y, por tanto, como el titular exclusivo del derecho moral a gobernar, la élite es concebida como una usurpadora de la soberanía popular, como una ocupante ilegítima de las instituciones que deberían estar al servicio (y bajo el control directo) del pueblo (Urbinati 2015).

3. La concepción del populismo de Mouffe y Laclau

Esta sección sintetiza la muy influyente concepción del populismo de Mouffe y Laclau, explicando brevísimamente lo que podrían verse como sus tres tesis centrales.

3.1. Identidades sociales

La primera tesis sostiene que las identidades sociales son relacionales y fluidas.

La identidad suele definirse como la propiedad que hace que cada cosa sea igual a sí misma, tal y como refleja la fórmula “X=X”. Laclau y (más claramente) Mouffe (2000; 2005) niegan que esta fórmula se aplique a las identidades sociales.

Para ellos, las identidades sociales son relacionales. Esto significa que existen tan sólo en virtud de la oposición entre un yo (o un nosotros) y un otro, al que denominan “exterior constitutivo”. Así, X sólo adquiere su identidad al confrontarse con un no-X que percibe como su opuesto o contrario.

La identidad predominante de una persona depende de cuál es la relación predominante de oposición (Mouffe 1993). Por tanto, la misma persona puede identificarse como mujer, si su exterior constitutivo son las no-mujeres, como persona blanca, si son las personas no-blancas, o como cristiana, si son las personas no-cristianas. Igualmente, cuando el otro contra el cual nos identificamos cambia, también cambia nuestra propia identidad. Esto hace que las identidades sociales estén en constante formación y transformación –es decir, que sean fluidas (para una explicación más detallada, véase Wenman 2003).

El carácter relacional y fluido de las identidades sociales permite explicar por qué para Mouffe y Laclau el poder no reside principalmente en las instituciones formales, sino más bien en la capacidad para generar discursos que fijen un exterior constitutivo –esto es, un otro– contra quienes nos identificamos.

3.2. Lo político y la política

La segunda tesis afirma que los acuerdos políticos no son, ni pueden ser, racionales. Un acuerdo político es racional en la medida en que se basa en argumentos, es decir, en la medida en que resulta de una consideración lógica sobre qué fines deben perseguirse y sobre cuáles son los mejores medios para conseguir esos fines.

En función de si las partes consideran solamente sus intereses o también los intereses ajenos, podemos distinguir entre acuerdos racionales autointeresados y acuerdos racionales desinteresados (o prosociales). Algunas teorías liberales, como el elitismo democrático (Downs 1957), entienden que la ciudadanía sólo considera sus intereses individuales, y que por tanto la política consiste en encajar estos intereses individuales en acuerdos racionales autointeresados. En cambio, la teoría deliberativa asume que la ciudadanía es capaz de tratar los intereses ajenos igual que los propios, y concibe la política como la búsqueda de acuerdos racionales desinteresados sobre lo que es bueno para todos (Martí 2006, cap. 2).

Pues bien, el populismo no cree que puedan alcanzarse acuerdos mediante argumentos o consideraciones lógicas de ninguno de estos dos tipos. De hecho, el populismo entiende que los acuerdos racionales son imposibles tanto al nivel de lo político como al nivel de la política. Vayamos por partes.

Lo político se refiere a la división Schmittiana entre “amigos” y “enemigos” (Schmitt 2014). Los amigos son quienes comparten valores fundamentales y, por tanto, llevan estilos de vida compatibles entre sí. Los enemigos, en cambio, discrepan sobre estos valores fundamentales –que son “no negociables” (Mouffe 2005, 30)– y, por tanto, no pueden coexistir. Así, el desacuerdo al nivel de lo político –esto es, entre enemigos– implica un conflicto violento, al que Schmitt llama “guerra” y al que Mouffe denomina “antagonismo”.

Además, el desacuerdo al nivel de lo político es insuperable racionalmente, porque los enemigos carecen de un “espacio simbólico común” (Mouffe 2000, 13) que les permita deliberar racionalmente. Esto implica que la justificación de cualquier orden social quedaría confinada dentro de sus propias fronteras: cualquier sociedad se fundamentaría en unos valores y una forma de vida que habrían sido impuestos (pero no justificados, porque tal cosa sería imposible) ante las alternativas. Esta imposición es lo que la teoría populista denomina “hegemonía”. La democracia constitucional no sería ninguna excepción; se trata, simplemente, del orden social resultante de la hegemonía demoliberal, cuyos dos valores fundamentales son la libertad y la igualdad.

Por su parte, la política se refiere al debate sobre lo que estos dos valores demoliberales significan y requieren. La política es, pues, un conflicto entre “amigos” (en el sentido schmittiano) o entre “adversarios” (en términos de Mouffe) que pueden coexistir pacíficamente porque comparten los valores de igualdad y libertad. Los adversarios experimentan un conflicto de intensidad menor que el antagonismo, al que Mouffe denomina “agonismo”. A diferencia del antagonismo, el agonismo no se resuelve mediante la violencia, sino mediante prácticas discursivas.

Ahora bien, al igual que el antagonismo, el conflicto agónico sobre lo que la igualdad y la libertad signifiquen y requieran “no es uno que pueda resolverse mediante la deliberación y la discusión racional” (Mouffe 2000, 102). Los cambios de opinión al nivel de la política no resultan de un proceso deliberativo, sino de una mutación en la identidad. Así lo dice la propia Mouffe: “Aceptar la visión del adversario es experimentar un cambio radical en la identidad política, tiene más la naturaleza de una conversión que de una persuasión racional” (1999, 755). Así, al nivel de la política, igual que al nivel de lo político, debemos “abandonar el sueño de un consenso racional” (Mouffe 1999, 750). De ahí que –como explica la siguiente subsección– las prácticas discursivas que constituyen la política populista no deban (ni puedan) promover una participación racional, sino emotiva e identitaria (Marciel 2022).

3.4. La construcción retórica del pueblo

La tercera tesis sostiene que “el pueblo” es una identidad social que se construye retóricamente mediante un discurso que establece a cierta élite como el exterior constitutivo contra el cual se identifican multitud de grupos sociales. Nótese que esta tesis se basa en las dos anteriores: según la primera, “el pueblo” es una identidad social forjada contra un exterior constitutivo; y, según la segunda, la identidad popular se construye a través de prácticas discursivas que son más retóricas que racionales. Probablemente la descripción más prolija de cómo se construye el pueblo se la debamos a Laclau (2005a, cap. 5), cuyas ideas sintetizaré aquí muy brevemente.

Laclau cuenta que, en cualquier sociedad, los distintos grupos sociales elevan a la administración “demandas” que exigen la satisfacción sus intereses sectoriales. Cuando estas demandas son satisfechas, su recorrido termina. Sin embargo, si una demanda (por ejemplo, d1) permanece insatisfecha por un tiempo, el sector que la exige podría desarrollar un sentimiento de solidaridad con otros sectores cuyas demandas (d2, d3, d4…) también permanecen insatisfechas. Cuando esto sucede, los miembros de los distintos sectores podrían empezar a ver todas sus demandas como partes de una misma lucha popular contra la administración. En este punto, las demandas estarían unidas por una “cadena de equivalencias” –esto es, una asociación según la cual exigir la satisfacción de cualquier demanda equivaldría a exigir indistintamente la satisfacción todas y cada una de las demandas incluidas en esa cadena (d1 = d1, d2, d3, d4… y así para cualquier d incluida en la cadena).

Al percibir sus demandas como igualmente frustradas por la administración, los distintos sectores adquirirían un mismo exterior constitutivo: la élite. Y, al percibirse a sí mismos como igualmente enfrentados a esa élite, las identidades propias de los distintos sectores sociales serían sustituidas por una única identidad social: la identidad popular. Así, la identidad social “pueblo” sería el subproducto de la construcción de una cadena de equivalencias que englobaría una variedad de demandas percibidas indistintamente como reivindicaciones de una misma lucha popular. La tarea fundamental del populismo sería establecer esa cadena de equivalencia entre demandas dispares para, así, generar la identidad popular –o, en términos populistas construir pueblo (Errejón y Mouffe 2015).

Hay que anotar que, en línea con la tesis sobre la irracionalidad de la política, la conexión entre las distintas demandas democráticas –y, por tanto, la creación de la identidad popular– no es posible mediante deliberación racional. La identidad popular debe crearse mediante discursos retóricos, sencillos, pasionales y dicotómicos, discursos que hagan que la gente se sienta parte de un mismo pueblo en lucha contra la élite.

Un recurso fundamental de la práctica discursiva populista son los significantes vacíos. Los significantes vacíos son símbolos cuyo significado es lo suficientemente general y vago como para representar la multitud de demandas incluidas en la cadena de equivalencias. Estos símbolos podrían ser palabras individuales (por ejemplo, “democracia” o “libertad”), slogans (como “Make America Great Again!”, “Yes, We Can!”, o “¡Sí se puede!”), o incluso las caras y los nombres de los líderes carismáticos.

Conclusión

Como hemos visto, existen enormes dificultades para comprender y definir el populismo. A pesar de eso, parece haber un relativo acuerdo académico según el cual el populismo consiste en una praxis política relativamente desvinculada de cualquier valor, institución o política pública, una praxis que aspira a articular una supuesta lucha entre un pueblo legítimo y una élite usurpadora de la soberanía popular. La teoría de Mouffe y Laclau es una de las concepciones específicas del populismo más influyentes, tanto académica como políticamente. Al ser más detallada que el concepto mínimo de populismo esbozado en la sección 2 también resulta mucho más controvertida. A cambio, puede ser más fácilmente contrastada con otras teorías, como el liberalismo o la teoría deliberativa de la democracia.

 

Rubén Marciel Pariente

(Universitat Pompeu Fabra)

 

 

Referencias

  • Abts, Koen, y Stefan Rummens. 2007. Populism versus Democracy. Political Studies 55 (2): 405–24. https://doi.org/10.1111/j.1467-9248.2007.00657.x.
  • Block, Elena, y Ralph Negrine. 2017. The Populist Communication Style: Toward a Critical Framework. International Journal of Communication 11 (1): 178–97.
  • Blokker, Paul. 2018. “Populist Constitutionalism.” En Routledge Handbook of Global Populism, editado por Carlos de la Toerre, 113–128. London: Routledge.
  • Canovan, Margaret. 1999. Trust the People! Populism and the Two Faces of Democracy. Political Studies 47(1): 2–16.
  • ———. 2002. “Taking Politics to the People: Populism as the Ideology of Democracy. En Democracies and the Populist Challgenge, editado por Yves Mény y Yves Surel, 25–44. New York: Palgrave Macmillan.
  • ———. 2005. The People. London: Polity.
  • Cohen, Gerald A. 2011. ¿Por qué no el socialismo? Madrid: Katz
  • Dahl. Robert A. 1999. La democracia. Madrid: Taurus.
  • Diehl, P. 2018 “Twisting Representation”. En Routledge Handbook of Global Populism, editado por Carlos de la Toerre, 129–144. London: Routledge.
  • Downs, Anthony. 1957. An Economic Theory of Democracy. New York: Harper Collins [trad. al castellano de Luis Adolfo Martín Merino. 1973. Teoría económica de la democracia. Madrid: Aguilar.]
  • Errejón, Iñigo, y Chantal Mouffe. 2015. Construir Pueblo: Hegemonía y Radicalización de La Democracia. Barcelona: Icaria.
  • Fernández Liria, Carlos. 2016. En Defensa Del Populismo. Madrid: Catarata.
  • Gallie, W. B. 1955. Essentially Contested Concepts. Proceedings of the Aristotelian Society (1), 167–198.
  • Laclau, Ernesto. 2005a. La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
  • ———. 2005b. “Populism. What’s in a Name?” En Populism and the Mirror of Democracy, editado por Francisco Panizza, 33–49. London: Verso. [trad. al castellano. 2009. Populismo como espejo de la democracia. Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires.]
  • Laclau, Ernesto, y Chantal Mouffe. 1987. Hegemonía y Estrategia Socialista: Hacia Una Radicalización de La Democracia. Madrid: Siglo XXI.
  • Mair, Peter. 2002. Ruling the Void. The Hollowing Out of Western Democracy. London: Verso. [trad. al catellano de María Hernández. 2015. Governando el vacío. La banalización de la democracia occidental. Madrid: Alianza.]
  • Mansbridge, Jane, y Stephen Macedo. 2019. Populism and Democratic Theory. Annual Review of Law and Social Science15: 59–77. https://doi.org/10.1146/annurev-lawsocsci-101518-042843
  • Marciel, Rubén. 2022. Populismo y discursos del odio: un matrimonio evitable (en teoría). Isegoria 67: e6. https://doi.org/https://doi.org/10.3989/isegoria.2022.67.06.
  • Martí, José Luis. 2006. La república deliberativa. Una teoría de la democracia. Madrid: Marcial Pons.
  • Moffitt, Benjamin. 2018. The Populism/Anti-Populism Divide in Western Europe. Democratic Theory 5(2): 1–16. https://doi.org/10.3167/DT.2018.050202.
  • Moffitt, Benjamin, y Simon Tormey. 2014. Rethinking Populism: Politics, Mediatisation and Political Style. Political Studies 62(2): 381–97. https://doi.org/10.1111/1467-9248.12032.
  • Mouffe, Chantal. 2005. On the Political. London: Routledge. [trad. al castellano por Soledad Laclau. 2007. En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.]
  • ———. 2000. The Democratic Paradox. London: Verso. [trad. al castellano por Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar. 2012. La paradoja democrática: El peligro del consenso en la política contemporánea. Barcelona: Gedisa]
  • ———. 1993. The Return of the Political. London: Verso. [trad. al castellano por Marco-Aurelio Galmarini Rodríguez. 2021. El retorno de lo político. Barcelona: Paidós].
  • ———. 2019. Por un populismo de izquierdas. Tres Cantos: Siglo XXI.
  • Mudde, Cas, y Cristóbal Rovira Kaltwasser. 2013. “Populism.” En The Oxford Handbook of Political Ideologies, editado por Michael Freeden, Lyman Tower Sargent y Marc Stears, 493–512. Oxford: Oxford University Press.
  • ———. 2017. Populism: A Very Short Introduction. New York: Oxford University press.
  • Müller, Jan-Werner. 2016. What Is Populism? Philadelphia: University of Pennsylvania Press. [trad. al castellano por Clara Stern Rodríguez. 2017. ¿Qué es el populismo? Ciudad de México: Grano de sal.]
  • Panizza, Francisco. 2005. “Populism and the Mirror of Democracy.” En Populism and the Mirror of Democracy, editado por Francisco Panizza, 1–31. London: Verso. [trad. al castellano. 2009. Populismo como espejo de la democracia. Fondo de Cultura Económica: Buenos Aires.]
  • Pettit, Philip. 2023. En los términos del pueblo. Teoría y modelo republicanos de democracia. Madrid: Trotta.
  • Rawls, John. 2013. El liberalismo político. Barcelona: Booket.
  • Rovira Kaltwasser, Cristóbal. 2012. “The Ambivalence of Populism: Threat and Corrective for Democracy.” Democratization 19(2): 184–208. https://doi.org/10.1080/13510347.2011.572619.
  • Sánchez Santiago, Alfredo. 2024. Democracia Radical. Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad, 26: 275–92. https://doi.org/10.20318/eunomia.2024.8513.
  • Schmitt, C. (2014) El concepto de lo político, Madrid: Alianza.
  • Taggart, Paul A. 2000. Populism. Buckingham: Open University Press.
  • ———. 2002. “Populism and the Pathology of Representative Politics.” En Democracies and the Populist Challgenge, editado por Yves Mény y Yves Surel, 62–80. New York: Palgrave Macmillan.
  • Urbinati, Nadia. 2015. A Revolt against Intermediary Bodies. Constellations 22(4): 477–86. https://doi.org/10.1111/1467-8675.12188.
  • ———. 2019a. Me the People: How Populism Transforms Democracy. London: Harvard University Press.
  • ———. 2019b. Political Theory of Populism. Annual Review of Political Science 22: 111–27.
  • van Parijs, Philippe, y Yannick Vanderborght. 2017. Ingreso básico: Una propuesta para una sociedad libre y una economía sensata. Ciudad de México: Grano de sal.
  • Vergara, Camila. 2020. Populism as Plebeian Politics: Inequality, Domination, and Popular Empowerment. Journal of Political Philosophy 28(2): 222–46. https://doi.org/10.1111/jopp.12203.
  • Wenman, Mark Anthony. 2003. What Is Politics? The Approach of Radical Pluralism. Politics 23(1): 57–65. https://doi.org/10.1111/1467-9256.00180.
  • Weyland, Kurt. 2001. Clarifying a Contested Concept: Populism in the Study of Latin American Politics. Comparative Politics 34(1): 1–22. https://doi.org/10.2307/422412.
  • ———. 2017. “Populism: A Political-Strategic Approach.” En The Oxford Handbook on Populism, editado por Cristóbal Rovira Kaltwasser, Paul Taggart, Paulina Ochoa Espejo y Pierre Ostiguy, 48–72. Oxford: Oxford University press.
  • Wolkenstein, Fabio. 2015. What Can We Hold against Populism? Philosophy and Social Criticism 41 (2): 111–29. https://doi.org/10.1177/0191453714552211

 

Lecturas recomendadas en castellano

  • Laclau, Ernesto. 2005. La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica
    (caps. 1 y 4).
  • Mouffe, Chantal. 2007, “Introducción” y “La política y lo político”, en En torno a lo político. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica
  • Mudde, Cas, y Rovira Kaltwasser, Cirstóbal. 2019. Populismo: una breve introducción. Madrid: Alianza Editorial
  • Müller, Jan-Werner. 2017. ¿Qué es el populismo? Ciudad de México: Grano de sal
  • Panizza, Francisco (comp.). 2019. El populismo como espejo de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
  • Urbinati, Nadia. 2023. Teoría política del populismo. Revista Mexicana de Sociología, 85(2), pp.197-225. http://dx.doi.org/10.22201/iis.01882503p.2023.2NE.60988

 

Cómo citar esta entrada

Marciel, R. (2024) “Populismo”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, (URL: http://www.sefaweb.es/populismo/)

Justificación pública

1. Justificación política: una tipología

Las decisiones políticas deben estar justificadas. Sobre esto no hay demasiada controversia. Menos claro está, sin embargo, cómo debe interpretarse esta afirmación. Existen al menos dos posibilidades. Por un lado, hay quienes defienden que las decisiones políticas están adecuadamente justificadas si coinciden con lo que, objetivamente, debemos hacer—por ejemplo, si maximizan el bienestar agregado (Mill 1828), realizan las exigencias de la justicia distributiva (van Parijs 1996), o protegen los derechos de propiedad legítimos de los individuos (Nozick 1974). Algunos denominan a estas teorías factualistas, pues apelan a hechos acerca de lo que debemos hacer, independientemente de nuestras actitudes (Peter 2023). Por el otro lado, hay quienes sostienen que las decisiones políticas sólo pueden justificarse correctamente si apelan de algún modo a las creencias y valores de aquellos sobre quiénes se imponen. Una analogía: dadas sus creencias y la evidencia disponible en su época, Aristóteles no habría estado justificado en creer en las tesis de la física contemporánea, aunque estas estén en lo cierto (Gaus 2011, 234). Del mismo modo, nos dicen, la justificación política no tiene sentido en abstracto, sino que siempre opera en relación con alguien, apelando a sus creencias y valores. Quienes defienden esta segunda concepción adoptan una concepción interpersonal de la justificación política (van Schoelandt 2015).

Entre estos últimos se encuentran los teóricos de la justificación pública, una familia de concepciones acerca de la justificación política (en un sentido interpersonal) unidas por una idea central: que el poder político sólo puede justificarse si apela a las creencias y valores de los individuos, moderadamente idealizados—es decir, asumiendo que razonamos adecuadamente, y filtrando los sesgos cognitivos más extremos (Rawls 1993, 2001; Habermas 1998; Quong 2010; Gaus 2011; Lister 2013; Vallier 2019). Para los teóricos de la justificación pública, un orden político es legítimo sólo si sus decisiones apelan a las creencias y valores de aquellos sobre quienes son impuestas, sin idealizarlos demasiado. A este ideal subyace una intuición concreta: que los principios rectores de una sociedad deberían poder ser conocidos y discutidos por el ciudadano medio, y no sólo por una pequeña élite ilustrada (Waldron 1987, 146). Esto es especialmente importante, señalan los teóricos de la justificación pública, en sociedades complejas y plurales, en las que los ciudadanos discrepamos sobre la moralidad, la justicia y la vida buena. Sobre estas cuestiones existe, en palabras de John Rawls (1993, 2001), un “pluralismo razonable,” dado que el desacuerdo no es necesariamente producto de la obvia irracionalidad o malicia de alguna de las partes.

Aunque el ideal de la justificación pública se remonta, por lo menos, a la Ilustración y a las teorías contractualistas, en las últimas décadas ha cobrado renovada vitalidad a través de la obra de John Rawls, y en la actualidad el marco de la justificación pública ha sido empleado para discutir, por ejemplo, sobre legitimidad política (Rawls 1993, 2001; Quong 2010; Gaus 2011; Peter 2019), pluralismo religioso y cultural (Vallier 2014), nuestras obligaciones hacia los animales y las generaciones futuras (Zuolo 2021), el feminismo (Baehr 2008; Hartley y Watson 2018), el papel de la ciencia en sociedades democráticas (Badiola 2018), o la promoción de dietas y estilos de vida saludables por parte de las instituciones públicas (Barnhill y Bonotti 2022). Pese a ello, los teóricos de la justificación pública difieren acerca de cuál es la mejor forma de concebir el ideal. Y, por supuesto, no todos los filósofos aceptan este ideal. En esta entrada se introducen tanto las principales discrepancias internas como las objeciones más discutidas al ideal de la justificación pública.

2. La justificación política

Los teóricos de la justificación pública discrepan acerca de qué debe ser justificado públicamente, cómo debe proceder la justificación pública, o qué justifica el ideal en primer lugar (es decir, el por qué).

2.1. ¿Qué?

¿Qué debe justificarse públicamente? Para algunos, sólo aquellas decisiones que afecten a las esencias constitucionales o a cuestiones de justicia básica (Rawls 1993). Las primeras son aquellas que delimitan y determinan la estructura básica de un orden político (su constitución) mientras que las segundas son aquellas que determinan los términos de la cooperación social y la distribución de las cargas y beneficios que de ella se derivan. Esto es lo que a menudo se denomina la concepción estrecha de la justificación pública (por ejemplo, en Quong 2004). La mayoría de teóricos defiende, no obstante, concepciones algo más amplias. Así, por ejemplo, existe amplio acuerdo acerca de que, como mínimo, deben justificarse públicamente todas las decisiones políticas coactivas—traten o no sobre esencias constitucionales o cuestiones de justicia básica (Larmore 1999, Quong 2010, Gaus 2011, Vallier 2019). Algunos, sin embargo, van más allá y sostienen que todas las decisiones políticas, coactivas o no, deben justificarse públicamente (Quong 2010, Bird 2013). Y otros que no sólo las decisiones políticas deben estar públicamente justificadas, sino también las normas morales (Habermas 1998, Forst [2007] 2012, Gaus 2011).

2.2. ¿Cómo?

¿Cómo debe proceder la justificación pública? Para los llamados teóricos del consenso (véase D’Agostino 1996) la justificación pública debe apelar a razones compartidas. Un ejemplo de esta concepción es el liberalismo político de John Rawls (1993, 2001), según el cual la estructura básica de un orden político debe justificarse “aplicando sólo ideas fundamentales familiares de, o implícitas en, la cultura pública de una sociedad democrática” (Rawls 2001, 52). Los lugares comunes de la cultura democrática de una sociedad proporcionan, según Rawls, razones públicas, en contraste con las razones proporcionadas por doctrinas comprehensivas que sólo comparte un grupo concreto de ciudadanos—por ejemplo, quienes practican una religión, o comparten una concepción de la vida buena (véase también Quong 2010). Así, una decisión política podría criticarse o apoyarse apelando a sus efectos, por ejemplo, sobre la libertad de expresión—pues esta parece ser una idea implícita en la cultura política de las sociedades democráticas—pero no a la voluntad divina—que es irrelevante para quienes no creen en ninguna divinidad, o veneran dioses diferentes.

Para los llamados teóricos de la convergencia, en cambio, la justificación pública requiere únicamente que nos pongamos de acuerdo acerca de qué decisiones políticas deben tomarse (o qué normas morales son válidas), aunque cada uno lo haga por razones diferentes (Gaus 2011, Vallier 2019, Kogelmann y Stitch 2016). Que una decisión quede adecuadamente justificada ante los ciudadanos requiere, a juicio de estos autores, que podamos hacerla nuestra—es decir, que tenga sentido dados nuestros compromisos evaluativos, sin que estos deban ser necesariamente compartidos. Para los teóricos de la convergencia, pues, las razones no deben ser compartidas. Pero algunos de ellos matizan que deben ser, por lo menos, inteligibles: es decir, que las razones por las que un individuo acepta o rechaza una decisión política o una norma moral deben ser coherentes con sus estándares evaluativos, de manera que otros entiendan porque esas razones tendrían sentido para ese individuo, dados sus compromisos evaluativos (Gaus 2011, Vallier 2016). Supongamos que un utilitarista se opone a una propuesta de política pública porque no considera que el bienestar de los implicados sea moralmente relevante. Esto parece ininteligible, pues ser utilitarista consiste precisamente en sostener que el bienestar es moralmente relevante. En este caso, sostendrían los defensores del criterio de la inteligibilidad, las razones del utilitarista incoherente carecen de fuerza justificativa en tanto que ni siquiera tienen sentido dados sus propios compromisos evaluativos.

2.3. ¿Por qué?

¿Por qué es valioso el ideal de la justificación pública? De nuevo, existen diversas propuestas (véase Wendt 2016, parte 3). En primer lugar, hay quienes apelan a consideraciones de equidad (Rawls 1993, Boettcher 2007, Quong 2010). Si concebimos la sociedad como un esquema cooperativo, sostienen estos autores, parece injusto que los términos de la cooperación dependan únicamente de las creencias (morales, religiosas, filosóficas) de algunos cooperadores en particular, y no de todos. En segundo lugar, otros apelan a consideraciones de respeto hacia las personas, entendidas como individuos capaces de elaborar, revisar y perseguir planes de vida propios, así como de deliberar sobre, y responder a, razones morales. Según este argumento, imponer decisiones sobre quienes, siendo racionales y actuando de buena fe, objetan a ellas, constituiría una forma de “autoritarismo moral” (Gaus 2011), o implicaría tratar a otros como simples medios para nuestros fines (Larmore 1999, 607), o como seres incapaces de auto-determinarse y de proporcionar (y atender a) razones (Forst [2007] 2012, 38). En tercer lugar, algunos autores han empleado argumentos instrumentalistas. Por ejemplo, que un orden político, aunque actúe de manera justa, será incapaz de operar efectivamente si sus decisiones no están públicamente justificadas, pues hallará la resistencia de los objetores (Quong 2010, 133; véase también Weithman 2011). O que una disposición a justificar públicamente las decisiones políticas, o las normas morales en general, se traduce en niveles más elevados de confianza social—lo que, sugiere la evidencia empírica, conlleva importantes beneficios sociales y económicos (Vallier 2019). En cuarto lugar, algunos autores sostienen que la justificación pública de las decisiones políticas es esencial para que exista amistad cívica entre ciudadanos—es decir, para que nos veamos los unos a los otros como ciudadanos libres e iguales con igual derecho a ser escuchados, y no como meros objetos potenciales de coacción (Ebels-Duggan 2010, Lister 2013, Leland 2019).

Por otra parte, autores como Gerald Gaus (2011) han defendido que la idea de la justificación pública subyace a nuestras prácticas evaluativas, lo que explicaría—según Gaus—por qué no parece apropiado reprocharle a alguien una acción que, ni siquiera idealizado moderadamente, puede entender por qué no debería realizar (algunas objeciones en Enoch 2013 y Tazhib 2019). Y, más recientemente, otros han sostenido que la justificación pública es un procedimiento racional en situaciones de incertidumbre normativa—es decir, cuando dudamos acerca de cuál es la mejor teoría moral (Barrett y Schmidt 2024; véase también Peter 2019).

3. Objeciones

Las teorías de la justificación pública tienen tenaces defensores y formidables críticos. En esta última sección se introducen algunas de las objeciones más conocidas. Algunas de estas objeciones, como veremos, objetan a versiones concretas del ideal, mientras que otras apuntan al ideal mismo.

3.1. El problema de la asimetría

Como hemos visto, los teóricos del consenso sostienen que existe una distinción entre ideales controvertidos, sometidos a desacuerdo razonable (como las doctrinas morales, filosóficas y religiosas) e ideales no controvertidos (derivados, como en el caso de Rawls, de las ideas fundamentales implícitas en la cultura pública de una sociedad democrática). Mientras que los primeros sólo interpelan a algunos individuos concretos, los segundos proporcionan razones públicas, compartidas por todos los ciudadanos. Esta asimetría, según algunos críticos, carece de fundamento, pues no parece haber menos desacuerdo sobre la justicia o la democracia que sobre la existencia de Dios y la vida eterna, o sobre la concepción correcta de la vida buena (Sandel 1994, 182-188, Gaus 1999, Chan 2000, Fowler y Stemplowska 2015).

Los teóricos de la justificación pública han tratado de responder a esta objeción de dos maneras. Por un lado, aceptándola. Los teóricos, de la convergencia, por ejemplo, admiten la existencia de desacuerdos razonables sobre la justicia y la democracia—y por eso creen que el consenso es improbable (Gaus 2011, Vallier 2019). Por otro lado, los teóricos del consenso han respondido defendiendo que los desacuerdos que sobre la justicia o la democracia puedan existir son distintos de los desacuerdos sobre, por ejemplo, la vida buena o la existencia de Dios (Quong 2010, cap. 7). Así, los primeros serían desacuerdos justificatorios (en los que compartimos estándares de justificación, pero discrepamos acerca de sus implicaciones), mientras que los segundos son desacuerdos fundacionales (en los que ni siquiera compartimos estándares de justificación que nos permitan arbitrar entre concepciones rivales). Mientras que los desacuerdos justificatorios serían superficiales, mutuamente inteligibles y en ocasiones resolubles, los fundacionales serían profundos, irresolubles e inconmensurables. Como el propio Quong (2010, cap. 5) señala, sin embargo, esta respuesta asume que el proyecto de la justificación pública se dirige únicamente a quienes ya aceptan alguna forma de liberalismo vinculado al marco de la justificación pública—pues, de lo contrario, sería falso que todos los desacuerdos sobre democracia y justicia son justificatorios. Enoch (2015, 122) rechaza esta estrategia por ser excesivamente restringida, pues parece dejar fuera de la discusión sobre justificación política “a gente como John Stuart Mill, Karl Marx, Joseph Raz, Jean Hampton, casi todos los epistemólogos contemporáneos, probablemente la mayoría de posiciones rivales sobre la razón pública, al primer Rawls—ah, y a mí” (Para otras críticas, véase Sleat 2014, Fowler y Stemplowska 2015 y von Schoelandt 2015).

3.2. El problema de la auto-refutación

Para las teorías de la justificación pública, las decisiones políticas (o normas morales) basadas en razones que individuos modernamente idealizados podrían rechazar son ilegítimas. Algunos críticos han objetado que este requisito se auto-refuta, pues personas razonables, actuando de buena fe, pueden rechazar razonablemente el ideal de la justificación pública (Wall 2002, Enoch 2015, Mang 2019). Algunos teóricos de la justificación pública responden que esto es imposible, puesto que un rasgo definitorio del individuo razonable es precisamente que acepte el principio de la justificación pública. Es decir, que, por definición, la justificación pública no puede ser razonablemente rechazada (Estlund 2008, 61, Quong 2010, 235 n. 34). Otros, en cambio, niegan lo que la objeción asume: esto es, que el principio de la justificación pública deba aplicarse a sí mismo. Para estos autores, aunque el principio de la justificación pública debe estar justificado (de lo contrario no tendríamos razones para aceptarlo), no tiene por qué serlo a través del propio principio de la justificación pública. Para Gaus (2011, 228), por ejemplo, debemos aceptar el principio de la justificación pública porque es un presupuesto de nuestras prácticas evaluativas. Bajaj (2017), por otra parte, sostiene que el principio de la justificación pública se aplica únicamente a las razones empleadas para justificar decisiones políticas o leyes, pero no a sí mismo, pues el principio de la justificación pública no justifica decisiones o leyes, sino que regula qué razones pueden hacerlo.

3.3. El problema de la idealización

Los teóricos de la justificación pública idealizan (aunque, habitualmente, de forma moderada) a los destinatarios de la justificación, filtrando sesgos y formas de razonamiento notoriamente irracionales. Esta estrategia evita tener que concluir que creencias absolutamente irracionales deben ser tenidas en cuenta a la hora de justificar públicamente decisiones políticas o normas morales. Para algunos, no obstante, este movimiento es ad hoc y carece de una justificación independiente. Enoch (2015), por ejemplo, argumenta que si la justificación pública es necesaria para que nos tratemos los unos a los otros como individuos libres e iguales, entonces no hay razón para idealizar siquiera moderadamente a nadie, pues incluso los individuos más irracionales son nuestros iguales morales—y, por lo tanto, tendrían el mismo derecho a que las decisiones políticas, o las normas morales, apelaran a sus creencias o valores, tal y como verdaderamente son, y no como nos gustaría que fueran. Vallier (2020), en respuesta, defiende que idealizar moderadamente a un individuo es compatible con tratarlo como un conciudadano libre e igual si lo que se idealiza son las capacidades de razonamiento o la información de que dispone el sujeto idealizado, y no sus compromisos morales, religiosos o filosóficos más centrales.

3.4. El problema de la inestabilidad

Un orden político regido por el ideal de la justificación pública debe ser estable. Esta es una preocupación importante para los teóricos de la justificación pública—para Rawls, de hecho, probablemente la que motivara su acercamiento a dicho ideal en primer lugar (Rawls 1993, xvii, Weithman 2011, Gaus y Van Schoelandt 2017). Sin embargo, existe controversia acerca de si concepciones particulares de la justificación pública (o el propio ideal, bajo cualquier concepción) pueden lograr dicha estabilidad.

