Considere el lector la oración ‘Los vampiros son elegantes’ y piense si está de acuerdo con lo que dice. Para emitir su juicio, en primer lugar, habrá tenido que comprender lo que esa oración significa; seguidamente, habrá tenido que reflexionar unos instantes acerca de su contenido. Operaciones como la comprensión y la reflexión típicamente involucran conceptos. Para emitir su juicio ha tenido que decidir si cierta clase de seres, los vampiros, cae dentro de otra clase, la de las entidades elegantes. Son esos términos que identifican clases los que generalmente tenemos como paradigma cuando hablamos de conceptos. Esta capacidad de captar lo general y común de las cosas es el sello de lo conceptual y lo que le otorga un papel central para dar cuenta del pensamiento y de su relación con la realidad. Es por esto que su estudio tiene detrás una larga tradición filosófica. Comenzaremos por ver algunos hitos de dicho estudio y el modo en que prefiguran las preocupaciones de la filosofía de la mente, del lenguaje y de la psicología de las últimas décadas. A continuación, veremos algunos de los debates recientes más relevantes en dichos ámbitos.
1. Conceptos, realidad y significado
La preocupación acerca de cómo captamos lo general y común de las cosas se remonta, como tantas otras preguntas filosóficas, a las obras de Platón y Aristóteles. En general, las respuestas que la Antigüedad va a ofrecer dependen de posiciones metafísicas acerca de la naturaleza de la realidad. Si, como Platón sostiene, aquello que caracteriza lo que las cosas son –bello, cuadrado, león– se encuentra en un mundo transcendente, el de las ideas, separado del nuestro, captar lo general implica ascender hasta dicho mundo para contemplar directamente esas ideas. Si, como Aristóteles propondrá, lo que caracteriza a las cosas –su forma– es inmanente a las cosas mismas, conocer lo general implicará un proceso de separación en nuestra mente de dicha forma.
Los antecedentes más explícitos de los debates en torno a los conceptos, sin embargo, se encuentran en la filosofía medieval, particularmente en el llamado problema de los universales. Muy sucintamente, el problema consiste en cómo caracterizar las propiedades universales que predicamos de las cosas. Así, cuando decimos que ‘Po es un panda’, la propiedad que atribuimos a Po ¿está en el mismo Po?, ¿preexiste a Po?, ¿no es nada más allá de la expresión lingüística ‘es un panda’? Este modo de plantear el problema pone de nuevo el énfasis en las cuestiones metafísicas, es decir, las relativas a la existencia y naturaleza de esos universales. Pero, al intentar responderlas, estos filósofos desarrollaron al mismo tiempo una serie de teorías en torno a la naturaleza de lo mental, esto es, se preguntaron cómo han de ser nuestros pensamientos para que puedan relacionarse con los universales a los que se dirigen. Es en este terreno donde se despliega la noción de conceptus: un contenido engendrado por la mente que capta lo que tienen de común los objetos que aquella conoce. Los medievales llevaron a cabo su estudio por medio de un enorme aparato de distinciones lógico-lingüísticas.
El problema de los universales desapareció de la escena filosófica con el colapso de la escolástica (aunque reaparece en nuevas formas en la filosofía analítica contemporánea), pero esto no quiere decir que el estudio de los conceptos fuera abandonado. De hecho, con el desplazamiento de los intereses desde los aspectos metafísicos a las condiciones del sujeto cognoscente, la edad moderna planteaba la necesidad de explicar qué es lo que este sujeto aporta al proceso de conocimiento. El término más usado ahora, sin embargo, no será el de ‘concepto’ sino más bien el de ‘idea’, que es una representación de la realidad que se forma en la mente. Frente al énfasis medieval en los aspectos lógicos, la mirada de los filósofos modernos se dirige principalmente a las características de nuestra vida mental que hacen posible el conocimiento. Un ejemplo es el debate entre empiristas y racionalistas en torno a la posibilidad de las ideas innatas: ¿son todas nuestras ideas derivadas de la experiencia (que para Locke incluye tanto las impresiones de los sentidos como la reflexión sobre nuestros procesos mentales)?, ¿o hay ideas irreducibles a la experiencia y que de algún modo la anteceden? Este debate resurgirá con fuerza en la discusión contemporánea sobre innatismo conceptual.
