La noción de experiencia estética es probablemente el concepto fundamental de esta disciplina filosófica, pues en principio delimitaría el ámbito propio de este particular modo de acercamiento al mundo, a pesar de que no hay una única forma de entenderla. Aquí, daremos cuenta tanto de los orígenes y consolidación del concepto de experiencia estética en la filosofía de la Ilustración, donde apuntaló además la distinción y elevación social de las Bellas Artes, como de su devenir posterior. Para esto repasaremos algunas tipologías con las que autores de referencia en la actual estética analítica han intentado clarificar conceptualmente la peculiaridad de esta forma de experiencia, en el momento en que además se asiste a su expansión hacia ámbitos distintos al artístico.
1. Lo estético
El término “estético” fue introducido a mediados del siglo XVIII por Alexander Baumgarten (1735) para referirse al peculiar “conocimiento sensible”, distinto al lógico o teórico que exigía una ciencia que explicara y justificara nuestros comportamientos y juicios al respecto. Desde entonces ha adjetivado pues la experiencia que proporciona dicho conocimiento o “sensación” así como la actitud que exige adoptar frente a las cosas, pero también al objeto mismo al que se dirige y al valor que genera o al juicio que lo expresa. Precisamente el juicio centra el interés de Immanuel Kant en su tercera crítica, Crítica del Juicio (1790), con la que establece no obstante una concepción desde la que afrontar la fundamentación de la peculiaridad de nuestra experiencia estética del mundo, distinta de la científica o la moral, de un modo que resultará enormemente influyente.
Sin embargo, no fue “lo estético” la noción que abrió paso a este ámbito de experiencia en el pensamiento filosófico, sino la idea previa de “gusto” con la que mantendría importantes analogías, pero también importantes diferencias.
2.1. Del gusto a lo estético
La emergencia del concepto de gusto en la teoría del siglo XVIII debe ser enmarcada en lo que se puede denominar el segundo gran “momento” en la historia de la belleza en el pensamiento filosófico occidental donde, a una gran primera época pre-moderna, en la que se entiende que la belleza que observamos en las cosas y que nos proporciona placer, depende de una belleza que se sitúa al margen de nuestra percepción, sigue un segundo momento, moderno, en el cual la relación se invierte, situando el origen de la belleza en el sentimiento mismo de placer del sujeto a ciertas propiedades del objeto. [véase entrada “Belleza”]
El gusto viene así a representar la reacción frente al racionalismo imperante en buena parte de Europa y sobre todo en Francia que, por influencia cartesiana, intentaba conjurar el riesgo de relativismo que la sentimentalización de lo bello representa apelando a un método racional, de forma que lo bello debiera inferirse de la aplicación de principios y conceptos. De manera que, junto a algunos teóricos franceses como Jean-Baptiste Du Bos (1719) que apelaban igualmente al sentimiento como fundamento de la belleza, fueron los empiristas británicos quienes desarrollaron de forma significativa la teoría del gusto sobre la base de que los juicios de la belleza no responden a la inferencia racional sino a una reacción inmediata semejante a la que proporciona la percepción sensorial directa.
No obstante, los teóricos del XVIII matizan el carácter intuitivo y sensorial de la belleza, siendo el sentido del “gusto” distinto al literal, o culinario, pues se trata de un sentido “interno”, “reflexivo”, o “secundario”, que opera precedido de cierta concepción de la naturaleza y estructura del objeto proporcionada en especial por la sensibilidad “más intelectual”, es decir, visual y auditiva fundamentalmente (Korsmeyer 1999), e implicando a otras facultades mentales como la imaginación. Será precisamente la imaginación la fuente de la que, como expondrá Addison (1712), emanan distintos placeres, como lo pintoresco y lo sublime, excitados y diferenciados por su objeto, lo singular y lo grande, respectivamente, que no se ajustan al placer suscitado por la perfección armoniosa y proporcionada que definen tradicionalmente lo bello. Las nuevas categorías contribuyen a definir un ámbito de experiencia que responde a un tipo de placer refinado e intelectualizado, transformando la inicial idea de gusto, con sus connotaciones fisiológicas y sociales, en la de un conocimiento sensible. De este placer participan pues conjuntamente la sensibilidad y la razón, atribuyéndose a las artes en su distinción respecto a la experiencia cotidiana, y recibiendo la denominación más técnica de lo “estético” (Shiner 2001, 206-207).