Los teóricos del consenso, por ejemplo, sostienen que el ideal de la justificación pública, tal y como lo conciben los teóricos de la convergencia, genera inestabilidad y conduce a la anarquía—pues siempre habrá alguien que tenga alguna razón para objetar a cualquier decisión política o norma moral (Gillian y Macedo 2012). Para los teóricos de la convergencia, en cambio, es el consenso lo que es inestable, pues—argumentan—la apelación a razones compartidas es fácil de explotar estratégicamente, por lo que cada participante en el juego político carece de garantías suficientes para ofrecer, de manera sincera y comprometida, razones de este tipo (Thrasher y Vallier 2015, Kogelmann y Stitch 2016). Otros teóricos de la convergencia han sostenido, además, que el consenso es insuficientemente respetuoso con el pluralismo, pues obliga a un gran número de ciudadanos a orillar sus doctrinas morales, religiosas o filosóficas cuando no proporcionen razones compartidas (Vallier 2011). Y, por supuesto, quienes rechazan las teorías de la justificación pública sostienen que el problema de la inestabilidad es general (Enoch 2015).

Algunos autores han respondido a esta objeción argumentando que el ideal de la justificación pública es un ideal comparativo, que no exige abordar decisiones políticas, o normas morales, de forma individual, sino en relación a las alternativas disponibles. Así, por ejemplo, Gerald Gaus (2011) sostiene que, aunque toda norma moral encontrará siempre algún objetor, incluso entre los objectores una mayoría preferirá un sistema de normas morales (aunque estas sean, en algunos aspectos, sub-óptimas) a la ausencia de un orden moral—un escenario, sostiene Gaus, en el que sería imposible la cooperación y, en general, la acción colectiva coordinada. Quienes, como Enoch (2015), consideran que los teóricos de la justificación pública no pueden justificar adecuadamente la exclusión de los objetores persistentes (es decir, quienes seguirían objetando a un sistema de normas morales) encontrarán esta estrategia insuficiente.

3.5. El problema de las cargas desiguales

Los teóricos del consenso sostienen que la justificación pública debe apelar a razones compartidas o compartibles. Algunos autores sostienen que esto es injusto, pues impone cargas desproporcionadas sobre quienes asumen doctrinas comprehensivas, como las personas religiosas, privilegiando así a aquellos con perspectivas seculares (Eberle 2002, Stout 2004). Los teóricos de la convergencia esquivan esta objeción permitiendo la apelación a razones religiosas, siempre que converjan sobre una decisión o norma (Vallier 2014). Y, para los teóricos del consenso, la abstención exigida a los creyentes, incluso si desigualmente repartida, no es arbitraria: la imposición de doctrinas religiosas que sólo comparten unos pocos adeptos, sostienen, es incompatible con el respeto al igual estatus cívico y político de los ciudadanos, y por lo tanto sólo podemos apelar a aquellas doctrinas que, de algún modo, compartamos todos (Rawls 1993, Freeman 2020).

3.6. El problema de las otras mentes

Ni los niños muy pequeños ni los animales ni los humanos con discapacidades cognitivas severas pueden ser destinatarios, ni siquiera modernamente idealizados, de justificaciones públicas. Esto es así porque, aunque sean agentes complejos con intereses moralmente relevantes, no parecen capaces de proporcionar (o atender a) razones del tipo que comúnmente se emplea para justificar decisiones políticas o normas morales. Tal vez algo parecido podría decirse de las generaciones futuras—quienes, siendo individuos meramente posibles, no tienen creencias ni valores identificables. Todos estos grupos, sin embargo, están sistemáticamente afectados por decisiones políticas. ¿Qué nos dicen las teorías de la justificación política al respecto? Hay quienes sostienen que, aunque las decisiones políticas sólo deben ser justificadas ante aquellos capaces de dar y recibir razones, tenemos razones públicamente justificadas para proteger a los niños, a los animales, a las generaciones futuras, etc. (Zuolo 2021, Theofilopoulou 2024) Otros, sin embargo, defienden que esto es insuficiente, y que las decisiones políticas que afectan a los intereses de estos grupos deben poder justificarse, directamente, apelando a estos intereses y no sólo indirectamente, apelando a las razones que algunos humanos podrían ofrecer para defender su protección. Según estos críticos, el ideal de la justificación pública debería ser desechado (Pepper 2017), o complementado por consideraciones adicionales (Milburn 2023, Magaña 2023).

4. Conclusión

Como hemos visto en esta entrada, el ideal de la justificación pública ha generado una literatura amplia. También, lamentablemente, algo insular. A menudo, los debates han tenido lugar entre quienes ya estaban comprometidos de antemano con dicho ideal. Y, cuando se ha intentado ir más allá, la cosa no siempre ha acabado bien—como ejemplifica la agria discusión entre David Enoch y Gerald Gaus en Ethics (Enoch 2013, Gaus 2015).

Afortunadamente, hay razones para el optimismo. Por un lado, un creciente interés en cuestiones aplicadas ha llevado a un buen número de teóricos de la justificación pública a discutir, como ya vimos en la introducción, sobre feminismo, ética animal, justicia intergeneracional, libertad religiosa, el papel de la ciencia en sociedades democráticas, o el rol del estado a la hora de promover hábitos de vida saludables. Por otro lado, algunos autores han tratado de formalizar sus propuestas, echando mano para ello de herramientas de las ciencias sociales, como la teoría de juegos o los modelos basados en el agente, entre otras (Kogelmann y Stich 2016, Vallier 2017, Chung 2020, Schaefer 2023, Weithman 2023). Ambas tendencias—el giro aplicado y el giro formal—invitan al debate sobre la justificación pública tanto a filósofos de otras corrientes como a científicos sociales. Si se aprovecha este resquicio, será posible expandir la discusión más allá de sus fronteras originales. Parece aconsejable no dejar pasar la oportunidad.

 

Pablo Magaña Fernández

(Universitat Pompeu Fabra)

 

Referencias

  • Badiola, Cristóbal Bellolio. 2018. Science as Public Reason: A Restatement. Res Publica 24(4): 415-432.
  • Baehr, Amy R. 2008. Perfectionism, Feminism and Public Reason. Law and Philosophy 27(2): 193-222.
  • Bajaj, Sameer. 2017. Self-defeat and the foundations of public reason. Philosophical Studies 174(12): 3133-3151.
  • Barrett, Jacob y Andreas T. Schmidt. 2024. Moral Uncertainty and Public Justification. Philosophers’ Imprint 24(1): 1-19.
  • Barnhill, Anne y Matteo Bonotti. 2022. Healthy Eating Policy and Political Philosophy. Nueva York: Oxford University Press.
  • Bird, Colin. 2013. Coercion and public justification. Politics, Philosophy & Economics 13(3): 189-214.
  • Boettcher, James W. 2007. Respect, Recognition, and Public Reason. Social Theory and Practice 33(2): 223-249.
  • Chan, Joseph. 2000. Legitimacy, Unanimity, and Perfectionism. Philosophy & Public Affairs 29(1): 5-42.
  • Chung, Hun. 2020. The Well-Ordered Society under Crisis: A Formal Analysis of Public Reason vs. Convergence Discourse. American Journal of Political Science 64(1): 82-101.
  • D’Agostino, Fred. 1996. Free Public Reason: Making It Up as We Go. Nueva York: Oxford University Press.
  • Ebels-Duggan, Kyla. 2010. The Beginning of Community: Politics in the Face of Disagreement. Philosophical Quarterly 60(238): 50-71.
  • Eberle, Christopher J. 2022. Religious Conviction in Liberal Politics. Nueva York: Cambridge University Press.
  • Enoch, David. 2013. The Disorder of Public Reason. Ethics 124(1): 141-176.
  • Enoch, David. 2015. Against Public Reason, en Sobel, David; Vallentyne, Peter y Steven Wall, eds., Oxford Studies in Political Philosophy, Volume 1. Nueva York: Oxford University Press, pp. 112-142.
  • Estlund, David. 2008. Democratic Authority: A Philosophical Framework. Princeton: Princeton University Press.
  • Forst [2007] 2012. The Right to Justification: Elements of a Constructivist Theory of Justice. Nueva York: Cambridge University Press.
  • Freeman, Samuel. 2020. Democracy, Religion & Public Reason. Daedalus 149(3): 37-58.
  • Fowler, Timothy y Zofia Stemplowska. 2015. The Asymmetry Objection Rides Again: On the Nature and Significance of Justificatory Disagreement. Journal of Applied Philosophy 32(2): 133-146.
  • Gaus, Gerald F. 1999. Reasonable Pluralism and the Domain of the Political. Inquiry 42(2): 259-284.
  • Gaus, Gerald F. 2011. The Order of Public Reason. Cambridge: Cambridge University Press.
  • Gaus, Gerald. 2015. On Dissing Public Reason: A Reply to Enoch. Ethics 125(4): 1078-1095.
  • Gaus, Gerald y Chad Van Schoelandt. 2017. Consensus on What? Convergence for What? Four Models of Political Liberalism. Ethics 128(1): 145-172.
  • Habermas, Jürgen. 1998. Facticidad y validez. Madrid: Trotta.
  • Hadfield, Gillian y Stephen Macedo. 2012. Rational Reasonableness: Toward a Positive Theory of Public Reason. Law & Ethics of Human Rights 6(1): 1-46.
  • Hartley, Christie y Lori Watson. 2018. Equal Citizenship and Public Reason: A Feminist Political Liberalism. Nueva York: Oxford University Press.
  • Kogelmann, Brian y Stephen G.W. Stich. 2016. When Public Reason Fails Us: Convergence Discourse as Bload Oath. American Political Science Review 110(4): 717-730.
  • Larmore, Charles. 1999. The Moral Basis of Political Liberalism. Journal of Philosophy 96(2): 5999-625.
  • Leland, R.J. 2019. Civic Friendship, Public Reason. Philosophy and Public Affairs 47(1): 72-103.
  • Lister, Andrew. 2013. Public Reason and Political Community. Londres: Bloomsbury.
  • Magaña, Pablo. 2023. Animals in the order of public reason. Philosophical Studies 180: 3031-3056.
  • Mang, Franz. 2017. Public Reason Can Be Reasonably Rejected. Social Theory and Practice 43(2): 343-367.
  • Milburn, Josh. 2023. Food, Justice, and Animals. Oxford: Oxford University Press.
  • Mill, James. 1828. Essay on Government. Londres: J. Innes.
  • Nozick, Robert. 1974. Anarchy, State and Utopia. Nueva York: Basic Books. Edición castellana: Anarquía, estado y utopia. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2013.
  • Pepper, Angie. 2017. Political Liberalism, Human Cultures, and Nonhuman Lives, en Cordeiro-Rodrigues, Luís y Les Mitchell, eds. Animals, Race, and Multiculturalism. Basingstoke: Palgrave Macmillan, pp. 35-59.
  • Peter, Fabienne. 2023. The Grounds of Political Legitimacy. Oxford: Oxford University Press.
  • Rawls, John. 1993. Political Liberalism. Nueva York: Columbia University Press. Edición castellana: Liberalismo político. Barcelona, Crítica, 2004.
  • Rawls, John. 2001. Justice as Fairness: A Restatement. Cambridge, MA: Belknap Press. Edición castellana: La justicia como equidad: Una reformulación. Barcelona, Paidós, 2002.
  • Quong, 2004. The Scope of Public Reason. Political Studies 52: 233-250.
  • Quong, Jonathan. 2010. Liberalism without Perfection. Nueva York: Oxford University Press.
  • Sandel, Michael. 1994. Political Liberalism. Harvard Law Review 107: 1765-1794.
  • Schaefer, Alexander. 2023. Is Justice a Fixed Point? American Journal of Political Science 67(2): 277-290.
  • Stout, Jeffrey. 2004. Democracy and Tradition. Princeton: Princeton University Press.
  • Tahzib, Collis. 2019. Do the reactive attitudes justify public reason? European Journal of Political Theory 21(3): 423-444.
  • Theofilopoulou, Areti. 2024. Political Liberalism and Cognitive Disability: an Inclusive Account. Critical Review of International Social and Political Philosophy 2(2): 224-243.
  • Thrasher, John y Kevin Vallier. 2015. The Fragility of Consensus: Public Reason, Diversity and Stability. European Journal of Philosophy 23(4): 933-954.
  • van Parijs, Philippe. 1996. Justice and Democracy: Are they Incompatible? Journal of Political Philosophy 4(2): 101-117.
  • van Schoelandt, Chad. 2015. Justification, coercion, and the place of public reason. Philosophical Studies 172: 1031-1050.
  • Vallier, Kevin. 2011. Convergence and Consensus in Public Reason. Public Affairs Quarterly 25(4): 261-279.
  • Vallier, Kevin. 2014. Liberal Politics and Public Faith: Beyond Separation. Nueva York: Routledge.
  • Vallier, Kevin. 2016. In Defence of Intelligible Reasons in Public Justification. Philosophical Quarterly 66(264): 596-616.
  • Vallier, Kevin. 2017. Three concepts of political stability: An agent-based model. Social Philosophy and Policy 34(1): 232-259.
  • Vallier, Kevin. 2018. Must Politics Be War? Restoring Our Trust in the Open Society? Nueva York: Oxford University Press.
  • Vallier, Kevin. 2020. In Defense of Idealization in Public Reason. Erkenntnis 85(5): 1109-1128.
  • Waldron, Jeremy. 1987. Theoretical Foundations of Liberalism. Philosophical Quarterly 37(147): 127-150.
  • Wall, Steven. 2002. Is Public Justification Self-Defeating? American Philosophical Quarterly 39(4): 385-394.
  • Weithman, Paul. 2011. Why Political Liberalism? On John Rawls’s Political Turn. Oxford: Oxford University Press.
  • Weithman, Paul. 2023. Stability and equilibrium in political liberalism. Political Studies 181: 23-41.
  • Wendt, Fabian. 2016. Compromise, Peace and Public Justification: Political Morality Beyond Justice. Londres: Palgrave Macmillan.
  • Zuolo, Federico. 2021. Animals, Political Liberalism and Public Reason. Basingstoke: Palgrave Macmillan.

Lecturas en español

  • Gargarella, Roberto. 1999. John Rawls, el liberalismo político, y las virtudes del razonamiento judicial. Isegoría 20: 151-157.
  • Habermas, Jürgen y John Rawls. 1998. Debate sobre el liberalismo político. Barcelona: Paidós.
  • Jiménez de la Garma, Pedro. 2008. Razón pública y educación. Isonomía 28: 109-134.
  • Magaña, Pablo. 2022. ¿Caben los animales en la filosofía política de John Rawls? Isonomía 56: 1-28.
  • Moreso, José Juan. 2020. Rawls, el derecho y el hecho del pluralismo. Anales de la Cátedra Francisco Suarez 55: 49-74.
  • Rawls, John. 1994. La idea de una razón pública (trad. De Antoni Domènech). Isegoría 9: 5-40.
  • Vergés Gifra, Joan. 2021. Liberalismo, en González Ricoy, Iñigo y Jahel Queralt, eds. Razones públicas: Una introducción a la filosofía política. Barcelona: Ariel, pp. 98-116.
Cómo citar esta entrada

Magaña, Pablo. (2024). “Justificación pública”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, URL: http://www.sefaweb.es/justificacion-publica/

Epistemología de los goznes

1. Introducción

La Epistemología de los goznes constituye un conjunto de propuestas contemporáneas que giran en torno a la filosofía de los últimos escritos de L. Wittgenstein, especialmente aquella contenida en Sobre la Certeza (1969, en adelante SC). En esta obra, Wittgenstein realiza una serie de observaciones filosóficas sobre las proposiciones de sentido común que estudia G. E. Moore (1925, 1939) como defensa contra el escepticismo, tales como “Tengo dos manos” o “La Tierra ha existido por muchos años”. Aunque Wittgenstein reconocerá la naturaleza particular de este tipo de proposiciones, el filósofo vienés se centrará en otros aspectos característicos que se alejan de la posición de Moore: estas proposiciones de sentido común son unas presuposiciones que, efectivamente, están al margen de la duda, pero ello no se debe a que estén razonablemente justificadas o porque sean evidentes en sí mismas, sino debido a que forman parte esencial de nuestras prácticas de evaluación epistémica. Este tipo de proposiciones han recibido el nombre de “goznes” o “bisagras” en la literatura por la metáfora que utiliza el propio Wittgenstein en estos famosos pasajes:

SC §341. Las preguntas que hacemos y nuestras dudas descansan sobre el hecho de que algunas proposiciones están fuera de duda. Son, por decirlo de algún modo, los goznes sobre los que giran aquéllas.

SC §342. Es decir, es propio de nuestras investigaciones científicas que en la práctica no se pongan en duda ciertas cosas.

SC §343. Pero no es que la situación sea esta: Simplemente no podemos investigarlo todo, y por eso nos vemos obligados a contentarnos con la suposición. Si quiero que la puerta se abra, los goznes deben mantenerse firmes.

Los goznes se comportan como certezas para nosotros: simplemente las damos por sentado incluso cuando dudamos. Actuamos de acuerdo con ellas, es decir, regulan nuestras prácticas epistémicas de forma tácita, manteniéndose “[…] en los márgenes de la investigación” (SC §88), sirviendo “[…] como un canal para las proposiciones empíricas […]” (SC §96). Por ejemplo, es necesario que un gozne como “La Tierra ha existido por mucho tiempo” se mantenga como una certeza presupuesta para que las investigaciones empíricas en geología o historia se desarrollen con normalidad, evitando la necesidad de cuestionar constantemente el objeto de estudio o el propósito de la investigación. Después de todo, ¿qué sentido tiene investigar, por ejemplo, el movimiento de las placas tectónicas, si no sabemos con seguridad si la Tierra existe?

El proceso a través del cual adquirimos estas presuposiciones es descrito por Wittgenstein en SC y otros escritos como las Investigaciones filosóficas como una suerte de adiestramiento (1953, en adelante IF, §§27, 157, 206, etc.): somos iniciados en un tipo de prácticas y en ese proceso de aprendizaje “nos tragamos” esas presuposiciones de forma tácita (SC §143), de acuerdo con las cuales actuaremos en el futuro. Este proceso explica su carácter implícito o inadvertido: en la medida en que actuamos de acuerdo con las reglas nuestra conducta se vuelve inteligible, algo especialmente apreciable cuando lo consideramos desde el punto de vista normativo:

SC §95. […] Su función es semejante a la de las reglas del juego, y el juego también puede aprenderse de un modo puramente práctico, sin necesidad de reglas explícitas.

Sin embargo, este carácter tácito no debe hacernos pensar que se trata de meras asunciones, de las cuales uno se puede desprender, sino que se trata de un elemento no optativo, propio de la estructura y dinámica de nuestra racionalidad (Coliva y Pritchard 2022: 83).

Las características mencionadas constituyen, grosso modo, el núcleo central sobre el que pivotan las diversas interpretaciones de la epistemología de los goznes, convirtiéndose en referencia común para la mayoría de las propuestas que se enmarcan en la corriente.

2. Epistemología de los goznes y escepticismo

La epistemología de los goznes comenzó a denominarse como tal tras la publicación del volumen editado por Annalisa Coliva y Danièle Moyal-Sharrock (2016), aunque esta denominación ha sido también utilizada retrospectivamente para referirse a propuestas pioneras que, buscando nuevas herramientas filosóficas contra el desafío escéptico, se inspiraron en los últimos escritos de Wittgenstein (como Conway 1982, McGinn 1989, Williams 1996 o Wright 2004). Si, como hemos visto, la duda no puede ejercerse en el vacío porque solo adquiere sentido sobre un trasfondo de presuposiciones básicas que le otorgan inteligibilidad, dudar de esas presuposiciones supone socavar las bases de la racionalidad misma, tornando la duda -y con ella el desafío escéptico en general- irracional.

En este sentido, Coliva (en Coliva y Moyal-Sharrock, eds. 2016, pp. 63-83) ofrece una categorización de las distintas propuestas en epistemología de los goznes en función de la respuesta que ofrecen al desafío escéptico, las cuales podemos dividir entre estrategias deflacionarias y no-deflacionarias.

2.1. Estrategias deflacionarias

Dentro de las estrategias deflacionarias encontramos las interpretaciones “terapéutica” y “naturalista”. Estas estrategias son deflacionarias en el sentido de que buscan atajar el desafío escéptico disolviendo el problema, desproveyéndolo de sentido o significado. La interpretación terapéutica, que Coliva atribuye fundamentalmente a Conant (1998), defiende que Wittgenstein en ningún momento propuso un concepto sustantivo de certeza que pueda usarse como herramienta en una argumentación filosófica contra el escepticismo. Por el contrario, su intención fue la de purgar los usos abusivos del lenguaje, aquellos que generan pseudoproblemas al ejercerse al margen de todo contexto práctico de uso. La empresa escéptica, desde esta perspectiva, utiliza la duda fuera de todo contexto práctico al generalizar el cuestionamiento de los propios presupuestos racionales que hacen posible la argumentación -los goznes-, lo que disuelve el problema del escepticismo radical. Tratar de plantear un problema socavando las bases mismas de la racionalidad es, desde este punto de vista, plantear un problema ininteligible para la interpretación terapéutica.

Desde la interpretación naturalista de Peter Strawson (1985), los seres humanos crecen en comunidades en las que son adiestrados en prácticas que presuponen esas certezas de un modo u otro (SC §298), certezas que pasan a formar parte de nuestra imagen del mundo, como un “trasfondo que me viene dado y sobre el que distingo entre lo verdadero y lo falso” (SC §94). Desde esta perspectiva, las dudas escépticas serían “antinaturales”. No serían irracionales o carentes de sentido, como para la interpretación terapéutica, aunque tampoco se las consideraría un auténtico problema o desafío a resolver. La duda escéptica, desde esta perspectiva, sería tan antinatural como abstenerse de alimentarse o de dormir. Esta interpretación se alinea con las alusiones de Wittgenstein al ser humano como “un animal dotado de instinto” (SC §475), como si correspondiera a nuestra naturaleza el dar ciertas cosas por sentado.

Una característica típica de estas estrategias deflacionarias es que no entran en detalles acerca del rol que desempeñan los goznes en la estructura y dinámica de la justificación racional, al contrario de lo que sucede en el caso de las estrategias no-deflacionarias -“epistémicas” o “del marco”- que veremos a continuación.

2.2. Estrategias no deflacionarias

En lugar de deslegitimar la amenaza escéptica como mero pseudo-problema, las estrategias no-deflacionarias, como las de Williams (1996) o Wright (2004), aceptan el desafío y tratan de argumentar por qué los goznes son una buena defensa contra él. En concreto, la interpretación de Wright (2004) asume un planteamiento fundacionista (ver entrada sobre Justificación epistémica). Entiende los goznes como proposiciones y argumenta que son creencias justificadas que, a su vez, no están justificadas por alguna otra creencia a la que podamos apelar, ya que constituyen la fuente necesaria que permite a nuestras experiencias perceptivas servir como evidencia a favor de nuestras creencias empíricas ordinarias. Contra el escepticismo, tendríamos derecho (entitlement) a aceptar el gozne, por ejemplo, de que “Existe el mundo externo” en la medida en que es parte esencial del propio mecanismo de justificación basado en la evidencia perceptiva. Este derecho podría entenderse como una justificación en determinados contextos si extendemos el propio concepto de justificación más allá de la mera evidencia.

Por último, la llamada interpretación “del marco” (framework reading) comparte con la interpretación epistémica la comprensión de las certezas como una solución al desafío escéptico, aunque se centra especialmente en el papel normativo de los goznes. Para Coliva (2010a), a diferencia de Wright, los goznes no son proposiciones sino reglas de representación conceptual y lingüística. Funcionan como reglas de “significación evidencial”, es decir, criterios para definir lo que cuenta como evidencia a favor de una creencia. Al igual que el planteamiento de Wright, aunque alejándose sus conclusiones epistémicas más robustas, la posición de Coliva asume que es racional actuar de acuerdo con los goznes, pero en este caso no se debe a que tengamos derecho a servirnos de ellos sino porque solo en la medida en que actuamos de acuerdo con ellos actuamos de forma racional. Desde esta perspectiva, por tanto, los goznes son elementos constitutivos, no-opcionales de la racionalidad, por lo que es necesario “extender” la concepción misma de la racionalidad para incluir esos goznes que hacen posible la adquisición de justificación de nuestras creencias empíricas ordinarias (Coliva 2015).

2.3. Otras propuestas

Otras contribuciones recientes tienen difícil encaje en las categorías propuestas por Coliva, como la llamada respuesta bifocal al escepticismo de Pritchard (2016), propuesta que es “bifocal” porque considera que el reto escéptico requiere de una doble estrategia que combina la epistemología de los goznes con el disyuntivismo epistémico (McDowell 1995). Por último, cabe mencionar la propuesta de Schönbaumsfeld (2016), quien sostiene que los goznes no solo no pueden ser objeto de conocimiento, sino que ni siquiera gozarían del carácter de certeza, en la medida en que la duda con respecto a ellas está “lógicamente excluida”.

Como podemos apreciar, la epistemología de los goznes ha surgido como un campo desde el cual abordar el desafío escéptico desde nuevos horizontes conceptuales y estratégicos. No obstante, no han tardado en surgir voces que han puesto en cuestión el potencial de la epistemología de los goznes para salvaguardar la racionalidad de nuestras creencias. Por ejemplo, según Gómez-Alonso (2018), las diferentes propuestas que hemos descrito afrontan un dilema: o bien colapsan en una suerte de naturalismo al hacer depender nuestras justificaciones de factores de hecho como nuestra biología o nuestro contexto cultural (incurriendo en la arbitrariedad), o solo permite ofrecer una justificación “meramente subjetiva”, y no una justificación objetiva, o desde una perspectiva externista (ver entrada Internismo y externismo en epistemología). De un modo u otro, en la medida en que los goznes constituyen la racionalidad sin estar ellos mismos justificados, más que encontrarle una solución parece que la epistemología de los goznes conceda la razón al escepticismo.

3. Epistemología de los goznes y relativismo

Como hemos visto, el surgimiento de la epistemología de los goznes está ligado al reto escéptico, pero su impacto y desarrollo actual no se puede entender sin prestar atención al otro gran reto de la epistemología: el relativismo. El hecho de que la justificación de nuestras creencias dependa, en último término, del hecho de que nuestra racionalidad funcione simplemente así y no de otra manera supone, desde este punto de vista, un hecho arbitrario que despoja a la racionalidad de justificación objetiva y la hace dependiente de factores contextuales como la naturaleza, la cultura o la historia.

Así, dentro de la propia epistemología de los goznes han surgido dos maneras de desarrollar la herencia de Wittgenstein (Ashton 2019): aquellas que, siguiendo un criterio interpretativo, se esfuerzan por descifrar fielmente la postura que él mismo sostuvo acerca del relativismo, y aquellas que, siguiendo un criterio instrumental, se centran en la utilidad de los conceptos de este autor a la hora de elaborar nuevas propuestas al respecto.

3.1. El criterio de fidelidad

En cuanto al debate interpretativo, el objetivo es el de identificar la filosofía de Wittgenstein, otorgando un calificativo al conjunto de su obra (o a un periodo de la misma) en función de su afinidad a un concepto de conocimiento (“internista”, “externista”, “relativista”, “objetivista”, etc.). En este caso, el debate está entre una lectura universalista y objetivista o una interpretación relativista del conocimiento, así como de las nociones alusivas a la racionalidad en general, como las de creencia, verdad o justificación.

Según las interpretaciones relativistas, la filosofía contenida en los últimos escritos de Wittgenstein, que pivota en torno a conceptos como los de “forma de vida” o “juego de lenguaje”, parece escorarse a favor de una imagen pluralista y contextualista del conocimiento antes que un concepto objetivo y universal (Kusch 2016).

Las interpretaciones relativistas parten de la idea wittgensteiniana de que el significado de nuestras prácticas epistémicas está en su uso (IF, §43), y por lo tanto no deben entenderse en correspondencia con una suerte de realidad ideal que alberga las verdades esenciales, eternas, inmutables e incontestables de la realidad. Las proposiciones empíricas de cualquier juego de lenguaje dependen de los goznes que están en juego en los contextos prácticos de uso (IF, §217; SC §88, §105). Además, los juegos de lenguaje varían según estos contextos (IF §23), por lo que es de esperar que las presuposiciones básicas sobre los que adquieren sentido también varíen (SC §65). Wittgenstein también señala que tanto los goznes como los juegos de lenguaje cambian con el tiempo, añadiendo otro aspecto de variabilidad y pluralidad a la visión de conjunto que podemos obtener del concepto de conocimiento en general (SC §96, 256, 336). Estas premisas parecen alejarse de una concepción moderna del conocimiento a la cartesiana, lo que colocan el concepto de conocimiento wittgensteiniano que subyace a sus últimos escritos más cerca de los postulados relativistas en epistemología.

Frente a esta interpretación, quienes defienden que la filosofía de Wittgenstein no favorece un relativismo hacen lo propio en cuanto a referencias, aludiendo a parágrafos de SC en los que el autor parece alejarse de toda inclinación relativista. En estos parágrafos (por ejemplo, SC §108 y §286), Wittgenstein parece apelar a una verdad objetiva, llegando a afirmar que, ante una comparación entre sistemas epistémicos diferentes, “nuestro” sistema epistémico (basado en las ciencias empíricas) sería “superior” a otros que resultarían “más pobre[s] con diferencia” (Baghramian y Coliva 2020).

3.2. El criterio de utilidad

Llegados a este punto, más allá del debate hermenéutico acerca de lo que el propio Wittgenstein sostuvo (un debate probablemente irresoluble), la mayoría de las propuestas que aplican hoy en día la epistemología de goznes se resisten a adoptar el relativismo, tomando la forma de estrategias antirrelativistas.

De acuerdo con Moyal-Sharrock, “Hay goznes sobre los que ha girado y girará todo el saber humano, en cualquier tiempo, en cualquier lugar” (2004: 149), tales como aquellos relacionados con la existencia del propio cuerpo, el mundo externo o los objetos físicos, las otras mentes, etc. De este modo, establece una diferencia entre esos goznes universales y absolutos y otros goznes locales, que serían aquellos que varían y dependen del contexto histórico y cultural. En la misma línea, según Coliva (2010b), existe un único sistema epistémico universal que comprende una serie de normas y métodos que gobiernan los procesos de formación y justificación de creencias, tales como la observación, la inducción o el modus ponens. Por muy variables que sean los sistemas epistémicos, todos ellos compartirían estos principios, de manera que ante una posible situación de conflicto, el desacuerdo podría resolverse siguiendo una lógica enteramente racional, rastreando el uso adecuado de estas normas y métodos universales. Asimismo, Pritchard (2011, 2021) defiende que existe un núcleo universal que subyace a todos los goznes, un “über hinge commitment”, con respecto al cual no podemos estar fundamental y sistemáticamente equivocados.

En cambio, Ashton (2021) ha argumentado a favor del relativismo defendiendo que el concepto de relativismo que se ha discutido en epistemología de los goznes no es en realidad tal relativismo. El concepto de relativismo que se discute en epistemología de los goznes se resume habitualmente en las siguientes cláusulas: 1) existen múltiples sistemas de supuestos básicos, 2) estos son mutuamente incompatibles y 3) dan lugar a sistemas de justificación igualmente válidos. Citando a otro de los principales defensores del relativismo en epistemología de los goznes, Kusch (2016), Ashton defiende que la cláusula acerca de la “igual validez” de los sistemas no es propiamente relativista, pues presupone la existencia de una posición neutral, independiente de todo sistema, desde la que hacer ese juicio, presuponiendo el universalismo. Por ello, propone sustituir la cláusula de validez igual por la de “no-neutralidad”, la cual estipula que no existe una forma neutral (o independiente del sistema) de evaluar diferentes sistemas epistémicos. Esta formulación capturaría el compromiso anti-jerárquico del relativismo sin incurrir en la incoherencia.

4. Epistemología social de los goznes

Lo que Coliva (forthcoming) ha denominado “Epistemología Social de los Goznes” captura una nueva tendencia en este campo que se alinea con lo que ha venido a llamarse “el giro político en filosofía analítica” (Bordonaba et al. 2022), es decir, un cambio generalizado en la investigación que pone el foco en las dimensiones sociales y políticas del conocimiento, antes que en su naturaleza o alcance en abstracto. En este sentido, el objetivo de la epistemología social de los goznes es el de elucidar el papel que estas presuposiciones básicas juegan en las estructuras y dinámicas sociales que involucran al conocimiento.

En este contexto, Coliva señala tres frentes que parecen haberse consolidado como núcleos temáticos en los que trabajar en epistemología social y política con las herramientas conceptuales de los goznes:

1) Epistemología de los desacuerdos. Los desacuerdos pasan a ser entendidos como situaciones de conflicto epistémico que pueden explicarse por referencia a dos partes que cuentan con diferentes goznes aparentemente irreductibles entre sí, lo que puede motivar desacuerdos sin falta y desacuerdos profundos (Ranalli 2020, Coliva & Palmira 2020). Este frente surgió como consecuencia natural del debate en torno al relativismo, el cual suele suponer encuentros hipotéticos entre diferentes sistemas epistémicos. La resolución racional de estos desacuerdos parece depender de la naturaleza relativa o universal de nuestros goznes (Coliva & Palmira 2021).

2) Epistemología del testimonio. En los intercambios testimoniales habituales, el llamado “gozne testimonial” (Coliva 2019) opera como una presuposición básica de confianza entre oyente y hablante, la cual funciona como fuente de justificación. Sin embargo, en ciertos casos, en lugar del “gozne testimonial”, puede estar operando un “gozne prejuicioso” (Boncompagni 2021), en virtud del cual el testimonio de quien habla se considera poco fiable, lo que puede dar lugar a injusticias epistémicas cuando el carácter prejuicioso atañe a la identidad de quien expresa el testimonio. En este ámbito, los esfuerzos pasan por clarificar conceptualmente el papel de los goznes en los intercambios testimoniales, entendiendo que el aparato conceptual de la epistemología de los goznes puede ayudar a arrojar luz sobre estos aspectos.