La famosa “síntesis” (o, más bien, superación) kantiana de empirismo y racionalismo se puede entender como un intento de delimitar qué es lo que mente y mundo aportan respectivamente al conocimiento. Kant entenderá los conceptos como representaciones generales que representan algo como cayendo bajo una clase (v.g., como un panda), en contraste con las intuiciones, que vienen a ser representaciones singulares e inmediatas (v.g., de “eso” que esta ahí). En el sistema kantiano los conceptos no son un derivado de la experiencia sino que a través de ellos el entendimiento desempeña un papel activo, en el sentido de que la experiencia se conforma a ellos para que sea posible el conocimiento. Esta idea se resume en su conocida formulación: “las intuiciones sin conceptos son ciegas” (para un análisis del contraste entre intuición y concepto en Kant, véase López Fernández, 2000).
La palabra que Kant utiliza para concepto (Begriff) es el vocablo alemán más corriente para referirse a lo que uno capta en la comprensión (frente a Idee, que Kant utilizará para referirse a principios regulativos de la razón pero no constitutivos del conocimiento, o Konzept, término que apenas utiliza) y se puede traducir igualmente como ‘término’. Es con esta doble acepción en mente como uno puede entender el proyecto con el que un filósofo posterior, Frege, va a revolucionar la práctica filosófica. En su Conceptografía(Begriffsschrift) Frege concibe una notación que le va a permitir analizar la predicación y desarrollar un cálculo de la misma en términos lógico-matemáticos. Sin embargo, la noción de concepto de Frege es distinta a la de Kant. Ya hemos visto que para este último los conceptos son un tipo de representaciones, cosa que lo conecta con el modo en que las ideas son tratadas en la tradición empirista. Para Frege, sin embargo, los conceptos son entidades abstractas y objetivas, que constituyen la referencia de los predicados, más concretamente, son funciones (xes una mujer) que, al tomar valores, resultan en algo verdadero (x= Ana) o falso (x = Blas). En otras palabras, Frege saca el estudio de los conceptos del ámbito de lo psicológico y lo ubica en el plano lógico-lingüístico, como ya hicieron los medievales pero con nuevas herramientas que abren la puerta a una concepción de la filosofía como análisis conceptual.
En líneas generales, un análisis conceptual supone extraer el significado de las oraciones donde figura dicho concepto para poder poner de manifiesto la red de relaciones lógicas entre las mismas. Aplicado a los conceptos que tradicionalmente han interesado a la filosofía –conocimiento, bien, verdad…– el objetivo último sería dar con las condiciones necesarias y suficientes para su aplicación. Sin embargo, la posibilidad de esta empresa fue puesta paulatinamente en tela de juicio, particularmente a partir de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein. Cuando observamos detenidamente el lenguaje, lo que vemos no son significados prefijados de las palabras sino una serie de usos de las mismas, conectados por un “parecido de familia”. Esta observación invita a abandonar la concepción fregeana de los conceptos como entidades abstractas e inmutables, para insertarlos dentro de las fluctuantes actividades de los individuos, en las que se entrecruzan diversos “juegos de lenguaje”. Pero invita también a mirar con recelo otras formas de reificación, como la de asimilar los conceptos a objetos mentales. Siguiendo esta estela, algunos consideran los conceptos como habilidades, capacidades o disposiciones. Por ejemplo, tener el concepto de oso vendría a ser tener una capacidad de reidentificar objetos o una cierta disposición a tratar diversos objetos como pertenecientes a una misma clase (para un análisis de la filosofía de Wittgenstein en torno a los conceptos, véase Mota, 2015; para las distintas nociones de habilidad, véase Aguilera, 2008 o Destéfano, 2008).
