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Polarización

El estudio de la polarización resulta crucial para al menos tres cuestiones interdependientes: i) comprender adecuadamente el fenómeno, ii) desarrollar herramientas apropiadas para la detección temprana de procesos peligrosos de polarización, y iii) diseñar estrategias que permitan combatir la polarización de manera eficaz. La aproximación filosófica a estas cuestiones resulta valiosa en dos sentidos. Por un lado,  avanzar hacia una comprensión adecuada del fenómeno y hacia el desarrollo de herramientas de detección e intervención eficaces requiere de incorporar en el análisis la perspectiva filosófica. El estudio filosófico de la polarización permite, por otro lado, poner a prueba las implicaciones prácticas de algunas teorías filosóficas, criterio cuya relevancia está ganando presencia en la disciplina (Pinedo & Villanueva 2022).

El recorrido de esta entrada pasa por cuatro cuestiones centrales. La primera concierne a los tipos de polarización: ¿qué es la polarización y qué tipos de polarización hay? La segunda, a las actitudes involucradas en la polarización: ¿expresan las afirmaciones políticas de una población polarizada lo que dicha población realmente cree? La tercera, al desacuerdo: ¿qué tipos de desacuerdo caracterizan mejor la situación que experimentan las sociedades polarizadas y cuáles contribuyen al aumento de la polarización? La cuarta a la racionalidad: ¿es la polarización el resultado de una manera epistemológicamente negligente de procesar la información consumida por la ciudadanía o, por el contrario, es el resultado de un proceso racional? En lo que sigue se revisan algunas de las contribuciones más destacadas sobre estas cuestiones.

1. Tipos de polarización

Se han distinguido muchos tipos de polarización en la literatura especializada. Sin embargo no todos ellos son tipos de una misma categoría.

El término “polarización” se utiliza con frecuencia para describir ciertos procesos a través de los cuales las creencias u opiniones de una persona o grupo de personas se vuelven más extremas. En este sentido, dos tipos de polarización destacados son la polarización de grupo y la polarización de creencias. La polarización de grupo es la tendencia a adoptar creencias y opiniones más extremas como resultado de la discusión con personas del mismo grupo, es decir, con personas que comparten las mismas opiniones (Broncano-Berrocal & Carter 2021). Así, discutir con quienes piensan como nosotros puede polarizarnos. La polarización de creencias, por otra parte, ocurre cuando dos personas con opiniones opuestas sobre una cuestión adoptan creencias más extremas como resultado de la exposición a la misma evidencia (Kelly 2008). Cuando pensamos diferente, exponernos a los mismos hechos puede polarizarnos aún más.

Además de para referir a procesos que convierten nuestras opiniones en más extremas, el término “polarización” se utiliza también para hablar de lo que les ocurre a los partidos políticos de un país. En este sentido, dos tipos de polarización destacados son la polarización partidista y la polarización por alineamiento partidista (también llamada “party sorting”). La polarización partidista ocurre cuando aumenta el número de personas que votan por, y se identifican con, partidos políticos enfrentados (Fiorina 2017, 46). La polarización por alineamiento partidista, por otra parte, ocurre cuando uno o más partidos políticos se vuelven más uniformes internamente, ya sea en términos de las posiciones mantenidas o en términos de las características sociales de las personas simpatizantes con tales partidos (Mason 2018).

Los tipos de polarización anteriores, sin embargo, son todavía compatibles con diferentes concepciones acerca de lo que significa que nuestras opiniones se vuelvan más extremas o que un grupo político se polarice. En este sentido, dos tipos de polarización destacados son la polarización ideológica y la polarización afectiva. La polarización ideológica ocurre cuando los contenidos de la opinión pública se distribuyen de una manera anormal en el espectro ideológico. La distribución anormal de los contenidos de opinión puede representarse de muchas maneras (Bramson et al. 2017), pero el modo paradigmático es aquél en el que la opinión pública se divide en dos grupos opuestos que tienden hacia los extremos del espectro ideológico. La polarización afectiva, por otro lado, se caracteriza por un incremento en la adhesión a una identidad política, que se traduce en el aumento de la confianza o apoyo incondicional hacia las posiciones ideológicas centrales de tal identidad, junto con el aumento del grado de animadversión hacia las personas de identidades políticas opuestas (Iyengar et al. 2019; Miller 2023).

Ahora puede verse más claramente que los tipos de polarización anteriores y estos dos últimos son compatibles entre sí: las opiniones pueden volverse más extremas en sentido ideológico o en sentido afectivo, y los partidos políticos pueden volverse más homogéneos internamente también en sentido ideológico o en sentido afectivo. Por supuesto, la polarización ideológica y la afectiva suelen ir de la mano, hasta el punto de que hay quienes piensan que tal distinción es meramente conceptual (Talisse 2019). Una cuestión interesante aquí es si la polarización ideológica y la afectiva son realmente dos tipos de polarización distintos o, por el contrario, son dos caras de una misma moneda. La respuesta suele depender de cómo se caractericen las actitudes centrales involucradas en los procesos de polarización de la opinión pública (ver sección 3).

Algunos tipos de polarización adicionales destacados en la literatura especializada son aquellos que enfatizan ciertos rasgos que pueden exhibir los procesos de polarización de la opinión pública. Por ejemplo, un proceso de polarización, ya sea ideológico o afectivo, puede ocurrir solo entre las élites políticas o entre la población en su conjunto. Para distinguir un caso del otro habitualmente se habla de polarización de la élite y polarización de las masas. Además, un proceso de polarización puede ocurrir solo en un grupo o en todos los grupos relevantes al mismo tiempo. Para distinguir un caso del otro con frecuencia se habla de polarización asimétrica y polarización simétrica.

Por último, un proceso de polarización podría ser deseable y beneficioso o podría tener consecuencias nefastas. Existe un amplio consenso acerca del carácter nocivo de la polarización: debilita las instituciones públicas, allana el terreno al avance de la injusticia social y facilita la aparición de movimientos extremistas que ponen en peligro la democracia (Carothers & O’Donohue 2019, 1-2; Levitsky & Ziblatt 2018). El término “polarización” tiene por lo general un carácter peyorativo. No obstante, decidir si la polarización es buena o mala a menudo depende del tipo de polarización y del objetivo específico que tomemos en consideración. Por ejemplo, en 1950, la Asociación Americana de Ciencia Política(APSA) recomendó el aumento de la polarización dentro de la clase política para que se cubriera un mayor número de posiciones y así obtener una oferta democrática más variada. Aquí se toma en consideración principalmente la polarización ideológica de la élite. Por otro lado, el aumento de la adhesión con un grupo político por parte de la ciudadanía hace que esta se involucre en mayor medida en cuestiones políticas, lo cual podría considerarse un resultado beneficioso.

2. Polarización y actitudes

Como hemos visto, la polarización tiene que ver principalmente con el estado de la opinión pública de una sociedad, y esta puede estar dividida solo en términos ideológicos o, además, en términos afectivos. Estas dos maneras de concebir la polarización descansan, al menos en parte, en dos tipos de actitudes diferentes.

Pongamos un caso concreto para introducir la discusión. La idea de que los hombres, y no las mujeres, son quienes están realmente discriminados era marginal en España hace años. Sin embargo, en las últimas décadas esta idea se ha ubicado en el centro de la ideología de los partidos conservadores y ha dividido a la población. Cuando, en este contexto, las personas afines a un partido conservador afirman la oración

(1)      “Los hombres están perseguidos por la ley”

¿Qué función cumple tal afirmación? ¿Qué tipo de actitud están expresando las personas que la profieren?

Podemos distinguir entre una lectura cognitivista y una lectura no cognitivista de (1). Una lectura es cognitivista sobre un dominio particular, como el dominio político, si defiende que la función principal de las afirmaciones o juicios en tal ámbito es la de expresar actitudes del tipo de las creencias. Por el contrario, una teoría es no cognitivista si mantiene que la función principal de las afirmaciones o juicios en este ámbito es la de expresar actitudes del tipo de los deseos y las preferencias. Considera las siguientes oraciones:

(2)      “Pedro Sánchez es el Presidente del Gobierno”

(3)      “Me encanta que Pedro Sánchez sea el Presidente del Gobierno”

Supongamos que alguien profiere (2) como respuesta a la pregunta de quién es el Presidente del Gobierno. En tal caso, se utiliza (2) para mostrar qué es lo que cree la persona que profiere la oración, cuyo contenido es una descripción, verdadera o falsa, que no involucra ningún juicio evaluativo al respecto. Si esta descripción fuera falsa, el modo habitual de persuadir a quien la profiere de que revise su creencia sería a través del razonamiento inferencial y la apelación a los hechos. Supongamos ahora que alguien profiere (3) como respuesta a la pregunta de qué le parece que Pedro Sánchez sea el Presidente del Gobierno. En tal caso, (3) involucra una evaluación, es decir, involucra información no solo acerca de lo que quien profiere la oración cree sobre cómo son las cosas, sino también información acerca de sus preferencias políticas. Las preferencias, por oposición a las creencias, no pueden modificarse puramente a través del razonamiento inferencial ni de la exposición a la evidencia. Saber más sobre x no necesariamente afectará a nuestras preferencias sobre x. Así, proferir (2), en este ejemplo, contaría como expresión de una actitud cognitiva, mientras que la proferencia de (3) contaría como expresión de una actitud no cognitiva.

¿Qué tipo de actitud expresa habitualmente la ciudadanía al proferir (1) en un contexto polarizado? ¿Expresan actitudes del mismo tipo que las que expresamos con (2), o más bien actitudes del tipo de las que expresamos con (3)?

En un lado del debate están quienes adoptan una posición no cognitivista ante esta pregunta y sostienen que las afirmaciones políticas en contextos polarizados no cumplen principalmente la función de expresar una creencia ni la de describir cómo son las cosas. Entre las propuestas no cognitivistas, algunas mantienen que estas afirmaciones se realizan con otros objetivos en mente, como por ejemplo el de expresar lealtad hacia una identidad política (Ganapini 2021). Otros mantienen que al menos una parte de la ciudadanía no es sincera en sus afirmaciones políticas, entre otras cosas porque sus juicios políticos y sus acciones no exhiben la consistencia suficiente como para atribuirles creencias a partir de las afirmaciones que realizan (Hannon 2021, 298). También hay quienes sostienen que la ciudadanía sí es sincera, pero lo es solo con respecto a las convicciones expresadas por tales afirmaciones y no con respecto a lo que creen (Lynch 2022). Así, esta parte del debate enfatiza el papel expresivo que juega la identidad partidista en nuestras afirmaciones políticas (Huddy, Bankert & Davies 2018).

En el otro lado del debate cierran filas quienes adoptan una posición cognitivista y sostienen que las afirmaciones políticas en contextos polarizados cumplen la función de expresar creencias, aunque la mayoría de propuestas defienden esta tesis con importantes matices. Por ejemplo, algunos mantienen, en contra de algunas posiciones anteriores, que quienes profieren en un contexto polarizado una oración como la de (1) –i.e., “Los hombres están perseguidos por la ley”–, podrían ser sinceros con respecto a sus creencias incluso aunque no hubiera demasiada consistencia entre sus juicios y su comportamiento. Estas creencias, simplemente, se adquieren por la influencia de la alta credibilidad que le otorgan a las personas del propio grupo (Funkhouser 2021), y quizás se mantienen por motivos adaptativos. Así, proferir una oración como (1) en un contexto polarizado podría cumplir la función de expresar la identidad política propia y a la vez involucrar una actitud de tipo cognitivo que la ciudadanía expresa de manera sincera (Williams 2021). Otros sostienen que en estos casos lo que ocurre es que la ciudadanía cree que cree el contenido de (1), a pesar de que es posible que realmente no crea el contenido de (1), en parte debido a que tal contenido resulta poco claro y su contenido preciso se establece por deferencia a quienes son considerados como personas expertas en la cuestión (Levy 2018). Esta última propuesta introduce indirectamente una distinción que parece relevante para al menos algunos procesos de polarización: alguien puede adoptar una creencia en el plano abstracto sobre una cuestión polarizada sin adoptar la misma creencia en el plano concreto (Almagro, Hannikainen & Villanueva 2023). Esto explicaría la falta de consistencia que habitualmente exhiben las afirmaciones políticas en contextos polarizados. Así, la ciudadanía podría estar polarizada en lo abstracto y no en lo concreto.

Es importante señalar que hay evidencia que indica la presencia de ambos tipos de actitud en procesos de polarización (Viciana, Hannikainen & Gaitán 2019). Esto permite precisar un poco más los términos del debate: las posiciones no cognitivistas serán aquellas que mantengan que, a pesar de que hay presencia de actitudes cognitivas en procesos de polarización, las actitudes más relevantes en estos casos son principalmente de tipo no cognitivo. Determinar las actitudes más relevantes en los procesos de polarización puede arrojar luz a la cuestión de qué tipo de polarización es la que experimentan las sociedades democráticas contemporáneas.

3. Polarización y desacuerdo

Una primera aproximación a la relación entre polarización y desacuerdo sostiene que, en contextos en los que hay indicios de que la opinión pública está polarizada, las partes enfrentadas están en desacuerdo solo de manera aparente (Hannon 2021, 298). El razonamiento que hay bajo esta posición es que al menos una parte de la población no es sincera en sus juicios políticos factuales. Si las afirmaciones políticas de la ciudadanía polarizada cumplen una función expresiva de apoyo a un bando político, como cuando la hinchada de un club de baloncesto vitorea y apoya a su equipo, entonces estas personas en realidad no creen la proposición factual expresada por sus afirmaciones, y por tanto no están en desacuerdo genuino.

Una segunda aproximación sostiene que en ciertos contextos polarizados los desacuerdos factuales entre, por ejemplo, conservadores y progresistas, no es que sean aparentes, sino que son imposibles. Elizabeth Anderson ha mantenido que la derecha estadounidense ha utilizado sistemáticamente afirmaciones que parecen factuales para expresar identidad, y con ello ha generado deliberadamente el equivalente a una burbuja epistémica pero discursiva. Este modelo discursivo impide a las personas del bando conservador estadounidense revisar sus creencias a la luz de la evidencia, porque cuando entran en un desacuerdo sobre afirmaciones claramente factuales las tratan como si fueran expresivas, y con ello las condiciones necesarias para que tenga lugar un intercambio argumentativo factual desaparecen (Anderson 2021, 23).

Una parte creciente de la literatura contemporánea mantiene, en línea con esta segunda aproximación, que en contextos polarizados los desacuerdos típicamente factuales se convierten en desacuerdos sobre los principios o marcos más profundos en los que se apoyan nuestras afirmaciones factuales. En tales casos, discusiones aparentemente factuales son en realidad expresión de desacuerdos profundos. Los desacuerdos profundos son situaciones en las que las partes no solo están en desacuerdo acerca de la verdad de una proposición –e.g. el aborto es moralmente correcto–, sino que están en desacuerdo sobre los principios más profundos en los que se apoyan las partes para tratar de resolver el desacuerdo anterior –e.g. que un alma entra en un embrión tras ser fecundado y lo convierte en una persona (Fogelin 1985, 5-6). Así, un desacuerdo profundo versa sobre el modo en el que se debería resolver el desacuerdo sobre la verdad de una proposición, y por tanto este desacuerdo tiende a persistir. Algunos autores han defendido que los desacuerdos políticos profundos suponen un grave problema para la democracia, porque estos se caracterizan por la falta del trasfondo compartido necesario para la deliberación fructífera (Lynch 2021, Lavorerio 2023).

Una última aproximación que revisamos aquí es la que relaciona el aumento de la polarización con la presencia en la opinión pública de desacuerdos cruzados (Osorio & Villanueva 2019). Un desacuerdo cruzado es una situación en la que las partes están en desacuerdo sobre una cuestión concreta, por ejemplo (4), pero dan muestras suficientes de concebir el desacuerdo de manera significativamente diferente. Por ejemplo, una de las partes da a entender que concibe la discusión como si fuera una de tipo factual, mientras que la otra parte da muestras suficientes de que concibe la discusión como si fuera de tipo normativo. Estos desacuerdos generan la impresión entre las partes de que se está teniendo un intercambio argumentativo razonable cuando, en realidad, las razones aducidas por cada parte, al ser de naturaleza diferente, no afectan a la parte contraria. En tal situación, las personas que siguen el debate solo se ven afectadas por los argumentos ofrecidos por la parte con la que simpatizan y, por tanto, acaban más convencidas de su posición de lo que ya lo estaban al principio.

4. Polarización y racionalidad

Una explicación del aumento de la polarización en buena parte de las democracias contemporáneas que obtuvo cierta popularidad, especialmente durante los años 2019-2021, es la que aquí llamamos concepción epistémica de la polarización. Esta concepción asume la siguiente representación de los contextos polarizados: si la ciudadanía de una sociedad se divide en al menos dos grupos en torno a la verdad de un conjunto de proposiciones y cada uno de estos grupos incrementa progresivamente su confianza en la posición que mantiene, que es, a su vez, incompatible con la verdad de la posición mantenida por el grupo opuesto, entonces al menos uno de estos grupos emplea métodos epistémicos poco fiables. Dos argumentos a favor de la concepción epistémica de la polarización son el argumento de la deficiencia en los procesos cognitivos y el argumento de los vicios epistémicos.

El primer argumento es el siguiente. De acuerdo con Daniel Kahneman (2011), nuestros procesos cognitivos involucran dos sistemas con características distintas. El primer sistema se caracteriza por ser rápido, inconsciente y cognitivamente poco demandante. El segundo sistema, por el contrario, se caracteriza por ser lento, reflexivo y cognitivamente demandante. El primer sistema nos permite dar respuestas inmediatas y casi automáticas, mientras que el segundo sistema es el responsable de la reflexión profunda. Así, de acuerdo con este argumento, la polarización surge porque una parte de la población consume información política guiada y filtrada solo por el primer sistema, y por tanto con frecuencia interpretan la información de manera sesgada y deficiente.

El segundo argumento dice que el aumento de la polarización se debe a la incapacidad de una parte de la población para cuestionar su propia posición, es decir, la falta de disposición exhibida por una parte de la población para considerar su posición política como susceptible de mejora. Las personas polarizadas son arrogantes intelectualmente, es decir, se comportan como si lo supieran todo y no son capaces de admitir que quizás su posición es incorrecta (Lynch 2019). Así, lo que explica el aumento de la polarización según esta perspectiva son los vicios epistémicos que exhibe al menos una parte de la población, vicios como la arrogancia, el dogmatismo y la cerrazón de mente (Cassam 2019).

Una aproximación alternativa a la anterior es la que aquí llamamos concepción epistémicamente neutral de la polarización. Esta perspectiva se opone a la idea de que el aumento de la polarización esté causado por las deficiencias epistémicas y cognitivas de una parte de la población, y mantiene que las personas polarizadas son perfectamente racionales y exhiben procesos cognitivos y epistémicos normales. La polarización, según esta aproximación, es el resultado de un proceso racional. Dos argumentos a favor de la concepción neutral de la polarización son el argumento evolutivo y el argumento de la racionalidad.

El argumento evolutivo dice que la concepción epistémica descansa en una asunción que es evolutivamente insostenible. La asunción es que las personas que piensan peor y son más cerradas de mente son las más propensas a polarizarse porque son las más susceptibles de ser manipuladas; por el contrario las personas que son más abiertas de mente son más sofisticadas en sus razonamientos y por tanto son las menos susceptibles de ser manipuladas y acabar polarizadas. Sin embargo, esta asunción es incorrecta en términos evolutivos (Mercier 2020, 30-46). Las especies menos desarrolladas cognitivamente solo se exponen a un número limitado de inputs, en concreto a aquellos que han dado buenos resultados en el pasado. El desarrollo cognitivo implica un aumento en el número de inputs a los que se expone una especie, pero con ello aumenta también la posibilidad de que se obtenga un resultado nocivo. Así, las personas menos sofisticadas cognitivamente son también las más conservadoras con respecto al número de inputs informativos al que se expone, y por tanto son las menos susceptibles de ser manipuladas y de acabar polarizadas por estos motivos (Mercier 2020, 38-46, 210). Quienes acaban siendo más susceptibles de polarizarse son, precisamente, las personas más liberales con respecto a las fuentes de información que consumen, pues son quienes se exponen a un mayor número de inputs, y con ello a la manipulación.

