Conceptos en animales no humanos

Para la tradición filosófica, sólo una especie animal posee conceptos: la humana (Davidson, 1982, 2001; Brandom, 1994; McDowell, 1994). Ahora, ¿es esto realmente así? ¿O hay también animales no humanos que dominan conceptos? En las últimas décadas, un número creciente de filósofos (Andrews, 2015; Glock 2000, 2010, 2018; Camp, 2009; Allen, 1999; Allen y Hauser, 1991; Newen y Bartels, 2007; Monsó, 2019; Nelson, 2020) y científicos (Pepperberg, 1999; Seyfarth y Cheney, 2015, Vauclair, 2002; Shettleworth, 2010) se ha inclinado por responder afirmativamente el último interrogante. El tópico sigue siendo, sin embargo, altamente controvertido.

Al aproximarnos al problema de si los animales no humanos poseen conceptos hay al menos dos factores a considerar. Por una parte, debemos sopesar la información empírica disponible sobre los comportamientos y habilidades de distintas especies animales. Por otra, debemos contar con respuestas a un conjunto de interrogantes filosóficos generales que operan como trasfondo del debate, tales como: ¿qué son los conceptos?, ¿cuál es su función?, ¿cuáles son sus rasgos distintivos?, ¿qué condiciones debe satisfacer una criatura para poseer conceptos?, etc. Un abordaje relativamente acabado de estos interrogantes y de la evidencia relevante excede los límites de esta entrada. Por ello, en lo que sigue adoptaré una estrategia diferente: examinaré las posiciones de los principales detractores y defensores de la tesis de que los animales poseen conceptos, focalizándome en qué requerimientos consideran que deben satisfacerse para ello. Apoyándome en este examen previo, luego presentaré un par de ejemplo empíricos y argumentaré que hay buenas razones para pensar que, al menos en estos casos, estamos ante animales que dominan conceptos.

1. Posiciones escépticas: razones en contra de la atribución de conceptos a los animales no humanos

Numerosos filósofos, a los que llamaré, siguiendo a Glock (2000, 2010, 2017), “lingualistas”, rechazan la posibilidad de que los animales no humanos posean conceptos. Aunque hay diferencias en sus posiciones, todos ellos consideran que la posesión de un lenguaje natural es condición necesaria para el dominio conceptual. De allí que, a su entender, los animales carentes de lenguaje están privados de conceptos (Brandom, 1994, 2000; Davidson, 1982; McDowell, 1994, 2009).

Estos filósofos tienden, además, a distinguir tajantemente entre dos tipos de respuestas al entorno: las discriminatorias y las conceptuales. La mera discriminación no basta, piensan, para que una criatura domine conceptos. Discriminar es meramente responder de un modo diferenciado a las entidades de una clase y abstenerse de dar estas respuestas ante otro tipo de entidades. En este sentido, el girasol que gira ante la luz del sol, o la puerta automática que se abre ante la cercanía de un cuerpo, estarían dando respuestas discriminatorias. Identificar la posesión de conceptos con la mera capacidad de discriminación supondría, por tanto, un claro riesgo de volverla trivial. Para esta tradición, aplicar a una entidad particular x el concepto general F consiste en representar o pensar a x como F. Hazaña que, añaden, sólo podemos realizar los animales humanos, lingüísticamente competentes. Ahora bien, ¿qué razones nos ofrecen para sostener tal afirmación? La respuesta a este interrogante depende de qué entendamos por pensar o representar algo como F. Davidson, por ejemplo, sostiene que aplicar un concepto consiste en clasificar un particular bajo una clase de un modo que involucra comprensión. ¿Pero qué quiere decir esto?  Citando al propio Davidson (1997, p.139):

“…tener un concepto es clasificar objetos, propiedades, situaciones o eventos, mientras se comprende que lo que ha sido clasificado puede no pertenecer a la   clase asignada”.