1.2. Kant y la autonomía de la experiencia estética
Bajo la noción de gusto, el ámbito de la experiencia estética encontraba su mayor problema a la hora de ser teorizada, además de en la concreción de su facultad y su objeto, en la posibilidad de ser normativizada (Bozal 1999). Como manifestación de la simple preferencia personal no sería posible determinar la validez de sus juicios. Sin embargo, ya decíamos que, pese a suscribir su inmediatez, los filósofos del XVIII se planteaban el funcionamiento del sentido gusto de forma distinta a las experiencias de la mera sensibilidad externa. Y por consiguiente que, en tanto que sentido secundario, las respuestas subjetivas que produce están dirigidas por rasgos del objeto, y no pretenden entonces expresar meras preferencias individuales que escapen a toda posibilidad de generalización y consenso, también de jerarquización, pues eso significaría asumir que el valor de esos objetos, caso de las obras de arte, se puede igualmente equiparar. Partiendo de esta antinomia que muestra al gusto como algo subjetivo y objetivo a la vez, David Hume buscó la salida en las cualidades de los observadores o jueces competentes dondequiera que se les encuentre, dado que la delicadeza de sus gustos y su buen sentido ejercitados en la práctica de juzgar permitirán, en ausencia de prejuicios o condicionamientos personales, sociales y culturales, un consenso en el que hallar “la verdadera norma del gusto y la belleza” (1757, 43).
Pero ya antes el neoplatónico Conde de Shaftesbury, para alentar a la contemplación racional de lo bello, lo bueno y lo verdadero, al igual que filósofos empiristas, como Francis Hutcheson o Archibald Alison, habían señalado la capacidad para elevarse por encima del prejuicio y la autocomplacencia como un elemento clave en la configuración de ese gusto refinado que condujo a lo estético. Es así como la exigencia de una “contemplación desinteresada” se convierte, junto a la inmediatez, en uno de sus pilares básicos.
Esto ocurre sobre todo a partir de la Crítica del juicio de Kant, considerado el verdadero tratado fundacional de la estética moderna, de manera que se aísla el gozo meramente contemplativo propio de lo bello de cualquier otro interés, venga del ámbito del conocimiento o del bien, sea de lo útil o sea incluso de lo moralmente bueno. Así pues, se modifica también la consideración del sentido del gusto que hasta entonces figuraba como una capacidad a la vez ética y estética, y el desinterés pasa a distinguir la autonomía de lo estético, a la vez que explica la pretensión de universalidad de sus juicios.
El de lo bello es un placer estético puro, distinto de lo agradable – que para Kant era no obstante también un placer estético -, porque no admite la intervención del deseo ni de ninguna característica personal del que juzga, por lo que, de ser realmente así, cualquiera podría hacer el mismo juicio. Por eso es normativo a pesar de ser subjetivo. El sentimiento placentero que identificamos con la belleza es para Kant una respuesta subjetiva pero necesaria pues se ubica en las facultades que operan a priori en la mente de todas las personas cuando gozan contemplativamente el mundo, excluyendo entonces cualquier interés, hasta el interés por la existencia real del objeto mismo. Las formas de los objetos, naturales paradigmáticamente en Kant, que parecen hechos conforme a una finalidad, aunque no apreciemos fin alguno para ellos, ofrecen la ocasión y estimulan a nuestras facultades mentales a liberarse de las reglas que determinan su funcionamiento ordinario, cognitivo o práctico, pudiendo así “jugar” libremente con dichas formas. En definitiva, según Kant, disfrutar del juego libre de la imaginación y el entendimiento humanos en armonía con la pura forma de los objetos produce placer estético.