El argumento de la racionalidad dice que la polarización puede predecirse dada una serie de condiciones y, por tanto, es racional. El argumento descansa en dos piezas clave. La primera de ella es la diferencia que hay entre las personas de una sociedad en términos de sus experiencias vitales, redes de confianza y creencias compartidas. La segunda es el tipo de evidencia, de naturaleza ambigua, que puebla el entorno informacional de las sociedades polarizadas. La evidencia ambigua es evidencia difícil de interpretar, ya sea porque no es concluyente o porque es compleja. Así, el argumento nos dice que cuando dos personas que proceden de entornos diferentes –i.e. diferentes experiencias, redes de confianza y creencias previas– se exponen a evidencia ambigua, sus procesos cognitivos normales les permiten reconocer con mayor facilidad la parte de la evidencia que está en consonancia con lo que ya creen. Por eso podemos predecir qué posición política es bastante probable que defienda una persona en virtud de su historia pasada y sus condiciones de vida actual. De este modo, personas racionales y epistémicamente virtuosas pueden acabar polarizadas (Levy 2021; Velasco 2023), tanto en términos ideológicos como afectivos, como resultado de la exposición a evidencia ambigua.

4. Conclusiones

Como se ha visto, la polarización de la opinión pública es un fenómeno social y relacional (Almagro & Villanueva 2022, 178), que ocurre cuando ideas extremas que previamente ocupaban un lugar marginal en la opinión pública pasan al centro de la misma y la dividen (Ebner 2023). De esto se sigue que no se polarizan las personas, sino las sociedades: solo puede decirse que una persona está polarizada en la medida en que ha habido un proceso de polarización de la opinión pública. No puede haber individuos polarizados aisladamente, mientras que sí puede haber individuos que tengan creencias extremas de manera aislada. En este sentido, parece haber una diferencia significativa entre la polarización y otros fenómenos relacionados, de carácter más individualista, como el extremismo (Cassam 2021). Algunas de las cuestiones que se han revisado en esta entrada se han desarrollado en la literatura desde una concepción más próxima al fenómeno del extremismo que al de la polarización de la opinión pública. Sin embargo, como acabamos de apuntar, hay razones para pensar que estos dos fenómenos son significativamente diferentes y no deben confundirse. Los procesos de que conducen al extremismo y a la polarización, aunque pueden ocurrir en paralelo, podrían requerir estrategias de detección e intervención radicalmente distintas. La relación entre polarización, extremismo, actitudes, desacuerdo y racionalidad necesita más investigación. Haber llegado hasta aquí quizás sea un buen comienzo para emprender esta tarea.

Manuel Almagro Holgado

(Universitat de Valencia)

Referencias

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Lecturas recomendadas en castellano

  • Bordonaba, D. (2019). Polarización como Impermeabilidad: Cuando las Razones Ajenas no Importan. Cinta de Moebio, 66, 295-309.
  • Brandsma, B. (2020). Polarización. Una mirada a la dinámica del pensamiento nosotros versus ellos. Institut Català Internacional per la Pau; Líniazero.
  • Miller, L. (2023). Polarizados: La política que nos divide. Deusto.
  • Velasco, G. (2023). Pensar la polarización. Gedisa Editorial.
  • Torcal, M. (2023). De votantes a hooligans. La polarización política en España. Catarata.

 

Cómo citar esta entrada

Almagro, M. (2024). “Polarización”, Enciclopedia de Filosofía de la Sociedad Española de Filosofía Analítica, (URL: http://www.sefaweb.es/polarizacion/)

Propiedades

En esta entrada nos ocuparemos de presentar muy sucintamente diversos modos en que han sido caracterizadas las propiedades de los objetos particulares desde la perspectiva de la metafísica analítica contemporánea. En nuestra exposición, nos centraremos, principalmente, en presentar modos alternativos de comprender la naturaleza básica de las propiedades. Estos modos son, a su vez, aquellos orientados a ofrecer distintas soluciones al llamado ‘problema de los universales’. Así, para comprender el sentido y valor de las distintas concepciones sobre las propiedades que expondremos, conviene hacerse una idea de en qué consiste este problema.

El problema de los universales ha sido caracterizado de diversas maneras en la historia de la filosofía (véase, por ejemplo, de Libera 1996). Pero un modo sencillo de presentarlo, y que vuelve comprensible buena parte de las discusiones en torno a él, consiste en llamar la atención acerca de que los objetos particulares con que nos encontramos en la experiencia parecen distinguirse por ser de diversos modos (e.g., rojos, duros, …), y que esos diversos modos de ser podrán caracterizar también a diversas cosas (la casa y la rosa son rojas; la piedra y el tronco de un árbol son duros). Esto es, las cosas que nos rodean no existen sin más, sino que tienen ciertos caracteres, y esos caracteres, a los que aludimos con nuestros predicados (‘… es rojo’, ‘… es duro’), parecen poder caracterizar una pluralidad de cosas, es decir, parecen ser universales. El problema filosófico surge en la medida en que acomodar esa circunstancia en el marco de nuestra comprensión intuitiva del mundo parece resultar paradójica: ¿cómo es que un mismo modo de ser, aparentemente una única entidad, es capaz de caracterizar particulares diversos y disjuntos, apareciendo y cumpliendo este papel en más de un lugar a la vez?

El problema de los universales, entonces, tal como acabamos de caracterizarlo, requiere hacerse una idea más clara de qué podrían ser esos modos de ser o, para decirlo con la terminología estándar, esas propiedades, que permita ofrecer una respuesta a la pregunta de hasta qué punto esa aparente universalidad, esto es, esa aparente posibilidad de que una única entidad explique el carácter de particulares localizados en distintos lugares, se corresponde o no con la realidad. Por ese motivo la discusión tradicional sobre los universales ha decantado, recientemente, en una discusión sobre la naturaleza más básica de las propiedades, de lo que nos ocupamos en lo que sigue.

En la metafísica contemporánea se han ofrecido distintas respuestas a la pregunta por la naturaleza de las propiedades, representadas en este cuadro que tomaremos como guía en el resto de la exposición:

 

Partiendo de la noción intuitiva de propiedad -esbozada más arriba, que alude a modos de ser recurrentes expresados por nuestros términos generales-  lo que nos preguntamos es si hay algo en la realidad que corresponda a dicha noción, y en qué podría consistir.

1. Eliminativismo respecto de las propiedades

El primer nodo representado en el cuadro corresponde a la primera pregunta que tenemos que responder respecto de las propiedades, a saber: si ellas son reales o no. Hay dos respuestas posibles aquí: sí o no. Quienes opten por el sí y acepten que hay propiedades, pueden entonces ser llamados realistas respecto de las propiedades (una posición que no se debe confundir con el realismo respecto de los universales, que es el sentido más usual en que se usa ‘realismo’ en las discusiones sobre propiedades). Quienes opten por el no y nieguen, por lo tanto, que hay propiedades, pueden ser descritos como eliminativistas respecto de las propiedades. Discutiremos en esta sección las posiciones eliminativistas, nos ocuparemos de las demás posiciones en el resto de la entrada.

Los eliminativistas sostienen que no hay propiedades, con lo que sus posiciones ontológicas consisten en algún tipo de nominalismo. Entre estos nominalismos eliminativistas podemos, a su vez, distinguir dos tipos: por un lado, están quienes defienden un nominalismo que podríamos calificar como extremo, según el cual lo que hace verdadero un enunciado como ‘la manzana es verde’ es simplemente que la manzana es verde, lo que se toma como un hecho que no requiere (ni admite) análisis o explicación ulterior – o, dicho de otro modo, lo que sostienen es que el hecho de que la manzana sea verde es un hecho primitivo, básico. Una posición de este tipo, defendida del modo más claro por Quine (1948), es a veces descrita, sobre todo por quienes la rechazan, como un nominalismo avestruz, lo que sugiere que habría un problema que requiere una explicación, pero que, sin embargo, estos filósofos esconden su cabeza para no verlo.

Por otro lado, están quienes, aún sin admitir propiedades, sostienen que hechos como los mencionados (que la manzana sea verde) pueden ser explicados, aunque esta explicación no requeriría hacer referencia a entidades distintas de los particulares concretos. Por ejemplo, una variante eliminativista del nominalismo de semejanzas (como la presentada en Rodriguez-Pereyra 2002, 2003) sería una teoría de este tipo: de acuerdo con ella, que la manzana sea verde es algo que admite explicación, pero lo que explica ese estado de cosas no sería la supuesta posesión por parte de la manzana de la propiedad de ser verde, sino simplemente que la manzana se asemeja a las demás cosas verdes (actuales y posibles) (sin entender la semejanza como una entidad).

Entre los filósofos contemporáneos, el eliminativismo respecto de las propiedades parece ser una posición minoritaria, mientras que una mayoría parece optar por el realismo respecto de las propiedades – en el sentido mencionado, según el cual hay ciertas entidades que son propiedades. Las motivaciones para suscribir esta posición son variadas. En principio, la postura parece rescatar ciertas creencias de sentido común, ya que solemos pensar los objetos como teniendo propiedades, o ciertos caracteres en común. Esta intuición puede expresarse desde un punto de vista más técnico en un argumento que apele a la noción quineana de compromiso ontológico, según el cual debemos admitir propiedades debido a que aceptamos ciertos enunciados que parecen referir a ellas y que no se pueden parafrasear evitando tal referencia. Un ejemplo sería “El naranja se parece más al rojo que al azul” que, si bien parece verdadero, refiere a propiedades de un modo difícil de eliminar. Así, uno podría intentar ofrecer la paráfrasis “Todas las cosas naranjas se parecen más a una cosa roja que a cualquier cosa azul” como equivalente al enunciado original, aun cuando no refiera a universales sino solo a particulares. Sin embargo, los dos enunciados no son equivalentes, como puede verse si consideramos una lapicera naranja y la comparamos con otra lapicera azul, y a ambas con una bicicleta roja.

2. Reductivismo respecto de las propiedades

Si, por otra parte, aceptamos que hay propiedades, entonces la pregunta oscila en torno a si estas son primitivas, esto es, no analizables en otros términos; o si, por el contrario, son entidades constituidas por otro tipo de entidades. En este último caso, y asumiendo que una ontología mínima deberá de todos modos incluir objetos particulares concretos, la pregunta es si las propiedades no podrían ser analizadas o reducidas en términos de estos últimos.

A este último grupo de posiciones, según las cuales se acepta que hay propiedades, pero se sostiene que éstas deben ser analizadas en términos de particulares concretos, pertenecen distintos tipos de nominalismos que podemos llamar ‘reductivos’, en la medida en que intentan reducir las propiedades a algún tipo de construcción realizada a partir de objetos concretos. Una ligera modificación del nominalismo de semejanza eliminativista mencionado más arriba nos provee un primer ejemplo de nominalismo reductivo: para eso, solo habría que agregar que, cuando decimos que lo que hace verdadero al enunciado ‘la manzana es verde’ es que la manzana se asemeja a las demás cosas verdes, eso puede tomarse como equivalente a decir que, en ese caso, la manzana tiene la propiedad de ser verde, esto es, que es un miembro de la clase de semejanza formada por todas las cosas verdes y solo ellas, la que puede ser entendida ahora como una propiedad, en la medida en que puede ser interpretada como el valor semántico del predicado ‘… es verde’ – y como aportando, por lo tanto, dicha clase a (una representación formal de) las condiciones de verdad de los enunciados en los que aparece (Rodriguez-Pereyra 2002, pp. 56 ss., discute una posición semejante). Otros tipos de nominalismos reductivos similares serían el nominalismo de clases, en particular, la variante distinta de la recién mencionada que sostiene que la pertenencia de un particular a la clase debe entenderse como un hecho primitivo; y el nominalismo de predicados, según el cual una propiedad estaría constituida por (el conjunto de) todos aquellos particulares a los que se le aplica un cierto predicado.

De todos modos, si bien estas posiciones parecen solucionar las preocupaciones basadas en la noción de compromiso ontológico mencionadas más arriba (cf. Lewis 1986, p. 50), ya que las propiedades así entendidas podrían funcionar como valores semánticos de los predicados o de sus nominalizaciones, la propuesta sigue resultando problemática. En efecto, parece apelar a circunstancias, como la pertenencia a una clase, que no resultan particularmente iluminadoras respecto del fenómeno que se pretendía explicar, esto es, el del carácter de los objetos – dado que, por ejemplo, la pertenencia de un buzón a la clase de cosas rojas no parece ser lo que explica que sea rojo (sino que, en todo caso, ocurriría al revés). De ahí que resulte natural tratar de explicar el fenómeno del carácter en términos de algo más estrechamente asociado con los particulares mismos, y más plausiblemente explicativo. Eso sugeriría examinar la posibilidad de que haya entidades sui generis cuya naturaleza misma les permita fundamentar el carácter de los objetos particulares.

3. Las propiedades como entidades sui generis I: universales

La otra rama que se bifurca del nodo en que se aceptan las propiedades, entonces, dará lugar a las distintas posiciones según las cuales las propiedades (o al menos alguna subclase de ellas, vuelvo sobre esto más abajo) son entidades fundamentales de un tipo peculiar, no reducibles a entidades de otros tipos. Una vez que aceptamos que la categoría de propiedad está poblada por entidades sui generis, no reducibles a otras, aparecen dos opciones básicas respecto de cómo entenderlas: o bien podemos entender a las propiedades como universales, o bien como particulares. Antes de entrar en detalles vale la pena notar que las opciones que se desprenden de este nodo no son necesariamente excluyentes (Lowe 2006, pp. 15-6 y Barker y Jago 2018, p. 2971, entre muchos otros, admiten ambas categorías). Esto es, si bien lo más común es que se defiendan posiciones según las cuales las propiedades son entendidas sólo de uno de estos modos, es posible, y de hecho ha ocurrido, adoptar posiciones según las cuales se aceptan ambos tipos de entidades (esto es, tanto propiedades universales como particulares), tomando a veces a uno como más fundamental que el otro. En todo caso, nos centraremos en presentar estos distintos modos de comprender las propiedades que acabamos de mencionar.

Un primer modo de caracterizar las propiedades entendidas como entidades básicas o primitivas, del que nos ocupamos en esta sección, consiste en concebirlas como universales. Una propiedad universal, o un universal sin más, sería en efecto una propiedad, esto es, algo que permite explicar (parcialmente) el carácter de un objeto (i.e., cómo es, al menos en parte, ese objeto), pero que es tal que una única entidad es capaz de dar cuenta de los caracteres (completamente) similares de una pluralidad (potencial) de particulares.

Esta explicación de qué son los universales es aún demasiado general, y deja espacio para caracterizarlos con mayor precisión de diversas maneras. Por ejemplo, nada se dijo aún del modo en que estos universales están relacionados con los particulares que ellos caracterizan, ni tampoco se mencionó nada sobre el tipo de realidad que tienen, o sobre si existen o no con independencia de que haya objetos caracterizados por ellos. Las distintas respuestas que se han dado a estas preguntas tienden a agruparse en dos cúmulos de tesis afines, que dan lugar a dos modos alternativos de comprender los universales. Esto nos lleva a la distinción usual entre universales entendidos como trascendentes o platónicos, por un lado, frente a los inmanentes o aristotélicos, por el otro. El modo más perspicuo de marcar las diferencias entre estos dos modos de concebir los universales se basa en la respuesta que quienes los aceptan darían a la tercera de las cuestiones planteadas más arriba, a saber, si satisfacen o no lo que David Armstrong denominó el “principio de instanciación”, esto es, el principio según el cual tener instancias (i.e., caracterizar (en algún momento) efectivamente a al menos un objeto concreto particular) es una condición necesaria para admitir la realidad de un universal. Respecto de esa pregunta, las teorías aristotélicas ofrecen una respuesta afirmativa, y sostienen que un universal existe sólo si está (o ha estado, o estará) instanciado por algo, mientras que un platónico sostendrá que la realidad del universal (que muchas veces no es caracterizada en términos de existencia) no depende de que haya o no algo que sea, de hecho, en algún momento, caracterizado por ese universal.

Estas diferencias respecto del principio de instanciación se ven también reflejadas, como sugerimos más arriba, en las distintas posiciones acerca de otros caracteres que se atribuyen a los universales. Así, por ejemplo, una posición aristotélica según la cual los universales existen solo en la medida en que están (o hayan estado, o vayan a estar) instanciados va de la mano de la tesis de que debemos entender los universales como constituyentes de los particulares que aquellos caracterizan, lo que sugiere, a su vez, suponer que los universales están localizados exactamente donde se encuentran dichos objetos. Por el contrario, una posición de tipo platónico, que admite propiedades no instanciadas, requiere suponer que la relación entre universales y objetos es distinta de la de ser un constituyente (por ejemplo, una relación de participación), lo que a su vez se conecta con la idea de que las propiedades no están localizadas en el espacio-tiempo y con que su realidad es de un tipo peculiar, a veces denominada ‘subsistencia’, que resulta, por otra parte, difícil de caracterizar de manera más precisa (cf. Russell 1912, p. 57).

Finalmente, se ha llamado la atención respecto de diferencias en las motivaciones y los tipos de argumentos que podrían fundamentar ambos tipos de posición. Así, mientras que la posición platónica parece particularmente sensible al así llamado “argumento del significado” (según el cual es necesario postular universales para que funcionen como valores semánticos de nuestros predicados; cf. Quine 1948, pp. 30-1; Armstrong 1978, vol. II, cap. 13), las posiciones aristotélicas más recientes sugieren dejar esta motivación de lado, y concentrarse más bien en las similitudes de naturaleza que es necesario postular para explicar el éxito de nuestras teorías científicas (esta es la postura, novedosa en su presentación inicial, de Armstrong, quien tras señalar que “el estudio de la semántica de los predicados debe ser distinguida de la teoría de los universales”, indica que “mi posición es que el argumento en favor de los universales objetivos no se basa en la teoría del significado, sino en la identidad aparente de naturaleza que exhiben ciertos particulares” (Armstrong, 1978, vol. II, p. 12 “mi traducción”).

Como puede verse a partir de la descripción que acabamos de hacer, parece claro que las dos posiciones tienen algunos puntos débiles que han sido utilizados para argumentar en su contra. En efecto, el teórico que acepta universales parece forzado a optar entre tesis que resultan un tanto paradójicas y difíciles de aceptar. Esto es así debido a que, si se inclina por la versión aristotélica deberá admitir que las propiedades tienen la característica peculiar de ser capaces de estar localizadas enteramente ,y a la vez, en lugares distintos y disjuntos, algo que las entidades con las que estamos más familiarizados (los objetos materiales ordinarios) claramente no son capaces de hacer. Por otra parte, si se inclina por una comprensión platónica de los universales, deberá aceptar que las propiedades tienen otra característica igualmente intrigante si tratamos de entenderla a partir de lo que ocurre con las entidades con las que estamos más familiarizados, a saber, la de ser reales a pesar de no estar localizadas en el espacio y tiempo. Esta condición vuelve, a su vez, igualmente intrigante cómo es que las propiedades así concebidas podrían cumplir con los roles que se les asignan, ya que en ese caso se vuelve misterioso cómo es que darían cuenta de los caracteres de objetos particulares que sí están ubicados en el espacio y tiempo.

4. Las propiedades como entidades sui generis II: tropos

Estas dificultades que aquejan a los universales, apenas aludidas más arriba, nos llevan a intentar comprender las propiedades como entidades sui generis, pero con caracteres menos alejados de nuestros modos más naturales de pensar acerca de entidades. La opción natural consiste en abandonar la idea de identidad en la pluralidad que parecía causar la mayor parte de los problemas y entender las propiedades como entidades particulares. Las propiedades serían, por lo tanto, entidades que explican el carácter de los objetos, pero que son tan particulares como los objetos mismos que caracterizan. El modo más intuitivo de comprender la idea consiste en entender estas propiedades como aspectos (o partes abstractas, volvemos sobre esto en breve) de esos particulares concretos, tales como el rojo particular de un caramelo, o su sabor. En la discusión contemporánea se ha descrito a estas entidades como particulares abstractos, y se los caracterizó también como ‘modos’ o ‘momentos’, entre otras denominaciones, aunque se los conoce ahora más comúnmente como tropos.