3) Epistemologías feministas. Si bien no encontramos a día de hoy una propuesta sólida que explique en detalle de qué manera se pueden poner en relación ambas corrientes, contamos con un reciente esfuerzo por argumentar que dicha empresa no solo es posible, sino también deseable. En este punto, es pionera Ashton (2019) cuando motiva la idea de una “Epistemología feminista de los goznes” señalando importantes similitudes teóricas entre ambas corrientes y apuntando lo beneficioso que puede resultar para la epistemología de los goznes utilizar algunos de los recursos propios de las epistemologías feministas.

Ignacio Gómez-Ledo
(Universidad de Sevilla)

Referencias

Ashton, N. A. 2019. The Case for a Feminist Hinge Epistemology. Wittgenstein Studien 10(1), pp. 153-63.

Ashton, N. A. 2021. Extended Rationality and Epistemic Relativism. In: Moretti, L. & Pedersen, N. J. L. L. (eds.) Non-Evidentialist Epistemology. Brill Studies in Skepticism, 3. Leiden: Brill, pp. 55-72.

Baghramian, M. y Coliva, A. 2020. Relativism. Nueva York/Londres: Routledge.

Bordonaba, D., Fernández, C. & Torices, J. R. (Eds.) 2022. The Political Turn in Analytic Philosophy. Reflections on Social Injustice and Oppression. Berlin/Boston: De Gruyter.

Boncompagni, A. 2021. Prejudice in Testimonial Justification: A Hinge Account. Episteme, pp. 1-18.

Coliva, A. 2010a. Moore and Wittgenstein. Scepticism, Certainty and Common Sense. Basingstoke: Palgrave Macmillan.

Coliva, A. 2010b. Was Wittgenstein an epistemic relativist? Philosophical Investigations 33, 1–23.

Coliva, A. 2015. Extended Rationality. A Hinge Epistemology. Basingstoke: Palgrave Macmillan.

Coliva, A. 2019. Testimonial Hinges. Philosophical Issues 29, pp. 53–68.

Coliva, A. & Moyal-Sharrock, D. (eds.) 2016. Hinge Epistemology, Brill: Leiden.

Coliva, A. & Palmira, M. 2020. ‘Hinge Disagreement.’ In N.A. Ashton, M. Kusch, R. McKenna and K.A. Sodoma (eds.), Social Epistemology and Relativism, Nueva York: Routledge, pp. 11–29.

Coliva, A. & Palmira, M. 2021. Disagreement unhinged, constitutivism style. Metaphilosophy, 52(3-4), pp. 402-415.

Coliva, A. & Pritchard, D. 2022. Skepticism. London/NY: Routledge.

Coliva, A. Forthcoming. Social Hinge Epistemoloy. In J. Lackey & A. McGlynn (eds.), Oxford Handbook of Social Epistemology. Oxford University Press.

Conant, J. 1998. Wittgenstein on Meaning and Use. Philosophical Investigations 21, pp. 222-250.

Conway, G. 1982. Wittgenstein on Foundations. Philosophy Today 26(4), pp. 332-344.

Gómez-Alonso, M. 2018. Wittgenstein y el impacto de Sobre la Certeza en la epistemología contemporánea. En D. Pérez (ed.) Wittgenstein y el escepticismo. Certeza, paradoja y locura. Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza, pp. 25-61.

Kusch, M. 2016. Wittgenstein’s On Certainty and Relativism. In Sonja Rinofner-Kreidl (ed.) Analytic and Continental Philosophy. Proceedings of the 37th International Wittgenstein Symposium, Berlin: DeGruyter.

McDowell, J. 1995. Knowledge and the Internal. Philosophy and Phenomenological Research 55, 877–893.

McGinn, M. 1989. Sense and Certainty: A Dissolution of Scepticism. Nueva York: Basil Blackwell.

Moore, G. E. 1925. A defence of common sense, in J. H. Muirhead (Ed.), Contemporary British Philosophy (2nd series), London: Allen & Unwin.

Moore, G. E. 1939. Proof of an external world, Proceedings of the British Academy 25(5) pp. 273–300.

Moyal-Sharrock. 2004. Understanding Wittgenstein’s On Certainty. London: Palgrave Macmillan.

Pritchard, D. 2011. Epistemic relativism, epistemic incommensurability, and Wittgensteinian epistemology. In S. Hales (Ed.), A Companion to Relativism. Hoboken: Wiley Blackwell, pp. 266–285.

Pritchard, D. 2016. Epistemic Angst. Radical Skepticism and the Groundlessness of Our Believing. Princeton: Princeton University Press.

Pritchard, D. 2021. Wittgensteinian Hinge Epistemology and Deep Disagreement. Topoi 40, pp. 1117–1125.

Ranalli, C. 2020. Deep disagreement and hinge epistemology. Synthese 197, pp. 4975–5007.

Schönbaumsfeld, G. 2016. The Illusion of Doubt. Oxford: Oxford University Press.

Strawson, P. 1985. Skepticism and Naturalism. Some Varieties. London: Methuen.

Williams, M. 1996. Unnatural Doubts. Epistemological realism and the Basis of Scepticism. Princeton: Princeton University Press.

Wittgenstein, Ludwig. 1953. Philosophical Investigations. Oxford: Basil Blackwell.

Wittgenstein, Ludwig. 1969. On Certainty. Oxford: Basil Blackwell.

Wittgenstein, Ludwig. 1979. Remarks on Frazer’s Golden Bough. Nottinghamshire: Bryn- mill.

Wright, C. 2004. Warrant For Nothing (And Foundations For Free)? Aristotelian Society Supplementary 78(1), pp. 167–212.

Entradas relacionadas
Cómo citar esta entrada

Gómez-Ledo, I. (2024). “Epistemología de los goznes”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, (URL: http://www.sefaweb.es/epistemologia-de-los-goznes/).

La referencia a eventos

1. Introducción

La referencia puede ser entendida como una relación entre lenguaje y mundo y, si bien ha cambiado cómo dicha relación se define, siempre se trata del estudio de dicha relación (Evans, 1982). La referencia a eventos es, por lo tanto, la relación entre ciertas expresiones lingüísticas y ciertas entidades en el mundo. Así, cuando hablamos de eventos, hablamos de eventos en el mundo y no de una categoría de la semántica de la lengua natural. Cuando hablamos de una explosión, por ejemplo, hablamos de algo que sucedió:

(1) La explosión del artefacto atemorizó especialmente a los parlamentarios andinos. (CORPES XXI)

Aceptar que hablamos de un evento particular en el mundo involucra un realismo respecto de los eventos, como en la propuesta de Davidson (1981), que no está exenta de problemas (Evnine, 1991) ni es la única alternativa posible. Quine (1985, p. 167), por ejemplo, defiende que los eventos deben ser asimilados a objetos o a tipos de constructos sobre objetos. No hay, por lo tanto, una única aproximación metafísica al carácter ontológico de los eventos. Desde una perspectiva davidsoneana, se suele defender que los eventos (como entidades existentes en el mundo) son particulares concretos (y no universales) –puedo hablar de un terremoto, de dos terremotos, de tres terremotos, etc.–; son espaciotemporalmente continuos –la escritura de esta entrada para la enciclopedia ocurre aquí en mi escritorio y ahora, en el momento en que pare, dejará de ser este mismo evento y, cuando vuelva a escribir, pasará a ser otro evento con distintas características– (contra Lemmon, 1963); e interactúan causalmente –el cantar del pájaro afuera de mi ventana causa que pierda mi concentración–. Algunos autores defienden que los eventos son independientes de nuestro conocimiento del mundo, de nuestra cultura y sociedad – un juego de ajedrez puede ser concebido como un evento nominal (Faye, 1989) o como un hecho social (Searle, 1995), pero no como un evento particular concreto–. Más allá de las características ontológicas que se acepten, se suele defender que la lengua es usada para hablar de eventos y que es posible establecer una relación entre un término singular y aquella entidad particular a la que referimos (Davidson, 1981).

2. La referencia a eventos

La referencia a eventos se da a partir del uso de ciertas expresiones lingüísticas que nos permiten seleccionar eventos. Sin embargo, esa selección no se da solo mediante la emisión/enunciación de una expresión referencial. La cooperación (Grice, 1975) debe ser considerada para que el acto de referencia sea exitoso (Clark y Bangerter, 2004). Para referir es necesario, entonces, usar ciertas expresiones con la intención (Anscombe, 1963) de referir en un contexto comunicativo determinado (Korta y Perry, 2011). Para referir a eventos, podemos, por ejemplo, usar descripciones definidas que contengan sustantivos de evento (como “tormenta”, “corrida”, “patada”, entre otros) en un contexto que le permita a la audiencia saber que estoy hablando de un evento determinado.

En lingüística, los sustantivos de evento suelen ser definidos como aquellos que no se relacionan con objetos físicos, sino con “acontecimientos o sucesos (Bosque, 1999, p. 51) y deberían poder formar términos singulares que puedan ser usados para referir a eventos. Estos sustantivos pueden ser simples, como “tormenta”, pueden formarse a partir de una transformación de un verbo en un nombre (de “construir” obtenemos “construcción) o a partir de la transformación de un nombre en un sustantivo de evento (de “bicicleta formamos “bicicleteada”). Los dos últimos procesos son conocidos en lingüística como nominalizaciones.

Hay, a primera vista, tres formas reconocidas para referir a eventos: la primera resulta de la construcción de un término singular con una nominalización de evento (como “la explosión del artefacto”), la segunda resulta de un término singular con un sustantivo de evento simple que no se relaciona con una nominalización (como en “El maremoto del sudeste de Asia”) y, la tercera se da mediante el uso de nombres propios de evento (como los que suelen darse a huracanes, como el huracán “Katrina”). Aunque estos términos singulares pueden aparecer en distintas posiciones sintácticas, la posición de sujeto  puede ser entendida como la prototípicamente referencial. Es en ella en la que podemos atribuirle propiedades a los eventos a los que referimos, como puede observarse de (2) a (4):

(2) La explosión del artefacto atemorizó especialmente a los parlamentarios andinos. (CORPES XXI)

(3) El maremoto del sudeste de Asia tuvo un efecto revulsivo sobre todos los terrícolas. (CORPES XXI)

(4) Así, Katrina deja su huella en ambos lados del golfo de México. (CORPES XXI)

Estas expresiones eventivas son usadas para referir a eventos y para identificar aquellos eventos de los que se habla a partir de relaciones causales que tuvieron con otros eventos. En los tres ejemplos, el hablante (o el escribiente) tiene la intención de atribuirle ciertas consecuencias a tales eventos: la explosión atemoriza, el maremoto causa revulsión y Katrina deja huellas. La posibilidad de construir términos singulares con sustantivos de evento y nombres propios le permite al hablante referir al evento particular (Davidson, 1981; Vendler, 1967).

3. Características de los términos singulares que se usan para referir a eventos

Debido a que se asume en esta entrada que los eventos son entidades particulares concretas, espaciotemporalmente continuas, que interactúan causalmente y son independientes de nuestra cultura y osicedad (Davidson, 1981; Cleland, 1991; Simons, 2003; Polakof, 2017), es posible establecer que no todo sustantivo de evento podrá ser usado para referir a un evento particular. Hay sustantivos, como “construcción y “guerra”, que –aunque puedan formar términos singulares como “la construcción” y “la guerra– no pueden estar relacionados con eventos particulares. El primero involucra semánticamente dos subeventos, una actividad que causa un estado resultante (Pustejovsky, 1995; Polakof, 2013), por lo que no puede relacionarse a priori con un único evento. El segundo, que puede ser clasificado como una actividad, pertenece a la clase de entidades que pueden ser declaradas. No es independiente de nuestra cultura y de nuestra sociedad, por lo que es posible preguntar si refiere a un único evento o si refiere, por otro lado, a un evento nominal (Faye, 1989) o a un hecho social (Searle, 1995). El problema, entonces, se reduce a ver si es posible establecer ciertos criterios lingüísticos que permitan dar cuenta de cuándo un término singular refiere a un evento particular y cuándo no.

Se han propuesto varios criterios lingüísticos que permiten diferenciar sustantivos de evento complejos -como “construcción– de sustantivos de evento simples –como “examen– (Grimshaw, 1990; Alexiadou, 2001; Resnik, 2010, Polakof, 2013). Sin embargo, existe poca literatura sobre criterios de referencia a eventos. Por este motivo, nos centramos en el trabajo de Polakof (2017) que argumenta que es posible proponer criterios que permitan diferenciar términos que pueden referir a eventos particulares, de los que no. Estos criterios deben permitir establecer cuándo no referimos a un evento particular concreto debido a que no es un particular concreto, y cuándo no referimos a ellos porque estamos hablando de hechos sociales. De la misma manera, debe permitirnos reconocer cuándo sí pueden ser usados para referir a eventos particulares concretos.

Para reconocer cuándo un término singular puede ser usado para referir a un único evento concreto, primero, deben: poder combinarse con predicados extensionales como “mirar”/“oír”/“ocurrir”/“tener lugar”, poder ser modificados por adjetivos eventivos como “fuerte” y “rápido”, y por modificadores durativos como “de 2 horas”. Segundo, deben aparecer en singular y no ser modificados por palabras como “frecuente” y “constante”, ni ser modificados por adjetivos colectivos como “populoso” y “numeroso”. Dado que, en estos casos, el sustantivo ya no conformaría un término singular.

Para reconocer cuándo no refieren a un evento sino a un hecho social, no deben  ser argumentos de formas performativas como “declarar” y “defender”, ni ser argumentos de verbos como “ganar” o “jugar”, ni ser modificados por adjetivos relacionales como “nacional” (Polakof, 2017a). Como nos ocupa la referencia a eventos particulares, estos criterios permiten descartar todo término singular que pueda ocurrir en esas estructuras.

Los primeros criterios nos aseguran que sean concretos, pues suele suponerse que solo entidades concretas pueden ser percibidas, ser fuertes o rápidas y tener cierta duración. Los segundos se relacionan con la particularidad. Se habla de la referencia a un único evento, por lo que los términos deben ser singulares y no pueden combinarse con palabras que implican la reiteración del evento como “frecuente. Los últimos se relacionan con el hecho de que los eventos no son hechos sociales, y por lo tanto no pueden ser declarados, ganados ni nacionales. Veamos algunos ejemplos:

(5) (….) Bush declaró la guerra global al terrorismo. (CORPES XXI)

(6) La constante construcción de rellenos, puertos deportivos, muelles y otras modificaciones artificiales de la costa, están produciendo un grave daño. (CORPES XXI)

(7) Ganamos el partido con un fútbol estelar. (CORPESXXI).

Es posible observar que un sustantivo como “guerra integra descripciones que pueden combinarse con verbos como “declarar” y ser modificadas por adjetivos relacionales como “global”, en (5). Por este motivo, podemos establecer que, si se corresponde con algo, no es con un evento particular. Lo mismo puede ser dicho de “construcción”, que aparece modificada por “constante”, en (6), y de “partido”, que puede ser complemento de un verbo como “ganar”, en (7). De esta manera, se eliminan los sustantivos de evento que no pueden ser usados para referir a eventos particulares. Los términos singulares que incluyen dichos sustantivos se relacionan o con cuestiones socio-culturales, o con múltiples eventos. Los sustantivos de evento que pueden ser usados para referir a eventos particulares no pueden formar términos singulares que puedan combinarse con verbos como “declarar”, “ganar” y “jugar”. Tampoco, pueden ser modificados por adjetivos relacionales, ni ser modificados por “frecuente” y “constante” sin tener una interpretación de iteración –significado que no es necesario con sustantivos como “construcción”, como puede observarse en:

(8) *Él declaró/defendió la tormenta/ la explosión.

(9) *Ganamos la tormenta/ la explosión.

(10) #La explosión/#la tormenta frecuente/constante produce daños al medio ambiente.

Los últimos ejemplos resultan anómalos semánticamente debido a distintas incompatibilidades. No es posible declarar eventos particulares, por lo que el resultado da una oración que no puede ser interpretada naturalmente, en (8). No es posible ganar una tormenta, por lo que la combinación entre el verbo y el término singular, en (9), resulta agramatical. Aunque sea posible que haya tormentas o explosiones frecuentes, dicha combinación implica que se habla de múltiples eventos y no se refiere, en esos casos, a un evento particular, como en (10). La consideración de los criterios en su totalidad nos permite determinar qué términos singulares constituidos por sustantivos de evento pueden ser usados para referir a un evento particular.

Finalmente, es posible observar que esos términos singulares que no pueden combinarse con modificadores que indicarían múltiples eventos o hechos sociales, sí pueden combinarse con elementos que nos ayudan a señalar que estamos frente a un evento particular:

(11) La fuerte tormenta causó otro choque. (CORPES XXI)

(12) La caída del aparato se produjo en un aeródromo cerca de la localidad fronteriza de Valença do Minho, y tuvo como consecuencia la muerte de Pío Jesús López. (CORPES XXI).

En (11), tenemos la combinación de un nombre simple de evento “tormenta” con “fuerte” presentado como la causa de otro evento.  En (12), tenemos un término singular formado con una nominalización de evento, “caída”, que puede ser ubicado espacio-temporalmente y causa otro evento que es la muerte de una persona.

En el caso de los nombres propios, los criterios cambian. Su presencia resultaría agramatical en varias de las estructuras consideradas, pues no pueden ser modificados, aunque sí pueden aparecer –como los otros términos singulares que analizamos– en construcciones que evidencian la singularidad del evento. En (13), podemos localizar al huracán particular en un lugar determinado en un tiempo determinado gracias al uso del nombre propio “Katrina”:

(13) Katrina llegó a Nueva Orleans el lunes 29. (CORPES XXI)

Estos breves ejemplos muestran que los criterios presentados son suficientes para diferenciar entre sustantivos de evento que pueden ser usados para referir a eventos particulares, pues cumplen los criterios establecidos, de aquellos que no. A su vez, se ha evidenciado que los nombres propios ocurren en contextos que permiten referir singularmente a eventos. Además de cumplir con estos criterios lingüísticos, los términos deben ser usados por un hablante con la intención (Anscombe, 1963) de que su audiencia pueda saber de qué cosa específica habla y qué predica sobre ella (Korta y Perry, 2011). Es decir, que aquellas personas que nos escuchan puedan saber de qué evento en particular hablamos.

4. Conclusiones

Es posible referir a eventos particulares mediante el uso de descripciones definidas que contienen sustantivos de evento (que pueden ser nominalizaciones deverbales o nombres simples de evento) para referir a eventos (Davidson, 1981; Vendler, 1967). Es posible, también, referir a eventos mediante el uso de nombres propios como “Katrina. El uso de la lingüística permite perfeccionar la técnica que nos permite establecer con qué expresiones referimos a eventos. Es importante reconocer que, en esta entrada, se ha tratado a los eventos como particulares concretos y se ha analizado únicamente la referencia singular  a eventos. No se han considerado otras posibilidades como hacer referencia a eventos mediante indéxicos o demostrativos.  Por esto, se ha hablado de términos singulares, de número singular y de eventos particulares. Esta breve entrada ha mostrado que podemos analizar la referencia teniendo en cuenta criterios semántico-sintácticos, además de criterios pragmáticos.

Ana Clara Polakof
(Universidad de la República – Uruguay)

Referencias

  • Alexiadou, A. (2001): Functional Structure In Nominals: nominalization and ergativitiy, Amsterdam/ Philadelphia, John Benjamins Publishing Company.
  • Anscombe, G.E.M. ([1957] 1963): Intention, 2ª ed., Cambridge/Massachusets/London, Harvard University Press.
  • Bosque, I. (1999): “Sustantivos eventivos”, en Bosque, I. y V. Demonte, Dirs., Gramática descriptiva de la lengua española, Tomo 1, Capítulo 1, §1.5.2.4, pp. 51-53, Madrid, Espasa.
  • Clark H. H. y A. Bangerter (2004): Changing Ideas about Reference, en NOVECK, I.A. y D. SPERBER, eds., Experimental pragmatics, London, Routledge, 2004. p. 25-49
  • Cleland, C. (1991): “On the individuation of events”, en Synthese, 86, pp. 229-254.
  • Davidson, D. ([1981]2001): Essays on actions and events, Berkeley, University of California.
  • Evans, G. (1982): The Varieties of Reference, Oxford, Clarendon Press.
  • Evnine, S. (1991): Donald Davidson, Stanford, Stanford University Press.
  • Faye, J. (1989): The reality of the future: An essay on time, causation and backward causation, Odense, Odense University Press.
  • Grice, H.P. (1975): Logic and conversation, en Cole, P. y J. L. Morgan, eds., Syntax and Semantics, Vol. 3, Speech Acts, New York, Seminar Press, p. 113-28.
  • Grimshaw, J. (1990): Argument Structure, Cambridge/ Massachusetts/ London, The MIT Press.
  • Korta, K. y J. Perry. (2011): Critical Pragmatics. An Inquiry into Reference and Communication, Cambridge, Cambridge University Press.
  • Lemmon, J. (1967 ): “Comments on D. Davidson’s”, en RESCHER, N. ed., The Logic of Decision and Action, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, pp. 96-103.
  • Polakof, A.C. (2013): “La estructura funcional de las nominalizaciones deverbales de evento y resultado a partir de verbos de realización”, en Anuari de Filologia. Estudis de Lingüística, 3, pp. 113-144.
  • Polakof, A.C. (2017): “Why are events, facts, and states of affairs different?”, en Disputatio,44, pp. 99-122.
  • Polakof, A.C. (2017a): “La referencia a eventos y su soporte lingüístico”, en Rasal: Lingüística, pp. 137-154.
  • Pustejovksy, J. (1995): The Generative Lexicon, Cambridge, MIT Press.
  • Quine, W. (1985): “Events and Reification”, en LePore, E. y B. McLaughlin, eds., Actions and Events, Basil Blackwell, New York, pp. 162-71.
  • Real Academia Española: Banco de datos (CORPES XXI) [en línea]. Corpus del Español del Siglo XXI (CORPES). <http://www.rae.es> [consultado e19/11/2020]
  • Resnik, G. (2010): Los nombres eventivos no deverbales en español, Tesis de doctorado. Barcelona, Universitat Pompeu Fabra.
  • Searle, J. (1995): The Construction of Social Reality, New York, The Free Press.
  • Simons, P. (2005): “Events”, en Loux M. J. y D. W. Zimmerman, eds., The Oxford Handbook of Metaphysics, pp. 357-385, Oxford/New York, Oxford University Press. DOI: 10.1093/oxfordhb/9780199284221.003.0013
  • Vendler, Z. (1967): “Facts and events”, en Linguistics in Philosophy, p.122-146.
Cómo citar esta entrada

Polakof, Ana (2020): “La referencia a eventos”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/la-referencia-a-eventos/).

Experiencia estética

La noción de experiencia estética es probablemente el concepto fundamental de esta disciplina filosófica, pues en principio delimitaría el ámbito propio de este particular modo de acercamiento al mundo, a pesar de que no hay una única forma de entenderla. Aquí, daremos cuenta tanto de los orígenes y consolidación del concepto de experiencia estética en la filosofía de la Ilustración, donde apuntaló además la distinción y elevación social de las Bellas Artes, como de su devenir posterior. Para esto repasaremos algunas tipologías con las que autores de referencia en la actual estética analítica han intentado clarificar conceptualmente la peculiaridad de esta forma de experiencia, en el momento en que además se asiste a su expansión hacia ámbitos distintos al artístico.

1. Lo estético

El término “estético” fue introducido a mediados del siglo XVIII por Alexander Baumgarten (1735) para referirse al peculiar “conocimiento sensible”, distinto al lógico o teórico que exigía una ciencia que explicara y justificara nuestros comportamientos y juicios al respecto. Desde entonces ha adjetivado pues la experiencia que proporciona dicho conocimiento o “sensación” así como la actitud que exige adoptar frente a las cosas, pero también al objeto mismo al que se dirige y al valor que genera o al juicio que lo expresa. Precisamente el juicio centra el interés de Immanuel Kant en su tercera crítica, Crítica del Juicio (1790), con la que establece no obstante una concepción desde la que afrontar la fundamentación de la peculiaridad de nuestra experiencia estética del mundo, distinta de la científica o la moral, de un modo que resultará enormemente influyente. 

Sin embargo, no fue “lo estético” la noción que abrió paso a este ámbito de experiencia en el pensamiento filosófico, sino la idea previa de “gusto” con la que mantendría importantes analogías, pero también importantes diferencias.  

2.1. Del gusto a lo estético

La emergencia del concepto de gusto en la teoría del siglo XVIII debe ser enmarcada en lo que se puede denominar el segundo gran “momento” en la historia de la belleza en el pensamiento filosófico occidental donde, a una gran primera época pre-moderna, en la que se entiende que la belleza que observamos en las cosas y que nos proporciona placer, depende de una belleza que se sitúa al margen de nuestra percepción, sigue un segundo momento, moderno, en el cual la relación se invierte, situando el origen de la belleza en el sentimiento mismo de placer del sujeto a ciertas propiedades del objeto. [véase entrada “Belleza”]

El gusto viene así a representar la reacción frente al racionalismo imperante en buena parte de Europa y sobre todo en Francia que, por influencia cartesiana, intentaba conjurar el riesgo de relativismo que la sentimentalización de lo bello representa apelando a un método racional, de forma que lo bello debiera inferirse de la aplicación de principios y conceptos. De manera que, junto a algunos teóricos franceses como Jean-Baptiste Du Bos (1719) que apelaban igualmente al sentimiento como fundamento de la belleza, fueron los empiristas británicos quienes desarrollaron de forma significativa la teoría del gusto sobre la base de que los juicios de la belleza no responden a la inferencia racional sino a una reacción inmediata semejante a la que proporciona la percepción sensorial directa.

No obstante, los teóricos del XVIII matizan el carácter intuitivo y sensorial de la belleza, siendo el sentido del “gusto” distinto al literal, o culinario, pues se trata de un sentido “interno”, “reflexivo”, o “secundario”, que opera precedido de cierta concepción de la naturaleza y estructura del objeto proporcionada en especial por la sensibilidad “más intelectual”, es decir, visual y auditiva fundamentalmente (Korsmeyer 1999), e implicando a otras facultades mentales como la imaginación. Será precisamente la imaginación la fuente de la que, como expondrá Addison (1712), emanan distintos placeres, como lo pintoresco y lo sublime, excitados y diferenciados por su objeto, lo singular y lo grande, respectivamente, que no se ajustan al placer suscitado por la perfección armoniosa y proporcionada que definen tradicionalmente lo bello. Las nuevas categorías contribuyen a definir un ámbito de experiencia que responde a un tipo de placer refinado e intelectualizado, transformando la inicial idea de gusto, con sus connotaciones fisiológicas y sociales, en la de un conocimiento sensible. De este placer participan pues conjuntamente la sensibilidad y la razón, atribuyéndose a las artes en su distinción respecto a la experiencia cotidiana, y recibiendo la denominación más técnica de lo “estético” (Shiner 2001, 206-207).

1.2. Kant y la autonomía de la experiencia estética

Bajo la noción de gusto, el ámbito de la experiencia estética encontraba su mayor problema a la hora de ser teorizada, además de en la concreción de su facultad y su objeto, en la posibilidad de ser normativizada (Bozal 1999). Como manifestación de la simple preferencia personal no sería posible determinar la validez de sus juicios. Sin embargo, ya decíamos que, pese a suscribir su inmediatez, los filósofos del XVIII se planteaban el funcionamiento del sentido gusto de forma distinta a las experiencias de la mera sensibilidad externa. Y por consiguiente que, en tanto que sentido secundario, las respuestas subjetivas que produce están dirigidas por rasgos del objeto, y no pretenden entonces expresar meras preferencias individuales que escapen a toda posibilidad de generalización y consenso, también de jerarquización, pues eso significaría asumir que el valor de esos objetos, caso de las obras de arte, se puede igualmente equiparar. Partiendo de esta antinomia que muestra al gusto como algo subjetivo y objetivo a la vez, David Hume buscó la salida en las cualidades de los observadores o jueces competentes dondequiera que se les encuentre, dado que la delicadeza de sus gustos y su buen sentido ejercitados en la práctica de juzgar permitirán, en ausencia de prejuicios o condicionamientos personales, sociales y culturales, un consenso en el que hallar “la verdadera norma del gusto y la belleza” (1757, 43). 

Pero ya antes el neoplatónico Conde de Shaftesbury, para alentar a la contemplación racional de lo bello, lo bueno y lo verdadero, al igual que filósofos empiristas, como Francis Hutcheson o Archibald Alison, habían señalado la capacidad para elevarse por encima del prejuicio y la autocomplacencia como un elemento clave en la configuración de ese gusto refinado que condujo a lo estético. Es así como la exigencia de una “contemplación desinteresada” se convierte, junto a la inmediatez, en uno de sus pilares básicos.

Esto ocurre sobre todo a partir de la Crítica del juicio de Kant, considerado el verdadero tratado fundacional de la estética moderna, de manera que se aísla el gozo meramente contemplativo propio de lo bello de cualquier otro interés, venga del ámbito del conocimiento o del bien, sea de lo útil o sea incluso de lo moralmente bueno. Así pues, se modifica también la consideración del sentido del gusto que hasta entonces figuraba como una capacidad a la vez ética y estética, y el desinterés pasa a distinguir la autonomía de lo estético, a la vez que explica la pretensión de universalidad de sus juicios. 

El de lo bello es un placer estético puro, distinto de lo agradable – que para Kant era no obstante también un placer estético -, porque no admite la intervención del deseo ni de ninguna característica personal del que juzga, por lo que, de ser realmente así, cualquiera podría hacer el mismo juicio. Por eso es normativo a pesar de ser subjetivo. El sentimiento placentero que identificamos con la belleza es para Kant una respuesta subjetiva pero necesaria pues se ubica en las facultades que operan a priori en la mente de todas las personas cuando gozan contemplativamente el mundo, excluyendo entonces cualquier interés, hasta el interés por la existencia real del objeto mismo. Las formas de los objetos, naturales paradigmáticamente en Kant, que parecen hechos conforme a una finalidad, aunque no apreciemos fin alguno para ellos, ofrecen la ocasión y estimulan a nuestras facultades mentales a liberarse de las reglas que determinan su funcionamiento ordinario, cognitivo o práctico, pudiendo así “jugar” libremente con dichas formas. En definitiva, según Kant, disfrutar del juego libre de la imaginación y el entendimiento humanos en armonía con la pura forma de los objetos produce placer estético. 

1.3. Autonomía estética y Bellas Artes

No obstante, la reflexión de Kant sobre el juicio de gusto no se agota en la caracterización del juicio puro o de la belleza libre, típicamente la natural, sino que se extiende además a lo que el filósofo llamó “belleza adherente”; esto es, belleza “dependiente” de la clase de cosa que un objeto es y que, por tanto, “presupone un concepto y la perfección del objeto según éste” (1790, 129). La belleza de las obras de arte se incluye en esta categoría. 

Las obras de arte presuponen conceptos sobre lo que son y lo que representan. Apreciar estéticamente una obra de arte exige saber si se trata de una pintura o un poema, pero además es que Kant no ignoraba, y no podía dada la naturaleza mayormente representacional del arte de su tiempo, el contenido de las obras de arte. Sin embargo, la necesaria presencia de conceptos que exige apreciar una pintura como lo que es, una pintura, que versa sobre un tema concreto, aunque enturbia la pureza del gusto no determina completamente su apreciación. Al contrario, las Bellas Artes, entre las que se encuentra la pintura, como la poesía, la música, la arquitectura y la escultura (si bien Kant contaba además la oratoria y la jardinería), lo son precisamente porque son capaces de estimular la conciencia reflexiva de sentir cómo nuestras facultades espirituales, en concreto la imaginación y el entendimiento, juegan armoniosa y libremente con motivo de la apariencia de esos objetos. La experiencia estética juzga el modo como nos representamos los objetos, y no obedece propiamente a la materia o al contenido de esas representaciones, sino a su forma; en el caso del arte, a la interrelación entre forma y contenido (Kieran 2005, 55).

Porque, aunque remite a conceptos, la experiencia estética en el arte proporciona una exploración del mundo que no está determinada conceptualmente, sigue siendo libre, y el placer no obedece además a ningún beneficio o utilidad que nos pueda reportar. La experiencia de lo bello es siempre valiosa por sí misma, autónoma o desinteresadamente.

Especificar el carácter estético de la experiencia en el arte permite a Kant diferenciar las artes “agradables” que proporcionan placeres “de la sensación”, como los ordinarios, respecto de las “bellas artes” que aportan los placeres “de la reflexión” (Kant 1790, 211). También son diferentes de las artesanías pues no son, como éstas últimas, resultado de la aplicación de reglas, sino del genio o talento espiritual espontáneo por el que la naturaleza “da la regla al arte”, y que comunica el juego libre de su imaginación y entendimiento presentando “ideas estéticas” que animan a quien contempla sus obras a “pensar más” (Kant 1790, 213, 221).

En un momento en el que las obras de arte no estaban hechas solo para ser contempladas, sino que, como siempre lo habrían hecho, respondían a todo tipo de intereses y se apelaba especialmente a su función moral, el valor estético como valor autónomo del arte se abre paso, y del mismo modo se diferencia entre una alta y una baja cultura. El culto de la apreciación estética encuentra aquí su punto de partida y acabará ligado más al arte que a la naturaleza, con efectos que, tanto a nivel teórico como social, se dejarán sentir durante mucho tiempo.

2. Tipologías de la experiencia estética

2.1. La concepción tradicional

La sofisticada y compleja explicación kantiana proyecta una enorme influencia en la constitución de lo que se entiende como concepción tradicional de la experiencia estética marcada por sus características básicas: la inmediatez de un sentimiento de placer ocasionado en la contemplación desinteresada de la forma o apariencia de los objetos.

Pero ¿qué es realmente lo que define la singularidad de la experiencia estética? A partir de la concepción kantiana tradicional y según se acentuasen algunos de los anteriores aspectos, se podrían generar distintas aproximaciones a la hora de intentar definir esa peculiaridad respecto a otros posibles tipos de experiencia que, con Noël Carroll (2006), se podrían clasificar según estén orientadas más al placer que produce, o al modo de conocimiento que implica, o al tipo de valor que genera. 