1.3. Autonomía estética y Bellas Artes
No obstante, la reflexión de Kant sobre el juicio de gusto no se agota en la caracterización del juicio puro o de la belleza libre, típicamente la natural, sino que se extiende además a lo que el filósofo llamó “belleza adherente”; esto es, belleza “dependiente” de la clase de cosa que un objeto es y que, por tanto, “presupone un concepto y la perfección del objeto según éste” (1790, 129). La belleza de las obras de arte se incluye en esta categoría.
Las obras de arte presuponen conceptos sobre lo que son y lo que representan. Apreciar estéticamente una obra de arte exige saber si se trata de una pintura o un poema, pero además es que Kant no ignoraba, y no podía dada la naturaleza mayormente representacional del arte de su tiempo, el contenido de las obras de arte. Sin embargo, la necesaria presencia de conceptos que exige apreciar una pintura como lo que es, una pintura, que versa sobre un tema concreto, aunque enturbia la pureza del gusto no determina completamente su apreciación. Al contrario, las Bellas Artes, entre las que se encuentra la pintura, como la poesía, la música, la arquitectura y la escultura (si bien Kant contaba además la oratoria y la jardinería), lo son precisamente porque son capaces de estimular la conciencia reflexiva de sentir cómo nuestras facultades espirituales, en concreto la imaginación y el entendimiento, juegan armoniosa y libremente con motivo de la apariencia de esos objetos. La experiencia estética juzga el modo como nos representamos los objetos, y no obedece propiamente a la materia o al contenido de esas representaciones, sino a su forma; en el caso del arte, a la interrelación entre forma y contenido (Kieran 2005, 55).
Porque, aunque remite a conceptos, la experiencia estética en el arte proporciona una exploración del mundo que no está determinada conceptualmente, sigue siendo libre, y el placer no obedece además a ningún beneficio o utilidad que nos pueda reportar. La experiencia de lo bello es siempre valiosa por sí misma, autónoma o desinteresadamente.
Especificar el carácter estético de la experiencia en el arte permite a Kant diferenciar las artes “agradables” que proporcionan placeres “de la sensación”, como los ordinarios, respecto de las “bellas artes” que aportan los placeres “de la reflexión” (Kant 1790, 211). También son diferentes de las artesanías pues no son, como éstas últimas, resultado de la aplicación de reglas, sino del genio o talento espiritual espontáneo por el que la naturaleza “da la regla al arte”, y que comunica el juego libre de su imaginación y entendimiento presentando “ideas estéticas” que animan a quien contempla sus obras a “pensar más” (Kant 1790, 213, 221).
En un momento en el que las obras de arte no estaban hechas solo para ser contempladas, sino que, como siempre lo habrían hecho, respondían a todo tipo de intereses y se apelaba especialmente a su función moral, el valor estético como valor autónomo del arte se abre paso, y del mismo modo se diferencia entre una alta y una baja cultura. El culto de la apreciación estética encuentra aquí su punto de partida y acabará ligado más al arte que a la naturaleza, con efectos que, tanto a nivel teórico como social, se dejarán sentir durante mucho tiempo.
2. Tipologías de la experiencia estética
2.1. La concepción tradicional
La sofisticada y compleja explicación kantiana proyecta una enorme influencia en la constitución de lo que se entiende como concepción tradicional de la experiencia estética marcada por sus características básicas: la inmediatez de un sentimiento de placer ocasionado en la contemplación desinteresada de la forma o apariencia de los objetos.
Pero ¿qué es realmente lo que define la singularidad de la experiencia estética? A partir de la concepción kantiana tradicional y según se acentuasen algunos de los anteriores aspectos, se podrían generar distintas aproximaciones a la hora de intentar definir esa peculiaridad respecto a otros posibles tipos de experiencia que, con Noël Carroll (2006), se podrían clasificar según estén orientadas más al placer que produce, o al modo de conocimiento que implica, o al tipo de valor que genera.