Si bien la categoría de propiedades entendidas como entidades particulares no es novedosa en la tradición filosófica occidental (autores como Descartes y Locke, entre muchos otros, se han referido explícitamente a ellas), una característica novedosa de la teoría de los tropos contemporánea, que toma impulso a partir de su tratamiento por parte de Donald Williams (1953) y Keith Campbell (1981, 1990), consiste en que se postula a los tropos como la única categoría fundamental de un esquema ontológico en que todas las demás categorías son construidas a partir de ella (y, en particular, lo son las más clásicas de objeto particular concreto y de universal abstracto). Como sugeríamos, el modo quizás más claro de identificar los tropos es el que usa Williams para introducir la categoría: nos sugiere que consideremos una serie de piruletas, o chupetines, que se distinguen por la forma y color de sus caramelos, y que nos preguntemos por lo que explica la similitud parcial entre ellos. Una primera fuente de su similitud parcial sería la similitud total, o completa, de sus palitos. Pero supongamos ahora, además, que el caramelo de uno de ellos es una esfera roja, y el del otro un paralelepípedo rojo. La idea de Williams es que la similitud parcial de esos dos chupetines dependerá de la que se da entre los dos caramelos, y que ésta a su vez debería ser explicada de un modo similar a como lo hicimos con la similitud basada en la de los palitos: la idea es explicar la similitud parcial de los dos caramelos a partir de la similitud total de dos aspectos suyos, sus colores, que sugiere interpretar, al igual que los palitos, como partes suyas, aunque se distinguirán de éstos en no ser partes burdas (i.e., concretas, o tales que ocupan de modo exhaustivo una región espacio-temporal) sino, tal como él las describe, tenues o sutiles (i.e., abstractas), es decir, que no agotan u ocupan exhaustivamente una región. Los tropos son, entonces, esas partes sutiles o abstractas de los objetos cuya similitud total permite explicar las similitudes parciales de los objetos concretos.

Se ha sostenido recientemente (cf. Loux 2015, García 2015, 2017), y una discusión del punto puede ayudar a comprender mejor la categoría, que la noción de tropo es ambigua o indeterminada, pudiendo ser interpretada de distintos modos. Según estos autores, la ambigüedad señalada estaría mostrando, en verdad, que la noción de tropo es incoherente, y que las supuestas ventajas que se siguen de su adopción son, en consecuencia, ilusorias. En la terminología de García, esta dualidad se muestra en que los tropos pueden ser entendidos, o bien como tropos modificadores, o bien como tropos módulo. La idea básica detrás de la distinción es la siguiente: mientras que un tropo modificador es, básicamente, algo que otorga carácter a un objeto concreto sin poseerlo él mismo (el tropo de rojo que explica el color de la piruleta no es él mismo rojo), el tropo módulo, por el contrario, sería más bien una entidad particular subsistente, sólo que una “tenuemente caracterizada” (i.e., con un único rasgo, por oposición al objeto concreto, “densamente caracterizado”).

Lo que la crítica de García sugiere es que la noción de tropo solo parece poder solucionar ciertos problemas ontológicos en la medida en que se entiende la noción a veces de un modo y a veces de otro. Puede defenderse, sin embargo, que la noción de tropo es menos vulnerable a esta crítica de lo que se supone. La idea de que un tropo es algo que oscila entre ser una cosa (una “mini-sustancia”) y una propiedad implica desconocer la especificidad de aquello a lo que llegamos mediante el proceso de abstracción al que nos invita Williams en su discusión. En efecto, la idea es que, como resultado de ese proceso, no obtenemos, en rigor, ni algo (una cosa) que tiene un único carácter, ni algo que confiere un carácter a otra cosa sin tenerlo él mismo, sino que lo que obtenemos es algo que es, ni más ni menos, un carácter.

Ezequiel Zerbudis
(Universidad Nacional del Litoral; Universidad Nacional de Rosario, CONICET (Argentina))

Referencias

  • Armstrong, D. (1978): Universals and Scientific Realism, Cambridge: CUP (hay traducción castellana de J. A. Robles, México: UNAM, 1988).
  • Barker, S. y M. Jago (2018): “Material Objects and Essential Bundle Theory”, Philosophical Studies, 175: pp. 2969-2986.
  • Campbell, K. (1981): “The Metaphysic of Abstract Particulars”, Midwest Studies in Philosophy 6, pp. 477-488.
  • Campbell, K. (1990): Abstract Particulars, Oxford: Blackwell.
  • De Libera, A. (1996): La querelle des universaux, París: Éditions du Seuil.
  • Garcia, R. (2015): “Is Trope Theory a Divided House?”, en Galluzzo, G. y M. Loux, The Problem of Universals in Contemporary Philosophy, Cambridge: CUP, pp. 133-155.
  • Garcia, R. (2017): “Sobre la expresión ‘propiedades particularizadas’: tropos modificadores y tropos módulo”, en Zerbudis, E. (ed.), Poderes causales, tropos y otras criaturas extrañas, Buenos Aires: Título, 2017, pp. 145-163.
  • Heil, J. (2003): From an Ontological Point of View, Oxford: OUP.
  • Lewis, D. (1986): On the Plurality of Worlds, Oxford: Blackwell.
  • Loux, M. (2015): “An Exercise in Constituent Ontology”, en Galluzzo, G. y M. Loux, The Problem of Universals in Contemporary Philosophy, Cambridge: CUP, pp. 9-45.
  • Lowe, E. (2006): The Four-Category Ontology, Oxford: OUP.
  • Mulligan, K., Simons, P. y Smith, B. (1984): “Truth-Makers”, Philosophy and Phenomenological Research, 44, pp. 287-321.
  • Quine, W. (1948): “On What There is”, The Review of Metaphysics 2, pp. 21-38 (hay traducción castellana de M. Sacristán en Quine, Desde un punto de vista lógico, Buenos Aires: Hyspamérica, 1984).
  • Rodriguez-Pereyra, G. (2002): Resemblance Nominalism, Oxford: OUP.
  • Rodriguez-Pereyra, G. (2003): “Particulares y universales”, en J. González y E. Trías (eds.), Cuestiones Metafísicas, (Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía), Madrid: Trotta.
  • Russell, B. (1912): The Problems of Philosophy, Oxford: OUP (refiero a la reimpresión de 1980; hay traducción castellana de J. Xirau, Barcelona: Labor, 1970).
  • Williams, D. (1953): “On the Elements of Being: I”, The Review of Metaphysics 7, pp. 3-18 (hay traducción castellana de T. Castagnino y E. Zerbudis en Cuadernos de Filosofía (Concepción, Chile) 35, 2017, pp. 127-142).
Cómo citar esta entrada

Zerbudis, Ezequiel (2023): “Propiedades”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/?p=3044&preview=true)

Pluralismo ontológico

La cuestión de si la realidad es homogénea o heterogénea es uno de los debates más antiguos de la filosofía occidental y se repite en prácticamente todas las tradiciones filosóficas del mundo. El número de quienes han rechazado la idea de que, en el fondo la realidad es homogénea, es decir, que todo lo que es, lo es del mismo modo, es enorme e incluye a personajes tan importantes dentro de la tradición occidental como Platón (para quien las ideas tienen un modo de ser diferente al resto de los entes), Aristóteles – para quien Tò öv λέγεται πoλλαχõζ, es decir, el ser se dice de varias maneras (Metafísica Z, 1, 1028a10) –, Tomás de Aquino, Elisabeth de Bohemia, Frege, Russell, Husserl y Heidegger además de filósofos contemporáneos como Lombardi, Olivé, Prior, Plantinga, etc. (McDaniel 2017).

Hay tres motivaciones principales para adoptar una visión heterogénea de la realidad: para dar cuenta de errores categoriales, para resolver paradojas, y para respetar la aparente heterogeneidad de nuestra experiencia, pensamiento y lenguaje. A continuación, revisaremos cada una de ellas, para después ver los principales retos que enfrenta quién quiera defender una visión plural del ser.

1. Errores categoriales

Una manera sencilla de capturar la motivación detrás del pluralismo ontológico es pensar en errores y sinsentidos tales como:

“Julio César es el número cero” (Frege)

“Esta piedra piensa en Viena.” (Carnap)

“El sábado descansa en su cama.” (Ryle)

“La cuadruplicidad bebe procrastinación.” (Russell),

“Las ideas verdes incoloras duermen furiosamente” (Chomsky)

“Mi mesa es recursivamente enumerable” (Lappin)

Si bien es claro que ninguno de estos enunciados expresa algo verdadero, no es claro que expresen algo falso. Mas bien, parecen ser sinsentidos y es complicado tratar de explicar su falta de sentido sin apelar a diferencias ontológicas profundas, es decir, sin decir que, por ejemplo, las mesas no son el tipo de cosas que pueden ser recursivamente enumerables o que las piedras no son el tipo de cosas que pueden pensar en Viena (Ryle 1938). Si Julio César y el número cero simplemente fueran entidades distintas, pero del mismo tipo ontológico, entonces el enunciado de Frege sería falso y no un sinsentido. Si esta piedra fuera el tipo de entidad que pudiera pensar, entonces si no fuera en Viena, tal vez estaría pensando en otra cosa; pero no es así. No es solo que esta piedra no está, de hecho, pensando en Viena, sino que ni siquiera podría, en un sentido ontológico fuerte, estar pensando, ni en Viena ni en ninguna otra cosa. Tal parece que la diferencia entre esta piedra y los seres pensantes es de un tipo distinto que la distinción entre los seres que piensan en Viena y los que piensan en otra cosa. Para dar cuenta de estos fenómenos, parece necesario, por lo tanto, introducir distinciones más profundas en el ser que las que establecen las diferentes propiedades (Alemán Pardo 1985). Es esta heterogeneidad ontológica profunda la que trata de capturar el pluralismo ontológico.

2. El pluralismo ontológico como solución a paradojas

Además de dar cuenta de errores categoriales como los de la sección anterior, muchas paradojas se han tratado de resolver introduciendo diferentes modos de ser. En general, cuando nos enfrentamos a posiciones filosóficas en aparente conflicto, una opción muy atractiva para resolver dicho conflicto es argüir que las dos posiciones, en realidad, son consistentes entre sí ya que no refieren realmente al mismo asunto, sino que cada una de ellas es correcta respecto a dos asuntos distintos, que fácilmente pueden confundirse entre sí. Por ejemplo, Aristóteles introduce su distinción entre substancia y atributo accidental para resolver la paradoja del cambio, según la cual, para que un objeto cambie, es necesario que permanezca él mismo a través del cambio; pero para que el cambio sea genuino es también necesario que el objeto sea diferente antes y después del cambio. Así pues, el objeto debe ser y no ser igual a sí mismo antes y después del cambio. ¡Pero esto es imposible, so pena de violar el principio de no-contradicción!

Para resolver esta paradoja, Aristóteles (Física 225b, 5-9) argumenta que podemos satisfacer las dos condiciones – la de que el objeto debe permanecer el mismo y la de que debe ser diferente – de manera consistente, introduciendo una distinción ontológica tal que sea un objeto, una sustancia, la que sobreviva al cambio, pero haya otras entidades, los atributos accidentales de dicha sustancia, que no lo sobrevivan. En otras palabras, en vez de hablar simplemente de un objeto que sufre un cambio, Aristóteles introduce dos modos de ser –substancia y accidente – que se confunden en nuestra manera vulgar de hablar de “ser”. La noción de substancia captura nuestra intuición de que hay cambios que los objetos sobreviven – por ejemplo, el movimiento de lugar de mis anteojos sobre mi escritorio, o el cambio de canal en mi televisor – mientras que la noción de accidente captura nuestra intuición de que en todo cambio el objeto deja de ser igual a como era antes, para ser diferente – estar en otro lugar, estar sintonizado en diferente canal, etc. En otras palabras, hay dos sentidos en que podemos preguntar si el objeto es el mismo: en uno de ellos, la respuesta es positiva, en tanto la sustancia es la misma, y en el otro, no, ya que no mantiene todos sus atributos accidentales (Baggini y Fosl 2010, 194).

Una vez más, es importante notar que cuando distinguimos sustancia de accidente, no estamos hablando meramente de dos propiedades que algunos objetos tienen y otros no, sino de dos maneras completamente diferentes de ser: mientras que los accidentes dependen de la sustancia de la que son atributos, las sustancias son independientes de ellos. Para Aristóteles, el ser de las sustancias es tan distinto del de los accidentes que no hay manera de ser más básica o neutral que las abarque a ambas. Nada de lo que podemos decir con sentido de las sustancias lo podemos decir de los accidentes ni vice versa. Esta distinción se adentra en lo más profundo del ser.

3. Heterogeneidad en la experiencia, lenguaje y pensamiento

La tercera razón para sostener un pluralismo ontológico es el que no sólo experimentamos al mundo como múltiple, sino que también lo pensamos y hablamos de él de manera heterogénea, es decir, hablamos y pensamos de cosas y hechos de lo más diverso: de ficciones, de deseos, de instituciones, de cosas que no han pasado, que pasarán, que pudieran pasar, etc. y en consecuencia nuestras mejores teorías de los contenidos de la experiencia, el pensamiento y el lenguaje apelan a dominios de hechos y entidades radicalmente distintas entre sí. Por ejemplo, señalaba Russell (1940), claramente hablamos de cosas como unicornios y a veces al hacerlo decimos cosas verdaderas. Sin embargo, se preguntaba retóricamente, ¿significa esto que existe algo así como una zoología fantástica que estudia a los unicornios? Mas allá de la pregunta retórica de Russell, sigue siendo una buena pregunta si a la heterogeneidad del lenguaje, la experiencia y el pensamiento, le corresponde una heterogeneidad también al nivel del ser. Algunos han respondido con un rotundo (los pluralistas ontológicos), y otros con un igualmente rotundo no (los monistas).

4. Retos del monismo ontológico

Los que responden que no, es decir, los que piensan que la realidad es homogénea, además de responder a las tres motivaciones del pluralismo antes mencionadas, tienen que resolver dos tareas más: en primer lugar, tienen que decirnos cuál es el único tipo de ser que conforma la realidad y justificar su decisión. En otras palabras, tienen que explicar por qué, de los diferentes presuntos tipos de cosas de las que hablamos y pensamos, es ese particular tipo el único que compone la realidad. Tiene que explicar, además, por qué, aunque la realidad es homogénea, parece ser heterogénea, es decir, tiene que explicar de qué hablan los enunciados verdaderos que parecen decir cosas sobre objetos que, según ellos, no existen y, en general, qué sentido tienen aquellas prácticas que parecen presuponerlos.

Por ejemplo, es una intuición monista generalizada que la realidad está formada por entidades y hechos actuales y concretos. Sin embargo, muchas actividades humanas parecen tratar de cosas “que no … podemos ver o tocar” (Burgess y Rosen 1997, 34), como contar los días que faltan para nuestro concierto favorito, ser fan de una banda de rock, fundar una escuela de danza o ejecutar una pieza musical en un estilo arcaico. Para el monista que, como Locke, Tarski, Field, etc. cree que todo lo real es concreto y que, por lo tanto, no existen las entidades abstractas, todas estas actividades son extrañamente misteriosas. El reto que tiene que enfrentar este tipo de filósofo es explicar por qué hacemos esas cosas. ¿Por qué afirmamos con tanta seguridad que tres por ocho son veinticuatro, o que la UNAM es la heredera de la Universidad Pontífice de México si, según este tipo de monista, las cosas de las que parecemos estar hablando, al no ser concretas, no son reales, es decir, si ni el tres, ni el ocho, ni el veinticuatro, ni la UNAM ni la Universidad Pontífice de México son (ni fueron ni serán) reales? (Turner 2012).

5. Retos del pluralismo ontológico

En contraste, todo pluralismo ontológico, para demostrar que la distinción que introduce en el ser no es ad-hoc, sino genuina, debe enfrentar dos retos simétricos y opuestos: por un lado, debe mostrar que cada modo de ser es autónomo y sustancialmente diferente de los otros, pero también debe mostrar que no componen realidades totalmente independientes y separadas, sino que interactúan entre sí (Lombardi y Pérez Ransanz 2012). En otras palabras, no basta simplemente postular la distinción, sino que es necesario mostrar que captura una diferencia a nivel ontológico. Hay distinciones superficiales, como la que existe entre aves y mamíferos o entre objetos rojos y rosados, que no cortan la realidad hasta lo mas profundo. Después de todo, aves y mamíferos siguen siendo entidades del mismo tipo como lo son también los objetos rojos y los rosados. No toda distinción corresponde a modos de ser distintos. Por lo tanto, uno de los retos principales que enfrenta el pluralismo es justificar porque ciertas distinciones alcanzan el nivel metafísico más profundo, como la distinción entre presente y pasado o concreto y abstracto, mientras que otras son más superficiales, como la distinción entre aves y mamíferos o entre cosas rojas y rosadas (Merricks 2019).

Para sostener un pluralismo ontológico es necesario no sólo dar una buena caracterización de cada modo de ser – por ejemplo, si pensamos que individuos y pluralidades corresponden a maneras ontológicamente distintas de ser, debemos explicar qué es ser un individuo y qué una pluralidad – sino además mostrar que esta caracterización captura una diferencia en maneras de ser que sin, embargo, siguen formando parte de una realidad interconectada. Para ello, el reto más sustancial que enfrenta el pluralismo es explicar cómo se relacionan entidades cuyo ser es distinto. Muchos de los problemas más difíciles de la ontología son precisamente de este tipo. El problema mente-cuerpo es el ejemplo más obvio, pero no el único. El problema de la participación que tantas jaquecas les dio a Platón, Aquinas, etc., por poner otro ejemplo, no es sino el problema de cómo se relacionan individuos con universales. De la misma manera, el problema fundamental de toda teoría del significado, es explicar cómo las representaciones lingüísticas obtienen su contenido. Una vez más, la pregunta es cómo se relacionan entidades cuyos modos de ser son radicalmente distintas: entidades lingüísticas de un lado, y objetos en el mundo del otro. Finalmente, el dilema de Benacerraff, por poner otro ejemplo famoso en filosofía contemporánea, no es sino el problema de cómo nos relacionamos los humanos con los entes abstractos, pese a tener modos de ser tan distintos.

Esto se debe a que las relaciones que gobiernan y estructuran el interior de cada presunto modo de ser suelen ser mucho menos misteriosas que las relaciones que involucran entidades de maneras distintas de ser. Tenemos una comprensión bastante clara del orden causal y temporal que estructura los sucesos del mundo material, por ejemplo, como también tenemos un buen entendimiento de las relaciones inferenciales que regulan y ordenan el mundo de los pensamientos. Pero ¿qué relaciona a los sucesos materiales con nuestros pensamientos? Pese a lo filosóficamente complejo que es dar cuenta de la causalidad o la inferencia, es mucho más complejo aún tratar de explicar cómo es que algunos de nuestros pensamientos son acerca de hechos y se relacionan causalmente con el mundo material. ¿Cómo es que mi pensamiento de que en este momento estoy volando sobre el océano Atlántico es acerca de este hecho particular y no sobre otro (o, peor aún, sobre ninguno)? ¿Y cómo es que mi pensamiento de querer llegar a Buenos Aires, por continuar con el mismo ejemplo, terminó contribuyendo a que en este momento me encuentre volando en dirección a dicha ciudad? Entender cómo se relacionan pensamientos con pensamientos o hechos materiales con hechos materiales es sencillo, o por lo menos radicalmente más sencillo que entender cómo se relacionan pensamientos y hechos materiales.

Pero no es solamente la relación materia-pensamiento la que genera este tipo de problemas. Estos problemas son la regla y no la excepción cuando pensamos en relaciones entre diferentes modos de ser. Pese a lo mucho que hemos llegado a descubrir sobre los números cardinales en tanto números, sigue siendo un misterio cómo se relacionan ontológicamente con aquellas cosas que contamos con ellos. Y si bien la estructura de regimenes normativos como la de la moral y la política no nos es aún del todo transparente, aun mas opaca es la relación entre los ámbitos descriptivos y normativos.

Nótese como el anti-pluralista tiene una solución más o menos sencilla para todo este tipo de problemas. Por ejemplo, el que cree que los pensamientos son hechos físicos al igual que (el resto de) los movimientos del cuerpo no tendrá ningún problema para explicar cómo es posible que nuestros pensamientos causen nuestras acciones: son solo hechos físicos causando hecho físicos. De la misma manera, quien rechaza la existencia de entes abstractos, no tiene problema para explicar cómo conocemos los objetos matemáticos porque, otra vez, todo son relaciones materiales entre objetos concretos. En general, entender cómo se relacionan entidades que son del mismo modo ontológico suele ser mucho, mucho más sencillos que entender cómo se relacionan entidades cuyo modo de ser es distinto. No es de sorprender, por lo tanto, que muchos filósofos hayan preferido adoptar una serie de estrategias anti-realistas para eliminar de sus ontología el mayor número posible de tipos ontológicos, para evitarse así el problema de explicar cómo se integran con el resto de su ontología. Ahí descansa lo atractivo de los así-llamado “pasajes desérticos” en ontología: entre menos modos de ser postulemos en nuestra ontología, menos relaciones misteriosas entre diferentes modos de ser debemos aceptar. Es en este sentido que puede decirse que la simplicidad de una ontología homogénea es una ventaja sobre las ontologías heterogéneas.