Siguiendo a Carroll, diríamos que la perspectiva “orientada al afecto” es la que apunta al placer que produce la experiencia estética para intentar definirla. Pero el argumento se quedaría corto pues, además de no contemplar la posibilidad de experiencias estéticas negativas o no-placenteras, aun cuando lo feo sería tan estético como lo bello, se debería especificar de qué clase de sentimiento o afecto se trata. Podría recurrirse entonces a complementar lo anterior con un posicionamiento “epistémico”, que señala la inmediatez de la experiencia como su marca. Este enfoque recogería la idea de la percepción inmediata como modo de conocer sensible, por lo cual la belleza no es asunto de inferencia racional ni argumento sino de un encuentro directo y en primera persona con los objetos. Pero, aún si la inspección inmediata y directa de los objetos fuera un aspecto necesario de la experiencia tampoco parece que permitiera diferenciarla de otros posibles modos de experiencia que produjesen una respuesta, quizá no necesariamente placentera, pero igualmente afectiva e inmediata. De manera que sería finalmente una “orientación axiológica”, que califica la afectividad de la respuesta estética como singularmente valiosa porque apela al desinterés práctico, la que aportara el rasgo que mejor definiría la especificidad de la experiencia estética y es por ello el modo más común de entenderla. El comportamiento estético sería distinto a otros porque está dirigido intencionalmente por la apariencia del objeto en su mera contemplación garantizando así un valor autónomo. 

Parece, sin embargo, que el desinterés suele definirse de manera solamente negativa, como lo que no tiene utilidad práctica ni pretende beneficio alguno, por lo que tampoco resultaría demasiado informativo. Y cuando su interpretación ha buscado ser más sustantiva, ha resultado con frecuencia muy radical y también un tanto oscura, lo cual ha generado importantes objeciones que por ello podrían llegar a cuestionar la existencia misma de la experiencia estética, como veremos a continuación.

2.2. El “mito” de la actitud estética

Marcada por el desinterés práctico, la concepción kantiana de la experiencia estética apelaba a una actitud contemplativa que la separaba significativamente del mundo de cotidiano y que, en tanto que actividad destinada a promover el trabajo conjunto de nuestra sensibilidad e intelecto, acabó también haciendo de la experiencia estética una noción fundamentalmente orientada a lo artístico.

De manera también muy influyente, Arthur Schopenhauer radicalizó la idea del desinterés de Kant que pasó de ser la vía para descubrir el valor estético de las cosas a la sede del propio valor estético (Shelley 2015). Schopenhauer convirtió la contemplación estética propia del arte en una suerte de alejamiento del mundo con valor a la vez cognoscitivo y terapéutico, pues permite mostrar objetivamente la realidad esencial de las cosas, la cual el filósofo entendía como expresión de una voluntad primordial ciega y globalmente sinsentido, al tiempo que nos permite negar ese mundo, al situarnos en un estado bienaventurado en el que sustraernos de los deseos y miserias que constituyen nuestra vida ordinaria (Schopenhauer 1819). 

Pero otros críticos y pensadores contemporáneos como Clive Bell (1914), que decía que la emoción estética nos saca de lo cotidiano, o más tarde Monroe Beardsley (1958), que la caracterizaba como un sentimiento de liberación, siguen en la línea de caracterizar la experiencia estética como un momento extraordinario, casi místico. Igualmente, en la interpretación de la actitud estética desinteresada como un estado de absorción, destacan Edward Bullough (1912) para quien asimismo supone una suerte de “distanciamiento emocional” que nos permite poder apreciar una obra de arte adecuadamente, y Jerome Stolnitz (1960) quien la entiende como un modo de atención que aísla al objeto y lo contempla “en sus propios términos” y al margen de cualquier pre-concepción.

Muchos de estos autores se sitúan en la órbita del formalismo estético, que floreció como teoría artística especialmente desde final del siglo XIX y hasta mediados del XX. En tanto que heredero de Kant, el formalismo ha identificado la experiencia estética con la aprehensión de cualidades perceptibles, estructurales o de configuración, de las obras de arte, con independencia de su contenido, su temática u objeto; propiedades formales intrínsecamente valiosas. Pero el desinterés no exige el formalismo. Pues no es sólo que la interpretación formalista se ajustara más a la descripción que Kant daba de la experiencia estética de la naturaleza que a la que él mismo daba para el arte, sino que otros autores defienden la actitud estética como cierto estado de inmersión en la obra, absorto de cualquier otra cosa pero rechazando, sin embargo, el formalismo. Es el caso de Alan Goldman, según el cual, en el arte, lo estético incluye junto a propiedades formales y expresivas, contenidos y significados. Las propiedades estéticas lo son de un objeto simbólico, donde el medio y la forma se relacionan con el contenido. Y todo es relevante, también la atención al contexto histórico de la obra, si informa de hecho la experiencia de una obra (2001, 191). De esta manera, la especificidad de la experiencia estética estribaría en “perderse” uno mismo en el mundo virtual que la obra de arte ofrece, ejercitando nuestros sentidos, pensamientos, y emociones simultáneamente y en interacción mutua (Goldman 1995, 151). 

No obstante, en un famoso artículo, George Dickie (1964) argumentó que ese tipo de atención absorta y desinteresada puede suponer la exigencia trivial de prestar una atención intensa a un objeto, dejando a un lado otras preocupaciones que se entienden, al contrario, como interesadas en otros asuntos, pero que en sí misma no constituiría un modo especial de percibir. Es más, tampoco la motivación o el propósito al que nuestra atención estuviera dirigida generaría, para Dickie, una diferencia relevante en el modo de atender. En particular, no es distinta la atención por dirigirse al objeto sin un propósito ulterior que atender a él. Para entender lo que quiere decir Dickie, serviría de ejemplo comparar dos personas que ponen toda su atención al escuchar un concierto, una de las cuales no tiene más motivación que disfrutar de la música y la otra es un crítico que pretende escribir después su reseña y ganarse el sueldo, Las experiencias de uno y de otro no serían distintas, pese a que la del segundo es claramente interesada. “Distintos motivos pueden dirigir la atención a distintos objetos, pero la actividad atencional propiamente dicha, sigue siendo la misma” (Dickie 1971, 54-55). Hablar entonces de la peculiaridad de la atención estética en tanto que desinteresada no sería más que un mito.

2.3. Enfoques contemporáneos

Si tal y como parece mostrar el ejemplo anterior, la motivación desinteresada no genera diferencias relevantes en el modo de atención respecto a otras movidas por intereses, de haberla, la especificidad de la experiencia estética habría que buscarla en las características de su contenido. Orientar la definición de la experiencia estética hacia su contenido, típicamente las propiedades estéticas de los objetos, es entonces la propuesta de Noël Carroll frente a las anteriores derivadas de la concepción tradicional, el enfoque axiológico en particular. Como Dickie, Carroll entiende que los dos personajes del anterior ejemplo tendrían el mismo tipo de experiencias al atender ambas a las cualidades estéticas de la música, independientemente del tipo de valor que las experiencias de esas cualidades generen. Para Carroll, la experiencia es pues estética si atiende a las propiedades estéticas de los objetos, correctamente percibidas y apreciadas, y en toda su diversidad. En el caso del arte, 

         “una experiencia es estética si implica la aprehensión/comprensión por parte de un sujeto informado en los modos asignados (por la tradición, el objeto y/o el artista) de las estructuras formales, las propiedades estéticas y/o expresivas del objeto, y/o la emergencia de esos rasgos desde las propiedades de base de la obra y/o del modo en que esos rasgos interactúan unos con otros y/o dirigen los poderes cognitivos, perceptivos, emotivos y/o imaginativos del sujeto” (Carroll 2006, 89). 

La propuesta meramente “orientada al contenido” resulta atractiva por varias razones. Atiende a la forma, pero no sólo; en una vena anti-formalista, incluye otras propiedades estéticas por cuanto son asimismo dependientes de la respuesta del sujeto dotado de sensibilidad y capacidad imaginativa. En este sentido, obedece al escrutinio de los propios objetos pues se dice que las propiedades estéticas sobrevienen en sus propiedades primarias y secundarias, así como sobre ciertas propiedades relacionales, incluyendo las artístico-históricas, tales como el género artístico. De esta manera también se limita la tesis de la inmediatez, en el sentido en que ya la habían matizado los autores del gusto del S.XVIII a través de la noción de sentido secundario o reflexivo, es decir, apelando a cierto conocimiento previo que equipa apropiadamente al sujeto para poder reconocer y apreciar esas propiedades; lo cual es crucial para el caso del arte donde la percepción de las propiedades estéticas depende de que sean consideradas bajo las categorías adecuadas (Walton 1970). No se trata, sin embargo, de una propuesta vinculada con lo artístico, como otros enfoques más tradicionales, lo cual sería otra de sus ventajas. De hecho, propuestas recientes en la estética de la naturaleza también insisten en la idea de que la correcta apreciación estética de los objetos y entornos naturales exige que sean percibidos bajo las categorías apropiadas. 

Por otro lado, como se decía, el enfoque explica la experiencia estética por la atención con comprensión de la forma y las propiedades de los objetos, y no al tipo de valor que su experiencia genera, lo cual permite igualmente que sean considerados valiosos tanto desde un punto de vista intrínseco como desde un punto de vista instrumental. De hecho, uno de los puntos más fuertes de esta propuesta estribaría precisamente en no hacer la experiencia estética incompatible con que fuese valiosa instrumentalmente para muchos otros fines posibles, lo que de hecho parece además que suele ocurrir, como en el anterior caso del crítico musical. Además, el enfoque consigue así ajustarse mejor que otros tanto a definiciones del arte que defienden que éste tiene muchos valores más allá de su posible valor estético, como a la experiencia estética de la vida cotidiana.

Ahora bien, el planteamiento ha sido criticado por ofrecer una concepción de la experiencia estética que se aleja demasiado de cómo usualmente ha sido entendida. En la aproximación orientada al contenido, la experiencia se explica puramente como atención a las cualidades estéticas, que lo son porque dependen de una respuesta sensible e imaginativa por parte del sujeto, pero que no implica el tipo de respuesta apreciativa que se asocia a lo estético. Es decir, que se trata de reconocer cognitivamente la presencia de propiedades de una manera neutral desde el punto de vista del valor. Sin embargo, las propiedades estéticas se suelen entender como cualidades que además de depender de una respuesta del sujeto, al igual que otras cualidades como los colores, lo hacen incluyendo una respuesta favorable o desfavorable desde el punto de vista de la apreciación, tal como suponía ya el viejo problema dieciochesco del “gusto”. Así, por ejemplo, “rojo” no sería una propiedad estética como sí lo serán “vibrante” o “chillón”. Pero incluso, siguiendo otro ejemplo, uno puede simplemente afirmar el color rojo de un jarrón chino o exclamar “¡mira ese rojo!”, donde “el tono de voz con su énfasis… manifiesta la apreciación y la respuesta estética de uno” (Tilghman 2004, 256). Una propiedad en principio neutral adquiere carácter estético gracias al componente afectivo fundado en la satisfacción/insatisfacción característica de la experiencia estética.

Otros enfoques actuales insistirían en este punto generando propuestas donde la definición de propiedades estéticas remite a la concepción de la experiencia estética misma; las propiedades estéticas son dependientes de la respuesta del sujeto, pero en esa respuesta la propiedad se percibe como valiosa, o no (Carrasco 2013). Es el caso de autores ya citados como Alan Goldman, para quien las propiedades estéticas se aprecian “experiencialmente” en un comportamiento diferenciado por el funcionamiento conjunto de nuestra actividad perceptiva y cognitiva con nuestra receptividad afectiva (Goldman 2006) o de Malcolm Budd (1995, 2008) para quien también el valor estético de los objetos depende del valor de la experiencia que provocan sus propiedades estéticas cuando son correctamente percibidas, y, además, todos ellos insisten en que se trata de un valor propio, intrínseco.

En esta línea, Gary Iseminger apunta igualmente a la peculiar fenomenología de la experiencia estética donde la comprensión y la apreciación se unen. Volviendo al ejemplo del concierto que se puede estar escuchando de forma interesada, o no, habría que diferenciar, primero, si ambas personas están de hecho perceptiva, cognitiva y afectivamente sintonizados con la música del mismo modo. Es decir, si el origen del placer estético en el caso del crítico musical estuviera causado por la perspectiva del beneficio, o no. Pero bien pudiera ser que los dos prestaran rigurosa atención y reconocieran los desarrollos, las distintas propiedades estéticas y expresivas, y el diseño formal de la pieza, siendo esa actividad perceptiva y cognitiva la que determinara en cada caso la valoración estética que la obra merezca, por sí misma. Lo que no quita que el crítico musical pueda sumar su interés profesional, que le haga valorar la música además por otras razones, sin que el disfrute estético le obligue para nada a renunciar a él. En definitiva, el interés profesional no sería incompatible con la experiencia estética, pero la perspectiva de apreciación, y por tanto la experiencia, serían diferentes cuando se atiende al objeto desde un punto de vista intrínseco o instrumental (Iseminger 2006, 100-101).

Recientemente, Robert Stecker (2010) ha asumido una línea de argumentación similar al proponer una concepción “mínima” de la experiencia estética que, intentando mantener las ventajas de la concepción “orientada al contenido”, permita no obstante diferenciarla de otras insistiendo en el carácter apreciativo que se atribuye a la percepción estética en la visión tradicional. Para Stecker, el contraste entre el punto de vista intrínseco e instrumental es clave para definir el tipo de valor que se genera en la experiencia estética y es el terreno en donde habría que situar hoy la discusión sobre el concepto de desinterés, en cuanto garante de un valor autónomo. Interpretado bien de forma puramente negativa, o bien como una especie de atención misteriosa y absorta, que toma como referencia la experiencia del arte, el desinterés es para Stecker justamente rechazado, pero en cambio, la idea del valor intrínseco no necesita definirse ni por la exclusión del punto de vista instrumental ni se concibe como necesariamente aislada de la vida cotidiana. Al contrario, ambas perspectivas, intrínseca e instrumental, son consistentes, como demuestran otras cosas que, como la felicidad, son valiosas por sí mismas y para otros fines. Lo que es necesario es distinguir la atención estética como aquella actividad perceptual y cognitiva que “construye una respuesta evaluativa en la apreciación misma de algunas propiedades” (Stecker 2010, 60). Se trata de una clase de valor autónomo e independiente, que no sólo encontramos en el arte porque “está en todas partes”(Stecker 2012, 361).

Sin duda puede decirse con James Shelley (2015) que, a partir de la reflexión de Kant, la discusión de la idea del desinterés ha sido, junto a la de la tesis de la inmediatez, lo que ha marcado buena parte del rumbo del pensamiento sobre lo estético generando distintas propuestas para su definición y comprensión. Y el debate continúa abierto, principalmente entre quienes quieren asegurar la idea del valor estético de los objetos por sus propias propiedades estéticas, independientemente de las características de la propia experiencia y el valor que ésta genere, y quienes entienden que esas propiedades no lo son al margen de una respuesta cognitiva al tiempo que apreciativa, que la tradición ha llamado estética.

Matilde Carrasco Barranco
(Universidad de Murcia)

Referencias

  • Addison, J. (1712): Los placeres de la imaginación y otros ensayos de “The Spectator”,Madrid, Visor, 1991.
  • Baumgarten, A. G. ([1735] 2013): Estética breve. Prólogo, selección, traducción y notas de Ricardo Ibarlucía, Buenos Aires, CIF Excursus.
  • Bell, C. (1914): Art, London, Chatto and Windus.
  • Beardsley, M. (1958): Aesthetics, Problems in the Philosophy of Criticism, Nueva York, Harcourt, Brace and Company.
  • Bozal, V. (1999): El gusto, Madrid, Visor.
  • Budd, M. (1995): Values of Art: Painting, Poetry, and Music, London, Penguin.
  • Budd, M. (2008): Aesthetic Essays, Oxford, Oxford University Press.
  • Bullough, E. (1912): “Psychical Distance as a Factor in Art and as an Aesthetic Principle”, British Journal of Psychology, 5, pp. 87-98.
  • Carlson, A. (1995): “Nature, Aesthetic Appreciation, and Knowledge”, Journal of Aesthetics and Art Criticism 53(4), pp. 393-400.
  • Carrasco, M. (2013): “Experiencia estética”, en Pérez Carreño, F., ed., Estética, Madrid, Tecnos.
  • Carroll, N. (2006): “Aesthetic Experience: A Question of Content”, en Kieran, M., ed., Contemporary Debates in Aesthetics and the Philosophy of Art, Oxford, Blackwell Publishing Ltd., pp. 69-97.
  • Dickie, G. (1964): “The Myth of the Aesthetic Attitude”, American Philosophical Quaterly, 1, pp. 56-66.
  • Dickie, G. (1971): Aesthetics. An Introduction, Indianápolis, Bobbs-Merrill.
  • Du Bos, J.B. ([1719]2007): Reflexiones críticas sobre la poesía y sobre la pintura, Valencia, Universidad de Valencia.
  • Goldman, A. (2006): “The Experiential Account of Aesthetic Value”, The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 64(3), pp. 333-342.
  • Goldman, A. (1995): Aesthetic Value, Boulder, Westview Press. 
  • Hume, D. ([1757] 1989): La norma del gusto y otros ensayos, Barcelona, Península.
  • Iseminger, G. (2006): “The Aesthetic State of Mind”, en Kieran, M., ed., Contemporary Debates in Aesthetics and the Philosophy of Art, Oxford, Blackwell Publishing Ltd., pp. 98-110.
  • Kant, I. ([1790] 1981): Crítica del Juicio, Madrid, Alianza.
  • Kieran, M. (2005): Revealing Art, London and New York, Routledge.
  • Korsmeyer, C. ([1999]2002): El sentido del gusto: comida, estética y filosofía, Barcelona, Paidós.
  • Shelley, J. (2015): “The concept of the aesthetic”, Stanford Encyclopedia of Philosophy. Winter Edition 2015. Edward N. Zalta (ed.) https://plato.stanford.edu/archives/win2015/entries/aesthetic-concept/#Imm
  • Shiner, L. ([2001]2004): La invención del arte, Barcelona, Paidós.
  • Schopenhauer, A. ([1819] 2004): El mundo como voluntad y representación, Madrid, Trotta.
  • Stecker, R. (2010): Aesthetics and the Philosophy of Art. An Introduction. Lanham, Rowman & Littlefield Publishing Group.
  • Stecker, R. (2012): “Artistic Value Defended”, The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 70(4), pp. 355-362.
  • Stolnitz, J. (1960): Aesthetics and Philosophy of Art Criticism, New York, Houghton Mifflin.
  • Tilghman, B. R. (2004): “Reflections on Aesthetic Judgement”, British Journal of Aesthetics, 44(3), pp. 248-260.
  • Walton, K., (1970): “Categories of Art”, Philosophical Review, 79, pp. 334-67.

Entradas relacionadas

Belleza

Cómo citar esta entrada:

Carrasco Barranco, Matilde (2020): “Experiencia estética”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/experiencia-estetica/)

Ética y genética

1. Introducción

El avance de la genética es continuo. Por ello, es difícil teorizar sobre los efectos sociales y morales de este fenómeno sin aludir al futuro, inmediato o mediato. En lo que sigue, presento un panorama de algunos de los problemas éticos que la genética humana, como disciplina científica, plantea hoy y de los que previsiblemente planteará en un futuro próximo (dejaré de lado, en general, especulaciones más audaces sobre lo que podría ocurrir en un futuro más lejano).

Los desafíos morales de la genética humana que discutiré aquí son de dos tipos. El primero se refiere al manejo adecuado de la información genética de las personas (sección 2.). Allí mencionaré varios de los problemas involucrados, pero me concentraré en dos: el problema del acceso a la información genética por parte de la propia persona (2.1.) y del sistema de salud (2.2.). El segundo tipo de desafío que trataré es el de la modificación genética (sección 3.). Allí abordaré cuatro controversias centrales: la que se refiere a los posibles daños a personas que no consienten (3.1.), la vinculada con la investigación con sujetos humanos (3.2.), la cuestión de la justicia distributiva, y, por último, la controversia específica sobre el mejoramiento genético (3.3.).

2. La información genética

Los avances científicos en el campo de la genética permiten obtener información que se encuentra en nuestros genes. Se han desarrollado tests genéticos que pueden correlacionar determinados genes con ciertos determinados rasgos fenotípicos. El caso más interesante es el de la correlación con enfermedades. Hay dos tipos de correlación relevantes. Por un lado, se encuentran las enfermedades monogenéticas, es decir, producidas por la mutación de un solo gen. En este caso, la detección de la mutación en un individuo permite predecir con certeza el desarrollo fenotípico de la enfermedad en ese individuo. Las enfermedades monogenéticas son infrecuentes y, en su mayoría, muy graves. Algunos ejemplos son la fibrosis quística (la enfermedad monogenética más frecuente), el mal de Huntington, la hemofilia, o la anemia falsiforme. Por otro lado, se encuentran las enfermedades multifactoriales, en las cuales concurren factores genéticos múltiples (más de un gen involucrado) y factores ambientales. Es el caso de las enfermedades más frecuentes: el cáncer, las enfermedades coronarias, la diabetes, el mal de Alzheimer, entre muchas otras. Los tests genéticos para enfermedades monogenéticas permiten predecir la ocurrencia de la enfermedad de una generación a la siguiente de acuerdo con las leyes de Mendel (algunas enfermedades monogenéticas son recesivas y otras dominantes). En cambio, los tests desarrollados hasta el momento referidos a enfermedades multifactoriales (por ejemplo, los referidos al cáncer de mama, cáncer de próstata, mal de Alzheimer, entre otros) permiten establecer, como máximo, un aumento de la probabilidad de contraer la enfermedad. Estos tests pueden realizarse en forma prenatal (en el feto o el embrión), en forma preconcepcional (en las gametas) o en forma posnatal (en personas adultas o niños).

En la medida en que los tests genéticos tienen un (mayor o menor) poder predictivo, surge la pregunta de quién tiene derecho a acceder a esa información (y bajo qué condiciones). Los interesados potenciales son diversos, entre otros: la propia persona afectada, sus familiares, los empleadores, los seguros de salud (o el sistema de salud), los seguros de vida, y el Estado. Me restringiré a considerar brevemente dos casos: la propia persona y el sistema de salud.

2.1. El derecho a no conocer

El derecho a acceder a la propia información genética es, a primera vista, poco interesante. Parece obvio que todos tenemos derecho a acceder a cualquier información acerca de nosotros mismos. Sin embargo, el caso de la información genética tiene una peculiaridad interesante: cuando la propia persona es, a la vez, la fuente de la información y la que la recibe, puede ocurrir que ella no desee conocerla. Se plantea así, no sólo el problema de determinar el alcance del derecho a conocer, sino también el alcance del derecho a no conocer la propia identidad genética (Chadwick et al., 1997, 2005). Esta situación se torna relevante éticamente cuando la decisión de acceder o no a esa información involucra a terceros. Un ejemplo que ilustra este problema es el del Mal de Huntington. Se trata de una enfermedad autosómica dominante, lo cual que implica que una persona con la enfermedad tiene un 50% de probabilidad de trasmitirla a sus hijos. La enfermedad acarrea gravísimos trastornos neurológicos y, finalmente, la muerte. Una característica peculiar de esta enfermedad es que se desarrolla después de los 30 años, esto es, cuando la persona ya se encuentra en edad reproductiva. El interrogante es, entonces, si una persona que tiene antecedentes familiares de la enfermedad tiene el deber moral de someterse a un test genético, antes de tomar la decisión de procrear. Hacerlo implica conocer con certeza que, en un futuro no lejano, se sufrirá una enfermedad gravísima e incurable. No hacerlo y tener hijos implica someterlos a un riesgo del 50% a esas personas futuras de sufrir esa misma enfermedad (Purdy, 2010).

            Para responder este interrogante deberíamos responder la pregunta más general acerca de cuáles son nuestros deberes hacia personas potenciales, es decir, personas futuras cuya existencia depende de nuestra voluntad (por ejemplo, un hijo o hija que podemos decidir tener o no). Por ejemplo, deberíamos determinar si tiene sentido, moralmente, afirmar que alguien ha “dañado” a una persona potencial, aun cuando sea cierto que la única alternativa a existir con ese daño (por ejemplo, una enfermedad) habría sido no (comenzar a) existir. No puedo aquí ingresar en esta compleja cuestión (sobre esto, véase, a modo de introducción, Roberts, 2019)

2.2. El acceso de los seguros de salud a la información genética

En el caso de los seguros de salud y, en general, del sistema de salud, la controversia varía sustancialmente dependiendo del modelo de prestación médica que se adopte: un sistema de seguros privados, un sistema estatal puro, o un sistema que combina de algún modo prestadores privados y estatales (para esta distinción, véase Pokorsky, 1994, pp. 96-97; HGAC, 1997, §2.3; Dworkin, 2000, p. 435; de Lora y Zúñiga, 2009, pp. 45-80). En cualquier caso, lo cierto es que tanto un seguro privado de salud como un ente estatal centralizado tienen razones de peso para querer acceder a la información genética de los potenciales pacientes (o clientes).

En el caso de un seguro privado de salud, la lógica es similar a la de los seguros de vida. La aseguradora calcula el riesgo de que se produzca la muerte del asegurado y, de acuerdo con ese cálculo estadístico, establece la prima. Dado que el riesgo no es igual en cada individuo, la aseguradora procura obtener la mayor cantidad de información para calcular ese riesgo: la edad, los antecedentes familiares de ciertas enfermedades (cáncer, enfermedades cardíacas, etc.), tabaquismo, práctica de deportes, entre otras. En la medida en que la información es más precisa y discriminada, la aseguradora puede calcular con mayor exactitud la relación entre el costo del seguro (la prima) y el riesgo. Si la información es imperfecta y, por lo tanto, personas con riesgos diferentes son agrupadas en una misma categoría de riesgo, se produce una transferencia de costos. Por ejemplo, si por ignorancia se ha ubicado a un individuo con menor riesgo en un grupo de personas con riesgo mayor, ese individuo estará costeando parte del seguro de las otras personas. Esta situación, llamada “selección adversa”, implica que alguien con mayor riesgo obtiene un seguro por una prima igual a la de aquellos con menor riesgo. La selección adversa es, hasta cierto punto, inevitable, dado que la información acerca del riesgo es siempre limitada e inexacta. Lo que no es inevitable es que la información sea asimétrica, es decir, que el asegurado posea información que la aseguradora no posee. El modelo privatista busca evitar esta situación de asimetría, debido a que hace más probable que se dé la selección adversa Esto ocurriría, por ejemplo, si al contratar un seguro de vida uno pudiera no revelarle a la aseguradora la edad: aquellas personas mayores (con mayor riesgo de morir) se podrían asegurar con la misma prima que las menores. Supongamos entonces que el desarrollo de los tests genéticos (prenatales o postnatales) permite predecir estadísticamente el riesgo de contraer un número importante de enfermedades. Si las aseguradoras tienen acceso a esa información como condición para establecer la prima, podrán calcular con mayor grado de discriminación que hasta el momento los diferentes riesgos y, por lo tanto, podrán hacer un cálculo más preciso de la prima. Si se les prohíbe acceder a esa información (o tomarla en consideración) para calcular la prima, entonces la selección adversa se hace más probable, dado que no se puede evitar que el asegurado sí tenga la posibilidad de conocer esa información.

            Tanto en los EE.UU. como en Europa se han levantado muchas voces en favor de una limitación del acceso a la información genética por parte de las aseguradoras (la Commission of the European Communities (EU); el Consejo de Europa; la Task Force on Genetic Information and Insurance (TFGII); véase Chambers, 1995). Ello ha derivado, en el caso de los EE.UU., en una ley que prohíbe a las aseguradoras utilizar información genética para imponer costos diferenciales o rechazar personas con predisposición genética a determinadas enfermedades (Genetic Information Nondiscrimination Act, promulgada el 21 de mayo de 2008). El argumento, generalmente, se basa en el potencial discriminatorio de dicho acceso: aquellos que poseen un perfil genético muy desfavorable (por ejemplo, los que son portadores de enfermedades monogenéticas) estarían excluidos de los seguros o deberían afrontar costos desproporcionados (TFGII, 1993).

            La alternativa al modelo privatista es un sistema universal de salud (o, al menos, algún sistema mixto muy cercano a él). El único modo de solucionar el problema de la selección adversa sin violar principios de justicia parece ser proveer a todas las personas de un seguro de salud independiente de sus condiciones físicas preexistentes (sean genéticas o de otro tipo) (Daniels, 1985; Dworkin, 2000). Podríamos pensar, entonces, que la información genética (como cualquier otra información acerca de una condición preexistente) no desempeñaría ningún papel en la distribución de servicios de salud. Sin embargo, esto no es exactamente así. Puede haber argumentos tanto utilitaristas (o de eficiencia) como deontológicos para justificar el acceso a la información genética de los potenciales pacientes.

El utilitarismo puede ofrecer varios argumentos para que la entidad administradora del sistema de salud tenga acceso, incluso coercitivamente, a la información genética de los potenciales pacientes. Este conocimiento podría contribuir a una mayor eficiencia global en la asignación de recursos. Por ejemplo, si un individuo posee propensión genética a ser diabético, puede ser eficiente tomar medidas preventivas, que son poco costosas (una dieta sin azúcar, por ejemplo), si éstas impiden el desarrollo de la enfermedad o lo retrasan considerablemente. Por supuesto, cuáles sean los estudios genéticos recomendables desde el punto de vista de la utilidad y cuál sea el grado de presión o coerción del sistema para que las personas se sometan a ellos es algo que el utilitarismo sólo puede responder caso por caso sobre la base de hipótesis empíricas.

Un deontologista también podría justificar el acceso a la información genética, argumentando que no es justo que las personas carguen con los costos de aquello de lo cual no son responsables o no pueden controlar y sí, en cambio, de sus elecciones. Esto lleva a considerar, al menos, la posibilidad de distinguir aquellas enfermedades que son consecuencia de circunstancias de aquellas en las que intervienen decisiones. Obviamente, el problema excede la cuestión de la información genética. Es legítima la pregunta de hasta qué punto es justo que todos carguemos con el costo de las consecuencias de actividades especialmente riesgosas que algunos individuos realizan voluntariamente, como fumar, realizar deportes peligrosos, etc. Los tests genéticos permitirían, en teoría, realizar la distinción entre la suerte y las decisiones de un modo más preciso. Aun así, pretender extraer decisiones concretas a partir de esta distinción es problemático por varias razones, entre otras, que la suerte y las elecciones se encuentran, en la realidad, íntimamente entrecruzadas (si, por mi genética, tengo un 60% de probabilidades de ser diabético y no me cuido, ¿soy responsable si la enfermedad se desencadena?) (Rivera López, 2004a).

3. Modificación genética

El segundo grupo de problemas éticos relacionados con la genética humana se refiere a la posibilidad, no ya sólo de conocer, sino de modificar la estructura genética de los individuos. Desde el punto de vista científico, la posibilidad de realizar modificaciones específicas en el ADN no es un producto de la ciencia ficción, sino de la realidad. La denominada “CRISPR-Cas9” es una técnica que actualmente permite realizar la remoción y reemplazo de segmentos de ADN (edición genética). De hecho, se han reportado hasta el momento (enero de 2020) tres casos de nacimientos de seres humanos genéticamente modificados (Cyranoski, 2019; Savulscu y Singer, 2019).

La modificación genética en seres humanos puede realizarse de diferentes modos que es necesario diferenciar. Por un lado, podemos distinguir entre modificaciones genéticas tendientes a curar enfermedades o condiciones consideradas dañosas (terapia genética) y modificaciones que constituyen mejoramientos respecto de cierto estado de “normalidad” (mejoramiento genético). Por otro lado, las modificaciones pueden realizarse en las células somáticas de un individuo, lo cual implica que esas modificaciones no son trasmitidas a la (posible) descendencia (modificación somática o en línea somática), o pueden realizarse en células sexuales (gametas) o embriones, es decir, en células totipotenciales, lo cual implica que esas modificaciones serán trasmitidas a las células sexuales y, por lo tanto, a la descendencia del individuo modificado (modificación germinal o en línea germinal).

            Las modificaciones genéticas que generan mayor preocupación moral son la terapia genética en línea germinal, y el mejoramiento genético en línea germinal. Naturalmente, la distinción entre terapia genética y mejoramiento genético (sea en línea germinal o no) plantea un problema previo: si la distinción entre tratamiento y mejoramiento es conceptual y éticamente defendible. No me detendré aquí en ese problema (para discusiones al respecto, véase Gert et al., 1996; Berger y Gert, 2005; Buchanan et al., 2000, pp. 139-141; Erler, 2017).

            La terapia genética en línea germinal y, más ampliamente, la modificación genética en línea germinal, han suscitado diversas preocupaciones, de las que discutiré cuatro: (i) preocupaciones ligadas al riesgo de daño a personas potenciales; (ii) preocupaciones ligadas a la investigación con sujetos humanos; (iii) preocupaciones de justicia distributiva; y, por último, (iv) preocupaciones específicas ligadas al mejoramiento (moral y cognitivo).

3.1 Riesgo de daño

Como hemos visto, una modificación genética en línea germinal practicada en un embrión o en las gametas antes de la fecundación implica que el individuo resultante de ese embrión o de esa fecundación tendrá dicha alteración en todas sus células. Ello implica que la modificación será heredada por su descendencia. Una primera preocupación posible es que esa modificación acarree efectos colaterales no deseados, efectos que serán propagados a las generaciones siguientes. De hecho, los casos reportados de seres humanos nacidos genéticamente modificados han generado un amplio rechazo basado, justamente, en los riesgos de daño que ello representa (Savulescu y Singer, 2019). Fundamentalmente, estos riesgos son de tres tipos (Koplin et al., 2019, p. 2). En primer lugar, el riesgo de que se produzcan otras modificaciones no deseadas en el genoma del individuo (y de su descendencia). En segundo lugar, el riesgo de que la modificación realizada, en sí misma, produzca efectos colaterales perjudiciales. Por último, los genes utilizados para disminuir riesgos a una cierta enfermedad (por ejemplo, creando inmunidad contra ella) puede acarrear la pérdida de inmunidad para otra enfermedad.