Mientras tanto, el desarrollo de las ciencias cognitivas a mediados del siglo XX instaura de nuevo la noción de representación como la piedra angular de lo mental en general, y de lo conceptual en particular. Tener el concepto de reptil supone tener una determinada representación mental, llamésmola reptil, que se dirige de alguna manera a la propiedad correspondiente, llamémosla reptil. El foco de los filósofos se dirige hacia la propia noción de representación: ¿cómo es posible que reptil, la entidad mental, pueda representar reptil,un aspecto de la realidad? Resolver esta cuestión forma parte de uno de los temas centrales de la filosofía de la mente: el estudio de la intencionalidad, es decir, la propiedad de ciertas cosas, como los conceptos, de tener un contenido, de ser “acerca de algo”.
Por otra parte, el papel destacado que tienen los conceptos en la teorización psicológica los convierte en centro de atención de la filosofía de la psicología. Entre la batería de preguntas que en este ámbito se intenta responder se pueden señalar tres: ¿Qué tipo de representaciones mentales son los conceptos? ¿Cuál es su relación con la experiencia? ¿Cuál es su relación con el lenguaje? A continuación veremos brevemente cómo se discuten estas cuestiones, a menudo de forma interrelacionada, en la filosofía contemporánea (para una exposición más amplia de los problemas filosóficos de los conceptos en ciencia cognitiva, véase Laurence y Margolis, 1999; Margolis y Laurence, 2011).
2. Conceptos como representaciones mentales
Si, como el cognitivismo sostiene, la mente está poblada de representaciones, ¿qué es lo que caracterizaría a las conceptuales? El estudio empírico de los conceptos intenta responder a esta pregunta infiriendo el tipo de estructuras que es preciso postular en las mentes de los sujetos cuando se enfrentan a tareas típicamente conceptuales. Un paradigma de proceso conceptual sería la categorización, es decir, el proceso de agrupar una colección de entidades como pertenecientes a la misma clase. Para explicar el desempeño de los sujetos en tareas de este tipo surgieron tres grandes tipos de teorías: los conceptos como prototipos, como ejemplares o como estructuras teóricas. Las teorías de prototipos sostienen que un concepto (coche) es una abstracción de los rasgos más significativos (la forma, la función) de los ejemplares más típicos de una determinada categoría, de manera que, para decidir posteriormente si un determinado vehículo es o no un coche, comparará ese vehículo con su representación prototípica coche. Las teorías de ejemplares difieren de las anteriores en que lo que se almacena no es una representación abstracta sino un ejemplar concreto representativo de su categoría. Los psicólogos que consideran los conceptos como estructuras teóricas ponen el énfasis en los principios organizativos que gobiernan la estructura conceptual, principios que serían aparentes, por ejemplo, en el cambio que experimentan los niños de categorizar las cosas atendiendo a sus propiedades perceptibles (tener aspecto de cebra) a hacerlo atendiendo a principios internos basados en una teoría de lo que esas cosas son (ser biológicamente una cebra).
Las perspectivas de estas teorías para dar cuenta de la naturaleza de los conceptos han sido cuestionadas desde dos frentes. Por una parte, Jerry Fodor (1998) ha argumentado que sus constructos no tienen las características necesarias para satisfacer ciertas propiedades fundamentales de los conceptos, como la composicionalidad y su carácter público. La composicionalidad se refiere a que los conceptos pueden unirse entre sí para formar un nuevo concepto, cuyo contenido depende del contenido de los conceptos constituyentes y su modo de composición. Así, los conceptos padre ymadre pueden formar el compuestopadre de madre o madre de padre, dondede hace referencia a algún tipo de relación, de manera que cada compuesto designa una clase distinta de entidades. En último término, un pensamiento sería un compuesto de conceptos que puede ser evaluado como verdadero o falso (v.g., mi padre ama a mi madre). Esta posibilidad de recombinar los mismos conceptos de diversas maneras explica la sistematicidad del pensamiento, es decir, la relación existente entre la capacidad de pensar, por ejemplo, mi padre ama a mi madre ymi madre ama a mi padre. Fodor considera que prototipos, ejemplares o teorías no pueden satisfacer la composicionalidad. Pensemos, por ejemplo, que los conceptos pezy mascotason sus correspondientes prototipos (o ejemplares, o teorías) y consideremos ahora el compuesto pez mascota: el prototipo de este último es diferente de los prototipos para peces y mascotas. Eso significa que pezhace una contribución diferente en pez mascotaa la que hace en pez peligrosoo pez abisal, violando así la composicionalidad, que demanda que los conceptos hagan siempre la misma contribución.