Siguiendo a Carroll, diríamos que la perspectiva “orientada al afecto” es la que apunta al placer que produce la experiencia estética para intentar definirla. Pero el argumento se quedaría corto pues, además de no contemplar la posibilidad de experiencias estéticas negativas o no-placenteras, aun cuando lo feo sería tan estético como lo bello, se debería especificar de qué clase de sentimiento o afecto se trata. Podría recurrirse entonces a complementar lo anterior con un posicionamiento “epistémico”, que señala la inmediatez de la experiencia como su marca. Este enfoque recogería la idea de la percepción inmediata como modo de conocer sensible, por lo cual la belleza no es asunto de inferencia racional ni argumento sino de un encuentro directo y en primera persona con los objetos. Pero, aún si la inspección inmediata y directa de los objetos fuera un aspecto necesario de la experiencia tampoco parece que permitiera diferenciarla de otros posibles modos de experiencia que produjesen una respuesta, quizá no necesariamente placentera, pero igualmente afectiva e inmediata. De manera que sería finalmente una “orientación axiológica”, que califica la afectividad de la respuesta estética como singularmente valiosa porque apela al desinterés práctico, la que aportara el rasgo que mejor definiría la especificidad de la experiencia estética y es por ello el modo más común de entenderla. El comportamiento estético sería distinto a otros porque está dirigido intencionalmente por la apariencia del objeto en su mera contemplación garantizando así un valor autónomo.
Parece, sin embargo, que el desinterés suele definirse de manera solamente negativa, como lo que no tiene utilidad práctica ni pretende beneficio alguno, por lo que tampoco resultaría demasiado informativo. Y cuando su interpretación ha buscado ser más sustantiva, ha resultado con frecuencia muy radical y también un tanto oscura, lo cual ha generado importantes objeciones que por ello podrían llegar a cuestionar la existencia misma de la experiencia estética, como veremos a continuación.
2.2. El “mito” de la actitud estética
Marcada por el desinterés práctico, la concepción kantiana de la experiencia estética apelaba a una actitud contemplativa que la separaba significativamente del mundo de cotidiano y que, en tanto que actividad destinada a promover el trabajo conjunto de nuestra sensibilidad e intelecto, acabó también haciendo de la experiencia estética una noción fundamentalmente orientada a lo artístico.
De manera también muy influyente, Arthur Schopenhauer radicalizó la idea del desinterés de Kant que pasó de ser la vía para descubrir el valor estético de las cosas a la sede del propio valor estético (Shelley 2015). Schopenhauer convirtió la contemplación estética propia del arte en una suerte de alejamiento del mundo con valor a la vez cognoscitivo y terapéutico, pues permite mostrar objetivamente la realidad esencial de las cosas, la cual el filósofo entendía como expresión de una voluntad primordial ciega y globalmente sinsentido, al tiempo que nos permite negar ese mundo, al situarnos en un estado bienaventurado en el que sustraernos de los deseos y miserias que constituyen nuestra vida ordinaria (Schopenhauer 1819).
Pero otros críticos y pensadores contemporáneos como Clive Bell (1914), que decía que la emoción estética nos saca de lo cotidiano, o más tarde Monroe Beardsley (1958), que la caracterizaba como un sentimiento de liberación, siguen en la línea de caracterizar la experiencia estética como un momento extraordinario, casi místico. Igualmente, en la interpretación de la actitud estética desinteresada como un estado de absorción, destacan Edward Bullough (1912) para quien asimismo supone una suerte de “distanciamiento emocional” que nos permite poder apreciar una obra de arte adecuadamente, y Jerome Stolnitz (1960) quien la entiende como un modo de atención que aísla al objeto y lo contempla “en sus propios términos” y al margen de cualquier pre-concepción.