De acuerdo con esta cita, la criatura que domina conceptos no sólo ha de ser susceptible de errar en la aplicación de conceptos, sino que ha de poder comprender que tal error es posible.Ahora bien,para Davidson, quien aplica un concepto general F a un particular x, forma un juicio o una creencia con un contenido proposicional específico: que x es F. Luego, errar en la aplicación de un concepto equivale a formar una creencia o juicio erróneo, y comprender que se ha errado en tal empresa exige la capacidad para volverse reflexivamente sobre los propios juicios y creencias evaluándolos como verdaderos o falsos. De esto se sigue que sólo poseerán conceptos quienes puedan tener estados mentales de segundo orden acerca del estatus epistémico –verdadero o falso— de sus pensamientos. A lo cual se suma que, para este filósofo, los sofisticados contrastes entre verdad-falsedad y objetivo-subjetivo sólo pueden adquirirse en el contexto de la interpretación lingüística. Por ello, en último término, únicamente quienes dominen un lenguaje poseerán conceptos.

Brandom es otro filósofo que se niega tajantemente a equiparar la posesión de conceptos con la posesión de capacidades discriminatorias. La razón de ello, nos dice, es que quien aplica un concepto general F a una entidad particular x ha de comprender tanto las razones que dan sustento a tal clasificación, como las consecuencias inferenciales que se siguen de ella.A esto se suma que quienes dominan conceptos no solo han de poder llevar a cabo las inferencias adecuadas, sino que han de ser capaces de explicitar y ofrecer sus razones para aplicar conceptos como lo hacen, así como también de solicitar dichas razones a otros (Brandom, 1994, 2000).

Al carecer de lenguaje, los animales no humanos son incapaces de dar y pedir razones de modo público y explícito, con lo cual cabe concluir a priori que no pueden poseer conceptos. Asimismo, distintas afirmaciones de Brandom sugieren que, para él, los animales tampoco son capaces de comprender o usar razones, con lo cual se refuerza su idea de que debemos excluirlos del reino de las criaturas conceptuales. Este escepticismo brandomiano se manifiesta, por ejemplo, en su examen del comportamiento del loro que es capaz de proferir la palabra “rojo” ante las cosas rojas. Aunque parezca lingüística y conceptual, su respuesta es, nos dice, meramente discriminatoria. ¿Por qué? Básicamente, porque el loro no logra comprender las conexiones inferenciales que se seguirían de atribuir el concepto “rojo” a un particular, ni cuáles son buenas razones que puedan justificar dicha atribución. En contra de esta posición Nelson (2019) argumenta que los experimentos de Pepperberg (1999) con el loro Alex muestran que este animal sí satisface el requisito de articulación inferencial, con lo cual puede ser considerado un genuino propietario de conceptos.

No es posible revisar aquí las respuestas que se han dado en contra de estos argumentos escépticos (se puede encontrar algunas de ellas en Newen y Bartels 2007, Glock 2020, Camp 2009, Griffin 2018, Kalpokas 2018 y Danón 2016). Sin embargo, cabe señalar que, aun si admitimos que el dominio conceptual no consiste en meras capacidades discriminatorias, no por ello hemos de aceptar que requiera, necesariamente, de la capacidad para formular juicios lingüísticos (Glock 2000).Por el contrario, muchos filósofos consideran posible delimitar requerimientos para el dominio de conceptos que permitan distinguir la discriminación de la clasificación conceptual, pero que resulten, al menos en principio, independientes de la posesión de lenguaje. Si esto es así, queda abierta la posibilidad empírica de que siquiera algunos animales satisfagan tales requisitos y merezcan ser considerados propietarios de conceptos. El próximo apartado estará dedicado a examinar estas distintas propuestas.

2. Las posiciones optimistas y los requisitos para la posesión de conceptos por parte de (algunos) animales no humanos  

En lo que sigue, presentaré sucintamente aquellas posiciones según las cuales es posible que los animales no humanos posean conceptos. Podemos comenzar por señalar que los defensores de la atribución de conceptos a animales no humanos tienden a compartir un núcleo importante de tesis. En primer lugar, suelen reconocer, como los lingualistas, que la mera capacidad discriminatoria no equivale a la posesión de conceptos (Allen, 1999; Allen y Hauser, 1991; Glock, 2000; Newen y Bartels, 2007; Monsó, 2019). Ahora bien, si la posesión de conceptos no es una mera capacidad discriminatoria, ¿cómo hemos de entenderla? Con frecuencia, estos filósofos se inclinan por la siguiente respuesta: poseer el concepto de P es ser capaz de clasificar distintos particulares como siendo P (Glock, 2010; Newen y Bartels, 2007; Monsó, 2019). No obstante, a diferencia de los lingualistas, se esfuerzan por caracterizar la clasificación conceptual como una habilidad diferente de la discriminación pero que, en principio, podría hallarse en (siquiera algunos) animales no humanos.  