El carácter público, por su parte, quiere decir que un concepto cualquiera puede ser compartido por distintos individuos. Aunque tú y yo tengamos experiencias perceptuales muy distintas de los narvales (tú nunca has visto uno) e incluso creencias diferentes (tú piensas que es un pez), hay algo que compartimos que permite que hagamos generalizaciones (ambos amamos los narvales) y que podamos tener discusiones racionales (¿deberían ser objeto de especial protección?). De nuevo, Fodor considera que las teorías anteriores no satisfacen este requisito: dado que mi prototipo (ejemplar, teoría) y el tuyo difieren, en realidad no compartimos el concepto.
El diagnóstico de Fodor es que las teorías fracasan porque postulan que los conceptos tienen estructura: composicionalidad y carácter público demandarían identidad entre nuestros conceptos, pero esto resulta imposible si los conceptos tienen estructura, dado que siempre habrá diferencias entre los prototipos, ejemplares o teorías de los distintos individuos, o incluso de un mismo individuo a lo largo del tiempo. En consecuencia, Fodor propone que la única teoría de los conceptos capaz de satisfacer esas propiedades es el atomismo, es decir, la idea de que los conceptos son representaciones mentales sin estructura. Esta concepción, sin embargo, no es muy popular entre los psicólogos y el debate continúa abierto.
El segundo frente contra las teorías psicológicas tiene que ver con la heterogeneidad de las estructuras propuestas. Partiendo de la base de que cada una de esas teorías tiene éxito en ámbitos o tareas cognitivas determinadas, Edouard Machery (2009) argumenta que ‘concepto’ no es un constructo psicológico unificado, es decir, no constituye una clase natural y su utilidad en la teorización psicológica es cuestionable, de manera que es posible prescindir de él en la ontología mental. Frente a esta posición eliminativista se han ensayado alternativas como el pluralismo (a un concepto corresponden una pluralidad de representaciones) o la hibridación (un concepto es una amalgama de representaciones diferentes), pero está por ver que estas posiciones puedan salvarse de las críticas de Fodor.
3. Conceptos y experiencia
Una característica indiscutible de los conceptos es su capacidad para ir más allá de lo inmediato. Esta es una de las propiedades que distinguiría lo conceptual de lo perceptual: un estado perceptual normal, como ver una montaña, depende de que la montaña esté ahí presente, y en un estado anómalo, como la alucinación, el objeto se percibe “como si” estuviera presente, pero la presencia, real o “virtual” del objeto, no es necesaria para pensar sobre el mismo. De la misma manera puedo concebir lo inexistente, razonar sobre casos hipotéticos, pensar en entidades abstractas, etc. Relacionado con esto, los conceptos se han entendido tradicionalmente como entidades amodales, es decir, mientras los perceptos necesariamente están ligados a una modalidad específica de nuestras experiencias sensoriales (visual, auditiva, etc.) los conceptos no parecen estar ligados a ninguna. Esta posición ha sido cuestionada por los neoempiristas contemporáneos. Así, Jesse Prinz (2002) sostiene que los conceptos son copias de representaciones perceptuales que es posible reutilizar cuando el estímulo no está presente (para una exposición de su enfoque, véase Destéfano y Perot, 2010, o Contreras Kallens, 2014).