            Una dificultad central para determinar si la modificación genética ocasiona un (riesgo de) daño a la(s) persona(s) futura(s) es la de establecer la línea de base contrafáctica con la que se compara la situación supuestamente dañosa (es decir, la situación que ocurriría si la modificación no se hubiera realizado). En el caso de la terapia génica (en línea germinal), se han propuesto varias: la existencia de esa misma persona futura con la enfermedad (es decir, sin la terapia); la existencia de una persona futura “normal” (sin la enfermedad); el riesgo promedio de padecer una enfermedad dentro de la población en general (Dresser, 2004, p. 5). En una posición permisiva, John Harris, por ejemplo, opta por aceptar este último parámetro, para argumentar que, dado que la reproducción natural es “una actividad muy peligrosa”, con una tasa de nacimientos con defectos genéticos graves del 6%, la modificación genética tendría que ser muy deficiente para que no pudiera satisfacer ese estándar (Harris, 2015, p. 32).

            Una perspectiva habitual, cuando se trata de evaluar los riesgos y los potenciales beneficios de permitir ciertas prácticas o llevar adelante ciertas políticas, es la de si se justifica aplicar un “principio de precaución”, es decir, un principio de cautela que, en mayor o menor medida, le da más peso a evitar un mal que a obtener un beneficio social. Este principio ha sido arduamente discutido (véase Sunstein, 2005). Recientemente, en el marco de una defensa moderada de la modificación genética, se ha propuesto un principio de precaución “suficientista”, según el cual debemos tomar medidas para evitar el riesgo de caer por debajo de una línea de suficiencia, es decir, de satisfacción de un cierto umbral mínimo de bienestar (Koplin et al., 2019, p. 8). Esto puede implicar imponer prohibiciones, moratorias u otras restricciones a la modificación genética en línea germinal, pero no al límite de impedir cualquier avance que conlleve algún grado de riesgo.

3.2. Investigación en modificación genética en línea germinal

Aun cuando fuera el caso de que, luego de suficiente investigación, los riesgos mencionados en la sección anterior pudieran superarse, es inevitable realizar previamente esa investigación. Los modelos animales no son automáticamente trasladables a seres humanos. La pregunta es, entonces, bajo qué condiciones es éticamente admisible llevar a cabo esa investigación con sujetos humanos, aun si adoptamos un principio precautorio moderado como el que he mencionado.

Al menos dos consideraciones son atinentes. En primer lugar, es dudoso que estas investigaciones puedan llevarse a cabo satisfaciendo las pautas internacionales para la investigación biomédica con seres humanos (Declaración de Helsinki, Guías éticas internacionales para investigación biomédica con sujetos humanos de la CIOMS-OMS) en lo que respecta al requisito de consentimiento informado y balance riesgo beneficio. Téngase en cuenta que, al ser modificaciones en línea germinal, debería contarse con el consentimiento de la persona futura proveniente del embrión modificado. En segundo lugar, los escollos (éticos y prácticos) para el reclutamiento de personas adultas dispuestas a participar parecen difíciles de sobrepasar. Piénsese que, para que la investigación pudiera llevarse a cabo, una mujer debería acceder a realizar un tratamiento de fertilización asistida, permitir que uno o más de los embriones sean modificados, aceptar que ese embrión le sea transferido, llevar adelante el embarazo y dar a luz a un nuevo individuo genéticamente modificado. Todo ello, en un contexto en el que, al menos para el caso de enfermedades genéticas, existen alternativas menos gravosas, tales como la selección embrionaria, la donación de gametas o la adopción (Dresser, 2004; Rivera López, 2017; Ranisch, 2019).

3.3. Modificación genética y justicia distributiva

Los problemas de justicia distributiva planteados por la genética involucran, en realidad, tanto el conocimiento genético como la modificación genética, aunque estos problemas se agudizan claramente si suponemos un escenario en el que las técnicas de modificación genética (y, más específicamente, de mejoramiento genético) están disponibles. Adoptemos entonces una posición moderadamente optimista en el plano científico e imaginemos que la tecnología genética resulta capaz de producir beneficios sustanciales en el bienestar de las personas. Imaginemos también que esos beneficios sólo son accesibles para una porción de la sociedad. La consecuencia obvia es que la existencia de esta tecnología acarrearía una nueva fuente de desigualdad. ¿Cuál es el problema de ello? Podría argumentarse que sólo bajo el supuesto de que la igualdad material es un valor básico de la sociedad, esto sería un problema. Y se podría decir que es discutible que lo sea. Además, este tipo de desigualdad no parece introducir nada cualitativamente nuevo a la situación existente: de hecho, desigualdades de diferente tipo y magnitud son una realidad con la que tenemos que enfrentarnos en la sociedad actual.

Sin embargo, dependiendo de la magnitud de la desigualdad y de las barreras que imponga a los individuos para superarla, es posible pensar que se trata de un fenómeno cualitativamente nuevo. En sociedades en las que ya existen desigualdades profundas, es razonable pensar que los servicios de terapia y mejoramiento genético sean accesibles solamente para una élite. Si la exclusión se mantiene en el tiempo, esto puede ocasionar un fenómeno de castas genéticas: personas que, desde su nacimiento poseen rasgos cualitativamente ventajosos, tales como una mejor salud (mayor inmunidad), mayor expectativa de vida, mayor inteligencia, etc. Esto obliga a pensar en la necesidad de fuertes medidas redistributivas, aunque no es fácil imaginar sistemas que no resulten excesivamente coercitivos (véase Mehlman, 2005 para una propuesta de lotería genética que pretende superar estas dificultades).

3.4. El mejoramiento genético y nuestra identidad como personas

Supongamos que las preocupaciones ligadas al riesgo que implica la modificación genética, a los obstáculos para realizar investigación en el área, y a las posibles consecuencias distributivas, pudieran superarse. Aun en este escenario optimista, existe un desacuerdo más profundo, filosófico, acerca de la justificación ética de modificar el genoma humano, especialmente cuando la intervención no es terapéutica, sino de mejoramiento. En este punto, las posiciones no pueden ser más antagónicas. En un extremo, filósofos como Leon Kass, Michael Sandel o Jürgen Habermas coinciden en señalar que, si bien las dificultades ligadas al riesgo de daño o a la injusticia en el acceso al mejoramiento genético son reales, no constituyen el núcleo de la preocupación moral en la que se funda el rechazo a estas técnicas. Tampoco es suficiente (si bien es un argumento importante, especialmente en Habermas) señalar que la idea de “diseñar” genéticamente a nuestros hijos para que posean ciertas dotes especiales (inteligencia, aptitud para los deportes, etc.) puede afectar su autonomía, en la medida en que sus elecciones estarían parcialmente determinadas por ese diseño (también Kass, 2003, p. 16). Los tres filósofos piensan que hay razones más profundas, y que esas razones son difíciles de definir y de articular racionalmente (Kass, 2003, p. 17). Una de las ideas, elaborada por Habermas y rescatada por Sandel, es la de que “existe una conexión entre la contingencia de un comienzo en la vida que no está a nuestra disposición, y la libertad de darle a nuestra vida una conformación ética” (Habermas, 2003, p. 75; Sandel, 2007, p. 82). Esto significa, no simplemente que nuestra libertad se restringe si otro diseña nuestras opciones, sino que parte de lo que nos constituye como individuos autónomos es el hecho de que nuestro comienzo es contingente, arbitrario, no diseñado por otro.

Desde una óptica que no podría ser más opuesta, autores como John Harris y Julian Savulescu han defendido la permisibilidad e incluso la obligatoriedad (prima facie) del mejoramiento genético (Harris, 2007, 2015; Savulescu, 2001). El fundamento último de esta posición parece ser lo que Savulescu ha denominado “Principio de Beneficencia Procreativa”, según el cual, una vez tomada la decisión de procrear, es un deber moral prima facie elegir el hijo con las mejores perspectivas de bienestar posible. Asumiendo que los obstáculos mencionados anteriormente (riesgos de daño, injusticia) son superados, no parece haber obstáculos para intentar maximizar el bienestar de las personas futuras. Si el mejoramiento genético provee esa maximización, estaríamos moralmente obligados a realizarlo.

Aun entre los defensores del mejoramiento genético (tanto en línea somática como en línea germinal), existen desacuerdos. Uno de los más importantes se refiere al mejoramiento moral. Douglas Douglas ha defendido la permisibilidad del mejoramiento moral a través de la modificación genética en contra de la visión conservadora (representada por los argumentos de Kass o Sandel que hemos visto), mientras que Igmar Persson y Savulescu defienden una posición más radical, a favor de la (urgente) obligatoriedad del mejoramiento moral (Persson y Savulescu, 2008, 2015). El argumento parte de la constatación de que, en la sociedad actual, es cada vez más probable que las personas tengan acceso a medios tecnológicos que pueden causar daños masivos (armas nucleares, nanotecnología, ciberataques, etc.). Esto puede acentuarse si en un futuro cercano se accede al mejoramiento cognitivo de forma más o menos masiva. Esto crea un riesgo de daño incomparablemente más grande que en cualquier otra época de la historia humana. El único modo de evitarlo es modificando genéticamente las actitudes anti-sociales, para volver a las personas más proclives a actuar moralmente. John Harris, ha criticado duramente este argumento, sosteniendo que el mejoramiento cognitivo es suficiente para evitar los daños que el avance tecnológico pueda ocasionar (Harris, 2011).

Más allá de los matices, la discusión entre los defensores de la modificación genética (como Harris o Savulescu) y sus críticos (como Kass o Sandel) parece ser paralela, al menos parcialmente, con la discusión entre consecuencialistas y deontologistas. Mientras que filósofos con simpatías utilitaristas (o consecuencialistas en general) no ven un obstáculo de principio a cualquier tecnología que pueda mejorar el bienestar humano, y son más proclives a realizar un cálculo costo-beneficio orientado a ese fin, filósofos inclinados a creer en valores como la dignidad, la autonomía, o incluso en valores perfeccionistas como el florecimiento o la virtud, piensan que hay algo sospechoso, intranquilizador, o incluso repugnante en la aspiración desmedida por la perfección.

4. Conclusión

No todos los problemas éticos relacionados con los avances actuales de la genética están abarcados en esta entrada. Por ejemplo, he dejado fuera de tratamiento el problema de la propiedad (intelectual) de los descubrimientos genéticos, es decir, el patentamiento de genes, proteínas, fármacos y otros derivados de la investigación sobre el genoma humano. Aun así, el espectro de problemas que he podido tratar aquí es amplio y complejo. La discusión filosófica de estos problemas es prioritaria por las implicaciones que tienen para la sociedad y por la capacidad de la filosofía para tratar los temas con racionalidad y rigor.

Eduardo Rivera López
(Universidad Torcuato Di Tella
IIF-SADAF/CONICET)

Referencias

  • Berger, E. y B. Gert (2005): “Ética de la terapia genética”, en Luna, F. y E. Rivera López, comps., Los desafíos éticos de la genética humana, Fondo de Cultura Económica/Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM, México, pp. 115-130.
  • Buchanan A., D. Brock, N.Wickler, D. (2000): From Chance to Choice. Genetics and Justice, Cambridge, Cambridge University Press.
  • Chadwick, R., Levitt, M. y Shickle, D., comps., (1997): The Right to Know and the Right not to Know, Ashgate, Aldershot.
  • Chadwick, R. (2005): “La filosofía del derecho a conocer y el derecho a no conocer”, en Luna, F. y E. Rivera López, comps., Los desafíos éticos de la genética humana, Fondo de Cultura Económica/Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM, México, pp. 59-74.
  • Chambers, D. (1995): “Genetic-testing Issues Pose Biggest Test for Insurers”, Reinsurance Reporter, 143, 1 Quarter.
  • Cyranoski, D. (2019): “The CRISPR-baby scandal: What’s next for human gene-editing. Nature: News. https://www.nature.com/articles/d41586-019-00673-1
  • Daniels, N. (1985): Just Health Care, Cambridge, Cambridge University Press.
  • de Lora, P. y A. Zúñiga Fajuri (2009): El derecho a la asistencia sanitaria. Un análisis desde las teorías de la justicia distributiva. Madrid, Iustel.
  • Dresser, R. (2004): “Designing Babies: Human Research Issues”, IRB: Ethics & Human Research, 26(5), pp. 1-8.
  • Dworkin, R. (2000): “Playing Good: Genes, Clones, and Luck”, en Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equality. Cambridge, Mass., Harvard University Press.
  • Erler, A. (2017): “The limits of the treatment-enhancement distinction as a guideto public policy, Bioethics, 31, pp. 608-615.
  • Gert, B., Berger, E. et al. (1996): Morality and the New Genetics. A Guide for Students and Health Care Providers, Boston, Jones and Bartlett.
  • Habermas, J. (2003): The Future of Human Nature, Oxford, Polity Press.
  • Harris, J. (2007): Enhancing Evolution. The Ethical Case for Making Better People, Princeton, Princeton University Press.
  • Harris, J. (2011): “Moral Enhancement and Human Freedom”, Bioethics, 25, pp. 102-111.
  • Harris, J. (2015): “Germline Manipulation and Our Future Worlds”, The Maerican Journal of Bioethics, 15, pp. 30-34.
  • HGAC (Human Genetic Advisory Commission) (1998): “The Implications of Genetic Testing for Insurance”. https://www.thelancet.com/journals/lancet/article/PIIS0140-6736(05)61446-8/fulltext
  • Kass, L. (2003): “Ageless Bodies, Happy Souls: Biotechnology and the Pursuit of Perfection”, The New Atlantis. A Journal of Technology and Society, 1, (Spring), pp. 9-28.
  • Koplin, J., Ch. Gyngell y J. Savulescu (2019): “Germline gene editing and the precautionary principle Bioethics. doi.org/10.1111/bioe.12609
  • Luna, F. y E. Rivera López, comp., (2004): Ética y genética. Los problemas morales de la genética humana, Buenos Aires, Catálogos.
  • Luna F. y E. Rivera López, comp., (2005): Los desafíos éticos de la genética humana, México, UNAM/FCE.
  • Mehlman, M. (2005): “Las tecnologías genéticas y el desafío a la igualdad”, en Luna, F. y E. Rivera López, comps., Los desafíos éticos de la genética humana, Fondo de Cultura Económica/Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM, México, pp. 147-180.
  • Murphy, F. y M. Lappé, comps., (1994): Justice and the Human Genome Project, Berkeley, University of California Press.
  • Pokorsky, R. (1994): “Use of Genetic Information by Private Insurers”, en Murphy, F. y M. Lappé, comps., Justice and the Human Genome Project, Berkeley, University of California Press.
  • Purdy, L. (2010): “Genetics and Reproductive Risk: Can Having Children Be Immoral?”, en C. Hanks, comp., Technology and Values. Essential Readings, Oxford, Wiley-Blackwell.
  • Ranisch, R. (2019): “Germline Genome Editing versus Preimplantation Genetic Diagnosis: Is there a Case in Favor of Germline Interventions?”, Bioethics, 34(1), pp. 60-69, doi.org/10.1111/bioe.12635
  • Rivera López, E. (2004): “La información genética y la distribución de los servicios de salud”, en Luna, F. y E. Rivera López, comp., Ética y genética. Los problemas morales de la genética humana, Buenos Aires, Catálogos. pp. 47-78.
  • Rivera López, E. (2017): “El argumento del riesgo en la clonación y la modificación genética en línea germinal”, en Cerdio, J., P. de Larrañaga y P. Zalazar, comps., Entre la libertad y la igualdad. Ensayos críticos sobre la obra de Rodolfo Vázquez, Ciudad de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas (UNAM), pp. 411-426.
  • Roberts, M. A.(2019): “The Nonidentity Problem”, en The Stanford Encyclopedia of Philosophy , E. N. Zalta, ed., disponible en <https://plato.stanford.edu/archives/sum2019/entries/nonidentity-problem/> [Summer 2019 Edition].
  • Sandel, M. (2007): The Case against Perfection. Ethics in the Age of Genetic Engineering, Cambridge, MA., Harvard University Press.
  • Savulescu, J. (2001): “Procreative beneficence: why we should select the best children”, Bioethics,15, pp. 413-26.
  • Savulescu, J. y P. Singer (2019): “An ethical pathway for gene editing, Bioethics, 33, pp. 221-222.
  • Sunstein, C. (2005): Laws of Fear. Beyond the Precautionary Principle, Cambridge, Cambridge University Press.
Cómo citar esta entrada

Rivera López, Eduardo (2020). “Ética y genética”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/etica-y-genetica/)

 

Ética no ideal

Nuestro mundo está lejos de ser ideal: las personas matan, roban y dañan a otros; los gobiernos inician guerras injustas; los recursos materiales a veces son escasos o se distribuyen injustamente; millones de personas sufren privaciones extremas por causas sociales o naturales. Cualquier teoría moral debe ser sensible a estos hechos desafortunados. Parece obvio que las acciones que debemos hacer en este mundo no ideal no necesariamente coinciden con las que deberíamos hacer en un mundo ideal. Este artículo describe algunos problemas que enfrentan la ética y la filosofía política cuando se refieren a agentes e instituciones moralmente imperfectos.

1. Teoría ideal y no ideal

La primera y más influyente versión de la distinción entre teoría ideal y no ideal es la que ofrece John Rawls en Una Teoría de la Justicia:

La idea intuitiva es dividir la teoría de la justicia en dos partes. La primera, o parte ideal, asume una obediencia estricta y elabora los principios que caracterizan a una sociedad bien ordenada en circunstancias favorables. Esta parte desarrolla la concepción de una estructura básica perfectamente justa y los deberes y obligaciones que corresponden a las personas bajo las restricciones habituales de la vida humana. Mi principal preocupación se refiere a esta parte de la teoría. La teoría no ideal, la segunda parte, se desarrolla después de haber elegido una concepción ideal de la justicia; solo entonces las partes se preguntan qué principios adoptar en condiciones menos favorables. Esta división de la teoría tiene dos subpartes bastante diferentes. Una consiste en los principios para regular los ajustes a las limitaciones naturales y las contingencias históricas, y la otra en principios para enfrentar la injusticia. (1999, p. 216)

De acuerdo con Rawls, entonces, la teoría no ideal aborda dos preocupaciones. La primera es identificar los principios de justicia para “circunstancias desfavorables”. La segunda es identificar los principios para situaciones de “injusticia”, es decir, situaciones en las que no todos cumplen con sus deberes naturales y/o no todas las instituciones existentes son justas (Stemplowska y Swift, 2012).

La descripción de Rawls de la distinción entre teoría ideal y no ideal se centra en la filosofía política y, más específicamente, en el problema de la justicia. Sin embargo, también debemos hacer una distinción paralela al pensar en la ética individual. No solo debemos determinar qué instituciones necesitamos en una sociedad injusta. También debemos determinar, por un lado, qué acciones deben realizar los individuos en una sociedad injusta y, por otro, qué acciones deben realizar los individuos en un mundo en el que muchas personas no cumplen con sus deberes individuales (obediencia parcial). La literatura filosófica ha discutido ampliamente muchos de los temas particulares de la teoría no ideal: desobediencia civil, castigo penal, compensación por daños, guerra justa, legítima defensa, discriminación, entre otros. Sólo recientemente, sin embargo, el tema ha recibido una atención filosófica desde una perspectiva general. En lo que sigue, abordaré el problema desde la perspectiva de la ética individual (sección 2) y, luego, desde la óptica de la filosofía política (sección 3).

2. Deberes morales bajo obediencia parcial

Supongamos que hay una serie de deberes generales prima facie: no matar o dañar a personas inocentes, no mentir, cumplir nuestras promesas, ayudar a las personas necesitadas, etc. Esta suposición es compatible con una ética pluralista o con una ética que sostenga la existencia de un solo principio moral, ya sea kantiano, utilitarista o basado en la virtud. Todo lo que asumo es la existencia de estos deberes y que estos deberes motivan a las personas, al menos en alguna medida, a actuar moralmente. Sin embargo, no todo el mundo actúa como debería. El grado de cumplimiento varía ampliamente, dependiendo, al menos en parte, del contenido del deber, de lo exigentes que sean, de las circunstancias relevantes y del tipo de comunidad moral en la que viven los agentes morales. Cualquiera sea la explicación, sabemos por experiencia que existe un grado significativo de incumplimiento o desobediencia a los deberes morales. ¿Cómo, entonces, podría acomodar este hecho indiscutible una teoría moral?

2.1. El incumplimiento por parte de otros

Suponiendo que todos tenemos algunos deberes morales prima facie, ¿cómo afecta a mis deberes el hecho de que otros no cumplan con los suyos? La mayoría de la gente asume que, al menos a veces, afecta hasta cierto punto. Podría afectar mis deberes de varias maneras diferentes, de acuerdo con la perspectiva teórica que se adopte.

Para los consecuencialistas de actos, el incumplimiento de otros podría hacer que nuestros deberes sean más fuertes o más débiles, dependiendo de lo que produzca las mejores consecuencias en las circunstancias específicas. Según filósofos como Peter Singer, por ejemplo, el incumplimiento de otros a menudo hace que nuestros deberes sean extremadamente exigentes (1972, pp. 240-1). Si otros no contribuyen a paliar la situación de los más necesitados, es posible que yo deba que hacer más para compensar su inacción. Por supuesto, un deber más fuerte me impone una carga más pesada. Sin embargo, la pérdida para mí bien puede ser menor que el beneficio que producirá el aumento de mi contribución. En otras circunstancias, un consecuencialista de actos podría concluir que el incumplimiento de otros disminuye o incluso elimina algunos de mis deberes morales. Esto podría suceder, por ejemplo, si las posibles consecuencias beneficiosas de mi acción solo se obtendrían si la mayoría abrumadora del grupo actúa de manera similar. Si, en cambio, la mayoría de los miembros de ese grupo no cooperan, de modo tal que el beneficio no se produce, entonces mi obligación podría desaparecer, especialmente si para mí cumplir con el deber es costoso (para un ejemplo, véase Smart, 1973, pp. 57–8).

El primer caso, en el que el consecuencialismo de actos lleva a compensar el incumplimiento de otros imponiendo deberes altamente exigentes, ha sido discutido desde la perspectiva de un consecuencialismo más sofisticado. La teoría de la beneficencia de Liam Murphy (2000) es un ejemplo. Murphy argumenta que, si todos seguimos las reglas morales (obediencia total), entonces nuestros deberes morales estarían distribuidos equitativamente. Este criterio de imparcialidad no debe modificarse en situaciones de obediencia parcial. Por lo tanto, nuestros deberes de beneficencia no aumentan cuando otros no cumplen con sus deberes de beneficencia. Requerir que una persona compense la falta de otros asumiendo un deber de beneficencia más fuerte (por ejemplo, donando más dinero a los necesitados) sería injusto para ella.

La teoría de Murphy no es sustancialmente diferente del consecuencialismo de reglas (o lo que Murphy, siguiendo a Parfit, llama “utilitarismo colectivo ideal”; Parfit, 1984, p. 31). Sólo las razones son diferentes. El consecuencialismo de reglas no apela a razones basadas en la equidad, sino a razones consecuencialistas. De acuerdo con el consecuencialismo de reglas, todos debemos actuar de acuerdo con las reglas “que son tales que tenerlas (o aceptarlas) conllevaría mejores consecuencias que tener (o aceptar) algún conjunto alternativo de reglas” (Carson, 1991, p. 117). Esta versión de la teoría no admite un cambio en mis obligaciones basado en el incumplimiento de los demás. Siempre debemos seguir la regla que, en situación de obediencia total, tendría las mejores consecuencias. Este rasgo rigorista del consecuencialismo de reglas estándar parece evitar el problema de la sobre-exigencia que aparentemente afecta al consecuencialismo de actos.

Sin embargo, esta solución tiene una implicación problemática: debemos seguir la regla óptima, incluso cuando, bajo circunstancias de obediencia parcial, hacerlo conlleva consecuencias catastróficas (Brandt, 1988, pp. 357–60; Hooker, 1990, pp.: 73–7). Los consecuencialistas de reglas han tratado seriamente este problema. Por ejemplo, algunos piensan que se debe agregar una cláusula a las reglas para contemplar los casos en los que seguir la regla tiene consecuencias catastróficas en situaciones de obediencia parcial. Por lo tanto, en casos excepcionales, se nos permitiría (o requeriría) que nos apartemos de la regla ideal (la óptima bajo cumplimiento total) (Brandt, 1988, p. 359). Más recientemente, el debate se ha centrado en si el consecuencialismo de reglas debe formularse como una teoría de tasa fija o variable. El consecuencialismo de reglas de tasa fija establece una tasa de cumplimiento o aceptación fija (por ejemplo, 90 por ciento) que es necesaria para hacer que una regla moral sea obligatoria (ver Hooker y Fletcher, 2008). Las teorías de tasa variable no establecen una tasa de aceptación fija. Según la versión de Ridge, “una acción es correcta si y solo si sería requerida por las reglas que tienen la siguiente propiedad: cuando tomamos la utilidad esperada de cada nivel de aceptación social entre (e incluido) 0 por ciento y 100 por ciento para esas reglas, y calculamos el promedio de la utilidad esperada para todos esos diferentes niveles de aceptación, el promedio para estas reglas es al menos tan alto como el promedio correspondiente a cualquier conjunto alternativo de reglas.” (Ridge, 2006, p. 248) En otras palabras, nuestro deber moral es seguir el código moral que produce las mejores consecuencias (o la utilidad esperada más alta para el caso del utilitarismo) en promedio dado cualquier grado de aceptación.

Pasemos ahora a la teoría antagónica al consecuencialismo: el deontologismo. En la versión kantiana, este tipo de teoría contiene solo deberes categóricos. Kant distingue entre deberes morales perfectos e imperfectos. Si bien los deberes imperfectos (como el deber de cultivar las propias capacidades o el deber de la beneficencia) no son específicos acerca de su alcance, y la forma de cumplirlos deja mucho espacio para consideraciones empíricas y el juicio personal, no hay ninguna sugerencia en Kant que indique que debamos tomar en cuenta el grado de cumplimiento de los otros. Lo mismo se aplica a los deberes perfectos (deberes para evitar dañar a otros o a uno mismo). Un buen ejemplo de este carácter rigorista es la posición de Kant sobre la mentira o el engaño. Como es sabido, Kant afirma que mi deber de decir la verdad no se debilita (ni se transforma en un deber de mentir) cuando un asesino me pregunta dónde se oculta su posible víctima (Kant, 1999). Incluso en esta situación extrema, la mentira está moralmente prohibida porque viola el Imperativo Categórico, que es, según Kant, el principio supremo de la moralidad.

Ha habido intentos de introducir algunas modificaciones en la teoría kantiana del Imperativo Categórico para evitar esta actitud rigorista inverosímil en situaciones de incumplimiento de otros. En esta dirección, Christine Korsgaard afirma que las dos primeras formulaciones del imperativo categórico deben interpretarse, no como equivalentes (como sostiene el propio Kant), sino como refiriéndose a las circunstancias de obediencia parcial y total, respectivamente. Por lo tanto, la primera formulación (“nunca actúes de acuerdo con una máxima que no puedas, al mismo tiempo, querer que sea una ley universal de la naturaleza”) sirve para lidiar con la situación del asesino. En circunstancias normales, mentir no pasa la prueba de universalización del Imperativo Categórico porque su práctica universal socava el propósito de la acción (en este caso, el propósito de mentir; Korsgaard, 1986, p. 328). En el caso del asesino, en cambio, como el asesino cree que no sé que él es un asesino (de lo contrario, no me preguntaría dónde está su víctima potencial), mi acto de engañarlo es universalizable. En estas circunstancias particulares, la mentira sería eficaz incluso si se practicara universalmente (Korsgaard, 1986, pp. 329–30). Bajo esta interpretación de la teoría de Kant, nuestros deberes cambian (o al menos pueden cambiar) cuando otros incumplen, pero el cambio no es de grado: estoy obligado a engañar al asesino, y mi deber moral es tan categórico como cualquier otro. El hecho de que otra persona (el asesino) actúe incorrectamente, transforma el contenido de mis deberes, debido a la nueva relación que ha surgido entre los agentes relevantes (el asesino y yo), pero no hace que el mismo deber sea menos (o más) riguroso.

Una manera en la que incluso los no consecuencialistas podrían permitir alguna variación en la fuerza de un deber consiste en considerar los deberes y reglas morales como constitutivos de una práctica. Si un número suficiente de participantes no siguen las reglas de la práctica, mis obligaciones podrían desaparecer, ya que la práctica deja de existir (Shapiro, 2003). Esta respuesta, aunque atractiva, está abierta a dos posibles objeciones. Primero, aunque podría explicar cómo la existencia de un deber puede depender del cumplimiento de otros, no explica cómo su fuerza relativa (más o menos importante) puede ser sensible a ese factor. Segundo, muchos deberes morales importantes (por ejemplo, el deber de no matar) son muy generales y difíciles de describir como reglas de una práctica (la práctica sería algo así como el juego universal de la moral). Aun así, esta explicación podría ayudar a explicar nuestra intuición de que las fallas morales de los demás podrían debilitar nuestros propios deberes.

2.2. El propio incumplimiento

Hasta ahora hemos explorado qué sucede con mis deberes morales cuando otros no cumplen con los suyos. Sin embargo, también debemos preguntarnos qué sucede con mis deberes morales cuando yo no cumplo con mis propios deberes morales. Esta cuestión se discute con menos frecuencia en la literatura filosófica. La razón por la cual los teóricos morales no están muy interesados ​​en esta pregunta podría ser que la respuesta es obvia: cuando actúo de manera incorrecta, la principal consecuencia normativa es que tengo el deber de dejar de actuar de esa manera y comenzar a cumplir con mis deberes morales. Esta parece ser la prescripción obvia de cualquier teoría moral plausible, consecuencialista o no. Sin embargo, mi incumplimiento anterior o actual podría generar otras consecuencias normativas adicionales. Una primera consecuencia importante (quizás, la que se ha discutido más ampliamente) es el deber de compensar. Una teoría moral puede exigir no solo la imposición coercitiva de compensación por parte del Estado, sino también el deber moral individual de compensar. En segundo lugar, se puede exigir moralmente a la persona que ha incumplido con sus deberes que acepte (en el sentido de, por ejemplo, no se oponga a) algún tipo de castigo (de nuevo, como diferente de la justificación de la imposición coercitiva de castigo por parte de otros, típicamente el Estado). Tercero, la persona que no cumple puede adquirir deberes de arrepentimiento, culpa y otras actitudes y sentimientos.

Finalmente, hay una consecuencia importante, aunque más controvertida, de actuar incorrectamente: la pérdida de la autoridad moral. Tener “autoridad moral” significa aquí, muy ampliamente, estar en una posición moralmente adecuada para decir o hacer algo. En algunos casos, el agente pierde esta posición y se convierte, en cierto modo, en moralmente “discapacitado” (Cohen, 2006, p. 119). Consideraré brevemente el caso de la pérdida de autoridad moral para reprochar.

Una persona que no cumple con sus deberes morales puede perder la autoridad para condenar a otros que cometen el mismo tipo de transgresión que ella ha cometido, o cuando está, de alguna manera, implicada en la transgresión cometida por esos otros (por ejemplo, porque ha actuado de una manera que ha dejado al transgresor sin ninguna acción alternativa razonable para realizar). Cohen analiza el caso de un funcionario israelí que condenó los actos terroristas palestinos, aunque admitió que “los palestinos tienen algunas quejas legítimas [contra Israel]” (citado en Cohen, 2006, p. 114). Según Cohen, ese funcionario está moralmente “discapacitado” para condenar esos actos. Los dos argumentos desacreditadores se aplican a su caso: el argumento tu quoque (“No puedes condenarme. Tú también matas a inocentes”), y el argumento “Tú me obligaste a hacerlo” o “Tú comenzaste” (2006, p. 121 ss.).

¿Por qué el agente que no cumple con sus deberes pierde su autoridad moral? Nótese que estamos asumiendo que, en el caso de una persona que cumple (y siendo todo lo demás igual), la misma acción (en el primer caso) sería, de hecho, correcta, y la misma expresión o acto de habla (en el segundo caso) sería apropiado. Es el hecho de que esta persona realiza la acción o se expresa lo que la hace indefendible. Por supuesto, debemos ser muy cuidadosos cuando decimos que lo que el agente hace o expresa es indefendible o incorrecto porque no tiene autoridad moral. Bien podríamos estar cometiendo una falacia ad hominem (de hecho, tu quoque es una falacia de este tipo).

Un intento de justificar la pérdida de la autoridad moral al reprochar a otros por lo que hemos hecho nosotros mismos es la de R. Jay Wallace (Wallace, 2010; para una propuesta diferente, véase Scanlon, 2008, p. 176). Según Wallace, reprochar a los demás por la misma falta en la que hemos incurrido nosotros es inadmisible porque niega la igualdad con esos otros (2010, p. 332). Cuando culpamos a los demás, dice Wallace, nos comprometemos implícitamente a un auto-escrutinio crítico (2010, p. 326). Los hipócritas violan este compromiso, “al preocuparse profundamente por la inmoralidad de los demás, mientras permanecen indiferentes a los mismos valores y obligaciones morales en su propia conducta” (2010, p. 327). Al actuar de una manera moralmente objetable, estamos renunciando a nuestro derecho a la protección moral frente a las reacciones negativas (como el resentimiento o el oprobio). Reclamar tal protección (al no reconocer nuestra propia falta similar) implica una violación de un principio elemental de igualdad de trato.