            En primer lugar, los defensores de la atribución de conceptos a animales suelen sostener que mientras la discriminación es una respuesta rígida a estímulos perceptuales específicos que no puede modificarse o inhibirse, la habilidad para clasificar algo como F es una capacidad flexible (Newen y Bartels, 2007; Allen, 1999; Allen y Hauser, 1991) y, añaden algunos, relativamente independiente de los estímulos perceptuales (Allen, 1999; Allen y Hauser, 1991). En relación con este requisito de independencia del estímulo, se ha sostenido que quienes poseen conceptos han de poder formar representaciones que trasciendan los estímulos sensoriales específicos que los afectan de modo inmediato (Allen y Hauser, 1991; Allen, 1999). Esto puede entenderse de dos modos. Bajo una caracterización minimalista, las criaturas conceptuales deben poder integrar diversas fuentes de información perceptual formando representaciones que guíen sus respuestas al entorno. Bajo una versión más exigente, al menos parte de la información a integrar debe ir más allá de lo perceptualmente accesible en su entorno inmediato. Esta capacidad para integrar información diversa de un modo que trascienda los estímulos provenientes de una modalidad sensorial determinada o que, en ocasiones, incluso que exceda los límites de lo que se puede percibir actualmente, posibilita a quienes dominan conceptos responder a su medio de modo flexible. Puede permitirles, por ejemplo, responder al mismo estímulo en dos situaciones distintas aplicando conceptos diferentes, en función del modo en que este se vincule, en cada caso, con otra información a su disposición. O, de manera inversa, les posibilita aplicar el mismo concepto en dos situaciones en las que se vean afectados por distintos estímulos sensoriales puntuales.

            Otro requerimiento que suele considerarse central para la posesión de conceptos es el de aspectualidad (Duhau, 2011; Glock, 2000, 2010; Monsó, 2019). La idea básica es la siguiente: quien clasifica a una entidad como F lo hace debido a que esta posee ciertos rasgos (los relevantes para pertenecer a la clase F). Pensar a una entidad como siendo F es, por ello, pensarla bajo un aspecto (esto es, pensarla como teniendo ciertas propiedades específicas) entre otros posibles.

También suelen aparecer, en las discusiones sobre conceptos en animales, requisitos relativos al carácter normativo del empleo de conceptos. Allen (1999), por ejemplo, parece pensar que quien aplica conceptos no sólo puede cometer errores en tal tarea, sino que, además, debe poder percatarse de ellos y corregirse. Luego, podemos atribuir justificadamente el dominio de un concepto F a una criatura cuando esta no sólo es capaz de (i) discriminar aquellas entidades que poseen la propiedad F de las que no la poseen, sino que, además, (ii) puede detectar algunos de los errores que comete en tales intentos de discriminación y (iii) como consecuencia de la detección de tales errores, aprende a discriminar mejor las entidades que son F de las que no lo son. Presuntamente, esta capacidad para detectar errores discriminatorios descansa en la posesión de una representación de F, que opera como un estándar que el animal puede comparar con lo que efectivamente percibe, a fin de determinar si está o no ante un F y corregir sus respuestas discriminatorias cuando sea necesario.  