¿Cuál es la relación entonces de los conceptos con la experiencia? El debate sobre las ideas innatas entre racionalistas y empiristas se había saldado con ventaja para estos últimos, con la idea general de que la mente posee mecanismos que permiten abstraer los conceptos de la experiencia. Sin embargo, la ciencia cognitiva tuvo en sus inicios una orientación innatista, especialmente notable en la visión de Chomsky acerca del carácter innato del lenguaje y la existencia de una gramática universal común a toda la especie. Ahora bien, esta tesis es compatible con algún tipo de innatismo meramente formal, donde lo que se posee son determinados sesgos o disposiciones innatos. Pero decir que hay conceptos innatos es algo más fuerte: es sostener que hay representaciones mentales con contenidos preestablecidos. Cabe señalar dos tipos de apoyo a favor de esta tesis.
Uno de ellos procede de los estudios de la psicología del desarrollo. Para dar cuenta de las habilidades que demuestran los niños de muy pocos meses, algunos psicólogos, como Elizabeth Spelke (2000) o Susan Carey (2009), postulan la existencia de conceptos fundamentales, que constituirían el conocimiento nuclear que permitiría a la mente infantil organizar su experiencia del mundo. A diferencia de los primeros racionalistas, que apoyaban las tesis innatistas para conceptos que presumían irreducibles a la experiencia, como dioso infinito, los innatistas contemporáneos piensan más bien en conceptos de carácter muy básico, como objeto, causao numerosidad. Estos conceptos permitirían clasificar la realidad en categorías generales que serían instrumentales para la posterior adquisición de conceptos más específicos relativos a la experiencia concreta. Ahora bien, existe el riesgo evidente de que los conceptos propuestos correspondan sencillamente a sesgos de los propios teóricos a la hora de dar nombre a las capacidades infantiles, reificándolas en entidades a las que se da cierta apariencia de objetos mentales. De manera que sigue siendo materia de debate si la mente infantil no puede explicarse con una ontología menos cargada, en términos de predisposiciones o sesgos.
Un segundo tipo de consideraciones procede del innatismo radical de Fodor (1975), quien sostuvo que todos los conceptos son innatos. Su argumento inicial se basa en lo siguiente: si el proceso de aprendizaje conceptual consiste en poner a prueba hipótesis (‘esto es un pájaro’), que luego serán aprobadas o desmentidas por la experiencia, es necesario que el sujeto se forme el pensamiento correspondiente en la cabeza (esto es un pájaro). Pero para formar dicho pensamiento es preciso que el sujeto cuente ya con el concepto en cuestión (pájaro). En otras palabras, todo lo que proporciona la experiencia es la ocasión para activar un determinado concepto (para exposiciones críticas del innatismo de Fodor, véase Gomila, 1991 o Hernández Borges, 1997). Posteriormente (Fodor, 1998) va a modificar sus tesis para argumentar no ya que todos los conceptos (no compuestos) son innatos, sino que todos son primitivos, es decir, no derivados de ninguna otra estructura mental. La mayoría de los autores rechaza este innatismo extremo por considerarlo sencillamente implausible. Los innatistas moderados, como Steven Pinker, consideran que el número de conceptos innatos es relativamente pequeño, en la línea de los conceptos básicos postulados por los psicólogos del desarrollo, si bien la vía para llegar a ellos es el análisis de los rasgos semánticos compartidos por palabras de una cierta categoría. Por ejemplo, los verbos causativos como ‘matar’ o ‘curar’ remitirían a algún concepto común de causación.