Axel Arturo Barceló Aspeitia
(Universidad Autónoma de México)

Referencias

  • Alemán Pardo, A. (1985): Las Categorías en Filosofía Analítica, Técnos.
  • Baggini, J. y P. Fosl (2010): The Philosopher’s Toolkit: a Compendium of Philosophical Concepts and Methods (segunda edición), John Wiley & Sons.
  • Calvo Martínez, T. (1994): Aristóteles. Metafísica, Gredos.
  • De Echandía, G. R. (1995): Aristóteles. Física, Gredos.
  • Lombardi, O. y A. R. Pérez Ransanz (2012): Los Múltiples Mundos de la Ciencia: un Realismo Pluralista y su Aplicación a la Filosofía de la Física, Siglo Veintiuno Editores.
  • Merricks, T. (2019): “The Only Way to Be”, Noûs 53(3), pp. 593–612.
  • McDaniel, K. (2017): The Fragmentation of Being, Oxford University Press.
  • Russell, B. (1940): An Inquiry into Meaning and Truth, Routledge.
  • Ryle, G. (1938): “Categories”, Proceedings of the Aristotelian Society 38(1), pp. 189–206.
  • Turner, J. (2012): “Logic and Ontological Pluralism”, The Journal of Philosophical Logic 41, pp. 419–448.
Cómo citar esta entrada

Barceló Aspeitia, A. A. (2023): “Pluralismo Ontológico”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/?p=2899&preview=true).

 

 

La paradoja Sorites

1. Contexto histórico

La paradoja Sorites es una de las paradojas más antiguas, venerables y complejas del panorama filosófico contemporáneo. Según la tradición historiográfica, la paradoja fue formulada por primera vez por Eubúlides de Mileto (fl. s. IV a.C.), un importante miembro de la Escuela Megárica, contemporáneo de Aristóteles y famoso por su afán polemista. Según Diógenes Laercio, Eubúlides “redactó muchos argumentos dialécticos” (2007, II. 108, p. 135), entre los cuales destacan, sobre todo, la paradoja Sorites y la paradoja del Mentiroso. La palabra ‘sorites’ proviene de la palabra griega ‘soros’, que significa ‘montón’. La paradoja Sorites recibe este nombre debido a que, según Cicerón y Galeno, las primeras versiones usaban esta expresión en su formulación.

No conocemos cuáles eran las motivaciones que llevaron a Eubúlides a formular dichos argumentos; según una tradición historiográfica, Eubúlides y la Escuela Megárica se caracterizaron por producir argumentos “áridos y erísticos”, los cuales, aunque “inteligentes”, eran inútiles y sin interés (Zeller 1931, p. 107). Este punto de vista se remonta, por lo menos, a Cicerón, quien consideraba la paradoja Sorites como “un género vicioso y capcioso” (1990, II.XVI 49, p. 44) y, los argumentos megáricos en general, como “sofismas […] intricados y picantes” (II. XXIV 75, p. 57).

Sin embargo, otra tradición historiográfica mantiene que es poco creíble suponer que Eubúlides propusiera sus argumentos como meros acertijos sin interés y que, muy probablemente, estaba intentando ilustrar y justificar algunas tesis de la escuela megárica (Kneale y Kneale 1971, p. 108). Una de las hipótesis, entre otras, que dicha tradición historiográfica baraja es que Eubúlides podría haber estado polemizando con Aristóteles, tal vez criticando, por ejemplo, su teoría del infinito en potencia (Beth 1954), o tal vez alguna de sus propuestas en el campo de la ética (Moline 1969). (Para más discusión alrededor del papel de la paradoja en la antigüedad véase, por ejemplo, Barnes 1982, Burnyeat 1982 y Wheeler 1983. Para una panorámica de la historia de la paradoja Sorites des de la Grecia antigua hasta Leibniz véase Santos 2019; véase también Williamson 1994, cap. 1.)

2. La paradoja Sorites

La paradoja Sorites aparece en el marco del fenómeno, más general, de la vaguedad. La vaguedad puede afectar a diversos tipos de expresiones lingüísticas (predicados, sustantivos, verbos, preposiciones, etc.) y también, seguramente, a representaciones mentales, como los conceptos. Para simplificar, nos centraremos en la vaguedad que se da en predicados; a saber, expresiones que denotan una propiedad, como ‘calvo’, ‘alto’, ‘joven’, ‘rojo’, etc. La principal característica de los predicados vagos es que, aunque se aplican de forma clara en algunos casos (por ejemplo, alguien con 0 cabellos es calvo) y no se aplican, también de forma clara, en otros (por ejemplo, alguien con 100.000 cabellos no es calvo), existen otros casos en los que la aplicación del predicado es dudosa. Dudosa en el sentido de que somos reacios a aplicar el predicado, pero también somos reacios a no aplicarlo y, crucialmente, nos parece que ninguna investigación (ni conceptual ni empírica) puede ayudar a esclarecer la duda en cuestión. Así, por ejemplo, hay ciertos individuos de los cuáles no sabríamos decir si son calvos o no y no nos parece que esta indecisión se pueda resolver analizando más el significado de ‘calvo’ o contando con exactitud la cantidad de cabellos del individuo en cuestión. Éstos serían, entonces, casos dudosos (borderline cases) del predicado ‘calvo’. La existencia de casos dudosos constituye, pues, un importante rasgo de las expresiones vagas (la caracterización de la vaguedad en términos de casos dudosos se puede encontrar ya en Pierce 1902, p. 748, donde se caracteriza la vaguedad en términos de incerteza intrínseca).

La existencia de casos dudosos pone de manifiesto otra de las principales características de los predicados vagos; a saber, la aparente inexistencia de límites precisos entre los casos en los que el predicado se aplica y los casos en los que no. Así, no parece que haya un límite preciso de cabellos que separe los individuos calvos de los que no lo son; es decir, por lo que parece, no hay ninguna cantidad de cabellos n, tal que alguien con n cabellos sea calvo, pero alguien con n+1 cabellos no lo sea; es decir, que ser calvo no parece depender de un cabello más o menos.

Esta característica de los predicados vagos es la que, precisamente, se pone de manifiesto en la paradoja Sorites. La idea detrás de la paradoja es la siguiente. Dado que alguien con 0 cabellos es, claramente, calvo y dado que ser calvo no depende de un cabello más o menos (porque no hay ningún límite preciso entre los que son calvos y los que no), alguien con 1 cabello también es calvo. Pero si alguien con 1 cabello es calvo, por la misma razón anterior, alguien con 2 cabellos también es calvo. Así, esta pequeña línea de argumentación puede repetirse tantas veces como sea necesario para concluir, finalmente, que alguien con 100.000 cabellos también es calvo. Parece, pues, que, partiendo de premisas que parecen verdaderas, hemos podido concluir (siguiendo patrones de argumentación que parecen correctos) algo que parece falso. Estamos, pues, delante de los signos distintivos de una paradoja; un argumento aparentemente válido con premisas aparentemente verdaderas y conclusión aparentemente falsa.

De forma un poco más precisa, la paradoja Sorites se puede enunciar, en una de sus formas más simples, de la siguiente forma, dado un predicado vago cualquiera F y una serie de objetos a1, a2, …, an:

  • Fa1
  • Si Fa1, entonces Fa2
  • Si Fa2, entonces Fa3
  • Si Fan-1, entonces Fan
  • ———————————
  • Por tanto, Fan

Para que un argumento con esta forma sea una paradoja es suficiente con que se den las siguientes condiciones (sobre la suficiencia de estas condiciones véase Barnes 1982, sobre su no necesidad, véase Oms y Zardini 2019, n. 14, Zardini 2021, p. 501 y Oms 2022, p. 5)

  1. El predicado F tiene que ser verdadero (al menos aparentemente) del objeto a1; por ejemplo, si F es el predicado ‘calvo’, a1 puede ser un individuo con 0 cabellos.
  2. El predicado F tiene que ser falso (al menos aparentemente) del objeto an; por ejemplo, si F es el predicado ‘calvo’, an puede ser un individuo con 100.000 cabellos. 
  3. La serie de objetos a1, a2, …, an tiene que ser lo que normalmente se llama una serie sorítica; a saber, una serie tal que todas las parejas de objetos contiguos son indiscriminables respecto a la aplicación del predicado F; es decir, que, para cualquier i, 1 ≤ i > n, Fai si, y solo si, Fai+1. Así, por ejemplo, la serie a1, a2, …, anpuede consistir en individuos tales que, si ai tiene n cabellos, ai+1 tiene n+1 cabellos, de tal forma que ai es calvo si, i sólo si, también lo es ai+1 (porque, recordemos, ser calvo no depende de un cabello más o menos).

La paradoja Sorites puede adoptar otras formas. Así, por ejemplo, las premisas en forma de condicional se pueden expresar con una sola premisa de la forma: para cada i, si Fai, entonces Fai+1 (para un análisis de las diferentes versiones de la paradoja véase, por ejemplo, Hyde y Raffman 2018, sec. 2 y Oms y Zardini 2019, pp. 6-7 ).

Ahora podemos observar porque la paradoja Sorites es un problema filosófico especialmente acuciante y profundo. Por una parte, especialmente en sus formulaciones más simples como la anterior, los recursos lógicos que usa son mínimos; en este caso, modus ponens (el patrón de argumentación según el cual de A y de si A entonces B, se sigue B) y la transitividad de la consecuencia lógica. Por otra parte, la paradoja parece afectar la gran mayoría de las expresiones y los conceptos que usamos para describir, conceptualizar y categorizar el mundo que nos rodea: expresiones como ’calvo’, ‘alto’, ‘joven’, ‘rojo’, ‘bueno’, ‘simpático’, ‘bello’, etc.

La paradoja señala, pues, una fuerte tensión que impregna profundamente todo nuestro aparato conceptual y expresivo.

3. Soluciones a la paradoja Sorites

A continuación, veremos tres de las principales soluciones que se han propuesto para lidiar con la paradoja Sorites. En primer lugar, veremos dos ejemplos de soluciones que intentan preservar la lógica clásica: el superevaluacionismo y el epistemicismo. Dejaremos de lado, por razones de espacio, algunas de las soluciones que, típicamente, se enmarcan también en este tipo de propuestas; principalmente, las contextualistas y las incoherentistas (para las primeras, véase, por ejemplo, Fara 2000, Raffman 1994, 2014 y Bones y Raffman 2019; para las segundas, véase, por ejemplo, Dummet 1975, Horgan 1994 y Eklund 2002, 2005, 2019).

En segundo lugar, veremos un ejemplo de solución que propone revisar la lógica clásica: la propuesta gradualista. Dejaremos de lado, otra vez por razones de espacio, algunas de las soluciones que típicamente se enmarcan en este tipo de propuestas; principalmente, las intuicionistas, las dialetheistas y las subestructurales (para las primeras, véase, por ejemplo, Wright 2019, 2021; para las segundas, véase, por ejemplo, Priest 2010, 2019 y Oms y Zardini 2021; para las terceras, véase, por ejemplo, Zardini 2008, 2019 y Slaney 2011).

3.1. Superevaluacionismo

De acuerdo con el superevaluacionismo, la vaguedad es un fenómeno lingüístico: si a es un caso dudoso de cierto predicado vago F, entonces la aplicación de F al objeto a es indeterminada y la aplicación de la negación de F al objeto a también. Esto se suele traducir en una falta de valor de verdad de los enunciados que resultan de la aplicación de un predicado vago a un caso dudoso de dicho predicado; dichos enunciados no son ni verdaderos ni falsos. Típicamente, los superevaluacionistas defienden que no atribuir valor de verdad a este tipo de oraciones captura parte de la fenomenología que asociamos a los predicados vagos en situaciones en las que dudamos si el predicado se aplica o no se aplica y, en consecuencia, no estamos dispuestos a afirmar que se aplica, pero tampoco estamos dispuestos a negar que se aplica (véase, por ejemplo, Cobreros y Tranchini 2019, p. 38).

El hecho de que el superevaluacionismo afirme que hay enunciados que no tienen valor de verdad (podríamos decir: que son indeterminados), significa que, según esta propuesta, el Principio de Bivalencia, según el cual todo enunciado es o bien verdadero, o bien falso (y no las dos cosas a la vez), falla. Sorprendentemente, aunque el superevaluacionismo pueda ofrecer contraejemplos al Principio de Bivalencia (a saber, los enunciados indeterminados), sí permite preservar uno de los principios constitutivos de la lógica clásica: el Principio del Tercio Excluso. Según este principio, todo enunciado de la forma A o no A es necesariamente verdadero. De hecho, el superevaluacionismo no solamente consigue preservar el Principio del Tercio Excluso, sino, hasta cierto punto, la noción clásica de consecuencia lógica en su totalidad. Para entender por qué esto es así, es necesario ver cuál es la semántica que el superevaluacionismo propone.

La semántica superevaluacionista debe su nombre a Bas van Fraassen (1966), quien la usó para lidiar con casos de indeterminación causados por términos sin denotación. Su aplicación a la vaguedad se remonta a Mehlberg (1956), aunque el locus classicus de aplicación de las ideas superevaluacionistas al caso de la vaguedad y la paradoja Sorites es Kit Fine (1975). Una de sus defensas más detalladas y extensas hasta el momento es Keefe (2000).

La estrategia que sigue el superevaluacionismo para enfrentare al fenómeno de la vaguedad y la paradoja Sorites se basa en el uso de formas razonables de hacer los predicados vagos precisos. Pensemos, por ejemplo, en el predicado vago ‘alto’. Hay muchas formas de hacer este predicado preciso; así, podemos decidir que, dado un caso dudoso de ‘alto’, digamos una persona que mide 180 cm, esta sea considerada como alta en algunas de estas formas de precisar el predicado y sea considerada como no-alta en otras. La idea es que no tenemos ninguna razón para preferir una opción sobre la otra. Llamaremos precisiones a dichas formas de hacer los predicados vagos precisos. En una de las formulaciones más habituales del superevaluacionismo, dichas precisiones deben ser completas y admisibles (defendida, con detalle, en Keefe 2000).

Que las precisiones sean completas significa que deciden todos los casos de aplicación del predicado; es decir, que, si F es un predicado vago y a es un caso dudoso de la aplicación de dicho predicado, que una precisión sea completa significa que o bien a es F o bien no lo es y, por tanto, la aplicación de F al objeto a es o bien verdadera (en el primer caso) o bien falsa (en el segundo caso). Así, en una precisión completa no falla el Principio de Bivalencia.

Que las precisiones sean admisibles significa que no contradicen las intuiciones básicas que tenemos respecto a los predicados a los que hacen precisos. Pensemos otra vez en el predicado ‘calvo’. Hay seres humanos que, claramente, son calvos (los que tienen, por ejemplo, 0 cabellos) y otros que, claramente, no lo son (los que tienen, por ejemplo, 100.000 cabellos). Toda precisión admisible debe contar a los primeros como calvos y a los segundos no; es decir, para ser admisibles, las precisiones deben respetar los casos claros de aplicación y los de no-aplicación del predicado vago al que hacen preciso. Hay otras intuiciones que las precisiones deben respetar para ser admisibles, intuiciones que capturan relaciones de comparación y conexiones analíticas entre predicados diferentes (Fine 1975 llamó a estas relaciones y conexiones, conexiones de penumbra); así, por ejemplo, volviendo al predicado ‘alto’, si Guillem es más alto que Alicia, ninguna precisión admisible puede considerar a la segunda alta sin considerar alto al primero; así, en la situación descrita, en la que Guillem es más alto que Alicia, el enunciado ‘si Alicia es alta, Guillem también’ tiene que ser verdadero en toda precisión admisible del predicado ‘alto’.

En la semántica superevaluacionista, un enunciado es verdadero cuando es verdadero en todas la precisiones completas y admisibles de los predicados vagos que aparecen en el enunciado. Y es falso cuando no es verdadero en ninguna de ellas (es decir, cuando es falso en todas ellas). La idea es que los enunciados que son verdaderos lo son independientemente de cómo hagamos precisos los predicados vagos que contienen; pongamos donde pongamos los límites que separan los casos de aplicación del predicado de los casos de no-aplicación del predicado, el enunciado es verdadero. Dicho de otra manera, la verdad solo nos compromete con aquello que no depende de donde pongamos los límites de los predicados vagos.

Es importante notar que hay una diferencia entre la noción de verdad en una precisión y la noción de verdad, digamos, simpliciter (ser verdadero en todas las precisiones). A menudo, se llama a la segunda super-verdad. Así, resumiendo, según el superevaluacionismo un enunciado es super-verdadero cuando es verdadero en toda precisión y super-falso cuando es falso en toda precisión.

Veamos algunos ejemplos. Supongamos que Alicia es un caso dudoso del predicado vago ‘alto’. Esto significa que, dado que no es ni un caso claro de aplicación de ‘alto’, ni tampoco un caso claro de su no-aplicación, la admisibilidad de las precisiones deja abierta la posibilidad de que, en algunas de ellas, Alicia cuente como alta, y en otras, no. Así, el enunciado ‘Alicia es alta’ es verdadero en algunas de las precisiones y falso en otras. Por tanto, el enunciado ‘Alicia es alta’ no es ni super-verdadero ni super-falso; ya que no es el caso que el enunciado sea verdadero en todas las precisiones completas y admisibles de ‘alto’ (que es lo que debería de pasar para que fuera super-verdadero) pero tampoco es el caso que no lo sea en ninguna (que es lo que debería de pasar para que fuera super-falso). Falla, pues, como hemos dicho, el Principio de Bivalencia. Por otra parte, si nos fijamos en el enunciado ‘Alicia es alta o no lo es’, dado que las precisiones son completas (es decir, cuentan a Alicia o bien como alta o bien como no-alta), dicho enunciado es verdadero en toda precisión completa y admisible de ‘alto’; ya sea porque Alicia cuenta como alta en dicha precisión (y, entonces, es verdadero el primer componente de la disyunción), o ya sea porque Alicia no cuenta como alta en dicha precisión (en cuyo caso es verdadero el segundo componente de la disyunción). En consecuencia, el enunciado ‘Alicia es alta o no lo es’ es super-verdadero. Se pude ver, así, por qué se satisface la Ley del tercio Excluso.

Vamos a ver ahora como el superevaluacionismo soluciona la paradoja Sorites. Recordemos que la paradoja Sorites es problemática porque parece ser un argumento válido que, a partir de premisas que parecen verdaderas nos permita concluir algo que parece falso. La estrategia superevaluacionista consiste en negar que las premisas sean super-verdaderas. Tomemos, por ejemplo, la formulación de la paradoja que usa condicionales de la forma ‘Si Fai, entonces Fai+1’, donde, recordemos, F es un predicado vago y ai y ai+1 son objetos contiguos en la serie sorítica que genera la paradoja. En algunos de estos condicionales se dará el caso que tanto ai como ai+1 sean casos dudosos de F. Así, ambos contaran como F en algunas precisiones y como no-F en otras. En las precisiones en las que los dos cuentan como F, el condicional ‘Si Fai, entonces Fai+1’ es verdadero; en las precisiones en las que a1 cuenta como no-F (independientemente de cómo quede clasificado a2), el condicional también es verdadero; pero en la precisión en la que ai cuenta como F y ai+1 no, el condicional es falso. Por tanto, el condicional es verdadero en algunas precisiones y falso en otras; es decir, que no es ni super-verdadero ni super-falso. Si, como hemos visto, identificamos ahora la super-verdad con la verdad simpliciter, vemos que no es el caso que las premisas de la Sorites sean verdaderas; al menos algunas de ellas no lo son (aunque tampoco sean falsas). Así, la Sorites, según el superevaluacionista, ya no hace que tengamos que comprometernos con su conclusión, ya que el argumento ya no es correcto; es decir, aunque sea lógicamente válido, no todas sus premisas son verdaderas y, en consecuencia, ya no implica la verdad de su conclusión.