Muchos de estos autores se sitúan en la órbita del formalismo estético, que floreció como teoría artística especialmente desde final del siglo XIX y hasta mediados del XX. En tanto que heredero de Kant, el formalismo ha identificado la experiencia estética con la aprehensión de cualidades perceptibles, estructurales o de configuración, de las obras de arte, con independencia de su contenido, su temática u objeto; propiedades formales intrínsecamente valiosas. Pero el desinterés no exige el formalismo. Pues no es sólo que la interpretación formalista se ajustara más a la descripción que Kant daba de la experiencia estética de la naturaleza que a la que él mismo daba para el arte, sino que otros autores defienden la actitud estética como cierto estado de inmersión en la obra, absorto de cualquier otra cosa pero rechazando, sin embargo, el formalismo. Es el caso de Alan Goldman, según el cual, en el arte, lo estético incluye junto a propiedades formales y expresivas, contenidos y significados. Las propiedades estéticas lo son de un objeto simbólico, donde el medio y la forma se relacionan con el contenido. Y todo es relevante, también la atención al contexto histórico de la obra, si informa de hecho la experiencia de una obra (2001, 191). De esta manera, la especificidad de la experiencia estética estribaría en “perderse” uno mismo en el mundo virtual que la obra de arte ofrece, ejercitando nuestros sentidos, pensamientos, y emociones simultáneamente y en interacción mutua (Goldman 1995, 151).
No obstante, en un famoso artículo, George Dickie (1964) argumentó que ese tipo de atención absorta y desinteresada puede suponer la exigencia trivial de prestar una atención intensa a un objeto, dejando a un lado otras preocupaciones que se entienden, al contrario, como interesadas en otros asuntos, pero que en sí misma no constituiría un modo especial de percibir. Es más, tampoco la motivación o el propósito al que nuestra atención estuviera dirigida generaría, para Dickie, una diferencia relevante en el modo de atender. En particular, no es distinta la atención por dirigirse al objeto sin un propósito ulterior que atender a él. Para entender lo que quiere decir Dickie, serviría de ejemplo comparar dos personas que ponen toda su atención al escuchar un concierto, una de las cuales no tiene más motivación que disfrutar de la música y la otra es un crítico que pretende escribir después su reseña y ganarse el sueldo, Las experiencias de uno y de otro no serían distintas, pese a que la del segundo es claramente interesada. “Distintos motivos pueden dirigir la atención a distintos objetos, pero la actividad atencional propiamente dicha, sigue siendo la misma” (Dickie 1971, 54-55). Hablar entonces de la peculiaridad de la atención estética en tanto que desinteresada no sería más que un mito.
2.3. Enfoques contemporáneos
Si tal y como parece mostrar el ejemplo anterior, la motivación desinteresada no genera diferencias relevantes en el modo de atención respecto a otras movidas por intereses, de haberla, la especificidad de la experiencia estética habría que buscarla en las características de su contenido. Orientar la definición de la experiencia estética hacia su contenido, típicamente las propiedades estéticas de los objetos, es entonces la propuesta de Noël Carroll frente a las anteriores derivadas de la concepción tradicional, el enfoque axiológico en particular. Como Dickie, Carroll entiende que los dos personajes del anterior ejemplo tendrían el mismo tipo de experiencias al atender ambas a las cualidades estéticas de la música, independientemente del tipo de valor que las experiencias de esas cualidades generen. Para Carroll, la experiencia es pues estética si atiende a las propiedades estéticas de los objetos, correctamente percibidas y apreciadas, y en toda su diversidad. En el caso del arte,
“una experiencia es estética si implica la aprehensión/comprensión por parte de un sujeto informado en los modos asignados (por la tradición, el objeto y/o el artista) de las estructuras formales, las propiedades estéticas y/o expresivas del objeto, y/o la emergencia de esos rasgos desde las propiedades de base de la obra y/o del modo en que esos rasgos interactúan unos con otros y/o dirigen los poderes cognitivos, perceptivos, emotivos y/o imaginativos del sujeto” (Carroll 2006, 89).