La relación de los conceptos con la experiencia se replantea a medida que aumenta el énfasis contemporáneo en el papel que el cuerpo desempeña en la cognición. El cognitivismo tradicional estaba asociado al computacionalismo, que sostiene una visión de la mente como un mecanismo de procesamiento de información para la manipulación de símbolos por medio de reglas. Un concepto, en este enfoque, venía a ser una suerte de símbolo interpretado, es decir, una entidad que es, por un lado, manipulable en función de sus propiedades formales pero, por otro, que posee un determinado contenido. El papel del cuerpo sería meramente el de proporcionar estímulos perceptuales. Esta concepción de la mente está hoy en entredicho con el auge de la llamada cognición corpórea (embodied), en la que se otorga al cuerpo un papel constitutivo de la cognición. En otras palabras, nuestro mundo mental reflejaría de manera esencial los patrones de interacción corporal con el entorno. Este enfoque se extiende hasta losconceptos, cosa que puede hacerse de manera moderada o radical. La versión más moderada mantiene la tesis de los conceptos como representaciones mentales pero cuestiona la independencia de los mismos respecto a las modalidades de la percepción e incluso la propia distinción entre lo perceptual y lo conceptual (Barsalou, 1999). Los conceptos estarían anclados en la experiencia de los sujetos con su entorno y reproducen elementos característicos de la misma. Una fuente de apoyo para estas tesis vendría dada por los patrones de activación neuronal asociados al pensamiento. Por ejemplo, tener pensamientos con conceptos de movimiento (correr, saltar) conlleva activación de las áreas sensoriomotoras encargadas de los movimientos correspondientes. La versión radical rechaza el representacionalismo y sugiere que se abandone la noción de concepto como la unidad de la cognición para reemplazarla por otros tipos de objetos y procesos basados en los patrones de interacción acoplada con el entorno (Wilson y Golonka, 2013). No obstante, un problema común para todas las versiones es cómo dar cuenta de los conceptos abstractos (posverdad, tiranía). Por una parte, no está claro que se puedan asociar a patrones sensoriomotores específicos. Por otra, parece difícil explicarlos abandonando todos los supuestos representacionalistas. Al llegar a este terreno, todas las miradas se vuelven hacia el lenguaje.
4. Conceptos y lenguaje
Hay una relación obvia entre el estudio de los conceptos y el estudio del lenguaje. Como hemos visto, los conceptos se expresan en predicados y la manera más natural de nombrarlos es por medio de los nombres comunes de nuestro lenguaje. De manera que muchos filósofos ubican el estudio de los conceptos dentro del proyecto más general de producir una teoría del significado de palabras y oraciones. Esto se ve más claramente en los que conectan con las tesis fregeanas, pero incluso en las concepciones más naturalistas, que inciden en la naturaleza psicológica de los conceptos en tanto que representaciones mentales, las teorías sobre los mismos confluyen inevitablemente en una indagación sobre el lenguaje.
En realidad, el marco mismo en el que se construye el cognitivismo clásico adopta, de un modo u otro, la idea de que el mundo del pensamiento constituye una variedad de lenguaje. La tesis no es realidad nueva: la podemos ya encontrar en Guillermo de Ockham, quien postula un lenguaje mental universal del cual derivan las lenguas habladas y escritas. Pero es Fodor (1975), de nuevo, quien va a popularizar la tesis de un lenguaje del pensamiento, en el que los conceptos son las piezas básicas con propiedades semánticas –se refieren al mundo– y sintácticas –son combinables de acuerdo a reglas que solo atienden a su forma. Las oraciones del lenguaje natural se limitan a expresar las oraciones de ese lenguaje del pensamiento y hay, en general, una correspondencia 1:1 entre las palabras de nuestra lengua y los conceptos que expresan. Así, ‘dragón’ (palabra) expresa sencillamente dragón(concepto) que a su vez denota dragón(propiedad del mundo).