3. Teoría no ideal en la filosofía política

Como hemos visto, Rawls piensa que la primera tarea de una teoría de la justicia es delinear las instituciones de una sociedad ideal. Como él dice: “Supondré que no se puede obtener una comprensión más profunda de ninguna otra manera y que la naturaleza y los objetivos de una sociedad perfectamente justa es la parte fundamental de la teoría de la justicia” (1999, p. 8). Un argumento plausible en favor de esta posición es el siguiente: para evaluar y, eventualmente, reformar o cambiar las instituciones existentes, necesitamos saber cómo serían esas instituciones en una sociedad perfectamente justa. Necesitamos un modelo, una idea reguladora, a la que deberíamos intentar acercarnos lo más posible. Sin un modelo de este tipo, no tenemos orientación ni criterios que nos permitan saber qué es mejor o peor. Las instituciones son mejores o peores en comparación con algún estándar común, y el único estándar relevante es el conjunto de instituciones perfectamente justas.

Sin embargo, las cosas no son tan simples, al menos por dos razones. Primero, en muchas circunstancias, parece que una teoría ideal de la justicia no es necesaria para llegar a una conclusión sobre la situación existente o incluso sobre las políticas o instituciones correctas. Quizás no necesitamos decidir si la justicia como equidad de Rawls o el utilitarismo de Mill es la teoría que mejor describe a una sociedad perfectamente justa para descubrir que la pobreza extrema es un fracaso moral fundamental o que se debe combatir las desigualdades que perjudican a las mujeres (Sen, 2006). En segundo lugar, una visión según la cual la teoría ideal es la “parte fundamental de la teoría de la justicia” puede ser peligrosa. Podemos sentirnos tentados de aplicar los principios ideales (principios que suponen una obediencia total y circunstancias favorables) directamente en el mundo real, acarreando consecuencias que podrían ser catastróficas. Para evitar esto, necesitamos principios que conecten los principios ideales con la realidad no ideal. Esos principios son extremadamente complejos de formular y justificar, y deben incluir elementos normativos y empíricos (Phillips, 1985).

Incluso si pudiéramos encontrar formas de aplicar los principios ideales a la realidad no ideal, la pregunta central sigue siendo: ¿es necesaria la teoría ideal? La respuesta depende en gran medida de cuál sea para nosotros el propósito de una teoría de la justicia. Simmons afirma que el propósito de Rawls es la plena realización del ideal de justicia. Por lo tanto, la teoría no ideal tiene solo un carácter “transicional”. Solo sirve para decirnos cómo pasar de nuestra situación presente, no ideal, a la ideal (2010, pp. 21–2). Sin embargo, nuestro propósito podría ser diferente. Podríamos simplemente intentar mejorar la situación actual en términos de justicia. Para ese objetivo, es posible que no necesitemos una explicación “trascendental” de la justicia ideal. Desde este punto de vista, la teoría no ideal es “comparativa”. Ofrece los criterios para comparar diferentes escenarios posibles (no ideales) con el propósito de lograr el menos injusto (Sen, 2006). La elección normativa entre una teoría no ideal transicional y comparativa parece difícil. Como señala Simmons acertadamente (2010, p. 23), un enfoque puramente comparativo puede sugerir políticas orientadas a lograr un estado más justo (en comparación con el status quo), pero que al mismo tiempo resulte perjudicial para el objetivo final de lograr una estructura institucional básica perfectamente justa (por ejemplo, podría proponer una política distributiva más igualitaria en el corto plazo que, simultáneamente, a largo plazo conspire contra el logro de la mejor situación para los más desaventajados). Por el contrario, un enfoque transicional puede apoyar políticas que producen una situación menos justa en el corto plazo, que, por alguna razón empírica, resulta más propicia para alcanzar una sociedad ideal (por ejemplo, podría apoyar políticas de ahorro perjudiciales para los más pobres en el corto plazo que, simultáneamente, produzca una mayor eficiencia general y, consecuentemente, un mejoramiento de esos mismos sectores a largo plazo).

Puede ser tentador (y quizás prometedor) sugerir una solución “salomónica” (aunque muy compleja) para salir de esta controversia. Una visión puramente transicional de la justicia no ideal parece centrarse demasiado estrechamente en el objetivo y puede permitir políticas éticamente cuestionables, sacrificando a las personas más desfavorecidas del presente en nombre de un estado perfecto distante. Además, existen dificultades epistémicas radicales con respecto cuestiones tanto empíricas (¿esta política realmente produciría ese estado perfecto?) como normativas (¿tenemos razones concluyentes para creer que nuestra teoría ideal de la justicia es la correcta?). Por otro lado, parece que comparar situaciones sin una visión de más largo alcance sobre la dirección general que debe tomar la sociedad, en términos de justicia, puede ser miope: es posible que estemos cometiendo errores fatales, condenando a las generaciones futuras a injusticias irreparables. Debe haber una combinación óptima de componentes transicionales y comparativos en una teoría de la justicia no ideal “ideal”. Si bien hay algunos intentos valiosos en los últimos años, estamos lejos de poder proporcionar algo así (ver Gilabert, 2012; Weinberg, 2013). A lo sumo, podemos hacer evaluaciones caso por caso para determinar si debemos sacrificar objetivos distantes e ideales para obtener una pequeña mejora, o sacrificar dicha mejora para obtener una meta más lejana.

4. Conclusión

La ética no ideal es un campo subdesarrollado. En cada uno de los principales temas abordados en este ensayo (obediencia parcial por parte de otros, obediencia parcial por uno mismo y teoría de la justicia no ideal) se necesita una mayor reflexión. De hecho, tal reflexión resultará difícil, ya que los problemas a los que se enfrenta una teoría moral o política no ideal son increíblemente complejos. Esta complejidad es más evidente en el caso de la filosofía política, porque el conocimiento empírico está más involucrado. No obstante, nuestra vida moral individual en condiciones no ideales también es mucho más compleja e incierta de lo que se podría esperar inicialmente.

Eduardo Rivera López
(Universidad Torcuato Di Tella
IIF-SADAF/CONICET)

Referencias

  • Brandt, R. (1988): “Fairness to Indirect Optimific Theories in Ethics”, Ethics, 98, pp. 341-60.
  • Carson, Th. L. (1991): “A Note on Hooker’s ‘Rule Consequentialism’”, Mind, 100, pp. 117-21.
  • Cohen, Gerald A. (2006): “Casting the First Stone: Who Can and Who Can’t Condemn the Terrorists?”, en Antony O’Hear, ed., Political Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 113-36.
  • Gilabert, P. (2012): “Comparative Assessments of Justice, Political Feasibility, and Ideal Theory”, Ethical Theory and Moral Practice, 15(1), pp. 39-56.
  • Hooker, B. (1990): “Rule-Consequentialism”, Mind, 99, pp. 67-77.
  • Hooker, B. y G. Fletcher (2008): “Variable versus Fixed-Rate Utilitarianism”, The Philosophical Quarterly, vol. 58, pp. 344-52.
  • Kant, I. (1999 ): “On a supposed Right to Lie from Philanthropy”, en Gregor, M. J. y A. W. Wood, eds., Practical Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 605-16.
  • Korsgaard, Ch. M. (1986): “The Right to Lie: Kant on Dealing with Evil”, Philosophy and Public Affairs, 15, pp. 325-49.
  • Murphy, L. (2000): Moral Demands in Nonideal Theory, Oxford, Oxford University Press.
  • Parfit, D. (1984): Reasons and Persons, Oxford, Clarendon Press.
  • Phillips, M. (1985): “Reflections on the Transition from Ideal to Non-Ideal Theory”, Nous, 19, pp. 551-70.
  • Rawls, J. (1999): A Theory of Justice, rev. ed. Cambridge, MA., Harvard University Press.
  • Ridge, M. (2006): “Introducing Variable-Rate Utilitarianism”, The Philosophical Quarterly, 56, pp. 242-53.
  • Scanlon, T. M. (2008): Moral Dimensions. Permissibility, Meaning, Blame, Cambridge, MA., Harvard University Press.
  • Sen, A. (2006): “What Do We Want from a Theory of Justice?”, Journal of Philosophy, 103, pp. 215-38.
  • Shapiro, T. (2003): “Compliance, Complicity, and the Nature of Nonideal Conditions”, Journal of Philosophy, 100(7), pp. 329-55.
  • Simmons, A. J. (2010): “Ideal and Nonideal Theory”, Philosophy and Public Affairs, 38, pp. 5-36.
  • Singer, Peter (1972): “Famine, Affluence, and Morality”, Philosophy and Public Affairs, 1, pp. 229-43.
  • Smart, J. J. C. (1973): “An Outline of a System of Utilitarian Ethics”, en Smart, J. J. C. y B. Williams, Utilitarianism: For and Against, Cambridge, Cambridge University Press, pp. 3-74.
  • Stemplowska, Z. y A. Swift (2012): “Ideal and Nonideal Theory”, en David Estlund, ed., The Oxford Handbook of Political Philosophy, Oxford, Oxford University Press.
  • Wallace, R. J. (2010): “Hypocrisy, Moral Address, and the Moral Standing of Persons”, Philosophy & Public Affairs, 38, pp. 307-41.
  • Weinberg, J. (2013): “The Practicality of Political Philosophy”, Social Philosophy & Policy, 30, pp. 330-51.

Lecturas recomendadas en castellano

  • Farrelly, C. (2007): “Justice in Ideal Theory: A Refutation”, Political Studies, 55, pp. 844-64.
  • Gilabert, P. (2008): “Global Justice and Poverty Relief in Nonideal Circumstances”, Social Theory and Practice, 34, pp. 411-38.
  • Hooker, B. (2000): Ideal Code, Real World. A Rule-Consequentialist Theory of Morality, Oxford, Clarendon Press.
  • Sen, A. (2009): The Idea of Justice, Cambridge, MA., Harvard University Press.
  • Shapiro, T. (2006): “Kantian Rigorism and Mitigating Circumstances”, Ethics, 117, pp. 32-57.
  • Smilansky, S. (1994): “On Practicing What We Preach”, American Philosophical Quarterly, 31, pp. 73-9.
  • Smilansky, S. (2007): Ten Moral Paradoxes, Oxford, Blackwell.
  • Stemplowska, Z. (2008): “What’s Ideal About Ideal Theory?”, Social Theory and Practice, 34, pp. 319-40.
  • Swift, A. (2008): “The Value of Philosophy in Nonideal Circumstances”, Social Theory and Practice, 34, pp. 363-87.
  • Valentini, L. (2009): “On the Apparent Paradox of Ideal Theory”, Journal of Political Philosophy, 17, pp. 332-55.
Cómo citar esta entrada

Rivera López, Eduardo (2020). “Ética no ideal”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/etica-no-ideal/)

Externismo semántico

1. El principio de Transparencia del significado

Consideremos los usos descriptivos del lenguaje. Me refiero al uso de enunciados (es decir, oraciones declarativas; aquellas que meramente por su forma gramatical son susceptibles de ser verdaderas o falsas), como por ejemplo ‘el agua calma la sed’, ‘Paul Chihara nació en 1938’, ‘el inventor del botijo era manco’, ‘mi prima Laura guarda en la habitación un ejemplar de su novela favorita’. Los debates que presentaremos afectan a oraciones de cualquier tipo, no solo enunciados. Pero quizá sea más claro ilustrar estos asuntos recurriendo a enunciados. 

Respecto a ciertos rasgos semánticos de tales oraciones, hay un contraste en el alcance de nuestro conocimiento. Con frecuencia, no sabemos a qué denotan ciertos nombres propios y ciertas descripciones; es decir, no conocemos su referencia. ¿Quién es Paul Chihara?, ¿a quién debemos la invención del botijo?, ¿quién es esa prima Laura mencionada en otro enunciado? ¿cuál es su novela favorita? Además, típicamente ignoramos el valor veritativo de muchísimos enunciados; es decir, ignoramos si son verdaderos o son falsos. Precisamente, el valor veritativo de una oración depende de la referencia de sus partes. No es raro que haya un desconocimiento del valor veritativo de cierto enunciado, correlacionado con un desconocimiento de la referencia de alguna expresión componente del mismo.

El hecho de que ignoremos esas cosas es compatible con nuestro éxito cognitivo respecto a otras cuestiones relacionadas con ellas. En particular, parece ser correcto cierto postulado que ha dado en llamarse Principio de Transparencia del significado. Tenemos una fuerte inclinación a aceptar la siguiente tesis: comprendemos el significado de los signos que usamos. Como usuarios competentes de un lenguaje (o, dicho de otro modo: en la medida en que somos usuarios competentes de un lenguaje), sabemos qué significan sus expresiones semánticamente relevantes (sus palabras, sus oraciones, etc.). Aunque no supiéramos si la Tierra es redonda, sabemos qué significan las oraciones ‘la Tierra es redonda’ y ‘la Tierra es plana’. No sabemos –y poco nos importa– cuántas veces estornudó Jane Austen el día que cumplió 20 años, pero entendemos a la perfección el significado de ‘Jane Austen estornudó 6 veces el día que cumplió 20 años’. Dos textos fundacionales de la filosofía del lenguaje contemporánea defienden versiones de ese Principio de Transparencia del significado, enfatizando que no sería válido algo análogo respecto a la referencia: “Sobre sentido y referencia” (Frege, 1892) y el Tractatus Logico-Philosophicus (Wittgenstein, 1921). 

Hagamos dos precisiones sobre el conocimiento exigido por este Principio de Transparencia. La idea comporta que para tener ese saber no se requiere emprender ninguna investigación empírica. Entiéndase: ninguna indagación empírica adicional a las que hayan sido necesarias para adquirir el lenguaje. Es decir, llegar a ser usuario competente de un lenguaje conlleva (entre otras cosas) conocer el significado de sus expresiones; no se requiere para ello ulterior experiencia. 

Si quisiéramos mayor concreción en la formulación del Principio de Transparencia, podríamos identificarlo con la conjunción de dos tesis. Supongamos que A y B son expresiones lingüísticas semánticamente relevantes. (Las expresiones en cuestión no son la letra ‘A’ y la letra ‘B’; estamos usando ‘A’ y ‘B’ como variables para representar cualquier expresión; las expresiones serían, por ejemplo, ‘caballo’ y ‘corcel’, o ‘comer’ y ‘volar’, etc.). Imaginemos que S es un sujeto competente en el conocimiento del lenguaje (o los lenguajes) al cual pertenecen A y B. Siendo así, el Principio de Transparencia establece estas dos condiciones: si A y B comparten el significado, entonces S lo sabe (o está en disposición de saberlo, quizá mediante la introspección) sin necesitar hacer averiguaciones empíricas de ningún tipo; si A y B no comparten el significado, entonces S lo sabe (o está en disposición de saberlo), también en el mismo sentido que se acaba de indicar. Como es obvio, no sucede eso respecto a la referencia: S podría ignorar si ‘Paul Chihara’ y ‘el autor de la banda sonora de la película El príncipe de la ciudad’ comparten la referencia (es decir, podría ignorar si denotan lo mismo); y la mera reflexión instrospectiva no le permitiría averiguarlo.

2. Internismo versus externismo sobre el lenguaje

De forma explícita o implícita, el Principio de Transparencia del significado ha sido un ingrediente clave en los intentos de justificar lo que desde hace aproximadamente medio siglo viene denominándose internismo semántico. No obstante, también es crucial comprender que dicho Principio no basta para derivar esa otra tesis semántica.

El internismo semántico establece que el significado consiste en entidades subjetivas presentes en la mente del usuario del lenguaje; el significado queda delimitado por los aspectos subjetivos de nuestra experiencia, por aquello que podríamos detectar examinando introspectivamente nuestra subjetividad, sin consultar el mundo externo. Así, el conocimiento semántico (el conocimiento, o la comprensión, del significado) sería conocimiento de entidades mentales subjetivas.

Un vínculo destacable entre el Principio de Transparencia y el internismo semántico procede de concepciones muy arraigadas en epistemólogos emblemáticos de la Edad Moderna (Descartes, Locke, Hume), aunque también parcialmente influyentes en autores posteriores (Russell, Carnap), que combinan dos afirmaciones controvertidas: que el conocimiento implica certeza, y que las únicas entidades relevantes sobre cuyos rasgos podríamos tener certeza son las entidades de carácter subjetivo, “internas” a nuestra mente. Rechazando cualquiera de esas dos afirmaciones, el sendero que aparentemente podría conducir desde el Principio de Transparencia hasta el internismo semántico se complica bastante.

Llamamos externismo semántico a la negación del internismo semántico. Conviene entender bien el alcance del externismo, dada esta definición. Sería contrario al espíritu del internismo semántico contemplar alguna excepción a su posición. Por ello, debe entenderse su caracterización en un sentido totalizador: para cualquier expresión de un lenguaje, todo su significado consiste en (o queda determinado por) entidades subjetivas presentes en la mente del usuario de ese lenguaje. Por consiguiente, para que sea verdadero el externismo semántico basta que haya expresiones lingüísticas una parte de cuyo significado sea (o quede determinado por algo) externo a la mente de los sujetos. Es decir, la controversia entre internismo y externismo respecto al significado lingüístico no consiste en otorgar mayor o menor peso a los factores determinantes del significado, según sean externos o internos. El internismo semántico dice que los factores externos no tienen ningún peso. Si algún factor externo contribuye a esa determinación, el internismo semántico es incorrecto. 

Tanto el internismo semántico como su tesis opuesta, el externismo, presuponen una afirmación común: que hay determinación del significado. Por ello, en rigor, una tesis no es la negación de la otra, pues cabe adoptar la postura de un escéptico semántico, que niegue esa afirmación y –por consiguiente– no sea internista ni externista. 

3. Una posición externista radical: millianismo  

Hay quien confunde el externismo semántico con el millianismo. Mill (1873) propuso una teoría dual sobre el significado, según la cual este típicamente se desdobla en denotación y connotación (distinción emparentada con la distinción fregeana entre referencia y sentido). Pero no siempre existiría esa dualidad semántica. Según Mill, los nombres propios denotan, pero no connotan nada. Por ello, su significado se identifica con su denotación: el significado del nombre ‘Sócrates’ es Sócrates. Eso es el millianismo. Sócrates, el objeto nombrado, es algo externo a nuestra mente. Así, el millianismo (sobre los nombres propios) es una versión extrema del externismo semántico: todo el significado de un nombre propio viene determinado por algo extra-mental. Como suele decirse, el objeto nombrado o denotado agota el significado del nombre. 

Para términos que expresan géneros naturales –términos como ‘tigre’, ‘limón’, ‘agua’, ‘oro’–, Mill sí considera que existe connotación, además de denotación. Pero una concepción sobre tales términos análoga a la defendida por Mill respecto a los nombres propios sostendría que también esos nombres comunes significan meramente su denotación (una sustancia, o una especie). También podemos encontrar la etiqueta “milliano” aplicada, de forma laxa, para referirse a esa concepción (poco milliana, en rigor).

Aunque algunos externistas contemporáneos son millianos (destacan Soames y Salmon), el externismo semántico no se compromete con esas posiciones tan radicales sobre el significado de nombres propios y términos de géneros naturales. Resulta obvio dadas las reflexiones del final de la sección anterior. Además, también se constata si consideramos las obras clave que más han contribuido al asentamiento de las tesis externistas: Kripke ([1972] 1980) y –en especial– Putnam (1973, 1975). Ciertamente, cuando Kripke compara su posición con la de Mill puede aparecer como cercano a ese doble “millianismo” (sobre nombres propios y sobre términos para géneros naturales); pero en ningún momento afirma que el significado se agote con la denotación. Y en el caso de Putnam el distanciamiento con el millianismo es claro: además de la denotación, propone explícitamente elementos semejantes al sentido fregeano –y a la connotación postulada por Mill– como componentes integrantes del significado de los términos de género natural. (Tampoco reconocemos posicionamientos millianos en otros autores fundamentales del externismo semántico que mencionaremos después: el segundo Wittgenstein, Davidson y Burge).

4. Internismo/externismo intencional

Hemos definido los conceptos de internismo semántico y externismo semántico haciendo referencia al significado de expresiones de los lenguajes públicos (latín, español, inglés, etc.). Conviene ampliar-modificar el alcance de esos conceptos de forma que abarquen también –respectivamente– el internismo intencional y el externismo intencional que caracterizaremos a continuación.

Tenemos estados mentales de carácter proposicional: creencias, deseos, conjeturas, suposiciones. Lo creído (conjeturado, deseado, et.) es el contenido intencional o contenido mental. Según los enfoques tradicionales, cuando creo que Sócrates era sabio, el contenido intencional creído es que Sócrates era sabio (la proposición de que Sócrates era sabio; la proposición expresada por ‘Sócrates era sabio’). Mi creencia particular se identifica por tres factores: el sujeto que tiene la creencia (yo), que el tipo de actitud o estado mental sea el de creer, y el contenido intencional creído. A veces hacemos abstracción de los dos primeros factores e identificamos la creencia con el contenido creído. Con los restantes estados de actitud proposicional (desear, conjeturar, etc.) sucede lo mismo. Y también se usa con cierta frecuencia ‘pensamiento’ (sobre todo en inglés: ‘thought’) para referirse a ese contenido pensado (creído, deseado, conjeturado, …). 

Podemos preguntarnos qué factores determinan el contenido intencional. El contraste entre internismo intencional y externismo intencional se define de forma análoga a la definición del contraste internismo/exernismo semántico. Según el internismo intencional, el contenido intencional consiste en entidades subjetivas presentes en la mente del sujeto pensante; queda delimitado por los aspectos subjetivos de nuestra experiencia, aquellos que podríamos detectar examinando introspectivamente nuestra subjetividad, sin consultar el mundo externo. En otras palabras, lo que un sujeto cree (o desea, o conjetura, etc.) se identifica a partir de factores subjetivos internos a su mente. Tal vez se vea más claro con esta descripción: Si el sujeto S1 pudiera inspeccionar la mente subjetiva del sujeto S2 y tras esa inspección fuera incapaz de detectar nada diferente a lo que detecta cuando, mediante la introspección, examina su propia mente, entonces los estados mentales de S1 serían los mismos que los de S2; creerían (desearían, conjeturarían, …) lo mismo; tendrían los mismos estados de actitud proposicional ante los mismos contenidos intencionales, por muy diferentes que fueran sus respectivos entornos físicos extra-mentales. Descartes representa paradigmáticamente esa posición internista, que –por ello– suele describirse como una concepción cartesiana de la mente. El externismo intencional es la negación de esa tesis (con la advertencia indicada en el último párrafo de la sección 2).

Los lenguajes públicos permiten –entre otras cosas– representarnos el mundo. Pero no son el único medio. También nos lo representamos cuando pensamos (razonando, planificando, sopesando alternativas), y es dudoso que en el pensamiento usemos siempre enunciados del lenguaje público. (Según Fodor (1975), los medios internos utilizados para tales representaciones son tan relevantemente similares a los lenguajes públicos que constituyen –literalmente– un lenguaje; el lenguaje del pensamiento, común para toda la especie humana). Esas relaciones de representación (sean mediante un lenguaje público o mediante el pensamiento) son relaciones semánticas. Puesto que mediante ciertos estados mentales mantenemos relaciones semánticas con el contenido intencional representado, es apropiado usar las nociones de internismo/externismo semántico para englobar tanto el contraste aplicado a los significados de signos públicos como el contraste internismo/externismo intencional descrito en esta sección. De todas maneras, son dos contrastes diferentes. Nos conviene reservar la etiqueta “internismo/externismo lingüístico” para referirnos al contraste del que hablábamos en las secciones previas, referido a signos de lenguajes públicos.

5. Argumentos contra el internismo: Wittgenstein

Las objeciones filosóficas más importantes contra la concepción cartesiana de la mente (comprometida con el internismo lingüístico y con el internismo intencional) proceden de una variedad de reflexiones, sugerencias, preguntas y argumentaciones diseminadas en obras de Wittgenstein escritas durante su segunda época (cf., en particular, sus Investigaciones filosóficas; Wittgenstein, 1953). Sintetizando muchísimo: según Wittgenstein, lo que un internista semántico pretende explicar (la comprensión del lenguaje, principalmente) invocando nuestro acceso epistémico a entidades mentales subjetivas podría explicarse evitando esa invocación; además, tales entidades mentales subjetivas –aunque existan– son insuficientes para determinar el significado (esta segunda tesis se relaciona con la problemática wittgensteiniana sobre seguir una regla y con su argumentación contra la posibilidad de que hubiera lenguajes privados). No es sencillo interpretar cuál es la concepción positiva del propio Wittgenstein. Algunos exégetas lo consideran un externista semántico; otros ven en él un escéptico sobre el significado.    

6. Los argumentos en favor del externismo: Davidson, Kripke, Putnam, Burge

En el último tercio del siglo XX aparecen –de forma relativamente independiente– dos tipos de enfoques semánticos externistas que postulan conexiones causales entre (al menos muchas de) nuestras representaciones –sean lingüísticas o mentales– y los correspondientes contenidos representados. Uno de esos enfoques lo protagoniza Davidson, para quien las causas de nuestras creencias contribuyen a fijar su contenido intencional (cf. Davidson, 1987).

Pero la difusión y popularización del externismo semántico entre los filósofos –incluyendo el uso de esa nomenclatura– deriva, principalmente, del otro enfoque, impulsado –ante todo– por los textos de Kripke y Putnam ya mencionados, a los que cabe añadir otros como Burge (1979). Kripke ([1972] 1980) sostiene ciertas tesis externistas sobre el significado de los nombres propios, que luego generaliza a términos para géneros naturales (‘tigre’, ‘agua’, ‘oro’, ‘calor’, ‘rojo’); respecto a estos últimos, sus puntos de vista son muy próximos a los de Putnam (1973, 1975). Este enfoque –del que participan también Donnellan, Kaplan, Perry, Soames, Salmon, Almog y otros– suele denominarse teoría de la referencia directa (aunque la etiqueta es equívoca).

Putnam inventó un célebre experimento mental relativo a una Tierra Gemela, a partir del cual Burge presentó variaciones significativas. Oscar vive en el año 1.750. En un punto remoto de la galaxia se ubica una Tierra Gemela, que –por casualidad– se asemeja muchísimo a la Tierra, donde habita Bi-Oscar. Los rasgos subjetivos mentales que Oscar asocia con las palabras ‘Sócrates’, ‘agua’ y ‘tigre’ son idénticos –respectivamente– a los que asocia su “gemelo”; si Oscar pudiera “inspeccionar” la mente de Bi-Oscar no detectaría ninguna diferencia respecto a lo que constata cuando inspecciona su propia mente. Según el internismo lingüístico, esas palabras significan lo mismo cuando las usa uno u otro Oscar. Sin embargo, las respectivas denotaciones-referencias de ‘Sócrates’ difieren. Oscar nombra a Sócrates cuando dice ‘Sócrates era sabio’; cuando Bi-Oscar profiere ese oración no nombra a Sócrates, sino a un Bi-Sócrates que habitó la Tierra Gemela hace siglos. Ciertas estipulaciones adicionales permiten sostener que tampoco las referencias de ‘agua’ y ‘tigre’ son las mismas en la Tierra y en la Tierra Gemela. En la Tierra la sustancia llamada ‘agua’ está compuesta por H2O. En la Tierra Gemela la sustancia superficialmente indistinguible del agua a la que Bi-Oscar llama ‘agua’ tiene una estructura molecular muy diferente: XYZ, pongamos. Pasa algo análogo con los animales de rasgos indistinguibles etiquetados como ‘tigres’: su ADN difiere radicalmente. (En 1.750 ni Oscar ni Bi-Oscar conocen teorías químicas o biológicas que dejen en su subjetividad mental algún indicio de diferenciación entre lo que asocian con esos nombres comunes). Un principio relativamente neutral entre internistas y externistas (defendido por Frege) establece que el significado determina la referencia. Por tanto, si dos expresiones comparten el significado, entonces comparten la referencia; es decir, si difieren en referencia, difieren en significado. Según Putnam, para preservar ese principio debe aceptarse que la palabra ‘agua’ (‘Sócrates’, ‘tigre’) difiere en significado dependiendo de si la usa Oscar o Bi-Oscar.       

Burge (1979) construye variantes del caso introduciendo dos novedades muy importantes. Putnam describía la situación empleando un vocabulario cercano al del internismo intencional: parecía asumir que Oscar y Bi-Oscar compartían sus creencias cuando decían ‘el agua calma la sed’, aunque sus palabras no significaran lo mismo. Así, Putnam defendía el externismo lingüístico pero parecía presuponer el internismo intencional. Por eso es también equívoco el lema con que resumió su posición: “los significados no están en la cabeza”. Como puso de manifiesto Burge, las intuiciones externistas suscitadas por ese experimento mental permitirían suscribir también el externismo intencional; no solo dirían cosas diferentes, Oscar y Bi-Oscar tampoco creerían lo mismo. En general, los filósofos tienden a aceptar o rechazar el externismo en bloque, sea lingüístico o intencional. Por eso es apropiado hablar indistintamente de internismo/externismo semántico.

Kripke y Putnam concentraron sus consideraciones externistas en torno a dos tipos de expresiones: nombres propios y términos de género natural. Y, respecto a esas expresiones, defendieron la necesidad de conexión causal con las respectivas entidades extra-lingüísticas denotadas (planetas particulares, sustancias, especies, fenómenos naturales), mostrando así la relevancia del entorno físico en el cual se adquiere el lenguaje y los conceptos. Burge argumenta que las tesis externistas se aplican también a términos que expresan clases artificiales, como ‘sofá’ o ‘agrimensor’. En esos casos no hay una entidad delimitada naturalmente (al margen de los intereses clasificatorios humanos) que esté en el origen causal de nuestros usos del lenguaje; parecería, pues, que su significado sí debería ser accesible a un sujeto cuando éste inspecciona su mente subjetiva, complicándose entonces la justificación del externismo. Se justifica –según Burge– porque en estos casos es relevante el entorno social. Aunque el sujeto no conozca con precisión la delimitación del significado de esos términos, cuando los usa consigue expresar correctamente su significado por remitirse deferencialmente al saber de expertos (otros sujetos, pertenecientes a su comunidad de hablantes) que sí conocen esa delimitación. Cuando hablo usando la palabra ‘agrimensor’ (o cuando pienso el contenido intencional correspondiente), es como si estuviera implícitamente diciendo: “no sé si se requiere tener estudios reglados para ser agrimensor, pero uso la palabra con el significado que le asignan aquellos expertos que sí lo saben”. El externismo semántico resaltado por Burge se denomina a veces anti-individualismo: respecto a ciertas palabras, algunos rasgos de su significado pueden –en cierto modo– no estar al alcance de un individuo particular; pero (si no quedan determinados por el entorno físico extra-social) estarán al alcance de otras personas con las que se relaciona socialmente.

7.  Una versión alternativa del contraste entre internismo y externismo  

Se baraja a veces una definición diferente de la distinción internismo/externismo. Supongamos que en lugar de estipular que Bi-Oscar es un duplicado de Oscar en lo concerniente a la subjetividad mental estipulamos que es un duplicado microfísico; los dos cerebros son exactamente iguales desde un punto de vista material, molécula a molécula. (Para muchos filósofos, compartir esas propiedades físicas implicará compartir la subjetividad mental. Otros –los cartesianos, por ejemplo– lo negarán). Diríamos que ambos Oscar comparten sus propiedades físicas intrínsecas (aquellas que no dependen de relaciones; obviamente no comparten las relaciones, o las propiedades relacionales: Oscar tiene la propiedad de habitar el mismo planeta que habitó Sócrates, pero Bi-Oscar no tiene esa propiedad). El internismo semántico (en esta otra versión) establece que el contenido representacional (el significado de los signos que usamos, o el contenido intencional pensado) depende de las propiedades físicas intrínsecas de los sujetos (superviene sobre esas propiedades, dicho con vocabulario técnico). Así pues, como los Oscar no difieren en nada microfísico intrínseco, tampoco hay diferencia respecto a lo que significan sus oraciones o respecto a sus estados mentales. 

Bajo esta reinterpretación, el externismo semántico pudiera parecer incompatible con concepciones filosóficas naturalistas, fisicistas y/o materialistas. Esas concepciones implican que todo depende en última instancia de –o superviene sobre– lo físico (o lo natural, o lo material; por simplicidad, dejemos de lado los matices diferenciales). Así, no podría haber dos mundos posibles físicamente idénticos en todo pero distintos en algún otro rasgo. El externismo semántico no viola esas concepciones. Oscar y Bi-Oscar difieren en sus creencias, sostienen los externistas. Pero también difieren en sus propiedades físicas; las propiedades físicas relevantes son relacionales: ambos se relacionan de forma diferente con entornos físicos diferentes. Davidson (1987) ilustra de forma clara por qué eso no constituye amenaza alguna para un filósofo materialista. Tener una quemadura solar en el brazo implica algo sobre su etiología: el Sol ha causado la quemadura; si se reproduce artificialmente con todo detalle el efecto en el brazo de ese tipo de quemadura, tendremos una quemadura que –aunque duela lo mismo– no es una quemadura solar. No hay nada extra-natural ni extra-físico ni inmaterial en la quemadura solar; pero esa quemadura no depende del estado físico intrínseco del brazo. Tampoco hay nada extra-natural ni extra-físico ni inmaterial en el hecho de que tener una creencia no dependa solo de rasgos intrínsecos del cerebro, sino también de relaciones con el mundo extra-mental.

8. Las réplicas internistas

8.1.   Respuestas ante el experimento mental de la Tierra Gemela

Hay al menos dos vías para rechazar las conclusiones de Putnam relativas al caso de la Tierra Gemela. (a) Podemos negar que el significado determine siempre la referencia. Cabe hablar del significado general de expresiones deícticas, como ‘yo’, ‘aquí’ y ‘ahora’; ese significado, unitario, no determina su referencia, que típicamente dependerá del contexto en que se profieran. Un internista puede sostener que también las expresiones relevantes usadas por Oscar o por Bi-Oscar comparten el significado, aunque su referencia difiera. Esa respuesta debería generalizarse, aplicándose a muchos términos (‘Sócrates’, ‘sofá’, ‘agrimensor’); eso complica su plausibilidad. Hay también inconvenientes adicionales, en los cuales no podemos detenernos aquí (sugerimos al lector la consulta de la bibliografía recomendada al final).