Es importante notar que la premisa ‘para cada i, si Fai, entonces Fai+1’, que, como hemos dicho, se usa en otras formulaciones de la paradoja no es solamente no-verdadera, sino que es simplemente falsa (identificando, como antes, la super-verdad y la super-falsedad con la verdad y la falsedad simpliciter). Esto es así porque en toda precisión hay un i tal que es el caso que Fai pero no es el caso que Fai+1; es decir, en toda precisión hay dos objetos contiguos en la serie sorítica tales que el primero es F pero el segundo no (dado que la precisión es completa). Por tanto, en cada precisión, el enunciado ‘para cada i, si Fai, entonces Fai+1’ es falso y, así, el enunciado es falso. Cabe notar que, si este enunciado es falso, su negación es verdadera; es decir, que el enunciado ‘existe un i tal que Fai y no-Fai+1’ es verdadero (al menos en lógica clásica, donde ¬∀xφ es lógicamente equivalente a ∃x¬φ). Pero este último enunciado expresa la existencia de un límite exacto en la serie sorítica entre los objetos que son F y los que no. Así, vemos que el superevaluacionismo acepta que los predicados vagos tienen límites precisos; hay un pelo de diferencia entre los individuos que son calvos y los que no. Aun así, dicha aceptación es solamente nominal, en el sentido de que, aunque el superevaluacionista acepta que los predicados vagos tienen límites precisos, no hay ningún lugar en particular donde podamos ubicar dichos límites. Esta consecuencia del superevaluacionismo ha sido criticada como un fallo a la hora de capturar el significado habitual de las afirmaciones existenciales (véase, por ejemplo, Williamson 1994, pp. 153-154); así, el superevaluacionismo no conseguir´ía capturar la idea, que parece perfectamente natural, según la cual que sea verdad que existe un objeto que tal y cual implica que efectivamente hay un objeto que tal y cual (es decir, que las afirmaciones existenciales verdaderas tienen ejemplificaciones verdaderas). El superevaluacionismo parece aceptar lo primero sin aceptar lo segundo. (Para una discusión más detallada de las ventajas y los inconvenientes de las propuestas superevaluacionistas véase Cobreros y Tranchini 2019.)

3.2. Epistemicismo

Según el epistemicismo, la vaguedad es una forma de ignorancia; los predicados vagos tienen límites precisos entre los objetos a los que se aplican y los objetos a los que no se aplican, pero dichos límites nos resultan incognoscibles. Además, según el epistemicismo, tendemos a tomar esta ignorancia, equivocadamente, como evidencia de que dichos límites precisos no existen; la idea es que, como no podemos saber dónde están, nos parece que no existen.

A diferencia del superevaluacionismo, el epistemicismo no defiende la existencia de dichos límites solo nominalmente, sino que defiende la existencia de una cantidad concreta en particular de, digamos, cabellos, que hacen que alguien sea o deje de ser calvo. Por tanto, según el epistemicismo, un cabello sí importa para ser calvo o no ser calvo, aunque qué cantidad exacta de cabellos es la que marca la diferencia es algo que nos resulta epistémicamente inaccesible. La solución a la paradoja Sorites es, entonces, inmediata: uno de los condicionales de la forma ‘Si Fai, entonces Fai+1’ es falso; a saber, el condicional que menciona los objetos que quedan a ambos lados del límite preciso de F, de tal forma que, aunque ai y ai+1 sean indiscriminables respecto de la aplicación de F, el primero es F y el segundo no. Análogamente, la premisa ‘para cada i, si Fai, entonces Fai+1‘ también es, simplemente, falsa, ya que, precisamente, dicha premisa niega la existencia de límites precisos. Y el epistemicismo, como hemos dicho, afirma la existencia de límites precisos. Se preservan, pues, el Principio de Bivalencia y la lógica clásica en su totalidad; no es necesaria ninguna revisión ni de la lógica clásica ni tampoco de la semántica clásica.

La principal dificultad de las posturas epistemicistas consiste en explicar cuál es la naturaleza y cuáles son las razones de la mencionada inaccesibilidad epistémica a los límites precisos de los predicados vagos.

En la discusión contemporánea, las ideas epistemicistas aplicadas a la vaguedad y a la paradoja Sorites aparecen ya mencionadas en Cargile (1969) y han sido defendidas, por ejemplo, por Sorensen (1988, 2001), Williamson (1994) Horwich (1997) y Kearns y Magidor (2008). De todas estas propuestas, la más completa y detallada es la de Williamson, así que nos centraremos en ella.

Para explicar la naturaleza de la ignorancia que afecta a los predicados vagos, Williamson usa la idea según la cual para que una creencia A constituya conocimiento es necesario que dicha creencia no se hubiese podido formar fácilmente en una situación donde A fuera falsa. Por ejemplo, supongamos que observo el árbol que se ve desde mi ventana y me pregunto cuál debe de ser su altura. Supongamos que, basándome solamente en una suposición a primera vista (con una estimación a ojo), adquiero la creencia de que el árbol mide 3 m y 34 cm. Y supongamos que, de hecho, el árbol mide efectivamente 3 m y 34 cm. En esta situación no diríamos que que el árbol mide 3 m y 34 cm. La idea es que, mi creencia de que el árbol mide 3 m y 34 cm no constituye conocimiento porque, si el árbol hubiera medido 3 m y 33 cm yo igualmente hubiera adquirido la creencia de que mide 3 m y 34 cm. Digamos que, mi creencia, era verdadera por casualidad, o por suerte, y no era lo bastante segura; no era segura en el sentido de que existe una situación posible semejante a la descrita donde la creencia es falsa, pero en la que yo adquiero la creencia igualmente. Comparemos esta situación con otra en la que cojo una escalera, un metro y bajo al jardín a medir cuidadosamente el árbol. En esta segunda situación, si adquiero la creencia de que el árbol mide 3 m y 34 cm en base a mis mediciones, no hubiera adquirido dicha creencia en una situación en la que el árbol hubiera medido 3 m y 33 cm, ya que mis mediciones, en esta segunda situación, habrían dado como resultado 3 m y 33 cm y no 3 m y 34 cm. Por tanto, en esta segunda situación sí podemos obtener conocimiento, ya que la creencia es segura, en el sentido ya mencionado.

A partir de esta idea Williamson razona de la siguiente forma. Williamson mantiene que el significado de las palabras (ya sean vagas o no) está determinado por el uso que los miembros de una comunidad lingüística hacen de ellas. Así, si en dos situaciones posibles la palabra ‘alto’ se usa exactamente de la misma forma, su significado (y con él, el límite preciso entre los individuos altos y los no-altos) es el mismo. Además, dice Williamson, la relación que hay entre el uso de una expresión y su significado es muy frágil y compleja, de tal forma que pequeños cambios en el uso de, por ejemplo, la expresión ‘alto’ provocan cambios en su significado y, por tanto, cambios en cuáles son los objetos que son altos y cuáles no. Pero estos pequeños cambios, según Williamson, son muchas veces indetectables y, además, la función que determina el significado a partir de su uso es demasiado compleja, lo cual nos pone en una situación similar a la del árbol anterior. Es decir, supongamos que adquiero la creencia de que el límite preciso de ‘alto’ es, exactamente, 1 m y 76 cm. Supongamos que, de hecho, el uso que en este momento se hace de la expresión ‘alto’ determina que, efectivamente, el límite preciso entre los altos y los no-altos es 1 m y 76 cm. Dicha creencia no puede constituir conocimiento por la misma razón que mi estimación a ojo de la altura del árbol tampoco lo podía constituir: a saber, en una situación en la que el uso de ‘alto’ fuera ligeramente diferente (estableciendo el límite preciso, por ejemplo, en 1 m y 75 cm) yo igualmente me hubiera formado la creencia de que el límite está situado en 1 m y 76 cm, ya que no habría podido detectar los cambios relevantes que causan los cambios en el significado de ‘alto’. Así, en general, mis creencias sobre los límites precisos de los predicados vagos nunca pueden constituir conocimiento, que es lo que Williamson quería concluir.

El Epistemicismo tiene como ventaja que soluciona la paradoja Sorites de forma simple y elegante y que no involucra ninguna revisión de la lógica y la semántica clásicas. Por otra parte, algunas de las objeciones que ha recibido son las siguientes. Rosana Keefe (2000, pp. 71-72), por ejemplo, ha acusado al epistemicismo de ser una propuesta demasiado contraintuitiva, en el sentido que no puede explicar ni tan siquiera porque no nos formamos creencias sobre la localización de los presuntos límites precisos de los predicados vagos; así, lo relevante a explicar (y lo que el epistemicismo no puede explicar, dice Keefe) no es que no conozcamos dichos límites, sino que ni tan siquiera tengamos creencias sobre ellos. Según Graham Priest (2019, pp. 147), por ejemplo, las propuestas epistemicistas no pueden concluir tan fácilmente como pretenden que tomemos la ignorancia de los límites precisos de los predicados vagos como evidencia de que estos no existan, ya que, dice Priest, hay muchas cosas que no conocemos y de cuya existencia no dudamos. (Para una discusión más detallada de las ventajas y los inconvenientes de las propuestas epistemicistas véase Magidor 2019.)

3.3. Propuestas gradualistas

Una reacción que surge de forma muy natural cuando pensamos en predicados vagos es que su aplicación es una cuestión de grado; los individuos son más calvos o menos calvos que otros individuos; las personas son más altas o menos altas que otras personas; los objetos son más rojos o menos rojos que otros objetos …

Las propuestas gradualistas intentan precisar esta idea. Y lo hacen, típicamente, capturando los grados de aplicación de los predicados vagos con el intervalo cerrado de números reales o racionales [0,1], donde 0 representa la falsedad, 1 la verdad y el resto de los números representan los valores de verdad intermedios que capturan la naturaleza gradual de los predicados vagos. Así, por ejemplo, si Alicia y Guillem son casos dudosos del predicado ‘alto’ y Guillem es más alto que Alicia, tal vez el enunciado ‘Alicia es alta’ tiene el valor de verdad de 0.5 y el enunciado ‘Guillem es alto’ tiene el valor de verdad de 0.7. La verdad es, pues, una cuestión de grado.

Algunas de las ideas que acabarían incorporándose en las propuestas gradualistas se encuentran ya en Łukasiewicz y Tarski (1930) y Black (1937). Pero la primera propuesta gradualista plenamente desarrollada la introdujo Joseph Goguen (1969). Diferentes propuestas gradualistas se pueden encontrar defendidas, por ejemplo, en Lakoff (1973), Machina (1976), Forbes (1983), Edgington (1997), Smith (2008) y Paoli (2003, 2019).

Aunque no hay consenso entre las diferentes propuestas gradualistas, seguiremos a Paoli (2019) y presentaremos sucintamente lo que él llama la Propuesta Difusa Estándar (PDE). La PDE, si bien se distancia en algunos aspectos importantes de las principales propuestas gradualistas, nos permitirá hacernos una idea suficientemente precisa de cuál es la respuesta gradualista a la paradoja Sorites.

La PDE usa el intervalo cerrado de números racionales [0,1] como conjunto de valores de verdad y la lógica de infinitos valores de Łukasiewicz. Dicha lógica usa una semántica veritativo-funcional; es decir, que el valor de verdad de las expresiones complejas construidas con las conectivas lógicas depende unívocamente del valor de verdad de sus partes menos complejas. Las condiciones de verdad para las conectivas lógicas son las siguientes, donde |φ| denota el valor de verdad numérico de la expresión φ (es decir, |φ|∈ [0, 1]):

|¬φ| = 1 – |φ|,
|φ & ψ| = min(|φ|, |ψ|); es decir, el mínimo de los dos valores |φ| y |ψ|,
|φ ∨ ψ| = max(|φ|, |ψ|); es decir, el máximo de los dos valores|φ| y |ψ|,
|φ → ψ| = 1, si |φ| ≤ |ψ|;
  1 – (|φ|-|ψ|) (o, alternativamente, 1 – |φ| + |ψ|), si |φ| >|ψ|

La noción de consecuencia lógica se define en términos de preservación necesaria del valor de verdad 1; es decir, un argumento es lógicamente válido según la PDE cuando, si todas sus premisas tienen valor de verdad 1, su conclusión también tiene valor de verdad 1.

Para ver como la PDE puede responder a la paradoja Sorites es importante que nos fijemos en el comportamiento del condicional, que, como veremos a continuación, intenta capturar la pérdida de verdad, por así decirlo, que puede darse del antecedente al consecuente. Como se ve en sus condiciones de verdad, un condicional toma el valor de verdad máximo cuando el valor de verdad del antecedente es menor o igual que el valor de verdad del consecuente; es decir, un condicional toma el valor de verdad máximo cuando no hay pérdida de verdad del antecedente al consecuente. ¿Qué pasa cuándo sí hay pérdida de verdad del antecedente al consecuente? Como se puede observar en las condiciones de verdad del condicional, la pérdida de verdad (es decir la diferencia de valor de verdad que hay entre el antecedente y el consecuente) se resta del valor de verdad máximo (es decir, de 1). Por ejemplo, volviendo al ejemplo anterior, supongamos que el enunciado ‘Alicia es alta’ tiene valor de verdad de 0.5 y el enunciado ‘Guillem es alto’ tiene valor verdad de 0.7. Entonces, el enunciado ‘Si Guillem es alto, entonces Alicia es alta’ tendrá valor de verdad 1 – (|‘Guillem es alto’|- |‘Alicia es alta’ |) = 1 – (0.7 – 0.5) = 1 – 0.2 = 0.8. Es decir, primero calculamos la pérdida de verdad del antecedente al consecuente (que en este caso es de 0.2) y restamos esta cantidad del valor máximo de verdad que el condicional podría tener.

Vamos a ver ahora como la PDE propone solucionar la paradoja Sorites. La primera premisa, Fa1, tendrá valor 1, ya que hemos supuesto que a1 era un caso claro de aplicación de F. Tal vez alguno de los condicionales que siguen a la primera premisa también tendrán valor 1, pero, tarde o temprano, nos adentraremos en la zona de casos dudosos de aplicación de F. Es decir, que, tarde o temprano llegaremos a un i tal que el valor de verdad de Fai+1 será menor que el valor de verdad de Fai y, por tanto, el valor de verdad del condicional ‘Si Fai, entonces Fai+1’ será 1 menos la diferencia de verdad entre Fai y Fai+1. Esta diferencia, tal como hemos caracterizado la serie sorítica a1, a2, …, an, será muy pequeña, pero suficiente para que el valor de la premisa ‘Si Fai, entonces Fai+1’ sea menor que 1. Y a partir de este punto, las premisas, aunque mantienen un valor de verdad siempre cercano a 1, empiezan, por así decirlo, a “gotear” verdad, de tal forma que el valor de verdad de sus consecuentes va disminuyendo gradualmente, hasta llegar a la conclusión falsa (con valor 0) Fan. Por tanto, como en el caso del supervaluacionismo y del epistemicismo, según la PDE, el argumento de la paradoja Sorites no es un argumento correcto, ya que no es verdad que todas sus premisas tengan valor de verdad 1, y, por tanto, aunque sea lógicamente válido, no implica que la conclusión tenga valor 1.

Además, la PDE puede explicar por qué nos parece que el argumento de la Sorites es correcto, ya que, aunque sus premisas no tengan valor 1, sí tienen valores muy cercanos a 1, lo cual puede hacernos pensar, equivocadamente, que son verdaderas.

Una de las principales objeciones que han recibido las propuestas gradualistas como la PDE tiene que ver con la asignación de los valores de verdad a los enunciados simples como ‘Alicia es alta’. El problema es que no parece que haya ningún hecho que pueda determinar que el valor de verdad de dicho enunciado sea, digamos, 0.456, y no 0.457 (véase, por ejemplo, Keefe 1998, p. 571). (Para una discusión más amplia de las críticas que las teorías gradualistas han recibido y las respuestas y revisiones que dichas críticas han provocado, véase, por ejemplo, Smith 2008 y Paoli 2019.)

Sergi Oms
(Universitat de Barcelona, Logos Group, BIAP)

Referencias

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Lecturas recomendadas en castellano

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Oms, Sergi (2022), “La paradoja Sorites”,  Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica: http://www.sefaweb.es/la-paradoja-sorites

Pluralismo lógico

El pluralismo lógico afirma que hay más de una lógica correcta. Esto es, resuelve las afirmaciones aparentemente rivales del tipo ‘∆ se sigue de Γ’ y ‘∆ no se sigue de Γ’. Hay muchas formas de resolver este desacuerdo, que dependen de ciertos presupuestos sobre qué es la lógica y de cuál es el origen de la rivalidad. En cierto modo, el pluralismo lógico puede verse como un proyecto: el estudio de cómo se pueden aceptar dos o más lógicas, o sobre los límites razonables de nuestra tolerancia con distintas lógicas rivales.

1. Niveles de pluralismo

En el debate sobre el pluralismo lógico no sólo encontramos propuestas a favor y en contra de algunas tesis pluralistas, sino también clasificaciones de estas mismas tesis (véase Priest, 2006; Field, 2009; Cook, 2010; Eklund, 2012). Y junto con las clasificaciones, algunos autores han propuesto distintos niveles de pluralismo lógico.

Así pues, distinguimos niveles de versiones de pluralismo lógico. Los niveles de pluralismo lógico corresponden a las diversas concepciones de qué es la lógica: desde la lógica concebida como pura estructura matemática hasta la lógica como formalización del razonamiento correcto. Las versiones de pluralismo son las distintas teorías que hacen compatibles más de una lógica en un determinado nivel.

Priest (2006) distingue tres niveles principales en los que se puede situar la tesis pluralista:

  1. Pluralismo lógico puro (PLP): hay una pluralidad de lógicas puras.
  2. Pluralismo lógico aplicado (PLA): hay una pluralidad de lógicas que pueden aplicarse a distintos fenómenos.
  3. Pluralismo lógico del razonamiento (PLR): hay una pluralidad de lógicas para analizar el razonamiento correcto.

Es importante tener en cuenta que cada versión del pluralismo implica una presuposición sobre un determinado nivel donde se sitúa la lógica. Lo que uno define como lógica determina qué tipo de pluralismo puede respaldar. Por lo tanto, dado un nivel concreto, hay dos posibilidades con respecto al debate pluralista: defender que hay más de una lógica en ese nivel o defender que sólo hay una.

1.1 Pluralismo lógico puro

Si uno revisa la bibliografía especializada en lógica, puede ver que en cierto sentido hay o existen diversas lógicas: clásica, relevante, lineal, trivalente, intuicionista… Una posible tesis pluralista es la afirmación de que estas lógicas son igualmente legítimas en tanto que sistemas de símbolos y reglas sin interpretar. Llamaremos a la tesis pluralista en este nivel pluralismo lógico puro (PLP), tal como hace Priest (2006) (otras denominaciones para este nivel son las de Cook, 2010: Pluralismo lógico Matemático, y Eklund, 2012: pluralismo de mapeo).

La aceptación de PLP parece trivial. Aceptar que hay distintos sistemas lógicos correctos en tanto que simples estructuras no resulta controvertido. Tampoco excluye ni presupone la tesis que la lógica correcta (en un sentido que veremos a continuación) es única. Como afirman Priest (2006), Cook (2010) y Eklund (2020), no parece que esta pluralidad implique una tesis filosófica sustancial, ya que no consideramos que la lógica sea simplemente una estructura matemática: consideramos que la lógica es algo más que eso.

1.2 Pluralismo lógico aplicado

Cuando hablamos de la validez de un argumento podemos hacerlo de forma interna, refiriéndonos a la validez del argumento dadas las reglas de la lógica en la que razonamos, o de una forma externa, interpretando el vocabulario lógico y preguntándonos si dada esa interpretación la conclusión se sigue de las premisas. En este sentido podemos determinar un segundo nivel de pluralismo: la pluralidad de lógicas aplicadas a distintos dominios. En este segundo nivel la lógica no es solo una estructura matemática, sino que es la aplicación de esa estructura a un dominio del discurso, interpretando así el vocabulario lógico. Llamamos a esta tesis Pluralismo Lógico aplicado (PLA), siguiendo a Priest (2006) (Cook, 2010 incluye en este nivel el ‘pluralismo matemático aplicado’ y el ‘pluralismo lógico filosófico’, mientras que Eklund, 2012 se refiere a este nivel como ‘pluralismo de propósitos’).