La propuesta meramente “orientada al contenido” resulta atractiva por varias razones. Atiende a la forma, pero no sólo; en una vena anti-formalista, incluye otras propiedades estéticas por cuanto son asimismo dependientes de la respuesta del sujeto dotado de sensibilidad y capacidad imaginativa. En este sentido, obedece al escrutinio de los propios objetos pues se dice que las propiedades estéticas sobrevienen en sus propiedades primarias y secundarias, así como sobre ciertas propiedades relacionales, incluyendo las artístico-históricas, tales como el género artístico. De esta manera también se limita la tesis de la inmediatez, en el sentido en que ya la habían matizado los autores del gusto del S.XVIII a través de la noción de sentido secundario o reflexivo, es decir, apelando a cierto conocimiento previo que equipa apropiadamente al sujeto para poder reconocer y apreciar esas propiedades; lo cual es crucial para el caso del arte donde la percepción de las propiedades estéticas depende de que sean consideradas bajo las categorías adecuadas (Walton 1970). No se trata, sin embargo, de una propuesta vinculada con lo artístico, como otros enfoques más tradicionales, lo cual sería otra de sus ventajas. De hecho, propuestas recientes en la estética de la naturaleza también insisten en la idea de que la correcta apreciación estética de los objetos y entornos naturales exige que sean percibidos bajo las categorías apropiadas.
Por otro lado, como se decía, el enfoque explica la experiencia estética por la atención con comprensión de la forma y las propiedades de los objetos, y no al tipo de valor que su experiencia genera, lo cual permite igualmente que sean considerados valiosos tanto desde un punto de vista intrínseco como desde un punto de vista instrumental. De hecho, uno de los puntos más fuertes de esta propuesta estribaría precisamente en no hacer la experiencia estética incompatible con que fuese valiosa instrumentalmente para muchos otros fines posibles, lo que de hecho parece además que suele ocurrir, como en el anterior caso del crítico musical. Además, el enfoque consigue así ajustarse mejor que otros tanto a definiciones del arte que defienden que éste tiene muchos valores más allá de su posible valor estético, como a la experiencia estética de la vida cotidiana.
Ahora bien, el planteamiento ha sido criticado por ofrecer una concepción de la experiencia estética que se aleja demasiado de cómo usualmente ha sido entendida. En la aproximación orientada al contenido, la experiencia se explica puramente como atención a las cualidades estéticas, que lo son porque dependen de una respuesta sensible e imaginativa por parte del sujeto, pero que no implica el tipo de respuesta apreciativa que se asocia a lo estético. Es decir, que se trata de reconocer cognitivamente la presencia de propiedades de una manera neutral desde el punto de vista del valor. Sin embargo, las propiedades estéticas se suelen entender como cualidades que además de depender de una respuesta del sujeto, al igual que otras cualidades como los colores, lo hacen incluyendo una respuesta favorable o desfavorable desde el punto de vista de la apreciación, tal como suponía ya el viejo problema dieciochesco del “gusto”. Así, por ejemplo, “rojo” no sería una propiedad estética como sí lo serán “vibrante” o “chillón”. Pero incluso, siguiendo otro ejemplo, uno puede simplemente afirmar el color rojo de un jarrón chino o exclamar “¡mira ese rojo!”, donde “el tono de voz con su énfasis… manifiesta la apreciación y la respuesta estética de uno” (Tilghman 2004, 256). Una propiedad en principio neutral adquiere carácter estético gracias al componente afectivo fundado en la satisfacción/insatisfacción característica de la experiencia estética.