            Glock es otro filósofo que subraya la dimensión normativa del empleo de conceptos. Conceptualizar algo como F, nos dice, es una tarea que una criatura lleva a cabo intencional y deliberadamente, apoyándose en ciertos estándares y pudiendo equivocarse cuando no logra ajustarse a ellos. La clasificación es deliberada porque quien subsume un particular x bajo un concepto general F debe decidir entre distintas opciones: clasificar al particular x como F o abstenerse de hacerlo, clasificar a x como F antes que como G, H, I, etc. Finalmente, la clasificación se ve guiada por estándares normativos en la medida en que, para decidir entre las opciones antes mencionadas, la criatura ha de tomar en consideración la presencia (o ausencia) de un conjunto de rasgos distintivos del ser F. Ahora bien, esto no implica que quien aplica conceptos deba poder pensar en estos estándares como tales. Esto es, no necesita reflexionar explícitamente sobre cuáles son las reglas que guían su conducta clasificatoria. Sólo debe ser capaz de ponerlas en uso para discernir cómo son las cosas: esto es, discernir que x es F antes que G o H, etc. (Glock, 2018, 2010).

            Otros requisitos propuestos en la literatura atañen al rol que suele otorgarse a los conceptos como unidades representacionales mínimas que componen los contenidos proposicionales. En sus formas paradigmáticas, estos contenidos proposicionales representan un objeto particular teniendo una propiedad y se encuentran compuestos por dos tipos de conceptos: el del objeto particular y el de la propiedad general. Apoyándose en estas ideas, Newen y Bartels (2007) señalan que, quien posee conceptos y forma con ellos contenidos proposicionales, ha de poder atribuir la misma propiedad a distintos objetos y representar distintas propiedades en un mismo objeto. Todo lo cual supone, a su vez, que las criaturas conceptuales han de poder recombinar al menos algunos conceptos de propiedades y algunos conceptos de objetos para formar nuevos pensamientos.

            Cabe añadir, finalmente, una última condición que introducen Newen y Bartels (2007). Para ellos, la posesión de un concepto –como verde o cuadrado— exige que se cuente con una “red semántica mínima” compuesta por algunos otros conceptos vinculados entre sí. Luego, para poseer un concepto como el de “rojo”, un animal debe poseer también algunos “conceptos contrarios”, como “azul” o “verde”, así como un concepto general, como “color”, que los abarque a todos ellos .

            El conjunto de requerimientos que hemos examinado en este apartado basta para evidenciar que los filósofos proclives a atribuir conceptos a animales no equiparan la posesión de conceptos con la capacidad para discriminar ciertos rasgos puntuales del entorno y dar respuestas específicas a ellos. Por el contrario, aunque no siempre se discuta el punto explícitamente, muchos parecen asumir que el dominio de conceptos debe permitir que una criatura: (i) se forme una multiplicidad de estados mentales, interconectados entre sí, sobre cómo pueden ser las cosas y (ii) pueda ejercer estas capacidades representacionales de un modo relativamente autónomo, flexible, activo, espontáneo, productivo, e independiente de los estímulos del entorno. Los requisitos de aspectualidad, recombinabilidad y holismo parecen garantizar (i), mientras que los de flexibilidad, distancia y normatividad nos dan razones para pensar que quien los satisface cuenta también con (ii).

3. Animales que poseen conceptos: las hembras babuino y el rango social

En el apartado anterior examiné una serie de requisitos que usualmente se proponen como aquellos que debe satisfacer un animal para poseer conceptos: flexibilidad en las respuestas, capacidad para distanciarse de los estímulos y representar ciertas entidades bajo determinados aspectos, alguna sensibilidad a las normas que guían la clasificación conceptual, alguna capacidad para recombinar conceptos formando con ellos pensamientos proposicionales y la posesión de una red de conceptos inferencial y semánticamente vinculados entre sí. Sin embargo, queda en pie la pregunta: ¿hay animales que, por satisfacer los requerimientos relevantes, merezcan ser clasificados como propietarios de conceptos? A modo de respuesta inicial, querría examinar aquí un ejemplo ilustrativo, entre otros posibles, que parece satisfacer los diversos requisitos examinados.  El caso en cuestión es el de las hembras babuino que clasifican a otras hembras de su grupo según el lugar que ocupan en la jerarquía social.