Podemos distinguir dos versiones de PLA. La primera versión afirma que dado un dominio hay una sola lógica correcta para ese dominio. Es decir, el pluralismo es un fenómeno externo para cada aplicación específica. Según la segunda versión se pueden aplicar distintas lógicas a un único dominio, siendo así el pluralismo un fenómeno interno para ese dominio.

Aunque el pluralismo en este nivel no es tan sencillo y evidente como el PLP, puede defenderse como verdadero sin respaldar aún el pluralismo lógico. Se puede estar de acuerdo con el hecho de que diferentes lenguajes formales pueden ser teorías sobre diferentes fenómenos sin aceptar una pluralidad de lógicas en un sentido más fuerte. Para rechazar que el pluralismo lógico se reduce a la pluralidad de lógicas correctamente aplicadas a distintos campos se debe asumir al menos uno de los dos puntos siguientes: (i) el vocabulario lógico se interpreta técnicamente en cada dominio y no corresponde al significado genuino de las conectivas lógicas, (ii) la conexión entre premisas y conclusiones en los dominios en los que se aplican las distintas lógicas no está determinado por la consecuencia lógica, sino por alguna otra conexión técnica determinada por los fenómenos formalizados. En definitiva, si se acepta PLA pero se defiende una tesis monista sobre la lógica, se considera que la lógica se identifica con una aplicación particular: el razonamiento correcto.

1.3 Pluralismo lógico del razonamiento

Estas últimas consideraciones nos llevan al último nivel en el que podemos situar la tesis pluralista, y que hemos nombrado Pluralismo lógico aplicado al razonamiento (PLR) siguiendo a Priest (2006) (Cook, 2010 lo denomina ‘pluralismo de consecuencia lógica’ o ‘pluralismo lógico substancial’ y Eklund, 2012, ‘buen pluralismo’). En este nivel nos centramos en la formalización de la consecuencia lógica genuina o canónica, que no es otra que el análisis del razonamiento correcto (Priest, 2006, p. 196).

De acuerdo con Haack (1982, p. 223) y Priest (2006, p. 174), podemos establecer una distinción interesante en PLR. Por un lado, se puede argumentar a favor del localismo, afirmando que dominios distintos requieren lógicas distintas para razonar sobre ellos, es decir, la consecuencia lógica cambia según el dominio (es importante observar que esta visión es similar pero no equivalente a PLA externo: la aplicación de una lógica a un dominio es distinta a la consecuencia lógica genuina para razonar sobre un dominio). Por otro lado, el globalismo defiende que hay más de una lógica correcta para razonar, con independencia del dominio o del discurso al que se aplique.

Las tesis que encontramos en este último nivel no parecen tan triviales o fáciles de demostrar como las examinadas en niveles anteriores. Que haya más de una lógica correcta que captura el razonamiento correcto no parece evidente, dada la formalidad, normatividad y universalidad que se le atribuye a la lógica. Veamos las distintas propuestas para defenderlo.

2. Versiones del pluralismo lógico

Una vez hemos visto que el interés del pluralismo lógico es hacer compatibles dos o más afirmaciones aparentemente incompatibles sobre la consecuencia lógica nos centraremos en los distintos intentos para defender esta tesis. Las versiones interesantes del pluralismo deben (a) respaldar más de una lógica en el nivel PLR, o (b) defender que PLR no se corresponde con lo que entendemos por lógica, y respaldar una versión de pluralismo en un nivel inferior.

Consideremos la aparente rivalidad acerca de la validez de un argumento Γ ⇒ ∆. Dicha rivalidad puede tener dos orígenes distintos: la divergencia sobre lo que expresan Γ y ∆ (generalmente defendido por una divergencia sobre las constantes lógicas que aparecen en Γ y ∆, pero no necesariamente) o la divergencia sobre lo que expresa ⇒. En otras palabras, dadas dos lógicas L y L′, tenemos las siguientes dos posibilidades que explican su rivalidad (Haack, 1982 y Hjortland, 2013):

  • Divergencia sobre el lenguaje: Γl ⇒ ∆l y Γl ⇏ ∆l
  • Divergencia sobre la consecuencia: Γ ⇒l ∆ y Γ ⇏l

Tengamos en cuenta que no es posible trazar una línea que separe nítidamente los dos tipos de pluralismo, ya que el comportamiento de la noción de consecuencia tiene efectos en el comportamiento de las conectivas, y viceversa (véase el fenómeno de la internalización de la validez en Hjortland, 2014 y Dicher, 2016). Por lo tanto, aunque solemos hablar de versiones de pluralismo lógico, también pueden entenderse como distintas presentaciones del pluralismo lógico.

2.1 Pluralismo del lenguaje

La defensa del pluralismo lógico basada en la pluralidad de lenguajes legítimos diversos se ha defendido a partir de la adopción de más de una codificación legítima de las constantes lógicas. Veamos las distintas formas que esta idea ha tomado en la bibliografía sobre el pluralismo.

2.1.1 Tolerancia

Carnap es considerado un pionero en el debate pluralista (Beall y Restall, 2006 y Restall, 2002), siendo su Principio de Tolerancia (Carnap, 1937, p.xv) la motivación de su visión pluralista sobre la lógica.

Podemos identificar dos principios que sustentan el pluralismo carnapiano (Kouri Kissel, 2019): en primer lugar, Carnap identifica la lógica con el lenguaje formal, afirmando que un lenguaje queda determinado en tanto se definan las reglas sintácticas que lo rigen (Carnap, 1937, p. 52), lo que supone que un cambio de lógica es un cambio de lenguaje.

En segundo lugar, Carnap defiende el Principio de Tolerancia, que acepta más de un lenguaje formal. Este principio se sustenta en la idea que las preguntas acerca de la corrección de un lenguaje se responden por principios pragmáticos o de conveniencia respecto a la aplicación del mismo. Según este punto de vista, es imposible o un sinsentido determinar cuál es la formalización correcta o el rol inferencial de ‘y’, ‘o’, o ‘si … entonces’ en sentido absoluto. Solo después de que se haya especificado la aplicación sobre la que se está teorizando, se puede determinar la mejor formalización de la conjunción, disyunción o condicional.

Y dado que puede haber distintos contextos que requieran distintas formalizaciones de las constantes lógicas (como hemos visto al presentar el PLA), el pluralismo lógico es correcto.

2.1.2 Modelos

Cook (2002) y Shapiro (2006) defienden una versión del pluralismo que se sustenta en una visión particular sobre la lógica y su conexión con el lenguaje. Shapiro y Cook afirman que el objeto de la lógica es modelar el lenguaje natural, donde los modelos son estructuras que capturan e idealizan ciertas características de un fenómeno, el lenguaje en este caso, mientras que ignoran otras. Dada la riqueza del fenómeno a modelar y la simplificación que del mismo hace de modelo, puede haber modelos rivales pero igualmente correctos de un mismo fenómeno, dependiendo de los aspectos que se realcen o simplifiquen.

Podemos ver esta versión como un pluralismo de dos dimensiones: por un lado, cada contexto que se pretenda modelar aceptará unas reglas distintas en función de su utilidad para el caso concreto; por otro lado, en función de la complejidad que se quiera capturar en cada contexto se aceptará una lógica más o menos idealizada que ignore o refleje su estructura.

2.1.3 Polisemia

Otra versión del pluralismo lógico es la de Kouri Kissel (2018), quien también defiende una pluralidad de lenguajes formales que pueden capturar el vocabulario lógico. Kouri Kissel (2018) defiende una visión polisémica sobre el significado de las constantes lógicas. Según
su punto de vista, las conectivas cambian su significado según el contexto, pero están conectadas entre ellas con una noción pre-teórica de cada conectiva de una manera polisémica.

Consideremos, por ejemplo, el ‘no’ en lenguaje natural y sus distintas formalizaciones en lógicas rivales como la lógica clásica o la intuicionista. Según Kouri Kissel, hay una negación pre-teórica (2018, p. 7) que está relacionada con cada negación formal del mismo modo que están relacionados entre sí los distintos significados de algunas palabras polisémicas. Así pues, la negación solo se puede precisar en relación con un contexto del discurso determinado (por ejemplo, el razonamiento clásico o intuicionista sobre las matemáticas).

2.1.4 Lógica de la ambigüedad

Otra forma de pluralismo basado en la multiplicidad de lenguajes formales legítimos es la de Allo (2013). Este pluralismo está motivado por el hecho de que las conectivas lógicas de la lógica clásica son defectuosas para codificar las conectivas del lenguaje natural, pues estas son conectivas ambiguas, mientras que en la lógica clásica son unívocas.

En general, las lógicas subestructurales codifican dos sentidos de las conectivas lógicas mediante la distinción entre conectivas multiplicativas y aditivas. Allo afirma que las conectivas del lenguaje natural son ambiguas, y que alguna lógica subestructural es una lógica correcta para capturar dicha ambigüedad.

2.1.5 Realitividad lógica

Varzi distingue lo que él denomina relativismo tarskiano del relativismo carnapiano. Primero, y siguiendo a Tarski, Varzi defiende una versión del pluralismo lógico basada en una pluralidad de modelos válidos, que a su vez se basa en la pluralidad de demarcaciones de vocabulario lógico (Varzi, 2002). Esto genera una versión de pluralismo lógico dada la noción tarskiana de consecuencia lógica:


Un argumento es válido si su conclusión es verdadera en todos los modelos en los que las premisas son verdaderas.

Varzi defiende la pluralidad de interpretaciones de la noción de modelo como resultado de una pluralidad de demarcaciones del vocabulario lógico, de modo que el límite entre el vocabulario lógico y el vocabulario extra-lógico es variable. Esto permite generar distintos modelos para la consecuencia lógica, lo que genera más de una lógica correcta.

En segundo lugar, siguiendo a Carnap, Varzi afirma que una vez que se ha establecido una demarcación específica del vocabulario lógico, uno puede ser pluralista en el sentido carnapiano visto anteriormente.

2.1.6 Pluralidad de los portadores de valores de verdad

Otra versión del pluralismo, defendida por Gillian Russell (2008), surge de una pluralidad de interpretaciones de los portadores de valores de verdad codificados en Γ y ∆ en una inferencia Γ ⇒ ∆.

Russell afirma que podemos encontrar ambigüedades en la noción de argumento (Russell, 2008, p. 596): las premisas y la conclusión de un argumento son portadores de valores de verdad, pero esta caracterización abre una pluralidad de posibilidades, ya que los portadores de valores de verdad pueden ser ‘oraciones, proposiciones, símbolos, declaraciones, expresiones, ocurrencias de oraciones, creencias y juicios’ (Russell, 2008, p . 596). El pluralismo lógico surge de la ambigüedad de los argumentos dependiendo de qué portadores elijamos.

Para ver cómo esta ambigüedad nos conduce al pluralismo lógico, distingamos primero las proposiciones, como portadores primarios de valores de verdad, del resto, que son utilizados para expresar una proposición, y cuyas condiciones de verdad dependen de la proposición que expresan.

Sea Bi un portador de valores de verdad que expresa la proposición Pi: Russell muestra que el bicondicional ‘B1, …, Bn Bm si y solo si P1, …Pn Pm’ falla en ambas direcciones. Primero, consideremos el siguiente contraejemplo del condicional ‘si B1, …, Bn Bm entonces P1, …, Pn Pm ’:

⇒ Estoy aquí ahora.

Aunque esta expresión siempre expresa algo verdadero, la proposición que expresa en cada caso no es una verdad lógica. Por lo tanto, hay derivaciones válidas de una lógica que formaliza portadores de valores de verdad no proposicionales que no son válidas en una lógica que formalice contenidos proposicionales.

Segundo, el siguiente contraejemplo muestra la invalidez del condicional ‘si P1, … Pn Pm entonces B1, …, Bn Bm’,

Héspero es Héspero ⇒ Héspero es Fósforo.

Ambas oraciones expresan la misma proposición, pero un portador de valores de verdad no proposicional no establece una conexión lógica entre la premisa y la conclusión. Por lo tanto, hay derivaciones válidas en lógicas que formalizan contenidos proposicionales que no son válidas si la lógica captura portadores de valores de verdad no proposicionales.

En definitiva, hay más de una respuesta a la pregunta sobre la validez de un argumento, y el pluralismo lógico surge como consecuencia de la ambigüedad que la autora atribuye a la noción de argumento.

2.2 Pluralismo de la consecuencia

Otras versiones de pluralismo lógico emergen de la pluralidad de relaciones de consecuencia lógica defendidas como válidas en un mismo lenguaje. Por lo tanto, en contraposición a los pluralismos del lenguaje, que defienden variaciones en Γ y ∆ en la expresión ‘∆ se sigue de Γ’, veremos versiones que defienden que la expresión ‘se sigue de’ puede formalizarse de distintas formas, todas ellas legítimas.

2.2.1 Pluralismo lógico de Beall y Restall

Beall y Restall (2001, 2006) definen su pluralismo como ‘la tesis de que hay más de una relación de consecuencia deductiva genuina’ dado que ‘la noción pre-teórica de consecuencia lógica no está formalmente definida y no tiene límites nítidos’ (2006).

El pluralismo lógico de Beall y Restall se sustenta en la siguiente reformulación de la noción tarskiana de la validez, TTG:


Tesis Tarskiana Generalizada (TTG): un argumento es válidox si y solo si, en todos los casosx en los que las premisas son verdaderas, también lo es la conclusión. (Beall y Restall, 2006, p.29)

Observemos que el subíndice x en válido y en casos muestra que la validez es relativa a la especificación de casos. Fijémonos también que la consecuencia es definida como preservación de la verdad en los distintos casos. Por lo tanto, cada especificación de casos posible determinará una relación de consecuencia lógica distinta, pues la posibilidad de encontrar un contraejemplo para un argumento en concreto variará en función de los casos admitidos.

Beall y Restall aceptan que hay al menos cuatro especificaciones distintas de casos (mundos posibles, modelos tarskianos, situaciones y construcciones), que dan lugar a tres lógicas válidas (lógica clásica, relevante e intuicionista): primero, si consideramos los casos como tarskianos, o bien como mundos posibles, completos y coherentes, la lógica obtenida es clásica; segundo, si los casos son considerados como situaciones posiblemente incompletas e incoherentes, pueden modelar la lógica relevante; y si los casos son construcciones, posiblemente incompletas pero coherentes, la lógica resultante es la lógica intuicionista.

Consideremos como ilustración el silogismo disyuntivo, A B, ¬A B. Si razonamos sobre casos completos y coherentes, siguiendo la lógica clásica, no encontraremos ningún contraejemplo al argumento, y por lo tanto, lo consideramos clásicamente válido. Sin embargo, si aceptamos que pueden haber casos incoherentes, un contraejemplo será aquella situación en que A es falso y B es verdadero y falso. Por lo tanto, el argumento es inválido en lógica relevante.

Finalmente, Beall y Restall restringen las instancias de TTG a aquellas que generan nociones de consecuencia lógica que sean necesarias, normativas y formales, un criterio que cumplen tanto la lógica clásica, como la relevante y la intuicionista.

2.2.2 Modalismo

Bueno y Shalkowski (2009) defienden una tesis pluralista denominada ‘modalismo’, que se basa, al igual que para Beall y Restall, en una definición de consecuencia lógica que puede especificarse de diversos modos. Sin embargo, a diferencia de Beall y Restall, Bueno y Shalkowski (2009) definen la consecuencia lógica evitando una cuantificación sobre los casos posibles. Su pluralismo emerge de la siguiente definición de validez:


Un argumento es válido si, y solo si, la conjunción de sus premisas con la negación de su conclusión es imposible. (Bueno y Shalkowski, 2009, p. 295).

Con esta definición de consecuencia, emerge una pluralidad de lógicas si se puede expandir el ‘dominio de lo posible’. Y así es, según Bueno y Shalkowski, ya que, por ejemplo las contradicciones son posibles en ciertos dominios del discurso (p. 309), pero imposibles en otros, lo que da lugar a distintas nociones de validez.

2.2.3 Ruta dialógica

French (2019) defiende una versión del pluralismo basada en la noción de ‘explicación’, que a su vez surge de una concepción dialógica de la lógica.

Consideremos un argumento Γ ⇒ ∆, y dos sujetos, el ‘argumentador’ y el ‘escéptico’. El papel del argumentador es convencer al escéptico de la validez del argumento, y este segundo busca razones para rechazar la conclusión dadas las premisas. La validez del argumento se reflejará en la existencia de una estrategia del argumentador para convencer a su interlocutor, por muy escéptico que este sea.

El pluralismo surge como consecuencia de observar que hay distintos estándares para aceptar un argumento, y aquello que en ciertos contextos puede ser un argumento bueno o convincente, en otros contextos con distintos estándares se puede rechazar por ser un argumento inválido.

2.2.4 Cáculo de secuentes

La siguiente versión de pluralismo lógico utiliza la lógica de secuentes para defender la pluralidad de lógicas admisibles. Los secuentes del cálculo tienen la siguiente forma:

A, Γ ⊢ ∆, B

Ahora podemos introducir reglas que nos permitan pasar de unos secuentes a otros: estas reglas pueden afectar a una conectiva lógica (reglas operativas), o pueden afectar a la coma (reglas estructurales). Como ilustración, veamos la derivación del silogismo disyuntivo en la lógica clásica:

La derivación comienza con axiomas, A A y B B, y luego aplica reglas que afectan tanto a las conectivas lógicas (⋁L y ¬L) como a las comas (WR, ER, EL). El resultado es el secuente A B, ¬A B, es decir, B se deduce de A B y ¬A suponiendo que las reglas y los axiomas también son válidos.

Estas reglas se pueden modificar: se pueden presentar reglas alternativas para codificar alguna conectiva, o se puede rechazar alguna regla estructural, lo que afecta a las comas y también a ⊢.

Restall (2014) sugiere una versión del pluralismo distinta (pero compatible) con su propia teoría (juntamente con Beall) presentada anteriormente. La idea de Restall es adoptar distintas nociones de consecuencia lógica para un mismo lenguaje. Para defender esta posibilidad considera que el significado de las constantes lógicas queda determinado por las reglas operacionales, mientras que las reglas estructurales afectan la noción de consecuencia. Así, podemos tener dos nociones de consecuencia distintas en un mismo lenguaje.

Consideremos la negación. En la lógica clásica e intuicionista, la negación tiene las siguientes reglas:

Sin embargo, su comportamiento en lógica clásica e intuicionista difiere: en la lógica clásica pueden aparecer más de una fórmula como conclusión, mientras que en la lógica intuicionista sólo puede aparecer una. Por lo tanto, ¬R en lógica intuicionista solo se puede aplicar cuando ∆ es vacío. Esta diferencia en las reglas estructurales para ⊢ invalida la siguiente inferencia en la lógica intuicionista:

Si convenimos con Restall en que las reglas operacionales determinan el significado de ¬, y en que las formalizaciones clásica e intuicionista de ⊢ son admisibles, entonces debemos aceptar la lógica clásica y la lógica intuicionista como dos nociones de validez en un mismo lenguaje.

3. Principales objeciones contra el pluralismo

Desde la publicación de los trabajos de Beall y Restall se han formulado numerosas objeciones al proyecto. Dos de ellas merecen especial atención, por su carácter transversal, que afecta a cualquier versión del pluralismo lógico.

3.1 Colapso

El problema del colapso ha sido presentado y estudiado por Keefe (2014), Priest (2006), Read (2006) y Stei (2020).

La objeción al pluralismo se plantea como sigue: consideremos dos lógicas distintas, L1 y L2, que el pluralista acepta, y que difieren en la validez del argumento Γ ⇒ ∆, que L1 considera válido y L2 inválido. Supongamos también que el pluralista tiene razones para aceptar Γ. Debe el pluralista aceptar ∆?

Tanto si damos una respuesta positiva como negativa a la pregunta sobre si debemos aceptar ∆, el pluralismo parece colapsar en una única lógica, es decir, en monismo: supongamos que en la situación descrita debemos aceptar ∆. En este caso, L2 parece fallar, pues su noción de consecuencia no da todas las claves para determinar qué conclusiones aceptar dadas ciertas premisas. Si por el contrario debemos rechazar ∆, la noción de consecuencia que codifica L1 parece inducirnos a error, al afirmar que dado Γ se deriva ∆.

3.2 Cambio de significado

El argumento del cambio de significado es una objeción formulada no solo en contra del pluralismo lógico sino también en contra de la divergencia respecto a la lógica aceptada.