Otros enfoques actuales insistirían en este punto generando propuestas donde la definición de propiedades estéticas remite a la concepción de la experiencia estética misma; las propiedades estéticas son dependientes de la respuesta del sujeto, pero en esa respuesta la propiedad se percibe como valiosa, o no (Carrasco 2013). Es el caso de autores ya citados como Alan Goldman, para quien las propiedades estéticas se aprecian “experiencialmente” en un comportamiento diferenciado por el funcionamiento conjunto de nuestra actividad perceptiva y cognitiva con nuestra receptividad afectiva (Goldman 2006) o de Malcolm Budd (1995, 2008) para quien también el valor estético de los objetos depende del valor de la experiencia que provocan sus propiedades estéticas cuando son correctamente percibidas, y, además, todos ellos insisten en que se trata de un valor propio, intrínseco.
En esta línea, Gary Iseminger apunta igualmente a la peculiar fenomenología de la experiencia estética donde la comprensión y la apreciación se unen. Volviendo al ejemplo del concierto que se puede estar escuchando de forma interesada, o no, habría que diferenciar, primero, si ambas personas están de hecho perceptiva, cognitiva y afectivamente sintonizados con la música del mismo modo. Es decir, si el origen del placer estético en el caso del crítico musical estuviera causado por la perspectiva del beneficio, o no. Pero bien pudiera ser que los dos prestaran rigurosa atención y reconocieran los desarrollos, las distintas propiedades estéticas y expresivas, y el diseño formal de la pieza, siendo esa actividad perceptiva y cognitiva la que determinara en cada caso la valoración estética que la obra merezca, por sí misma. Lo que no quita que el crítico musical pueda sumar su interés profesional, que le haga valorar la música además por otras razones, sin que el disfrute estético le obligue para nada a renunciar a él. En definitiva, el interés profesional no sería incompatible con la experiencia estética, pero la perspectiva de apreciación, y por tanto la experiencia, serían diferentes cuando se atiende al objeto desde un punto de vista intrínseco o instrumental (Iseminger 2006, 100-101).
Recientemente, Robert Stecker (2010) ha asumido una línea de argumentación similar al proponer una concepción “mínima” de la experiencia estética que, intentando mantener las ventajas de la concepción “orientada al contenido”, permita no obstante diferenciarla de otras insistiendo en el carácter apreciativo que se atribuye a la percepción estética en la visión tradicional. Para Stecker, el contraste entre el punto de vista intrínseco e instrumental es clave para definir el tipo de valor que se genera en la experiencia estética y es el terreno en donde habría que situar hoy la discusión sobre el concepto de desinterés, en cuanto garante de un valor autónomo. Interpretado bien de forma puramente negativa, o bien como una especie de atención misteriosa y absorta, que toma como referencia la experiencia del arte, el desinterés es para Stecker justamente rechazado, pero en cambio, la idea del valor intrínseco no necesita definirse ni por la exclusión del punto de vista instrumental ni se concibe como necesariamente aislada de la vida cotidiana. Al contrario, ambas perspectivas, intrínseca e instrumental, son consistentes, como demuestran otras cosas que, como la felicidad, son valiosas por sí mismas y para otros fines. Lo que es necesario es distinguir la atención estética como aquella actividad perceptual y cognitiva que “construye una respuesta evaluativa en la apreciación misma de algunas propiedades” (Stecker 2010, 60). Se trata de una clase de valor autónomo e independiente, que no sólo encontramos en el arte porque “está en todas partes”(Stecker 2012, 361).
Sin duda puede decirse con James Shelley (2015) que, a partir de la reflexión de Kant, la discusión de la idea del desinterés ha sido, junto a la de la tesis de la inmediatez, lo que ha marcado buena parte del rumbo del pensamiento sobre lo estético generando distintas propuestas para su definición y comprensión. Y el debate continúa abierto, principalmente entre quienes quieren asegurar la idea del valor estético de los objetos por sus propias propiedades estéticas, independientemente de las características de la propia experiencia y el valor que ésta genere, y quienes entienden que esas propiedades no lo son al margen de una respuesta cognitiva al tiempo que apreciativa, que la tradición ha llamado estética.
Matilde Carrasco Barranco
(Universidad de Murcia)
Referencias
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Carrasco Barranco, Matilde (2020): “Experiencia estética”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/experiencia-estetica/)