(b) Un internista puede rechazar que haya diferencia en la referencia de las expresiones contempladas por Putnam. La palabra ‘jade’ nombra dos sustancias microfísicamente diferentes (pues se empezó a usar creyendo que no eran tan diferentes). ¿Por qué rechazar que ‘agua’ tenga también una única referencia disyuntiva, nombrando –de forma simultánea; no de forma ambigua– dos sustancias diferentes, H2O y XYZ? Dos breves comentarios, a modo de contrarréplica: (i) La estragia pierde plausibilidad cuando se aplica a ‘tigre’ y, sobre todo, a ‘Sócrates’ (¿tenía Sócrates dos cabezas?) (cf. Pérez Otero, 2010, pp. 176-178; 2014, pp. 170-172). (ii) Hay una explicación natural de por qué ‘jade’ tiene esa anómala referencia: los usos que originaron su significado tuvieron lugar ante muestras de las dos sustancias. No sucede algo similar con los usos de ‘agua’; en cada planeta la sustancia nombrada tiene una microestructura específica, y es poco razonable suponer que se nombraba también a la microestructura de otra sustancia con la cual no había contacto (cf. Burge, 1998, pp. 352-352; Pérez Otero, 2001, p. 142). 

8.2.   La intuición intelectualista vinculada a principios epistémicos de transparencia 

Algunos autores internistas han defendido su posición de forma indirecta, intentando señalar consecuencias inaceptables derivables de las teorías externistas de Davidson, Kripke, Putnam o Burge. (Ilustramos esa estrategia en esta y en las secciones posteriores). Por ejemplo, se pretende que las teorías externistas son incompatibles con el Principio de Transparencia o con algún principio epistémico similar. 

El Principio de Transparencia del significado concierne al conocimiento proposicional. Cabe imaginar un principio cercano, relativo al conocimiento de cosas (sobre el contraste russelliano entre conocimiento proposicional y el conocimiento de cosas, cf. la entrada “Conocimiento”): conocemos el objeto al que nos referimos mediante un nombre propio. Conforme al externismo de Kripke, el objeto nombrado es parte esencial del significado de un nombre propio (la única parte, según el externismo milliano). Si proferimos ‘Sócrates es sabio’, el significado involucra a Sócrates mismo. Los internistas semánticos son proclives a sostener una concepción descriptivista (anti-kripkeana) de los nombres propios, considerándolos semánticamente equivalentes a una descripción (como ‘el maestro de Platón’, por ejemplo). Algunos sostendrían que sólo conocer rasgos descriptivos de Sócrates permite conocer al objeto nombrado. Un refrán español reza “dime con quién andas y te diré quién eres”. Ciertas objeciones al externismo kripkeano (o al millianismo, más radical) operan como si Kripke (o Mill) se comprometiera con un refrán alternativo: “dime cómo te llamas y te diré quién eres”. “Me llamo ‘Alejandra Ortuño Sotelo’”. “Ya sé quién eres; eres Alejandra Ortuño Sotelo”. Parecería esto un caso de supuesto conocimiento demasiado fácil. Pero Stalnaker (1997, pp. 542-548) ha defendido el millianismo ante objeciones de esa índole, presentadas por Dummett y por Searle. Según Stalnaker, sus críticas dependen de tesis controvertidas o poco claras sobre qué implica conocer a un objeto. En conclusión, nadie ha conseguido cumplir la doble tarea requerida: formular con precisión un principio epistémico aceptable y mostrar con detalle por qué lo infringe una teoría externista específica.

8.3.   Causalidad y cerebros en cubetas    

Las teorías causales de la referencia de Kripke y Putnam se interpretan erróneamente con demasiada frecuencia. Un error persistente es creer que sus autores formulan condiciones conjuntamente suficientes para que una expresión denote a una entidad, y/o que cualquier caso particular en que C causa E resulta relevante para determinar el presunto significado de E. 

Putnam (1981) imaginó otro caso ficticio (reinterpretando un ejemplo previo ideado por Nozick): los cerebros en cubetas son cerebros desprovistos de cuerpos, que experimentarían sensaciones –provocadas artificialmente– subjetivamente indistinguibles de las sensaciones que experimenta un sujeto normal. Y utilizó su teoría causal externista sobre el significado como premisa para demostrar que no ha/he sido toda su/mi vida un cerebro en una cubeta. (Cada cual puede reconstruir su propia versión del argumento, para intentar demostrar que no ha sido uno mismo un cerebro en una cubeta. Imposible usar el argumento para demostrar que otro –Putnam, o quien sea– tampoco lo ha sido).

Uno de los internistas semánticos contemporáneos más importantes, Searle, rechaza las teorías causales externistas de Davidson y Putnam afirmando que entre sus consecuencias indeseables se incluye lo siguiente: según esas teorías, el cerebro en una cubeta creería ser un cerebro en una cubeta (cf. Searle, 2015, p. 159). Creo que Searle ejemplifica el error mencionado. Las relaciones de causalidad invocadas por Davidson, Kripke y Putnam deben entenderse conforme a los cauces usuales de establecimiento de tales relaciones, que involucran condiciones normales, regularidad, etc. No hay indicios suficientes para concluir que sus teorías implican lo que Searle pretende.

8.4.   Acceso privilegiado, conocimiento, discriminabilidad    

            Suele denominarse Acceso Privilegiado –o también autoridad de la primera persona, o (auto-)conocimiento de la (propia) mente– a una determinada tesis, emparentada con el Principio de Transparencia. Establece que un sujeto sabe (o está en disposición de saberlo, quizá mediante la introspección) si cree o no cierta proposición, sin necesitar hacer averiguaciones empíricas de ningún tipo. Para saber si llueve ahora en Tokio yo debería hacer algunas indagaciones empíricas; por ejemplo, consultar internet. Para saber si tengo o no esa creencia, no necesito recurrir a la experiencia: sé que no lo creo (y sé que tampoco creo lo contrario; suspendo el juicio). También apelo a la experiencia para averiguar si una segunda o tercera persona tiene dicha creencia.

El Acceso Privilegiado es muy plausible. Pero, según algunos filósofos (respecto a esta problemática se les llama incompatibilistas), estaría en conflicto con el externismo semántico. Woodfield (1982, p. viii) apuntó esa hipótesis de incompatibilidad. Hay dos estrategias incompatibilistas: una, defendida por Boghossian (internista semántico), basada en ideas sobre la discriminabilidad supuestamente exigida por el conocimiento; la otra, defendida por McKinsey (externista; propone rechazar el Acceso Privilegiado), concierne a nuestro conocimiento relativo a entidades contingentes. Entre los compatibilistas, destacan Davidson (1987) y Burge (1988, 1998). (Ludlow y Martin (1998) y Nuccetelli (2003) compilan diversos trabajos sobre esta cuestión).

Para Boghossian (1989, 1992), si el externismo fuera verdadero Oscar no sabría qué contenido intencional cree, pues no podría distinguir entre lo que cree y lo que creería Bi-Oscar. Sin embargo, ¿por qué saber lo que creo requiere poseer las capacidades discriminatorias que Boghossian y otros filósofos exigen? Quizá la incapacidad para discriminar comporta un riesgo de confusión; riesgo incompatible con el conocimiento. Pero Oscar –según el externista– no está en riesgo de confundir sus creencias (acerca del agua) con creencias de Bi-Oscar (acerca de XYZ): no podría tener estas últimas creencias (pues no ha tenido las relaciones causales apropiadas para pensar sobre XYZ); por consiguiente, no podría estar considerando ambos contenidos intencionales (uno acerca de agua, otro acerca de XYZ) sin saber si son o no el mismo contenido, y por eso no corre el riesgo de confundir un contenido con el otro.

Quizá Oscar pueda llegar a tener esas otras creencias si es trasladado (sin saberlo) a la Tierra Gemela y pasa allí tiempo suficiente para adquirir el nuevo lenguaje y los nuevos conceptos. Otrosí:  de tanto en tanto se le traslada de vuelta a la Tierra, de forma que no llegue a perder el lenguaje previo y los conceptos previos. Se ha generado literatura filosófica sobre estos casos, que conllevan complicaciones adicionales significativas. Ahora no cabe replicar alegando que Oscar no puede tener las creencias de Bi-Oscar (al adquirir los conceptos que manejaba Bi-Oscar, parecería arbitrario suponer que no pueden compartir creencias). Las respuestas compatibilistas mejor articuladas ante estas situaciones se encuentran –a mi juicio– en Burge (1988, 1998). Boghossian (1992) ha presentado una variante del problema, involucrando esta vez nombres propios como ‘Pavarotti’. En Pérez Otero (2010, 2014) acepto que ese es un problema real para el externismo, pero argumento que –paradójicamente– es un problema todavía más grave para el internismo. 

8.5.   Razonamientos a priori y existencias contingentes   

Las teorías examinadas (internismo, externismo) son teorías filosóficas. Sea cual sea la metodología de la investigación filosófica, parece que –en algún sentido– no necesitamos indagaciones empíricas para justificar una hipótesis filosófica. O, al menos, los autores que han defendido el internismo o el externismo no se han apoyado en datos empíricos. Para simplificar, digamos que esas teorías se justificarían mediante la (mera) reflexión conceptual. Por otro lado, el Acceso Privilegiado dice que tampoco necesitamos observar el mundo para saber que creemos que Sócrates era sabio, o que creemos que el agua calma la sed.

McKinsey (1991) ha argumentado que el Acceso Privilegiado es incompatible con que el externismo semántico sea una teoría verdadera y justificable mediante la reflexión conceptual. Supongamos que Oscar cree que el agua calma la sed (alternativamente: que Sócrates era sabio). El externismo implicaría que Oscar ha tenido un contacto causal –directo o indirecto– con el agua (o con Sócrates), y por consiguiente, que el agua (Sócrates) existe (en el sentido intemporal: existe, existió o existirá). Sin datos empíricos adicionales, Oscar puede saber, en virtud del Acceso Privilegiado, que cree que el agua calma la sed (o que cree que Sócrates era sabio); también puede saber, mediante la mera reflexión conceptual (en virtud de su conocimiento de la verdad del externismo), que si cree que el agua calma la sed (o si cree que Sócrates era sabio) entonces existe el agua (o Sócrates). Así pues, combinando el Acceso Privilegiado a su propia mente y la mera reflexión conceptual Oscar podría conocer la existencia de entidades extra-mentales contingentes, como el agua o Sócrates. Eso debería ser imposible, según McKinsey. 

Brueckner (1992) y Brown (1995) ofrecen versiones algo diferentes del mismo problema. Cf. también Warfield (1992), Davies (2000) y Pryor (2007); este último contiene un minucioso y equilibrado análisis de la cuestión. A mi juicio, una réplica compatibilista prometedora puede basarse en las siguientes hipótesis (cf. Pérez Otero, 2004). El externismo en sentido estricto (como teoría meramente filosófica) no implica que si alguien tiene la creencia de que el agua calma la sed entonces existe el agua. Cuando los filósofos ilustran sus teorías pueden –legítimamente– recurrir a datos empíricos pertenecientes al conocimiento común del trasfondo; por ejemplo, que existe el agua o Sócrates. Si hubiera dudas sobre la existencia de esas entidades, un filósofo externista simplemente apelaría a otros ejemplos. Por consiguiente, la combinación del externismo y el Acceso Privilegiado no basta para saber que existen.

Manuel Pérez Otero
(Universidad de Barcelona/LOGOS)

Referencias

  • Boghossian, P. A. (1989): “Content and Self-Knowledge”, Philosophical Topics,17, pp. 5-26.
  • – – –(1992): “Externalism and Inference”, Philosophical Issues, 2, Rationality in Epistemology, pp. 11-28.
  • Brown, J. (1995): “The Incompatibility of Anti-Individualism and Privileged Access”, Analysis, 55, pp. 149-156. [Reimpreso en Ludlow, P. y N. Martin, eds.,].
  • Brueckner, A. (1992): “What an Anti-Individualist Knows A Priori”, Analysis, 52, pp. 111-118. [Reimpreso en Ludlow, P. y N. Martin, eds.,].
  • Burge, T. (1979): “Individualism and the Mental”, Midwest Studies in Philosophy, 4, pp. 73-121.
  • – – – (1988): “Individualism and Self-Knowledge”, Journal of Philosophy,85(11), pp. 649-663. [Reimpreso en Ludlow, P. y N. Martin, eds.].
  • – – – (1998): “Memory and Self-Knowledge”, en Ludlow, P. y N. Martin, eds., Externalism and Self-Knowledge, Standord, Calif, CSLI Publications, pp. 351-92.
  • Davidson, D. (1992): “El conocimiento de la propia mente”, en Burge, T., Mente, mundo y acción, Barcelona, Paidós, pp. 119-152.[Davidson, D. (1987): “Knowing One’s Own Mind”, Proceedings and Adresses of the American Philosophical Association, 60, pp. 441-458.] [Reimpreso en Ludlow, P. y N. Martin, eds.,].
  • Davies, M. (2000): “Externalism and Armchair Knowledge”, en Boghossian, P. y C. Peacocke, eds., New Essays on the A Priori, Oxford, Oxford University Press, pp. 384-414.
  • Fodor, J. (1984): El lenguaje del pensamiento, Madrid, Alianza. [Fodor, J. (1975): The Language of Thought, New York, Thomas Y. Crowell].
  • Frege, G. ([1892]1998): “Sobre sentido y referencia”, en G. Frege, Ensayos de semántica y filosofía de la lógica, Madrid, Tecnos. [G. Frege (1971): Estudios sobre semántica, Barcelona, Ariel]. [G. Frege (1976): Kleine Schriften, Olms, Hildeshheim]. [Frege, G. (1892): “Über Sinn und Bedeutung”, en Zeitschrift für Philosophie Und Philosophische Kritik 100(1), pp. 25-50] . [L. M. Valdés, ed., (1998): La búsqueda del significado, Madrid, Tecnos].
  • Kripke, S.([1972-1980] 1985): El nombrar y la necesidad, México, UNAM. [Publicado inicialmente como artículo en, Davidson, D. y G. Harman, eds., (1972): Semantics of Natural Language, Dordrecht, D. Reidel, pp. 253-355 y 763-769. [ Kripke, S.(1980): Naming and Necessity, Harvard, Harvard University Press].
  • Ludlow, P. y N. Martin, eds., (1998): Externalism and Self-Knowledge, Standord, CSLI Publications.
  • McKinsey, M. (1991): “Anti-Individualism and Privileged Access”, Analysis,51, pp. 9-16, [Reimpreso en Ludlow, P. y N. Martin, eds.,].
  • Mill, J. S. (1843): A System of Logic, Londres, Routledge y Kegal Paul.
  • Nuccetelli, S., ed., (2003): Semantic Externalism and Self-Knowledge, Cambridge, MIT Press.
  • Pérez Otero, M. (2001): “Referència directa i externisme lingüístic”, Aproximació a la filosofia del llenguatge, Barcelona, Edicions Universitat de Barcelona.
  • – – –(2004): “Las consecuencias existenciales del externismo”, Análisis Filosófico,24, pp. 29-58. [Reimpreso en M. Pérez Otero Ensayos filosóficos sobre el conocimiento y el escepticismo epistémico, Saarbrücken, Editorial Académica Española, 2017].
  • – – –(2010): “El debate entre externistas e internistas sobre la racionalidad inferencial”, Análisis Filosófico, 30, pp. 163-186.[Reimpreso en Pérez Otero 2017].
  • – – –(2014): “Boghossian’s Inference Argument against Content Externalism Reversed”, Philosophy and Phenomenological Research,89, pp. 159-181. doi:https://doi.org/10.1111/j.1933-1592.2012.00613.x
  • Pryor, J. (2007): “What’s Wrong with McKinsey-Style Reasoning”, en S. Goldberg, ed., Internalism and Externalism in Semantics and Epistemology, Oxford, Oxford University Press, pp. 177-200.
  • Putnam, H. (1999): “Significado y referencia”, en L. M. Valdés, ed., La búsqueda del significado, Madrid, Tecnos, 3ª ed., pp. 153-164. [ Putnam, H. (1973): “Meaning and Reference”, Journal of Philosophy, 70, pp. 699-711].
  • – – –(1975): “El significado de ‘significado’”, en L. M. Valdés, ed., La búsqueda del significado, pp. 131-194. [Putnam, H. (1975): “The Meaning of ‘Meaning’”, en Mind, Language and Reality, Cambridge, University Press, pp. 215-271].
  • – – – (1988): “Cerebros en una cubeta”, en Razón, verdad e historia, Madrid, Tecnos. [Putnam, H. (1981): “Brains in a Vat”, en Reason, Truth and History, Cambridge, Cambridge University Press].
  • Searle, J. (2018): Ver las cosas tal como son. Una teoría de la percepción, Madrid, Cátedra, [Searle, J. (2015): Seeing Things as They Are: A Theory of Perception, New York, Oxford University Press].
  • Stalnaker, R. (1997): “Reference and Necessity”, en Wright, C. y B. Hale, eds., A Companion to the Philosophy of Language, Oxford, Blackwell, pp. 534-554.
  • Warfield, T. A. (1992): “Privileged Self-Knowledge and Externalism Are Compatible”, Analysis, 52, pp. 232-237.[ Reimpreso en Ludlow, P. y N. Martin, eds.,].
  • Wittgenstein, L. (2002): Tractatus Logico-Philosophicus, Madrid, Tecnos. [Wittgenstein, L.(1921): Logisch-philosophische Abhandlung ].
  • – – –(1988): Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica. [Wittgenstein, L (1953): Philosophische Untersuchungen, Frankfurt am main, Suhrkamp].
  • Woodfield, A. (1982): “Foreword”, en A. Woodfield, ed., Thought and Object: Essays on Intentionality, Oxford, Clarendon Press.

Lecturas recomendadas en castellano

  • Acero, J. J. (1993): Lenguaje y filosofía, Barcelona, Octaedro.
  • – – – (1995): “Teorías del contenido mental”, en F. Broncano, ed., La mente humana, Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía, vol. 8, Madrid, Trotta-CSIC, pp. 175-206.
  • Fernández Moreno, L. (2013): “Tres teorías de la referencia lingüística: Locke, Kripke y Putnam”, en D. Pérez Chico, coord., Perspectivas en la filosofía del lenguaje, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, pp. 197-239.
  • García-Carpintero, M. (1996): Las palabras, las ideas y las cosas. Una presentación de la filosofía del lenguaje, Barcelona, Ariel. [Caps. III, IV, V, VI y VII ].
  • Locke, J. (1690): “De las palabras”, en Ensayo sobre el entendimiento humano, México, FCE. [Locke, J. (1956): “Of Words ”, en An Essay concerning Human Understanding, Londres, Thomas Bassett].
  • Pérez Otero, M. (2006): “La realidad ante sus representaciones”, en Pérez Otero, M. Esbozo de la filosofía de Kripke, Barcelona, Editorial Montesinos.
  • Wittgenstein, L. (1968): Los cuadernos azul y marrón, Madrid, Tecnos. [Wittgenstein, L.(1958): The Blue and Brown Books, Oxford, Basil Blackwell].                                                 

Entradas relacionadas

Cómo citar esta entrada

Pérez Otero, Manuel (2020): “Externismo semántico”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/externismo-semantico/)

Empatía

En el lenguaje común, decimos que alguien siente empatía cuando es sensible al daño o sufrimiento que otra persona experimenta y muestra un interés en aliviarlo de algún modo, aunque se trate de escuchar sus lamentaciones. Así, consideramos que María se mostró empática porque cuando su hermano Miguel padeció un cáncer, María se preocupó de animarle y apoyarle a lo largo del tratamiento. En este ejemplo típico de empatía pueden distinguirse dos dimensiones: la del reconocimiento de la situación de dolor o padecimiento ajeno y la de la actitud prosocial hacia esa otra persona, dado el estado en que se encuentra. La empatía se convierte en un rasgo de carácter si es un estado que se muestra con frecuencia. Decimos que nuestro médico es empático si no se limita a escuchar a sus pacientes de modo expresivamente neutro, sino que se preocupa por ellos, se hace cargo de sus padecimientos y actúa del modo más apropiado para reducirlos o superarlos.

Desde la perspectiva teórica, sin embargo, no existe un consenso semejante acerca de qué entender por empatía. Se han distinguido hasta ocho conceptos distintos de empatía (Batson, 2009), que atienden a fenómenos distintos aunque relacionados, cuya primera delimitación puede atribuirse a Max Scheler (Scheler, 1923). Ciertamente pueden encontrarse múltiples definiciones de empatía, pero la contraposición básica entre ellas se da entre aquellas concepciones amplias de la empatía que integran las dos dimensiones que hemos especificado, esto es, la respuesta emocional a la situación de otro más una actitud prosocial apropiada, y aquellas posiciones estrechas que se centran exclusivamente en el componente de la sensibilidad hacia la situación de otra persona. Para quien se ubica en el primer caso (Batson, 1991; de Waal, 2008; 2011), consolar a quien ha sufrido una pérdida sería una conducta empática prototípica. Para los que se ubican en el segundo grupo, en cambio, lo que cuenta para que pueda considerarse un caso de empatía no es la actitud favorable al bienestar del otro, sino que el observador reaccione emocionalmente a la expresión emocional percibida. El caso prototípico de empatía, para estos planteamientos, se da cuando la reacción emocional del observador corresponde la situación en que se encuentra el observado, como si se tratara de una respuesta vicaria.

Hay quien impone la restricción añadida de que, para que se trate propiamente de empatía, observador y observado deben sentir lo mismo, la misma emoción. Para este punto de vista, la empatía consiste en realidad en alguna forma de contagio emocional (Hatfield et al., 1994). En mi opinión, el éxito de esta concepción se explica por el impacto del descubrimiento del sistema de neuronas espejo y el auge de la idea de que el proceso del que depende el fenómeno de la empatía, así entendido, es la imitación motora (Iacoboni, 2009). Para este enfoque, que ha resultado muy influyente en los últimos años, cuando el observador percibe la expresión emocional del observador de modo inconsciente tiende a adoptar los mismos movimientos expresivos, que le inducen la correspondiente emoción. Una variante de este planteamiento especular pone el acento en la imitación neuronal, evitando la exigencia de imitación motora efectiva. En ambos casos, la idea básica es la misma: la empatía se debe a que la percepción de una determinada expresión emocional elicita la pauta motora involucrada en esa misma expresión, bien sea a nivel neuronal y también motor, bien sea únicamente a nivel neuronal.

Mientras que para este planteamiento resulta imprescindible la interacción cara a cara entre observador y observado, otras concepciones de la empatía conciben que la reacción emocional del observador puede estar mediada por procesos imaginativos, y por tanto, no se enfatiza del mismo modo la coincidencia emocional entre observador y observado. Por ejemplo, puedo estar viendo a un niño jugar alegremente, del que me han informado que se le ha diagnosticado un cáncer. A pesar de que la expresión del niño es de alegría, la reacción del observador en este caso puede ser de pena si se imagina los padecimientos que le esperan al niño. De hecho, la proyección imaginativa no requiere de observación ni percepción. Puede darse a través del lenguaje, particularmente escrito, habilidad que explota la literatura. Pero hay modos distintos de concebir esta proyección imaginativa: como simulación de la situación en uno mismo y proyección al otro de lo que uno sentiría si estuviera en la situación descrita, como el esfuerzo por sentir lo que el otro siente, o bien como atribución inferencial de lo que el otro podría estar sintiendo, a partir de la información disponible, que podría ser muy distinto de lo que uno sentiría en tal situación, y que en todo caso es una atribución cognitiva, que no requiere de experiencia emocional en quien hace la atribución.

A pesar de que esta segunda familia de concepciones de la empatía dejan de lado la dimensión prosocial que resulta clave en nuestro uso común del término, hay que reconocer que se corresponde con el planteamiento original de Lipps, que fue quien introdujo el término ‘Einfühlung’ como término técnico en Psicología, en sus trabajos de principios del siglo XX (Lipps, 1903)  –término que Titchener tradujo al inglés por ‘empathy’ dándole difusión en la naciente Psicología científica (Titchener, 1909). El problema que interesaba a Lipps era de orden estético: el fenómeno de la percepción expresiva, especialmente tal como se manifestaba en relación a las obras de la vanguardia abstracta, pongamos Kandinsky. ¿Cómo es posible que reaccionemos emocionalmente a la contemplación de una superficie marcada con colores y formas que no representan nada? La respuesta de Lipps consiste en proponer, que la percepción de tales cuadros resulta expresiva porque se genera una respuesta motora que el espectador proyecta inconscientemente a la causa que la origina, es decir, el cuadro. Percibo como alegre, o nostálgica, una obra de arte porque le proyecto inconscientemente la respuesta emocional que me causa. Esta propuesta se plantea como una alternativa a la vieja teoría de la analogía, según la cual la atribución psicológica pasa necesariamente por una proyección consciente. En ese momento, seguía siendo la teoría dominante, y tomada como fundamento de las ciencias sociales y humanas por la escuela historicista, por ejemplo.

Sin embargo, la contribución de Scheler, y los fenomenólogos en general, acabó vinculando la noción de empatía a la de simpatía proviniente de la escuela del moral sense (Hume, 1740; Smith, 1759). Lo que hizo Scheler (1923) fue mostrar la diversidad de fenómenos distintos que pueden entenderse bajo el término “empatía” –diversidad que sigue reconociéndose, como hemos visto, aunque su terminología es distinta. Pero enfatizó la dimensión prosocial con lo que conectó la empatía con la simpatía. Para estos autores la simpatía se entiende como una preocupación por los intereses de los demás, preocupación que se adquiere  por un proceso asociativo que vincula la emoción percibida a la propia, y cuya existencia refutaría la idea que seamos seres egoístas. Esta disposición psicológica sirve de base para su proyecto de fundamentación del juicio moral como la generalización de estas inclinaciones de la simpatía. Al recoger esta tradición, la empatía se considera un ejemplo de altruismo y se convierte en un aspecto relevante de nuestra psicología moral.

¿Hay algún modo de poner orden en esta variedad de concepciones y enfoques? Una influyente propuesta en tal sentido es la de Preston y de Waal (2002). Consideran que la empatía se estructura en tres niveles de complejidad creciente, en función de las capacidades cognitivas involucradas en la activación efectiva de la reacción empática, según un modelo de muñecas rusas. En el nivel básico encontramos el contagio emocional, como elemento nuclear de la empatía. El modelo incluye el mecanismo mediador común a todas las formas y niveles de empatía: un sistema neuronal especular, que hace corresponder la activación neuronal provocada por la expresión emocional percibida en otro, con la activación neuronal motora responsable de esa misma expresión emocional en uno mismo. El contagio emocional consiste, por tanto, en adoptar el mismo estado emocional que el del agente observado, pero de modo involuntario y sin entender a qué responde. Se trata de un fenómeno isomorfo al del contagio del bostezo, cuando ver a alguien bostezar nos lleva a bostezar. En el siguiente nivel, aparece la empatía como “preocupación simpática”: más allá de copiar la expresión emocional del otro, aparece la dimensión motivacional prosocial, la actitud de aliviar su estado emocional, en el caso que sea negativo. Esta proactitud puede concretarse en una respuesta abierta, como en el caso del consuelo, pero es suficiente con que se trate de una disposición a actuar. Finalmente, en el tercer nivel, el mecanismo especular se combina con las capacidades cognitivas implicadas en la toma de perspectiva, o la proyección imaginativa, gracias a lo cual la reacción empática incluye una comprensión de las causas que originan la expresión emocional que la desencadenan. En este nivel, reconocemos que el llanto que observamos tiene que ver con la herida producida, por ejemplo, de modo que la actitud prosocial va a poder estar dirigida no sólo a apaciguar el estado emocional negativo expresado, sino hacia sus causas.

De este modo, Preston y de Waal (2002) sitúan la preocupación simpática en el centro del concepto de empatía, unifican los diferentes modos imaginativos de adoptar la perspectiva del otro como mediaciones cognitivas que dependen de las capacidades cognitivas de los agentes, y postulan el contagio emocional como nivel básico o precursor del fenómeno, pero vinculado a su mecanismo de emparejamiento percepción-acción inspirado en las neuronas espejo. Sin duda es una propuesta valiosa y útil, sobretodo porque ofrece un modo sistemático de estudiar las manifestaciones de las formas elementales de empatía en animales no humanos (Pérez-Manrique & Gomila, 2017; 2019). Además, se alinea con el enfoque amplio de la empatía, que incluye la dimensión prosocial, enfoque que cuenta con el apoyo no sólo del uso común del término, sino también su interés para la cuestión de nuestra psicología moral –conexión que no se plantea para la concepción estricta de la empatía. Por ejemplo, las investigaciones sobre la naturaleza de la psicopatía, que suele diagnosticarse como una alteración de la empatía, indican que no se debe a una alteración de la capacidad para reconocer las emociones expresadas por los demás, sino precisamente en la sensibilidad hacia su bienestar (Blair, 2007). Finalmente, pone el acento en la interacción cara a cara y en el reconocimiento y expresión emocional recíproca de los agentes en interacción, frente a las formas mediadas por la imaginación –aspecto que permite plantear, además, la cuestión de la fiabilidad en la competencia empática y el papel de la experiencia en su desarrollo (Christensen et al., 2016). Sin embargo, se compromete con un mecanismo de imitación neuronal muy concreto, que se conecta además con la restricción de que la emoción empática debe coincidir con la observada, supuestos ambos muy discutibles.

Respecto a lo primero, la evidencia disponible muestra que el fenómeno del contagio emocional no es tan simple como el modelo del emparejamiento percepción-acción presupone (Isern-Mas & Gomila, 2019). De hecho, es una reacción que depende del contexto en un grado mucho mayor del que contempla este mecanismo explicativo. En realidad, si dependiera de un mecanismo de tal naturaleza, tendríamos que estar contagiándonos continuamente de las expresiones emocionales percibidas, algo que no ocurre. Por otra parte, puede darse contagio emocional sin imitación motora, del mismo modo que se da el fenómeno de la imitación motora sin contagio emocional (Bavelas et al., 2016). Asimismo a nivel neuronal comenzamos a disponer de evidencia sobre la mayor importancia de la reciprocidad en la activación neuronal, a que ésta sea sincrónica o involucre las mismas áreas. Finalmente, si Preston y de Waal tuvieran razón, el contagio emocional debería tener raíces filogenéticas profundas, algo que no encaja con el bajo número de ejemplos convincentes identificados hasta ahora (Pérez-Manrique & Gomila, ms).

Respecto a lo segundo, resulta injustificada la pretensión de que solo puede hablarse de empatía cuando la emoción reconocida y la expresada son la misma (“o muy parecida”, en un sentido que no se especifica). En realidad, como muestra el caso del ofrecer consuelo, basta con que  la reacción empática sea congruente con la emoción expresada. Pero la congruencia no exige que se trate de la misma emoción. Puedo alegrarme del amor que expresa mi amigo por su amiga, puedo enorgullecerme por la pena que siente mi hija por la muerte de su abuelo, puede disgustarme ver que se ríe inapropiadamente. Depende del contexto, de la relación, de mi comprensión de la situación, y de mis deseos e intenciones. Esta relevancia de la congruencia no es exclusiva de las formas de empatía mediadas por la imaginación, puede darse incluso en el nivel de la preocupación simpática, es decir, la que simplemente reacciona a la emoción expresada. También a ese nivel los factores contextuales como la relación entre los participantes en la relación empática y los antecedentes de la situación puede modular la reacción apropiada.

Por consiguiente, me parece más adecuado una concepción radial (Lakoff, 1987), inspirada en la noción wittgensteiniana de parecidos de familia, del concepto de empatía. Desde este punto de vista, desarrollado por la Lingüística cognitiva para dar cuenta de conceptos polisémicos, un concepto complejo puede comprender una constelación de sentidos de diferentes grados de representatividad o tipicidad. El sentido central de empatía sería el amplio, que recoge las dos dimensiones, en una interacción cara a cara en tiempo real, como un caso de lo que he llamado perspectiva de segunda persona de la atribución mental, que enfatiza la intencionalidad y la reciprocidad de la interacción (Gomila, 2015; Pérez y Gomila, 2017). De este modo, caben como ejemplos de empatía tanto los casos en donde la emoción es reflejada como aquellos en que es congruente; caben los más espontáneos y los más dependientes del contexto, los más directos y los más mediados por la imaginación. Alguien podría alegar que el coste es renunciar a una explicación unificada de la empatía, pero como ya se ha indicado, la evidencia disponible pone en cuestión que contemos con un mecanismo modular dedicado a activar nuestras reacciones empáticas en el nivel neuronal. Diversas redes neuronales pueden estar implicadas en los diferentes casos. Una explicación integrada, en todo caso, debe buscarse en el nivel general de nuestra reacciones emocionales, no en el neuronal (Isern-Mas & Gomila, 2019).

1. Empatía y moralidad

Una vez establecido cierto orden conceptual en el campo de los fenómenos empáticos, en cuyo centro están los casos que involucran las dos dimensiones, la de reacción emocional a la expresión ajena en un contexto de interacción, y la de la motivación prosocial, podemos plantear por fin la cuestión de la relación entre empatía y moralidad. Son muchos los autores que establecen una conexión directa (Hoffman, 2000; Darwall, 1998). El modo de abordar esta cuestión va a consistir en recoger primero los argumentos contrarios a la relevancia de la empatía para la moralidad (Prinz, 2011; Bloom, 2016). A través de su discusión, podremos clarificar esa relación (Isern-Mas & Gomila, en prensa).

Los argumentos contrarios a la necesidad de empatía para el desarrollo moral o para la capacidad de juzgar moralmente son de inspiración kantiana. Parten de una concepción normativista del juicio moral caracterizada por el criterio de universalización, es decir, por su aplicación categorial a cualquier caso del tipo en cuestión. Desde este punto de vista, la empatía carece del nivel de generalidad requerido. De hecho, la investigación psicológica ha mostrado que la reacción empática tiene en cuenta, entre otros muchos factores contextuales, la relación entre los dos agentes involucrados. Mostramos mayor empatía hacia quienes consideramos más próximos, por ejemplo, nuestros familiares y amigos, e incluso los miembros de nuestro grupo de referencia, en comparación con los desconocidos y los miembros de otros grupos. Ciertamente es conocido el poder de las imágenes para despertar la empatía ante personas anónimas y lejanas –tras un desastre natural o una catástrofe  humanitaria, las muestras de solidaridad se disparan–, pero del mismo modo pueden exacerbarse los sentimientos xenófobos, como en la actual crisis de refugiados procedentes del norte de África. El sentimentalismo, para un kantiano estricto, no puede ser una guía fiable para la valoración moral.