La objeción tiene su origen en Quine (1998, p.81), donde el autor defiende que la divergencia con respecto a la lógica clásica puede interpretarse como un cambio de significado del vocabulario lógico, lo que transforma dicha divergencia en una simple confusión, y reduce la lógica rival a un equívoco del lenguaje.

El argumento tiene las siguientes tres premisas:

  1. (a) Un cambio de lógica es un cambio de lenguaje formal, entendido como lenguaje interpretado,
  2. (b) El significado de una constante lógica está determinado por su rol inferencial o sus condiciones de verdad,
  3. (c) El lenguaje formal clásico captura el rol inferencial o las condiciones de verdad del vocabulario lógico.

La conclusión de (a) y (b) es que un cambio de lógica es un cambio del significado del vocabulario lógico. Si añadimos (c) al argumento se concluye además que la lógica clásica es la lógica que captura el significado genuino del vocabulario lógico (nótese que (c) podría sustituirse por alguna lógica no clásica, sin que esto varíe la objeción al pluralismo lógico). Por lo tanto, una desviación de la lógica clásica es una desviación del significado genuino de las constantes lógicas, esto es, un equívoco.

Pilar Terrés Villalonga
(Universitat de Barcelona)

Referencias

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  • Kouri Kissel, T. (2019), “A New Interpretation of Carnap’s Logical Pluralism”, Topoi, vol. 38, 305-14.
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  • Shapiro, S. (2006), Vagueness in Context, Oxford, Oxford University Press.
  • Stei, E. (2020), “Rivalry, Normativity, and the Collapse of Logical Pluralism”, Inquiry, vol. 63, pages 411-32.
  • Varzi, A. C. (2002), “On Logical Relativity”, Noûs, vol. 36, 197-219.

Entradas relacionadas

Consecuencia lógica

Cómo citar esta entrada

Terrés Villalonga, Pilar (2022), “Pluralismo lógico”,  Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica: http://www.sefaweb.es/pluralismo-logico

Paradoja de la ficción

1. Introducción   

¿Cómo es posible que nos emocione lo que les sucede a personajes de obras que sabemos que son ficción? Esta pregunta consituye el núcleo de un debate extremadamente fructífero conocido como “la paradoja de la respuesta emocional a la ficción” o, en su formulación más escueta, “la paradoja de la ficción” (paradox of fiction). Desde su formulación por Colin Radford en “How Can We Be Moved by the Fate of Anna Karenina?” (1975), el número de intentos destinados a solucionar, reformular, rechazar e incluso resucitar la paradoja de la ficción no ha dejado de proliferar. Aunque existen diferentes versiones de la paradoja, todas ellas apuntan a una tensión entre emoción y racionalidad (Argüello Manresa 2010; Boruah 1988; Yanal 1999; Levinson 1997; Nichols 2006; Konrad/Petraschka/Werner 2018).Las premisas de la paradoja son las siguientes: 

  1. A menudo sentimos emociones hacia objetos (personajes, estados de cosas, etc.) que sabemos que son de ficción.
  2. Para tener una emoción debemos creer en la existencia de su objeto.
  3. No creemos en la existencia de objetos que sabemos que son ficción.

      Prima facie cada una de estas premisas parece plausible, pero tomadas en conjunto se contradicen. Según la segunda y la tercera premisas es imposible sentir emociones hacia objetos ficcionales, pero la primera premisa basada en nuestra experiencia cotidiana contradice esta conclusión. A parte de esta contradicción a nivel de la racionalidad doxástica, para muchos la paradoja implica también un problema relacionado con el carácter motivacional de las emociones. En el plano de la racionalidad práctica si tomamos como verdadera la primera premisa, resultaría problemático que las emociones que sentimos hacia ficciones, i.e., las emociones ficcionales, no nos motiven a la acción (Cf. Para un análisis del vínculo entre ambos tipos de racionalidad: Joyce 2000: 209 – 224). 

       Para empezar, es necesario apuntar que el debate sobre la paradoja de la ficción se formuló y desarrolló durante una fase de la filosofía de las emociones en la cual la segunda premisa de la paradoja se consideraba intocable. Los primeros autores analíticos en investigar las emociones  consideraban que éstas se basan necesariamente en creencias o juicios (Kenny 1963; Taylor 1985). Algunas aportaciones incluso describían las emociones como combinaciones de creencias y deseos (Green 1992) o como un tipo de juicio (Solomon 1993) o juicio de valor (Nussbaum 2001). A diferencia de las teorías del sentir de las emociones que enfatizaban el componente afectivo, estas primeras aportaciones analíticas son marcadamente cognitivistas al identificar y distinguir las emociones a partir de sus componentes cognitivos. Además, durante esta fase se reducía el componente cognitivo a creencias y a juicios. A medida que la filosofía de las emociones fue experimentando nuevos desarrollos, este tipo de “cognitivismo estrecho” se fue modulando y revisando. En su lugar, se adoptó un “cognitivismo amplio” según el cual las emociones también pueden basarse en otros tipos de estados con contenido representacional como percepciones, recuerdos, imaginaciones, suposiciones, etc. (e.g., Goldie 2000) (Cf. la entrada “Emoción” para las differentes fases de la filosofía de las emociones). En el marco de este cognitivismo amplio, la paradoja de la ficción se disuelve al demostrarse como falsa la segunda premisa según la cual tener una emoción presupone tener una creencia sobre el mundo. 

       En lo que sigue, se expondrán primero las propuestas clásicas de solución de la paradoja, formuladas durante el predominio de la concepción cognitivista estrecha de las emociones. Las propuestas en esta fase pueden dividirse en cuatro grupos: el irracionalismo, el factualismo, el ficcionalismo y el realismo. Se mostrará después cómo la evolución hacia un cognitivismo amplio conllevó un cambio de actitud ante la paradoja. Finalmente, se abordará la cuestión sobre el futuro del debate acerca de la paradoja de la ficción. 

2. Propuestas clásicas de solución

2.1. El irracionalismo

El irracionalismo es la propuesta de solución más radical a la paradoja. Su mayor exponente ha sido Colin Radford quien no ha dejado de defenderla desde la publicación del texto inagural “How Can We Be Moved by the Fate of Anna Karenina?” (1975). En este texto, Radford parte del siguiente ejemplo: imaginemos que alguien nos cuenta una historia terrible sobre su hermana y quedamos horrorizados. Ahora, supongamos que esta persona nos confiesa que la historia es inventada y que no tiene ninguna hermana. En este caso, como observa Radford, lo más natural es que dejemos de sentirnos horrorizados. ¿Cómo es que no ocurre lo mismo cuando nos encontramos ante una ficción? Para Radford es irracional que sintamos horror por el destino de una heroína que sabemos que no existe. Las emociones ficcionales son irracionales: “El que las obras de arte nos emocionen de diversas maneras, aunque nos parezca obvio y “natural”, nos hace ser inconsistentes y por tanto incoherentes” (1975: 78, en el mismo sentido 1982: 261 and 1995: 71). La irracionalidad es para Radford tanto doxástica como práctica. La irracionalidad doxástica es el resultado de sostener dos creencias contrarias. Por un lado, las emociones ficcionales implican la creencia en la existencia del objecto de la emoción. Por otro lado, sabemos que los objetos ficcionales no existen. En este sentido, Radford distingue entre emociones racionales como la compasión por la muerte de una persona real y las emociones irracionales como la compasión por Mercucio (el amigo de Romeo en Shakespeare Romeo y Julieta). Además, las emociones ficcionales al contrario de nuestras emociones sobre hechos reales no nos motivan a la acción. 

Aunque la teoría de Radford se ha visto sometida a muchas objeciones, en lo que sigue, me limitaré a exponer las más esenciales. En primer lugar, Radford equipara el concepto de ficción con el concepto de mentira o engaño. Con ello, confunde fenómenos de índole distinta. A diferencia de lo que ocurre con una mentira (en el ejemplo anterior sobre la hermana del hablante), el creador de una ficción (un novelista, un director de cine, etc) no pretende que creamos el contenido de su representación. Segundo, calificar de irracionales las emociones sentidas hacia objetos ficcionales implica calificar de irracional una parte importante de la afectividad humana. Tercero, Radford toma como punto de partida un modelo cognitivista estrecho de las emociones según el cual éstas precisan de creencias. Este modelo deja sin explicar no sólo las emociones ficcionales, sino todas aquellas emociones que se basan en estados cognitivos que no son creencias, como percepciones, imaginaciones, recuerdos, suposiciones, etc. Por ejemplo, el asco ante una textura u olor específico no está basado en una creencia, sino en una percepción o el miedo ante objetos imaginarios no se basa en una creencia sino en una fantasía. Todas estas emociones quedan sin explicar dentro del cognitivismo estrecho defendido por Radford y, como resultado, se las debería considerar también como respuestas irracionales. Además, el irracionalismo de Radford no puede distinguir entre respuestas adecuadas, como sentir pena por Ana Karenina, y respuestas inadecuadas, como sentir desprecio por ella, a la ficción. Más aún, tanto el desprecio como la indiferencia hacia el personaje haría incomprensible la propia novela e inapreciable su valor estético.

2.2. La teoría del pensamiento

La segunda propuesta de solución agrupa una serie de aportaciones encaminadas a cuestionar el modelo cognitivista estrecho según el cual las emociones precisan necesariamente de creencias. En su lugar, estas aportaciones enfatizan el papel de los pensamientos (thoughts) en la respuesta emocional. Es por ello que a esta propuesta se la conoce también como “teoría del pensamiento”. El término pensamiento es usado en un sentido amplio y abarca percepciones, imaginaciones, suposiciones y su contenido proposicional o el de las propias creencias. Existen varias versiones de esta propuesta, pero en lo que sigue, me limitaré a las cinco más influyentes. 

El primer autor en presentar una alternativa a la propuesta de Radford fue Michael Weston en “How can we be moved by the fate of Anna Karenina? (II)” (1975). La propuesta consiste en centrarse en los objetos de la emoción ficcional en lugar de en las creencias, que no serian creencia sobre los hechos concretos representados, sino ideas generales sugeridas por esos hechos ficcionales. Para Weston, las emociones ficcionales responden a obras de arte en las cuales se representa un aspecto importante de la vida. Este autor escribe: “[P]odemos emocionarnos no sólo por lo que ha sucedido o es probable, sino también por ideas. Puedo entristecerme no sólo por la muerte de mi hijo o por la ruptura de tu matrimonio, sino también por el pensamiento de que incluso las relaciones más íntimas e intensas terminen. Tales sentimientos no son respuestas a eventos particulares, sino que expresan, creo, una cierta concepción de la vida y son el resultado de una reflexión sobre ella” (1975: 85 – 86). En este sentido, el objeto de la emoción ficcional es una situación representada en la ficción pero que podría ser real. En definitiva, las emociones ficcionales expresan una visión determinada sobre hechos de la vida sugeridos por la ficción (la propuesta se conoce también como “factualismo”). 

La propuesta de Weston debe enfrentarse a tres objeciones (Cf. Para una discusión en detalle: Paskins 1977). Primero, en contra de la tesis de Weston, el objeto de la emoción no es un hecho real, sino un objeto ficcional concreto. La tristeza por la muerte de Mercucio no es tristeza por el hecho general de morir, sino que es tristeza por la muerte de Mercucio como personaje concreto. Además, esta propuesta de solución no explica cómo el espectador de la ficción pasa de un contenido ficcional concreto (e.g., Mercucio) a un pensamiento general (e.g., la muerte). Weston tampoco aclara por qué deben ser los pensamientos generales los que induzcan la emoción en lugar del personaje ficcional concreto. Segundo, no siempre puede trazarse un paralelismo entre la situación representada en la ficción y una situación de nuestra vida cotidiana. El miedo hacia un zombie o hacia Drácula no tienen un análogo en nuestra vida cotidiana. Tercero, Weston confunde el objeto de la emoción con su causa. La tristeza por un personaje de ficción puede tener como base un pensamiento. Ahora bien, este pensamiento es la causa de mi tristeza pero no su objeto. El objeto de la tristeza es el personaje de ficción.

La segunda propuesta dentro del marco de la teoría del pensamiento fue desarrollada por Peter Lamarque. En uno de sus primeros artículos sobre el tema “How can we Fear and Pity Fictions?” (1981), Lamarque argumenta que los objetos reales de las emociones ficcionales son pensamientos. Cuenta como pensamiento todo lo que pueda considerarse un contenido mental, como imágenes, fantasías, y suposiciones (1981: 293). Para Lamarque cuanto más vívido sea un pensamiento, más probable es que reaccionemos emocionalmente. 

Una de las virtudes de esta propuesta es que rechaza la idea de que para tener una emoción sea necesaria una creencia. Imágenes, fantasías, suposiciones son estados cognitivos que pueden dar pie a una emoción y no son creencias. Ahora bien, la propuesta de Lamarque debe hacer frente a una serie de objeciones. Primero, tal y como es el caso en la propuesta de Weston, Lamarque confunde el objeto de una emoción con su base cognitiva. Las emociones pueden precisar pensamientos para tener lugar, pero estos pensamientos no deben ser necesariamente sus objetos. Los objetos hacia los cuales se dirigen las emociones son presentados en cogniciones de varios tipos: percepciones, creencias, juicios, imaginaciones, etc. Aunque sentir pena por Ana Karenina implique el pensamiento de que Ana Karenina esté sufriendo, este pensamiento es más bien la base de la emoción y no su objeto. El objeto de la pena es el personaje de Ana Karenina (que nos es presentada en una serie de imágenes, suposiciones, etc.). 

Una tercera propuesta fue presentada por Yanal en Paradoxes of Emotion and Fiction(1999). Según este autor, cuando reaccionamos emocionalmente hacia una ficción estamos immersos en pensamientos tan vívidos y detallados que la creencia de que se trata de una ficción queda desactivada (1999: 102). Esta desactivación permite que reaccionemos con una emoción como si se tratara de un hecho real. El conocimiento de que se trata de una ficción está presente, aunque ocupa sólo un lugar periférico.  

La tesis de la desactivación es particularmente problemática. Primero, los momentos en los que no creemos que se trata de una ficción son demasiado cortos como para poder hablar de una desactivación real. Segundo, si realmente el conocimiento de que se trata de una ficción quedara desactivado, resultaría incomprensible porqué podemos disfrutar de emociones negativas como la tristeza o la compasión en contextos ficcionales.

Una cuarta propuesta se puede desarrollar a partir de la teoría de las emociones dirigidas hacia las obras de arte presentada por Roger Scruton en Art and Imagination (1974). Aunque esta teoría fue formulada antes de que se iniciara el debate sobre la paradoja, a menudo ha sido traída a colación como posible solución al problema de la racionalidad doxástica y práctica. Según Scruton, las emociones son complejos de creencias y deseos (1974: 129). Por ejemplo, el miedo consiste en la creencia de que el objeto es peligroso y el deseo de ponerse a salvo. En contextos ficcionales, sin embargo, las emociones no contienen ni creencias ni deseos. A pesar de sentir miedo por un objeto ficcional, no creemos que este objeto sea realmente peligroso ni nos ponemos a salvo de él. Para Scruton, estas emociones se basan en imaginaciones y no en creencias sobre el objeto. Imaginar es considerar (entertain) mentalmente el contenido de una proposición sin afirmarlo ni negarlo. Estas imaginaciones suscitan los síntomas típicos del miedo aunque de menor intensidad y sin que las tendencias a la acción lleguen a ponerse en marcha. 

Aunque para Scruton las emociones sobre hechos reales se basen en deseos y creencias (una tesis típica de los modelos cognitivistas), reconoce el papel de la imaginación para las emociones ficcionales. Imaginación significa para Scruton simplemente que se considera el contenido de la proposición sin afirmarlo ni negarlo. Imaginar un contenido no es creerlo y, sin embargo, da lugar a una emoción. Scruton a pesar de tener un trasfondo cognitivista rechaza la idea de que una creencia sea necesaria para tener una emoción ficcional. Uno de los problemas de esta teoría, sin embargo, es la idea de que los síntomas de las emociones ficcionales son de menor intensidad y de que no nos motivan a la acción. En realidad, en ciertas ocasiones, una emoción ficcional puede afectarnos mucho más profundamente que una emoción sobre un hecho real (Matravers 2014).  

Otra propuesta de solución en línea con las teorías del pensamiento fue presentada por Noël Carroll en “Art, Narrative and Emotion” (1997). Carroll rechaza el cognitivismo estrecho y aboga por la idea de que a pesar de que las emociones se basan en cogniciones, no todas las cogniciones son creencias. Carroll escribe: “[L]a manera más cabal de comprender nuestras respuestas emocionales hacia las narraciones de ficción es en términos de pensamiento, no de creencia” (1997: 209). Carroll describe el pensamiento como el contenido de una proposición: “Es considerar cierto contenido como meramente pensado, considerar una proposición sin aseverarla, comprender el significado de la proposición (captar su contenido proposicional), pero absteniéndonos de considerarla como aseverada y, por tanto, adoptando una postura neutral con respecto a su valor de verdad” (Ibid.). En este sentido, los pensamientos son contenidos proposicionales, pero no tienen un valor de verdad. En el contexto ficcional, no creemos en la verdad de estos contenidos, sino que simplemente los contemplamos o consideramos (entertain) mentalmente. Estos pensamientos sirven de contenido cognitivo a las emociones ficcionales. Desde este punto de vista, estas teorías explican las respuestas emocionales a la ficción sin asumir la segunda premisa del argumento: que una creencia sea necesaria para sentir una emoción.

2.3. El ficcionalismo

Las teorías ficcionalistas apuestan por solucionar la paradoja de la ficción sin cuestionar la tesis de que las emociones precisan de creencias. Su estrategia consiste en reformular la noción de creencia para el caso específico de las emociones ficcionales. 

Una de las primeras teorías en este línea fue presentada por Eva Schaper en “Fiction and the suspension of disbelief” (1978). La teoría de Schaper se apoya en dos tesis. Según la primera, no todos los juicios conllevan compromisos existenciales. Schaper remarca que no todos los juicios presuponen la creencia en la existencia del objeto del juicio (1978: 41). Si la formulación de un juicio implicara necesariamente dicha creencia no sería posible formular juicios sobre cosas que no existen como, por ejemplo, eventos futuros o hipotéticos. Así pues, debe distinguirse entre dos tipos de juicios: los juicios de primer orden sobre la realidad y los juicios de segundo orden sobre la ficción. Según Schaper los juicios de primer order y los juicios de segundo orden no se contradicen. Mientras que los juicios de primer orden versan sobre la realidad (e.g., estoy leyendo una novela), los juicios de segundo orden están basados en un juicio de primer orden y son sobre el contenido de la ficción (e.g., Ana Karenina está infelizmente casada). Ficción y realidad son dominios ontológicos diferentes y los juicios que conciernen a cada uno de estos dominios son de naturalezas distintas. Las emociones ficcionales se basan en juicios de segundo orden sobre el contenido de la ficción y son compatibles con juicios de primer orden sobre la realidad. 

La teoría más famosa dentro de este grupo es sin duda la teoría de las quasi-emociones presentada por Kendall Walton en Mimesis as Make-Believe (1990). Walton establece una distinción entre las emociones reales que se basan en creencias y motivan a la acción y las emociones ficcionales basadas en un “hacer como si” en el juego imaginativo de la ficción (make-believe) (Cf. Para la teoría de la ficción de Walton la entrada “ficción”). Estas últimas, a las cuales él denomina “quasi-emociones” o “emociones como si” (make-believe emotions), ni se basan en creencias (ya que están basadas en un “hacer como si” o make-belive) ni nos motivan a la acción, a pesar de que su fenomenología sea similar a las emociones sobre la realidad. 

            En uno de los ejemplos más citados de la historia de la estética, Walton se pregunta si Charles tiene miedo del monstruo verde que ve en la pantalla. Para Walton la respuesta es que no, Charles no siente miedo aunque tenga todos los estados fenoménicos típicos del miedo. Aunque el miedo ante un objeto real y el miedo ante un objeto ficcional se asemejen y aunque Charles lo experimente como real, el miedo que siente Charles ante el monstruo ni está fundado en una creencia ni motiva a la acción (1990: 196 y 271). Como consequencia, Walton le deniega el estatus de una emoción de pleno derecho: este miedo es una “quasi-emoción”. En este sentido, las emociones ficcionales, de existir, no solamente serían problemáticas desde el punto de vista de la racionalidad, sino que además carecerían de algunas de las características de las emociones reales o genuinas (Cf. Para la relación entre el problema de la racionalidad y el de la realidad: Gaut 2007: 208). La teoría de Walton ha sido tanto objeto de fascinación como de crítica. Como otros proponentes del cognitivismo estrecho, para Walton las emociones genuinas deben basarse necesariamente en creencias y motivar a la acción, por lo que su propuesta parece asumir la visión cognitivista estrecha que hemos señalado como defectuosa. 