Según señalan Cheney y Seyfarth, los babuinos son primates cuya supervivencia y reproducción dependen de sus habilidades sociales, incluyendo entre estas últimas tanto capacidades para reconocer a los individuos del grupo, como para detectar y representar conceptualmente algunos de sus atributos y relaciones sociales. Estos primates viven en África en grupos de entre 50 y 150 individuos. Los machos emigran del grupo entre los 8 y los 10 años de edad, pero las hembras permanecen en su grupo toda su vida, manteniendo vínculos cercanos con sus parientes maternos. Las hembras pueden ser ubicadas, a su vez, en relaciones jerárquicas de dominancia o subordinación de acuerdo a la familia a la que pertenezcan (de modo tal que, por ejemplo, si la familia A ocupa un lugar superior en la jerarquía que la familia B, entonces todos los miembros de A son dominantes respecto de los miembros de B). A su vez, es posible encontrar diferencias de rangos jerárquicos entre los individuos de cada familia. Estas relaciones jerárquicas suelen permanecer estables, sufriendo sólo modificaciones excepcionales. Ahora, qué posición jerárquica ocupe cada babuino incidirá de distintos modos en sus interacciones con los demás, determinando qué comida se le permita comer y cuándo, a dónde puede sentarse, con quien puede aparearse, a quién puede espulgar, etc. (Cheney y Seyfarth, 2007; Seyfarth y Cheney, 2013, 2015).

            La evidencia sugiere que las hembras babuino son capaces de reconocer y rastrear el rango jerárquico de las otras hembras del grupo, detectando sus vínculos de dominancia o subordinación. Entre los datos que apoyan esta hipótesis, se destacan los resultados de un estudio experimental que mostró cómo estos animales responden de un modo cuando escuchan vocalizaciones de otros pares de hembras que se ajustan a las relaciones de jerarquía existentes y de otro muy diferente cuando escuchan secuencias de vocalizaciones que parecen violar esa jerarquía. En particular, cuando las hembras escuchan vocalizaciones “anómalas” en las que una subordinada B gruñe de modo amenazador a la dominante A y, en respuesta, esta grita atemorizada, se sorprenden y miran por más tiempo en la dirección de la que provienen los sonidos. Para los investigadores, esto evidencia su capacidad para reconocer quién emite cada vocalización y cuáles son las relaciones jerárquicas entre dichas interlocutoras (Cheney y Seyfarth, 2013; Cheney y Seyfarth, 2007).

             Ahora, si apelamos a la batería de requerimientos que hemos identificado a lo largo de este trabajo, podemos preguntarnos: ¿tenemos razones para coincidir con la evaluación de estos etólogos y atribuir conceptos de rango jerárquico a las hembras babuino? Un primer punto a señalar es que el rango social de dichas hembras no se correlaciona con ningún atributo físico perceptualmente discernible, como el tamaño o la edad (cf. Chenay y Seyfarth, 2007, p. 91). Luego, la detección del rango de otras hembras no ocurre como respuesta rígida a un estímulo perceptual específico. Antes bien, parece depender de la formación de categorías de relativa complejidad y abstracción, que se aplican de modo flexible en función de la integración de información diversa, mucha de la cual se ha adquirido a lo largo del tiempo y no resulta accesible perceptualmente en el momento (cf. Cheney y Seyfarth, 2013, p. 113). Con lo cual, las categorías sociales asociadas al rango de estos animales satisfacen, en buena medida, los requisitos de flexibilidad y distancia. A su vez, el que las hembras babuinos representen el rango social de otros miembros del grupo de este modo versátil, incorporando múltiple información adquirida a lo largo del tiempo y actualizando adecuadamente su conocimiento en los raros casos en los que se modifican las relaciones jerárquicas pre-existentes, sugiere que no estamos ante una respuesta automática y ciega, sino ante una actividad clasificatoria que, como requiere Glock, se apoya en ciertos parámetros.