Obsérvese, en primer lugar, que este modo de entender la moralidad pone el acento en la noción de deber, de aquello que corresponde a todos y cada uno. Se deja de lado, por tanto, la concepción aristotélica de la moralidad, que se centra en el ejercicio de la virtudes –la generosidad, la magnanimidad, la piedad,…–, que se caracterizan porque no pueden ser exigidas, pero cuyo ejercicio es moralmente valioso porque supone un beneficio para los demás. La empatía, en la medida en que nos impulsa a preocuparnos por el bienestar de los demás, encaja mejor con una concepción de inspiración aristotélica de la moralidad. Sin embargo, incluso si se asume un enfoque kantiano, la empatía resulta necesaria para juzgar moralmente, y sobretodo, en relación a la motivación moral.

Respecto al reproche de falta de imparcialidad, cabe responder que, la empatía, al hacernos sensibles a los intereses ajenos, al bienestar de otros, resulta necesaria para captar los aspectos normativamente relevantes de las situaciones a las que nos enfrentamos. Aun suponiendo que las normas morales aplicables estén claramente identificadas, la dificultad del juicio moral radica en aplicarlas en contextos particulares, que pueden suponer conflictos, tanto normativos como de intereses. Para resolverlos, captar de qué depende el bienestar de otros resulta imprescindibles. Ciertamente, la empatía puede no ser el único modo de acceso epistémico a tales intereses, pero sin duda constituye un modo efectivo.

En segundo lugar, la empatía juega un papel fundamental en la motivación moral. Es bien conocida la posición kantiana que prescribe que debemos sentirnos motivados a actuar de acuerdo con nuestro juicio moral por la satisfacción que se obtiene del cumplimiento del propio deber. Menos conocida es la constatación que hace el propio Kant del escaso poder motivacional del respeto a la ley moral, y la necesidad de las motivaciones de raíz emocional para que los humanos acabemos actuando moralmente. Desde luego, ningún defensor de la empatía propone que la reacción empática justifique por sí misma el juicio moral, pero, como hemos argumentado, no sólo puede contribuir al juicio, sino que además, puede suponer el empuje necesario para pasar a la acción y actuar según nuestro juicio. Los agentes de la moralidad kantiana son agentes racionales fríos y calculadores que se respetan entre sí. Los agentes humanos resultados de la evolución por selección natural somos más bien animales que establecen vínculos afectos entre sí.

2. Conclusión

En esta entrada, he defendido dos ideas principales: que el mejor modo de entender la empatía es como un concepto radial, porque se aplica a fenómenos diferentes pero interrelacionados; y que el sentido amplio de la empatía, que incluye la actitud prosocial, es relevante para la moralidad. Respecto a lo primero, debe quedar claro que la empatía es básicamente una respuesta emocional, que puede ser elicitada no sólo por la percepción de una expresión emocional. En el sentido amplio, la respuesta empática nos lleva a tomar en cuenta el interés del otro, con lo que converge con la simpatía. Y esta actitud prosocial forma parte del modo en que experimentamos la fuerza normativa de los juicios morales. La moralidad humana no se corresponde con la imagen contractualista de agentes racionales fríos que se reconocen derechos y deberes, sino que se enraíza en los vínculos emocionales que establecemos unos con otros.

Antoni Gomila
(Universitat de les Illes Balears)

Referencias

  • Batson, C.D. (1991): The altruism question: Toward a social psychological answer, Hillsdale, Erlbaum.
  • Batson, C.D. (2009): “These things called empathy: eight related but distinct phenomena”, en Decety J. y W. Ickes, eds., The Social Neuroscience of Empathy, Cambridge, MIT Press, pp. 3-16.
  • Bavelas, J. B., A. Black, C. R. Lemery y J. Mullett (1986): ““I show you how you feel”: Motor mimicry as a communicative act”, Journal of Personality and Social Psychology, 50, pp. 322-329.
  • Blair, R. J. R. (2007): “Empathic dysfunction in psychopathic individuals”, en Farrow, T. y P. Woodruff , eds., Empathy in mental illness, New York, Cambridge University Press, pp. 3-16.
  • Blair, R.J. (2007): “Empathic dysfunction in psycopathic individuals”, en Bloom, P. (2016): Against Empathy: The case for rational compassion, New York, Ecco.
  • Christensen, JF., A. Gomila, S. Gaigg, N. Sivarajah, B. Calvo-Merino (2016): “Dance expertise modulates behavioral and psychophysiological responses to affective body movement”, Journal of Experimental Psychology: Human Perception and Performance, 42(8), pp. 1139-47.
  • Darwall, S. (1998): “Empathy, sympathy, care”, Philosophical Studies 89, pp. 261-282.
  • De Waal, F. B. M. (2008): “Putting the altruism back into altruism: the evolution of empathy”, Annual Review of Psychology, 59, pp. 279-300.
  • De Waal, F. (2011): The age of empathy, London, Peguin Books. [De Waal, F. (2011): La Edad de la Empatía, Barcelona, Tusquets].
  • Gomila, A. (2015): “Emociones en segunda persona”, Boletín de Estudios de Filosofía y Cultura, 10, pp. 37-50.
  • Hatfield, E., JT. Cacioppo y R.L. Rapson (1994): “Emotional contagion”, New York, Cambridge University Press.
  • Hoffman, M. L. (2000): Empathy and moral development: Implications for caring and justice, New York, Cambridge University Press.
  • Hume, D. (1740): A treatise of human nature. [Hume, D. (1977): Tratado de la naturaleza humana, Editorial Nacional].
  • Iacoboni, M. (2009): “Imitation, Empathy, and Mirror Neurons”, Annual Review of Psychology, 60(1), pp. 653-670.
  • Isern-Mas, C. y A.Gomila (2019):“Making sense of emotional contagion”, Humana. Mente Journal of Philosophical Studies 12(35), pp. 71-100.
  • Isern-Mas, C. y A. Gomila (2019): “Why does empathy matter for morality?”, Análisis Filosófico, 39(1), pp. 5-26.
  • Lakoff, G. (1987): Women, Fire and Dangerous Things, Chicago, The University of Chicago Press.
  • Lipps, T. (1903): “Einfühlung, inner Nachahmung, und Organempfindaungen”, Archiv für die Gesamte Psychologie, 2, pp. 185-204.
  • Pérez Manrique, A. y A. Gomila (2017): “The comparative study of empathy: sympathetic concern and empathic perspective-taking in non-human animals”, Biological Reviews, 93(1), pp. 248-269.
  • Pérez-Manrique, A. y A. Gomila (2019): “Bottlenose dolphins do not behave prosocially in an instrumental helping task”, Behavioural Processes, 164, pp. 54-58. doi: 10.1016/j.beproc.2019.04.014. Epub 2019 Apr 24.
  • Pérez-Manrique, A. y A. Gomila (ms): “The comparative study of emotional contagion”.
  • Pérez, D. y A. Gomila (2018): “La atribución mental y la segunda persona”, en Balmaceda, T. & K. Pedace, eds., Temas de filosofía de la mente: atribución mental, Editorial SADAF, pp. 69-98.
  • Preston, S. D. y F. B. M. de Waal (2002): Empathy: Its ultimate and proximate bases, Behavioral and Brain Sciences, 25, pp. 1-72.
  • Prinz, J. (2011): “Is Empathy Necessary for Morality?”, en Coplan, A. y P. Goldie, eds., Empathy: Philosophical and Psychological Perspectives, Oxford, Oxford University Press, pp. 211-229.
  • Scheler, M. (1923): Wesen und formen der Sympatie. [Scheler, M.(2005): “Esencia y formas de la simpatía”, Salamanca, Sígueme].
  • Smith, A. ([1759]1976): The Theory of Moral Sentiments, Indianapolis, Liberty Classics. Titchener, E.B. (1909): Elementary Psychology of the Thought Processes, New York, Macmillan.
Cómo citar esta entrada

Gomila, Antoni (2019): “Empatía”,  Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/empatia/).

Epistemología de virtudes

Bajo el término “Epistemología de virtudes” se dan cita un conjunto de posiciones cuyo denominador común es la sustitución de una concepción pasiva del sujeto de conocimiento por una concepción activa del mismo. Esto quiere decir, por una parte, que se prioriza la agencia en la adquisición de bienes epistémicos como el conocimiento o la creencia justificada (Code, 1984, p. 32); y, por otra, que se pone énfasis en las disposiciones estables (virtudes, competencias, habilidades) del sujeto, ya sea en la explicación de la adquisición y/o constitución del conocimiento o en la formación del carácter del investigador.

Tradicionalmente se han distinguido dos grandes ramas en la epistemología de virtudes: la responsabilista (o teoría del carácter) y la fiabilista (o teoría de competencias). En líneas generales, podría decirse que el responsabilismo subraya la naturaleza ética de las virtudes (Dancy, 2000, p. 82), su vinculación con una vida virtuosa que envuelve a la totalidad de la persona y el hecho de que se trata de rasgos de carácter y motivacionales dirigidos a la investigación (humildad, tolerancia, ecuanimidad, perseverancia, apertura de mente, amor a la verdad…) que pueden ser adquiridos y potenciados mediante la educación y el hábito. Por otra parte, la teoría de competencias entiende las virtudes como facultades o poderes naturales (capacidades perceptivas, mnemónicas y racionales) intrínsecamente dirigidos a la verdad, circunscribiendo su análisis a la explicación de la justificación de la creencia y el conocimiento (Sosa, 2000, p. 102) con independencia de qué sea lo que motiva en el orden práctico la actuación epistémica del sujeto.

Las versiones más recientes de responsabilismo (Baehr, 2011) coinciden en subrayar la imposibilidad de explicar todo el conocimiento a partir de virtudes agenciales, se trate de la competencia reflexiva del agente o de rasgos virtuosos de carácter (Zagzebski, 1996). Para ello, apelan a ejemplos de conocimiento fácil en los que, aparentemente, la agencia no desempeña papel epistémico alguno. Un caso frecuentemente citado es el del individuo que, tras un apagón, sabe inmediatamente (sin actuación virtuosa por su parte) que la calidad de la iluminación de su cuarto ha cambiado (Baehr, 2011, p. 44). Por esta razón, sus defensores han abandonado el proyecto epistemológico tradicional de explicación del conocimiento, y lo han reemplazado por el estudio de qué constituye el carácter cognitivamente virtuoso o vicioso del sujeto y por un énfasis práctico en la implementación de políticas culturales y estrategias educacionales que fomenten las actitudes y motivaciones virtuosas del investigador y que permitan la identificación y eliminación de los vicios epistémicos. En este sentido, podría hablarse de la deriva del responsabilismo reciente hacia la ética de la investigación.

Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes y Thomas Reid son frecuentemente citados entre los predecesores de la epistemología de virtudes. Se considera, sin embargo, que la primera presentación de la teoría se encuentra en el artículo de Ernest Sosa “The Raft and the Pyramid: Coherence versus Foundation in the Theory of Knowledge” (1980), y que es la versión de teoría de competencias desarrollada por Sosa a partir de su contribución seminal —el perspectivismo de virtudes— la que ha servido de matriz para las diversas variedades de esta corriente.

La estructura de la normatividad epistémica ADA (acierto, destreza, aptitud; AAA en inglés, por Accuracy, Adroitness y Aptness) constituye el núcleo de la teoría competencial de virtudes. Para dar cuenta de dicha estructura, Sosa explica con frecuencia las actuaciones cognitivas por analogía con actuaciones deportivas, como el tiro con arco con diana (Sosa, 2007, pp. 22-23). Al igual que las personas realizan juicios con el objetivo de obtener creencias verdaderas, los arqueros disparan sus flechas con el objetivo de acertar en la diana. Y las actuaciones de ambos pueden evaluarse de acuerdo con tres parámetros: según alcancen o no el blanco (acierto); en referencia a la habilidad que el agente muestra en el lanzamiento de la flecha (destreza); y en la medida en que el acierto es el resultado de dicha habilidad (aptitud). Podría suceder que el disparo fuese sumamente hábil (por ejemplo, excelentemente realizado por un campeón olímpico), y que, sin embargo, no alcanzase el ojo de la diana, quizás debido a la interferencia de un obstáculo inesperado, como un golpe de viento (en cuyo caso tendríamos un ejercicio diestro, pero sin acierto). O también, que un novato lograse alcanzar el centro de la diana, pero no en virtud de su competencia, sino porque una racha de viento repentina reconduce la trayectoria de la flecha hacia la diana (con lo que tendríamos un acierto no debido a la destreza). También podría suceder que el disparo fuese diestro y además certero, pero que lo que explicase su éxito no fuese la destreza del arquero, sino una racha de viento afortunada que devuelva la flecha a su trayectoria original tras haber sido desviada por una racha anterior. Lo que estos ejemplos muestran es que lo que valoramos especialmente en una actuación deportiva no es tan solo el acierto, ni solo la habilidad del ejecutante, ni tan siquiera la mera conjunción de ambas, sino que el éxito se deba a la destreza (la aptitud del disparo) y, por tanto, el hecho de que tal éxito pueda ser atribuido al agente.        

De acuerdo con Sosa, lo que es válido para las actuaciones en general también lo es para las creencias, que son acciones cuyo objeto es la verdad. Por eso, Sosa define el conocimiento como creencia apta, es decir, como creencia cuyo acierto (verdad) se debe al ejercicio de una competencia o destreza, entendida esta última como facultad o disposición epistémica estable que es, en circunstancias normales, lo suficientemente fiable, pues conduce a, o rastrea, la verdad.

Esta apelación a competencias cognitivamente fiables cumple, al menos, tres funciones.

En primer lugar, permite una reorientación externista del análisis tradicional del concepto de justificación, reorientación que ya no explica la competencia epistémica del sujeto en virtud de la justificación interna de sus creencias (o sea, de las razones accesibles al agente para su legitimación), sino que explica la justificación de la creencia en función de la fiabilidad de la competencia en la que tiene su base, concibiendo la justificación como propiedad normativa sobreviniente a la competencia y su ejercicio. En otras palabras: parecería como si —para que la creencia estuviese justificada— bastase con el hecho bruto de que el sujeto la formase mediante una facultad fiable, con independencia de que además sepa que se trata de una facultad fiable.

En segundo lugar, constituye un criterio de demarcación cuyo objeto es explicar la distinción intuitiva entre aciertos fortuitos que no constituyen conocimiento y la adquisición no accidental de la verdad. Imaginemos, por ejemplo, que nos encontramos ante un pésimo arquero, pero que tiene la fortuna de que un ángel protector desvía todas sus flechas al centro de la diana (Sosa, 2015, p. 103). Pese a acertar siempre, el éxito no se debe a su habilidad, sino a la suerte.  Que la suerte es (generalmente) incompatible con el conocimiento es una intuición fundamental que guía toda la discusión en la prolija literatura que generaron los llamados “casos Gettier”. Lo que los epistemólogos de virtudes subrayan, análogamente a lo que debería suceder para que el acierto del arquero no fuese accidental, es que únicamente son las competencias fiables las que garantizan que el acierto cognitivo no sea fortuito.

Finalmente, es el hecho de que las competencias epistémicas sean propiedades del agente cognitivo lo que permite atribuir a este crédito por su acierto, de forma que la adquisición de conocimiento sea un logro del sujeto. La epistemología de virtudes concuerda así con otra intuición básica acerca del conocimiento: la de que se trate de un éxito acreditable al agente, y, consecuentemente, la de que el proceso cognitivo sea una actividad de la que el sujeto es en suficiente medida responsable.

Ahora bien, ¿en qué medida es posible la atribución de crédito al sujeto cuando el ejercicio de sus competencias parece tratarse de un proceso pasivo y automático, en el que el agente, como agente, no interviene y del que no es responsable? Responder a esta pregunta es fundamental para distinguir la teoría de Sosa de lo que se conoce como “fiabilismo crudo” (BonJour, 2000, p. 89). Consideremos por ejemplo lo que sucede con numerosas creencias perceptivas que parecen formarse sin reflexión a partir de competencias fiables, por ejemplo, mi creencia actual inmediata, basada en mi capacidad visual, de que la superficie de la mesa en la que estoy escribiendo es roja (Sosa, 2014, pp. 131-135). Suponiendo que se trate de una creencia apta, aun así, su propio automatismo parece descartar la agencia, y, por tanto, que el éxito de la creencia pueda atribuirse en un sentido estricto a mi actuación epistémica.  

Por eso, es importante tener en cuenta que la definición de conocimiento como creencia apta se refiere únicamente a lo que Sosa denomina “cognición animal” (Sosa, 2014, p. 155), y que, de acuerdo con el autor, la explicación del conocimiento humano requiere, además, una dimensión reflexiva que permita la adquisición agencial apta de creencias aptas. En otras palabras: para obtener conocimiento humano, el agente ha de poseer una perspectiva epistémica respecto a la fiabilidad de sus competencias de primer orden y a la idoneidad de su situación externa y de su condición interna para el ejercicio de esas competencias, y dicha perspectiva debe guiar su actuación epistémica y manifestarse en su éxito (Sosa, 2015, pp. 65-88). Al igual que la habilidad de un conductor incluye tomar en consideración las condiciones meteorológicas, el estado de la carretera y del vehículo o su propio estado físico, la habilidad cognitiva humana incorpora la consideración reflexiva, implícita o explícita, de aquellos factores pertinentes para que el acierto también sea un logro.  

La agencia reflexiva es una constante en la teoría del conocimiento de Sosa desde el primer momento. Se trata, sin embargo, de un aspecto que ha cobrado especial énfasis en su producción más reciente, en al menos dos sentidos.

En primer lugar, Sosa ha pasado a priorizar el juicio sobre la creencia en la caracterización de la actuación epistémica (Sosa, 2015, pp. 67-8). Mientras que las creencias serían atracciones inmediatas al asentimiento cuya base es meramente animal (facultades de primer orden), los juicios son actos reflexivos y libres mediante los que el sujeto se compromete racionalmente (o se niega a comprometerse en el caso de la suspensión del juicio) con la verdad de una proposición. Por ejemplo, en función de mi sentido del gusto, puedo formar automáticamente la creencia de que el té está amargo, y, pese a ello abstenerme de juzgar acerca de su sabor real, porque estoy padeciendo un resfriado que me hace confundir los sabores, y porque tomo en consideración el impacto que dicha situación podría tener en la verdad de mis afirmaciones. Nótese, además, que mientras los juicios son libres —es decir, actos de determinación racional de la voluntad—, la apariencia de que el té es amargo no depende de la voluntad. Puedo negarme a juzgar. Aun así, sigue pareciéndome como si el té estuviese amargo.    

En segundo lugar, las capacidades cognitivas reflexivas desempeñan un papel crucial a la hora de realizar la importante distinción entre conocimiento y adivinación (guessing) en razón del propósito del agente al afirmar. Casos de adivinación son, entre otros, el del individuo que, en la revisión anual de su vista, y pese a que no está seguro de identificar los optotipos de menor tamaño correctamente, acierta todas las letras de la tabla optométrica (Sosa, 2015, pp. 74-77), o el del concursante que, en un show televisivo, proporciona sistemáticamente respuestas correctas, pese a no estar seguro de ellas (Sosa, 2015, p. 82). Lo común a estos ejemplos es que el único objetivo de los agentes al intentar adivinar la respuesta es el de acertar, y no el de acertar mediante la ponderación racional (ni siquiera implícita) de la situación. En ambos casos, los agentes podrían ser competentes desde un punto de vista animal. Pero su afirmación no manifiesta competencia judicativa alguna. Por eso los casos de acierto por adivinación (por muy fiables que sean) no contarían para Sosa como ejemplos de conocimiento pleno reflexivo.   

Tal como acabamos de desarrollarlo, el perspectivismo de virtudes ha de afrontar, fundamentalmente, tres cuestiones: el problema de la justificación epistémica, la cuestión de si las virtudes cognitivas son suficientes para prevenir la suerte, y el tema del valor epistémico de la agencia, cuestiones todas ellas que trataremos a continuación. Queda también por elucidar en qué medida podrían ser compatibles la teoría del carácter y la teoría de competencias, de modo que ambas perspectivas pudiesen complementarse, y no excluirse.

La justificación de la creencia

Como señalamos arriba, la epistemología de virtudes se presenta al tiempo como una teoría del conocimiento y de la justificación. Es este último aspecto el que ha sido blanco de las críticas internistas, que desvinculan la noción de justificación de cualquier referencia a la situación externa del sujeto, incluida la fiabilidad de sus virtudes epistémicas.

Con el escenario del “nuevo demonio engañador” (Lehrer & Cohen, 1983, pp. 191-207) el internismo nos invita a considerar la siguiente hipótesis. Imaginemos un agente (nuestro gemelo o contraparte modal) cuyas capacidades cognitivas fuesen extremadamente fiables en circunstancias normales (es decir, en condiciones como las nuestras), y que, si estuviese ubicado en nuestro entorno, poseería una cantidad más que relevante de creencias aptas. Sin embargo, dicho agente se encuentra situado en un mundo epistémicamente hostil, en el que un demonio similar al ‘genio maligno’ cartesiano manipula todas sus creencias. Debido a la pésima situación epistémica en la que se encuentra —víctima de un engaño sistemático—, la víctima del demonio posee un sistema de creencias masivamente falso. Sin embargo, y dado que desconoce su situación y que su capacidad racional sigue intacta, dicho agente es desde un punto de vista racional e interno idéntico a nosotros: dispone, al menos aparentemente, del mismo sistema de razones con el que nosotros contamos para justificar nuestras creencias.

Lo relevante aquí es que una concepción externista de la justificación dictaminaría que la víctima del demonio carece de justificación, porque la causa de sus creencias no es fiable. Sin embargo, resulta intuitivo pensar que sus creencias, aunque falsas, se encuentran interna y racionalmente justificadas, y que, porque ha actuado racionalmente, dicho sujeto, si bien desafortunado, no es epistémicamente culpable —no ha actuado con negligencia epistémica, precipitadamente o sin atender al peso de las evidencias o a la norma racional de afirmación. Lo que parecería significar que la etiología de la creencia es como poco innecesaria para la justificación de la creencia y para la atribución de racionalidad epistémica al agente.

Una solución plausible y conciliadora, que integrase las intuiciones del internismo sin renunciar por ello al papel de las virtudes en la adquisición de justificación de la creencia, reconocería al tiempo que la justificación del agente es compatible con su falta de conocimiento y que, sin embargo, la conexión de la creencia con la verdad también es un elemento constitutivo de la noción de justificación. En este sentido, el teórico de virtudes podría aceptar que las creencias de la víctima del demonio están, no sólo “subjetiva” sino “objetivamente justificadas” (BonJour & Sosa, 2003, pp. 154-5), y que dicha justificación objetiva (conectada con la verdad pese al hecho de que las creencias de la víctima son, dada su situación pésima, masivamente falsas) obedece al hecho de que en el mundo actual y sin la interferencia del demonio las facultades a partir de las que la víctima forma sus creencias rendirían verdades.

La noción de destreza relativiza así la justificación a condiciones normales, de forma que si, por una parte, no es necesario que las creencias del agente sean verdaderas y por tanto aptas para estar justificadas, por otra, su justificación objetiva se explica en términos de ejercicio apto en condiciones favorables. Lo importante es que no es la perspectiva interna del sujeto el factor que confiere peso o estatus epistémico (más allá de la coherencia) a sus razones, y que dicho estatus —el de una justificación que no siempre alcanza la verdad o el conocimiento— exige una relación estable con la fiabilidad bajo condiciones adecuadas.

Competencias y suerte

Hemos comentado ya que una de las razones por las que la epistemología de virtudes apela a las competencias en la explicación del conocimiento es que ‘acierto por competencia’ y ‘acierto por suerte’ son términos mutuamente excluyentes.

 Sin embargo, Duncan Pritchard (y con él, los partidarios de la corriente que se auto-denomina epistemología de virtudes anti-suerte) señala que el ejercicio de competencias no es, por sí solo, capaz de excluir la suerte epistémica. Por tanto, desde esta perspectiva, el análisis del conocimiento ha de incorporar, además de la condición de habilidad, una condición adicional —la seguridad del ambiente, la situación propicia de la actuación— que evite que el acierto apto sea, sin embargo, un acierto fortuito.

Un escenario que intuitivamente parece refrendar esta teoría es el de los graneros falsos (Pritchard, Millar & Haddock 2010, pp. 35-40). Su protagonista (Henry) se encuentra en un área donde, sin él saberlo, la mayor parte de los edificios que parecen graneros son realmente meras fachadas de cartón piedra que aparentan ser graneros. Sin embargo, Henry tiene la suerte de encontrarse ante uno de los pocos graneros reales de la zona, y forma mediante el ejercicio de sus habilidades perceptivas la creencia verdadera de que el objeto que señala es un granero. En este caso parece que su creencia sea apta y, sin embargo, nosotros los evaluadores, quienes sabemos cuál es la situación circundante, parecemos coincidir en que, pese a ser apta, dicha creencia no equivale a conocimiento. Se trata de un logro cognitivo, pero de uno que, porque la situación de Henry es tal que fácilmente pudo haber formado una creencia falsa mediante el mismo procedimiento virtuoso, depende tanto de la suerte que no equivale a saber. La fragilidad del acierto privaría así al sujeto del conocimiento. Sólo el carácter propicio del entorno parecería conferir a la creencia apta la robustez que parecemos asociar al concepto de conocimiento, asegurando la aptitud de la actuación.

La conclusión anterior no es, sin embargo, indiscutible. Por una parte, los resultados alcanzados por los estudios de filosofía experimental no sólo ponen en duda la unanimidad de nuestras intuiciones respecto al caso de los graneros, sino que señalan que, pese a la inseguridad de las circunstancias, mayoritariamente atribuimos conocimiento a Henry (Colaço, Buckwalter, Stich & Machery, 2014, pp. 199-212). Por otra parte, y al igual que la fragilidad de las circunstancias no parece repercutir negativamente en el estatus de una actuación deportiva (por ejemplo, la altísima probabilidad de que una ráfaga de viento imprevisible hubiese desviado, sin que llegue a hacerlo, la trayectoria de la flecha no merma la calidad del disparo), no está claro que la fragilidad del conocimiento sea incompatible con su posesión. Además, no todos los casos de suerte son incompatibles con el conocimiento. Podrá ser fortuito que, tras una larga enfermedad, conserve intacta mi capacidad visual. Pero lo cerca que estuve de perderla en nada afecta a la calidad de las creencias perceptivas que ahora formo gracias a dicha facultad. ¿Y no es este caso análogo al de Henry, quien, pese a que el ejercicio apto de su competencia visual se debe a la suerte, no acierta accidentalmente, como el arquero al que ayuda el ángel protector, sino por competencia? Las consideraciones anteriores dejan abierta la posibilidad de que el único tipo de suerte incompatible con el conocimiento sea el que excluye el acierto competente. La epistemología de virtudes podría así contar con recursos teóricos con los que afrontar los casos de graneros falsos y análogos.

El valor de la agencia

Tal como dijimos arriba, casos como el de mi creencia inmediata en que la superficie de la mesa sobre la que escribo es de color rojo —casos que pertenecen a lo que en la literatura epistemológica se denomina conocimiento fácil (Baehr, 2011, p. 44) —parecen obstaculizar una teoría agencial de competencias general y unificada, al tiempo que alientan dudas sobre cuál pueda ser el valor epistémico conferido por la reflexión al estatus de la creencia.

En primer lugar, lo que el problema del conocimiento fácil parece sugerir es la imagen de un sujeto enteramente pasivo, que se limita a reaccionar automáticamente a estímulos. Es verdad que en los casos señalados no podemos atribuir al sujeto “reflexión” si con este término entendemos la ponderación explícita de razones a favor y en contra que conforma el espacio deliberativo. Ello no implica, sin embargo, que no haya agencia, al menos en un sentido mínimo de la palabra. Por una parte, el sujeto forma su creencia en ausencia de indicios en contra, es decir, con el beneplácito implícito de una racionalidad que no por no deliberar se encuentra ausente del proceso. Por otra, el sujeto da por supuestas una serie de condiciones (desde el hecho de que la iluminación es normal o de que su vista no está cansada, hasta condiciones generales de juicio análogas a las proposiciones-gozne de Wittgenstein) sin las que la formación de una creencia particular no es tan siquiera posible, de modo que su creencia se encuadra en un marco intelectual implícito necesario para la actuación epistémica.

En segundo lugar, tal vez la perspectiva reflexiva no incremente la fiabilidad intrínseca de las competencias de primer orden. Esto no significa, sin embargo, que su valor únicamente sea extra-epistémico. La relevancia cognitiva de las competencias reflexivas del sujeto quedaría reflejada por, entre otros casos, el papel que desempeña la integración racional del sujeto en la adquisición de justificación, la cuestión de la negligencia epistémica (que privaría de conocimiento al agente incluso aunque sus creencias de primer orden fuesen regularmente aptas) o la distinción respecto a su estatus epistémico entre el individuo que acierta sin haber considerado sus circunstancias (y cuyo acierto es en cierto sentido accidental) y aquél cuyo objeto es la formación apta de creencias aptas.

Deberíamos concluir señalando que, en nuestra opinión, nada impide que  responsabilismo y teoría de competencias (las dos versiones de epistemología de virtudes) puedan complementarse sin contradecirse. Para ello sería preciso distinguir entre aquellas virtudes de carácter que podrían auxiliar al agente para que llegue a estar en posición de conocer (donde enfocan su atención las teorías responsabilistas) y las virtudes epistémicas que constituyen el conocimiento con independencia de las motivaciones del sujeto y de los obstáculos culturales y personales que este haya tenido que superar para que sus facultades cognitivas puedan manifestarse (en las que se centran las teorías fiabilistas). Constatamos así que el responsabilismo (como teoría del carácter) y el fiabilismo (como teoría de competencias), lejos de tratarse de dos teorías alternativas sobre el mismo objeto, son proyectos autónomos que elucidan, respectivamente, cuestiones éticas con amplia repercusión en la formación y educación en valores, y cuestiones acerca de la naturaleza y el alcance del conocimiento propias de la epistemología tradicional en sentido estricto.

Modesto Gómez-Alonso
(Universidad Pontificia de Salamanca)

Referencias

  • Baehr, J. (2011): The Inquiring Mind. On Intellectual Virtues & Virtue Epistemology, Oxford, Oxford University Press.
  • BonJour, L. (1985): The Structure of Empirical Knowledge, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press.
  • BonJour, L. (2000): “Sosa on Knowledge, Justification, and ‘Aptness’”, en G. Axtell, ed., Knowledge, Belief, and Character, Savage, Maryland, Rowman & Littlefield Publishers.
  • BonJour, L. y E. Sosa (2003): Epistemic Justification. Internalism vs. Externalism, Foundations vs. Virtues, Oxford, Blackwell.
  • Code, L. (1984): “Toward a ‘Responsibilist’ Epistemology”, Philosophy and Phenomenological Research, 45(1), pp. 29-50.
  • Colaço, D., W. Buckwalter, S. Stich y E. Machery (2014): “Epistemic Intuitions in Fake-barn Thought Experiments”, Episteme, 11(2), pp. 199-212.
  • Dancy, J. (2000): “Supervenience, Virtues, and Consequences”, en G. Axtell, ed., Knowledge, Belief, and Character, Savage, Maryland, Rowman & Littlefield Publishers.
  • Pritchard, D., A. Millar y A. Haddock (2010): The Nature and Value of Knowledge: Three Investigations, Oxford, Oxford University Press.
  • Lehrer, K. y S. Cohen (1983): “Justification, Truth, and Coherence”, Synthese, 55(2), pp. 191-207.
  • Sosa, E. (1980): “The Raft and the Pyramid: Coherence versus Foundation in the Theory of Knowledge”, Midwest Studies in Philosophy, 5(1), pp. 3-26.
  • Sosa, E. (2000): “Perspectives in Virtue Epistemology: A Response to Dancy and BonJour”, en G. Axtell, ed., Knowledge, Belief, and Character, Savage, Maryland, Rowman & Littlefield Publishers.
  • Sosa, E. (2007): A Virtue Epistemology. Apt Belief and Reflective Knowledge,1, Oxford, Clarendon Press.
  • Sosa, E. (2014): Con pleno conocimiento, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza.
  • Sosa, E. (2015): Judgment and Agency, Oxford, Oxford University Press.
  • Zagzebski, L. (1996): Virtues of the Mind. New York, Cambridge University Press.

Lecturas recomendadas en castellano

  • Dancy, J. (1985): Introducción a la epistemología contemporánea, Madrid, Tecnos.
  • García, C. L., A. Eraña y P. King Dávalos, eds., (2013): Teorías contemporáneas de la justificación epistémica, México, UNAM.
  • García Rodríguez, A. (2009): “Sosa ante el escéptico”, Teorema, 28(1), pp. 59-67.
  • Grimaltos, T. (2016): “Más de medio siglo del problema de Gettier”, Teorema, 35(1), pp. 89-114.
  • Hoyos Valdés, D. (2006): “Teoría de las virtudes: Un Nuevo enfoque de la epistemología. Desafíos externos y lucha interna”, Discusiones filosóficas, 7(10), pp. 89-113.
  • Pérez Otero, M. (2016): “La teoría competencial del saber de Ernesto Sosa”, Teorema, 35(2), pp. 181-195.
  • Sosa, E. (2010): La epistemología de virtudes, Oviedo, KRK.
  • Sosa, E. (2014): Con pleno conocimiento, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza.
  • Sosa, E. (2018): Creencia apta y conocimiento reflexivo, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza.
  • Valdés, M. y M. A. Fernández, eds., (2011): Normas, virtudes, y valores epistémicos. México, Instituto de investigaciones filosóficas / UNAM.
  • Vigo, A., ed., (2018): Ernest Sosa: Conocimiento y acción, Pamplona, Eunsa.

Entradas relacionadas

 

Cómo citar esta entrada

Gómez-Alonso, Modesto (2019): “Epistemología de virtudes”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/epistemologia-de-virtudes/).