Aunque la mayoría de los autores no comparten la rigidez dogmática de los postulados de Fodor, muchos de ellos todavía buscan en la estructura lingüística la clave de la estructura conceptual. Ya hemos visto un ejemplo en Steven Pinker, para quien el lenguaje es una ventana hacia el pensamiento, pero incluso en autores alejados del cognitivismo clásico y más cercanos a las tesis de la cognición corpórea, se otorga al lenguaje un papel constitutivo en lo conceptual. Un ejemplo lo encontramos en la lingüística cognitiva, para la cual el lenguaje no se limita a expresar el pensamiento sino que está inextricablemente enlazado con él. Una variedad popular de esta corriente es la teoría de metáforas conceptuales, desarrollada por Georg Lakoff y Mark Johnson (1980), para quienes nuestro pensamiento y conducta están moldeados por las metáforas, entendidas como las aplicaciones de las propiedades de un dominio para entender otro, como en el amor es un viaje.Esta metáfora organiza nuestra comprensión del fenómeno en cuestión constriñéndola hacia determinadas posibilidades y oscureciendo otras. En consecuencia, el concepto amorno sería un elemento fijo sino que su significado cambia al cambiar la metáfora en la que se encuentra inserto, por ejemplo, a el amor es una guerra. Por otra parte, la tesis aparece frecuentemente asociada a la cognición corpórea, en el momento en que se sostiene que las metáforas estarían básicamente relacionadas con nuestra experiencia corporal (para una breve exposición de las metáforas conceptuales y su relación con la cognición corpórea, véase Flumini y Santiago, 2016).
Un segundo ejemplo se encuentra en los intentos neoempiristas de anclar los conceptos en la experiencia perceptual. Ya hemos visto las dificultades que se les presentan a estas tesis para dar cuenta de los conceptos abstractos. Ahora bien, estos conceptos nos llegan a través del lenguaje, que constituye una variedad particular de experiencia perceptual. Esto permite albergar la tesis de que cuando pensamos en algo abstracto lo que hacemos es reutilizar los mecanismos que producen esos perceptos lingüísticos, bien sean auditivos o visuales. La posición parece desembocar en una variedad de nominalismo, donde los conceptos no serían otra cosa que las propias palabras.
La cuestión de la relación entre conceptos y lenguaje lleva también a preguntarse por la especificidad de las capacidades conceptuales en nuestra especie. En otras palabras, ¿somos los humanos las únicas criaturas que manejamos conceptos? Es obvio que los animales no humanos tienen capacidades de discriminación y categorización: ¿son suficientes para atribuirles pensamiento conceptual? Hans-Johann Glock (2009) ha defendido que la conceptualización posee una dimensión normativa, que lleva aparejada la capacidad para reconocer los errores cometidos en nuestras categorizaciones y que estaría presente en algunos animales, como los grandes simios. Otros, como Elisabeth Camp (2009), han puesto el acento en que las habilidades conceptuales suponen la capacidad de desvincularse del estímulo inmediato, de modo que el razonamiento instrumental (es decir, aquel que requiere que el individuo conciba unos fines no presentes en el entorno, de manera que se proporcione los medios para conseguirlos), sería el terreno donde hallar una concepción mínima de concepto aplicable tanto a humanos como a algunos animales (para un análisis de los conceptos en animales que considera a Glock y Camp, véase Aguilera, 2010).
En cualquier caso, las relaciones entre conceptos y lenguaje son más complejas que lo que estos breves apuntes permiten reseñar. Emulando lo que Homer Simpson dice del alcohol, el lenguaje parece ser la causa de, y solución a, todos los problemas del estudio de los conceptos.
5. Conclusión
Los debates actuales en torno a los conceptos, si bien moldeados por los modos en que la psicología aborda su estudio, entroncan con preocupaciones filosóficas antiguas. Las cuatro grandes respuestas que históricamente se han ensayado para la pregunta ‘qué son los conceptos’ –representaciones mentales, entidades abstractas, habilidades o capacidades, o sencillamente objetos lingüísticos–reaparecen en el pensamiento contemporáneo en formas diversas. La opción que un filósofo suscriba a este respecto marcará notablemente su agenda explicativa, hasta el punto de que lograr una teoría unificada y omnicomprensiva de los conceptos se antoja prácticamente imposible.
Fernando Martínez-Manrique
(Universidad de Granada)
Referencias
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