Por otra parte, estos animales se muestran capaces de reconocer las relaciones de jerarquía entre todas las hembras babuinos de su grupo (Cheney y Seyfarth, 2013), pudiendo formar representaciones que, de modo tosco y vago, podemos expresar como A es superior a B, B es subordinado de C, etc. Ahora, si este es el caso, parece que pueden recombinar sus conceptos generales – como los de rango jerárquico— con conceptos de individuos particulares (Seyfarth y Cheney 2015 pp. 58-61 y Cheney y Seyfarth 2013, pp. 111-112). para formar contenidos proposicionales que representen distintos estados de cosas. A su vez, las hembras babuinos pueden rastrear otras relaciones sociales, como las de alianza, parentesco, etc. Esto sugiere que sus capacidades combinatorias no sólo les permiten atribuir la misma propiedad a distintos individuos, sino también atribuir distintas propiedades al mismo individuo, como requieren Newen y Bartels (2007). Si esto último es el caso, parece que también pueden representar al mismo individuo particular bajo diferentes aspectos (A puede ser representado como subordinado a B, pariente de C, etc.,), satisfaciendo el requisito de aspectualidad. Finalmente, se desprende de lo dicho que los babuinos no contarían con representaciones aisladas del rango social de otros, sino con la capacidad de representar un conjunto de propiedades sociales, algunas de las cuales – como los pares “subordinado/dominante” – se encuentran vinculadas sistemáticamente entre sí, conformando una red semántica mínima.

Parece, pues, que hay razones robustas para pensar que las hembras babuinos cuentan con conceptos relativos al rango social, en la medida en que satisfacen, en alguna variante, los diversos requerimientos propuestos por quienes consideran posible que los animales posean conceptos. Este no es, por otra parte, el único caso empírico relevante. Otros animales también muestran patrones conductuales que sugieren que también ellos satisfacen todos, o al menos algún subconjunto relevante, de los requisitos para considerar que dominan conceptos. Contamos con evidencia, por ejemplo, de que los perros que después de observar a un experimentador esconder un tipo de alimento en una caja encuentran en ella otro alimento diferente, reaccionan con sorpresa, oliendo por más tiempo en adentro de la caja que quienes encuentran el mismo alimento (Brauer y Call 2011). Para los investigadores, esto indica que los perros son capaces de recordar qué alimento específico fue escondido en la caja y de formarse la expectativa de hallar precisamente ese alimento al buscar en ella. En otros estudios, los perros sujetos del experimento observaron como un bizcocho quedaba oculto tras una pantalla. Segundos después, la pantalla se elevaba para revelar, la mitad de las veces, un bizcocho idéntico al original y, la otra mitad, un bizcocho de otro tamaño o de otro color. Lo que se observó en este caso fue que los perros se quedaban mirando por más tiempo al bizcocho cuyo tamaño o color era diferente del original, algo que para los investigadores revela que ha tenido lugar un quiebre de sus expectativas previas (Pattison, Laude y Zentall 2013). Si examinamos estos estudios a la luz de los requerimientos para la posesión de conceptos que se han venido discutiendo, parece que, también en los perros  hallamos una capacidad para formar distintas representaciones de ciertos objetos – como el bizcocho tras la pantalla o el alimento en la caja – y de varias propiedades de los mismos – como su localización espacial, su color o su tamaño—, que se recombinarían entre sí para formar representaciones complejas sobre estados de cosas (como, por ejemplo, que el bizcocho que está tras la pantalla es pequeño, que el bizcocho tras la pantalla es grande, etc.). A su vez, los estudios indican que los animales pueden seguir representando a los objetos en cuestión, y a sus propiedades, aun cuando ya no puedan observarlos. Todo esto sugiere, pienso, que estos animales satisfacen, en cierta medida al menos, los requisitos de recombinabilidad, holismo, aspectualidad y distancia de los estímulos perceptuales.  

Por razones de espacio, no parece posible ahondar aquí en el análisis de otros ejemplos empíricos relevantes. La evidencia presentada debería bastar, sin embargo, para darnos una primera comprensión inicial de qué está en juego cuando se defiende – o se critica— la tesis de que los animales no humanos pueden poseer conceptos y cómo algunas ideas filosóficas, presentes en este debate, pueden ser herramientas útiles para interpretar cierta evidencia empírica sobre los comportamientos y capacidades de otras especies.

Laura Danón
(Universidad Nacional de Córdoba, CONICET)

Referencias

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Cómo citar esta entrada

Danón, Laura (2021): “Conceptos en animales no humanos”,  Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/conceptos-en-animales-no-humanos/).


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