En un texto posterior “Spelunking, Simulation, and the Slime” (1997), Walton matiza su tesis y argumenta que las emociones ficcionales son reales y genuinas aunque de un tipo diferente a las emociones sobre objetos y hechos reales. La diferencia es que las emociones ficcionales se originan en modo “off-line” y, por ello, no pueden motivar a la acción. Gracias a un mecanismo de simulación y gracias a la capacidad de la imaginación, las quasi-emociones son producidas como si se tratara de emociones hacia objetos reales. Sin embargo, como tienen lugar “off-line” les falta la capacidad motivacional típica de las emociones reales. Walton resume su posición en los siguentes términos: “Me reafirmo en mi opinión de que Charles teme al Slime sólo en su imaginación y que los espectadores no se compadecen literalmente de Willy Loman, ni se apenan de Ana Karenina, ni admiran a Superman […]” (1997: 43). En un texto reciente, Dos Santos (2017) ha argumentado que esta segunda versión de las quasi-emociones que localiza la diferencia con las emociones reales al nivel de la motivación es compatible con algunas de las intuiciones de las teorías del pensamiento (en especial con nuevas formulaciones de esta teoría como la presentada por Robinson (2005) que se expondrá más abajo). 

La idea de que las emociones ficcionales se originan a partir de una simulación ha sido desarrollada por otros autores. Gregory Currie en The Nature of Fiction (1990) presenta también en el marco de una teoría simulacionista de la mente una tesis similar a la propuesta por Walton (1997). Para Currie, las emociones ficcionales se originan a partir de una simulación, es decir, de un estado en el que las facultades mentales funcionan off-line, desconectadas de la interacción con el mundo real. Simular que algo es el caso, tanto si lo es realmente como si no, y tanto en contextos artísticos como en la vida real, es una capacidad en la que se basa la comprensión de otras mentes. Así, los sentimientos de empatía y simpatía que son básicos en nuestras respuestas a la ficción quedarían explicados gracias a esta actividad de simulación.

También al margen del paradigma cognitivista estrecho, Susan Feagin argumenta que las emociones sobre obras de arte (art emotions) se originan al empatizar con las figuras ficcionales y al imaginar sentir emociones. Para esta autora: “Imaginar una emoción no es una cuestión de tener una representación mental sobre un hecho del mundo, en este caso, un hecho sobre un tipo de estado psicológico humano. Se trata más bien de una cuestión de simulación conforme al patrón de imaginaciones concretas que identificamos como características de dicho estado” (Feagin 1997: 59). En este sentido, la diferencia entre emociones reales y ficcionales radica enel hecho de que estas últimas, pero no las primeras, se originan en un proceso de simulación.

2.4. El Realismo  

El realismo es una propuesta de solución defendida por Suits en “Really Believing in Fiction” (2006). Para este autor, cuando experimentamos una emoción ficcional creemos realmente en el contenido de la ficción y sólo nos comportamos de modo diferente por el contexto. Suits escribe: “Mi tesis es que reaccionamos emocionalmente a las historias porque creemos en lo que las historias nos dicen que creamos –no ficcionalmente-, no haciendo como que creemos, sino que creemos en el modo ordinario en el que normalmente creemos“ (2006: 376). 

            El realismo se apoya principalmente en dos argumentos. El primero pone el énfasis en el contexto del receptor de la ficción. Es el contexto lo que determina donde dirigimos la atención, pues, según Suits, cuando participamos en una ficción no diferenciamos entre ficción y realidad. El segundo argumento se deriva del concepto de creencia. Las creencias son para Suits tendencias a la acción, lo que incluye también tendencias a pensar (2006: 380). Dado que se trata de una tendencia, las creencias existen en grados: uno puede creer algo con más o menos convicción. En este sentido, es para Suits posible creer en la ficción y al mismo tiempo no perder la conexión con la realidad. Aunque ambas creencias parezcan opuestas, son de hecho compatibles porque difieren en el grado de convicción. Así, pues, para Suits, Charles – el protagonista del ejemplo de Walton – puede creer que lo que está viendo en la pantalla es real y, simultáneamente, puede creer que lo que está viendo es ficcional (2006: 380 y 386). 

3. La ficción de la paradoja

A partir del año 2000 y a raíz de una serie de nuevas publicaciones, la filosofía de las emociones cambió la manera de entender el vínculo entre emoción y cognición. Mientras que durante la segunda mitad del siglo XX estuvo dominada por un cognitivismo estrecho, con el cambio de siglo se evolucionó hacia un cognitivismo amplio que no considera que el componente racional se caracterice necesariamente en términos de creencia y que reconoce la relevancia del componente afectivo de la emoción (e.g., Goldie 2000). Además, aunque se sigue enfatizando el componente racional de las emociones lo que cuenta como cognición no son sólo las creencias sino también percepciones, imaginaciones, recuerdos, suposiciones, etc. 

Esta evolución tuvo una gran repercusión sobre la paradoja de la ficción. En el marco del cognitivismo amplio, la paradoja se disuelve al abandonar la segunda premisa. En este sentido, las emociones ficcionales no presentan ningún desafío para la racionalidad doxástica, sino que son racionales a pesar de que no se basen en creencias. Esta tesis ha sido ampliamente defendida por Gendler y Kovakovich, quienes sostienen que aunque las emociones ficcionales no se basen en creencias son racionales y genuinas (Gendler y Kovakovich 2006: 241 – 254). También Matravers defiende que las emociones tienen un componente cognitivo, pero este componente no ha de ser necesariamente una creencia (2006: 254). Berys Gaut también refuta la tesis de que las emociones se basen necesariamente en creencias y propone un modelo centrado en el papel de la imaginación y de la percepción (2007: 208). La premisa cognitivista de la paradoja también ha sido discutida por Dadlez en sus trabajos (por ejemplo: Dadlez 1996). 

Una propuesta que ha tenido gran repercusión en el debate sobre las emociones ficcionales ha sido la presentada por Jenefer Robison en Deeper than Reason. Emotion and its Role in Literature, Music, and Art (2005). Esta autora considera que el problema de la paradoja sólo tiene lugar dentro del marco de un cognitivismo estrecho que entiende como “teoría de la emoción como juicio” (2005: 143). Fuera de este paradigma las emociones ficcionales no son paradójicas, aunque esto no signifique que carezcan de interés filosófico. Para Robinson, las emociones son procesos que se ponen en marcha cuando reaccionamos afectivamente hacia algo que tiene significado para nosotros. A esta respuesta inicial sigue una modelización cognitiva de la situación que desencadena nuestras reacciones fisiológicas y nuestras tendencias a la acción.  Según Robinson: “Respondemos emocionalmente a todo tipo de cosas, tanto reales como imaginarias, percibidas o meramente pensadas, posibles e imposibles” (2005: 144). Este proceso se pone en marcha tanto si estamos ante un hecho real, como ante un hecho imaginario.

En el marco del cognitivismo amplio no sólo se disuelve la tensión a nivel de la racionalidad doxástica, sino también a nivel de la racionalidad práctica. Como hemos visto, desde Radford a Walton la idea de que las emociones ficcionales no motivan a la acción ha sido ampliamente defendida. La filosofía de las emociones rechaza hoy en día esta tesis desde dos flancos. Por un lado, parece claro que no todas las emociones sobre hechos o personas reales motivan a la acción. Por otro lado, algunos autores se han esforzado por mostrar que también las emociones ficcionales pueden motivar a la acción. En este contexto, Richard Moran ha mostrado que el problema de la motivación no sólo afecta a las emociones ficcionales, pues hay muchas emociones sobre hechos reales que no parecen motivar a la acción (1994: 75 – 106). Por su parte, Peter Goldie distingue entre emociones que se dirigen a la realidad y emociones sobre ficciones, por un lado, y emociones que se dirigen a sucesos actuales y emociones que se dirigen hacia sucesos no actuales, por otro (2003: 54 – 69). Para Goldie, no todas las emociones motivan a la acción. De hecho, muchas emociones que se dirigen a sucesos no actuales generalmente no nos motivan a la acción (aunque en ciertas ocasiones puedan hacerlo) y no por ello las dejamos de considerar genuinas y racionales. Así sucedería con emociones sobre situaciones hipotéticas, situaciones futuras, emociones que se originan a partir de un sueño diurno, y emociones que se dirigen a un hecho del pasado. Estas emociones carecen en general, del mismo modo que las emociones ficcionales, de la capacidad de motivarnos para actuar aunque en ciertas ocasiones sí que pueden desencadenar alguna acción (véase también por una propuesta de solución basada en este autor: Argüello 2010). 

En resumen, la actitud general ante la paradoja de la ficción en el marco del cognitivismo amplio está fuertemente marcada por el escepticismo sobre el carácter genuino de la paradoja. Acertadamente, Danièle Moyal-Sharrok en “The Fiction of the Paradox: Really Feeling for Anna Karenina” (2009) afirma que en lugar de hablar de la paradoja de la ficción deberíamos más bien hablar de la ficción de la paradoja (2009: 169). 

4. El futuro de la paradoja

Como ya he apuntado al inicio, la paradoja de la ficción fue formulada durante el predominio de una concepción cognitivista estrecha de las emociones. Sin embargo, en el marco actual de un cognitivismo amplio, las emociones ficcionales han dejado de considerarse paradójicas (Cf. Para esta tesis Stecker 2011; para un análisis de la evolución de la paradoja paralelo a la evolución de las teorías de las emociones: Vendrell Ferran 2018). ¿Debemos considerar la paradoja de la ficción un pseudo-problema de la estética analítica? Si bien la concepción dominante de las emociones que motivó la paradoja está hoy superada, no debemos deducir de ello que el debate en torno a la paradoja ha sido infructuoso. En verdad, han sido muchas las discusiones sobre las premisas de la paradoja y, en especial, la discusión sobre si las emociones precisan de creencias o no, lo que ha motivado el desarrollo de teorías de las emociones que defienden un cognitivismo amplio. En este sentido la paradoja ha contribuido a formular teorías de las emociones más refinadas y más cercanas a la experiencia emocional. Otro de los frutos del debate ha sido el de contribuir a entender mejor nuestras respuestas afectivas ante objetos ficcionales y artísticos. 

¿Debemos seguir ocupándonos de la paradoja de la ficción? Robert Stecker en “Should We Still Care about the Paradox of Fiction?” (2011) se hace esta misma pregunta llegando a la siguiente conclusión: a pesar de que la segunda premisa de la paradoja es falsa, no debemos dejar de investigar las emociones ficcionales, pues el debate sobre la paradoja nos permite tratar temas que de otro modo quedarían sin investigar (2011: 296). Es decir, aunque la paradoja como paradoja haya perdido en general su atractivo, queda aún mucho por investigar sobre las emociones ficcionales. 

Es de suponer que en adelante el interés por las emociones ficcionales se traslade del papel de las creencias y los juicios a otros temas que hasta ahora no han recibido mucha atención. Las últimas aportaciones a este debate apuntan precisamente en esta dirección. Por ejemplo, Tullman y Buchwalter en el artículo “Does the Paradox of Fiction exist?” (2014) señalan una ambiguedad del término “existir” tal y como es empleado a veces en la segunda premisa de la paradoja. Ambos autores acaban argumentando que la paradoja no es tal, pero insisten en que las cuestiones en torno a las emociones ficcionales son de suma importancia. Un vistazo a un número especial dedicado exclusivamente a la paradoja de la ficción y publicado en 2018 por Konrad, Petraschka y Werner confirma esta tendencia. Todos los artículos contenidos en el volumen parten de la misma base: el análisis de la aparente paradoja ha servido para incitar una serie de debates sobre temas fundamentales que afectan nuestra implicación emocional en ficciones (Konrad, Petraschka y Werner 2018). Entre los temas discutidos destacan el papel de los deseos y las disposiciones de ánimo, las formas de empatía hacia personajes de ficción, o la función de las emociones ficcionales en la apreciación artística. 

A parte de estos temas, hay otros aspectos de las emociones ficcionales que quedan aún por investigar. El primero concierne el papel de la imaginación en posibilitar o modificar nuestra implicación emocional con las obras de arte de ficción. Un segundo tema de interés concierne los aspectos éticos de la participación en ficciones como, por ejemplo, el problema de la resistencia imaginativa o las formas y consecuencias de empatizar con personajes de ficción. Tercero, mientras el debate sobre la paradoja de la ficción se ha limitado a estudiar emociones simples como la tristeza o la pena, queda por esclarecer todo un espectro de reacciones afectivas más complejas ante la ficción. Además, como Neill ya anotó en su momento, el debate ha estado dominado por un concepto monotílico no sólo de emoción, sino también de ficción (1996). No se ha distinguido entre los diferentes medios artísticos, aunque parece evidente que la manera en que la literatura, el teatro o el cine suscitan emociones difieren sustancialmente. Son estas diferencias lo que cabría investigar con más detalle así como el papel de las emociones del autor de la ficción y de los actores que encarnan los personajes ficticios. Finalmente, la paradoja de la ficción se ha centrado exclusivamente en el problema de cómo integrar las emociones ficcionales dentro del paradigma de la racionalidad doxástica y práctica, dejando sin investigar toda una serie de cuestiones de índole más fenomenológica. Por ejemplo, se ha dado por sentado que las emociones ficcionales son fenomenológicamente idénticas o similares a las emociones sobre objetos reales. Sin embargo, cabría estudiar en qué medida esta suposición es verdadera, pues hay una larga tradición estética según la cual existen diferencias en el modo en el que se sienten las emociones ficcionales y las emociones sobre la realidad (Hume 2008). En suma, aunque la paradoja de la ficción se ha disuelto como paradoja, la pregunta por la naturaleza de nuestras reacciones emocionales frente a las ficciones no ha perdido actualidad. 

Íngrid Vendrell Ferran

Goethe-Universität Frankfurt

Referencias

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Objetos ficticios y términos de ficción

Cómo citar esta entrada: Vendrell Ferran, Íngrid (2021) “Paradoja de la ficción”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/paradoja-de-la-ficcion/)

 

Pronombres

1. Introducción

Los pronombres (palabras como «yo», «ella», «esto» o «eso») presentan diversos rasgos que los convierten en expresiones de relevancia para la filosofía del lenguaje contemporánea. El presente artículo tiene como objeto analizar sus dos roles semánticos primordiales – el deíctico y el anafórico – y las principales propuestas que se han esbozado para dar cuenta de los mismos, así como mencionar algunas de las repercusiones de esta disputa sobre otros debates filosóficos.

2. Las semántica de los pronombres: las funciones anafórica exofórica

Una de las principales particularidades de los pronombres es su capacidad para ejercer dos roles semánticos claramente diferenciados. Por un lado, pueden ser usados para hablar de objetos o individuos contextualmente destacados, como en la oración siguiente:

(1) Ella es alta (dicho señalando a alguien).

Por otro lado, su valor semántico también puede depender de otros elementos de la oración, como en los siguientes ejemplos (donde dos elementos cualesquiera comparten subíndice cuando dependen semánticamente el uno del otro, en un sentido que aclaramos en la siguiente sección):

(2) [Cada uno de los estudiantes]i dijo que era éli quien había obtenido la mayor nota.

(3) Laurai dijo que ellai había vuelto a casa temprano.

(4) Todo granjero que tiene [un burro]i lei pega.

Su interpretación, en resumidas cuentas, puede depender o bien del contexto extralingüístico (función deíctica exofórica) o bien del lingüístico (función anafórica). Aunque existe cierta tendencia a considerar ambos roles como dos caras de la misma moneda, especialmente en el caso de las teorías que modelan los pronombres como variables, lo cierto es cada uno de estos usos ha generado su propia batería de rompecabezas filosóficos específicos. Pasemos, pues, a repasar algunos de los problemas centrales asociados a cada una de estas funciones.

2.1 La función exofórica: ¿fregeanismo o referencia directa?

Como acabamos de mencionar, un pronombre es usado exofóricamente si se emplea para hablar acerca de alguna entidad externa al discurso. El principal debate acerca de esta función versa sobre si los pronombres pueden ser usados para hablar directamente acerca de entidades (referencia directa) o si su contribución proposicional es algún tipo de contenido descriptivo que sirve para individuar a la entidad bajo discusión (fregeanismo). Consideremos, como ejemplo ilustrativo, una emisión de (1) acompañada de un gesto ostensivo hacia Isabel II. Valiéndonos de la concepción russelliana de las proposiciones como entidades estructuradas, podemos afirmar que la proposición expresada en este ejemplo sería, de acuerdo con los partidarios de la referencia directa, la que podemos representar como el par ordenado de (1a), que contiene al individuo referido como constituyente:

(1a) <Isabel II, ser alta>

Los fregeanos (Frege 1918), por su lado, sostendrían que la contribución del demostrativo vendría dada por un contenido descriptivo similar al representado en (1b):

(1b) <La mujer señalada, ser alta>

La teoría usualmente asumida como estándar es la referencia directa, prefigurada ya en la obra de Bertrand Russell (1911, 1948) y popularizada sobre todo a partir del trabajo de David Kaplan (1989a, 1989b). No obstante, las teorías fregeanas, que postulan que la contribución proposicional de un pronombre es alguna clase de contenido descriptivo, disponen de una importante ventaja inicial sobre sus competidoras. De acuerdo con la teoría de referencia directa, (1) expresa, en el contexto descrito, la misma proposición que una emisión de «Isabel II es alta». Ahora bien, las proposiciones suelen ser consideradas como el contenido de una oración: aquello aseverado por ella, lo que se aprende al comprenderla, el pensamiento que expresa. Y aquí radica la ya mencionada ventaja del descriptivismo: estas teorías son capaces de explicar la aparente diferencia de valor cognitivo entre dos enunciados como los siguientes:

(5a) Yo reiné tras la primera guerra carlista.

(5b) Isabel II reinó tras la primera guerra carlista.

Estos enunciados parecen expresar pensamientos muy distintos: si Isabel II quedara amnésica y acudiera a una lección de historia, podría llegar a aprender (5b) sin por ello tener que aceptar el pensamiento que expresaría mediante (5a). En este sentido, parece erróneo sostener, tal como lo harían los partidarios de la referencia directa, que ambos expresan el mismo contenido. Ejemplos como este, junto a otros casos análogos (Lewis 1979, Perry 1979), parecen indicar que la contribución proposicional de «yo» no es un mero individuo, sino más bien un modo de presentación del mismo, tal como postulan las aproximaciones fregeanas.

A pesar de este primer mérito, la idea de que la contribución proposicional de los pronombres es su contenido descriptivo ha sido sometida a críticas de gran calibre. Una teoría fregeana genérica señalaría como tautológico el siguiente enunciado (Kaplan 1989a):

(6) Él es el hombre señalado.

Dado que (6) parece estar expresando algo enteramente contingente, dicho enunciado no debería, en principio, contar con el estatus de tautología o de verdad analítica. Otro punto donde las teorías fregeanas flaquean es en la interacción entre pronombres y expresiones modales. Desde un punto de vista lingüístico, las proposiciones resultan interesantes porque son el objeto sobre el que operan los verbos de discurso indirecto como «creer» o «decir» o los adverbios modales como «quizá» o «necesariamente». Y, dado el estatus tautológico de (6), el fregeano se ve obligado a sostener que un enunciado como (6a), intuitivamente falso, expresa una verdad:

(6a) Necesariamente, él es el hombre señalado.

Este problema puede verse más claramente si consideramos los pronombres de primera persona. Una palabra como «yo»posee un contenido descriptivo que, a grandes rasgos y de forma muy simplificada, podemos representar como sigue:

(7) El emisor de esta proferencia.

Aunque un contenido como el representado en (7) pueda servir para modelar el significado de pronombres como el que aparece en (5a), donde el emisor asevera algo creído por él mismo, no podemos decir lo mismo de (8a), donde el pronombre aparece en discurso indirecto:

(8a) Sancho cree que fui yo quien envenenó los pastos.

Si tratamos (7) como el contenido del pronombre en cuestión, lo que obtenemos es la proposición en (8b), muy distinta de lo que (8a) parece estar expresando (entiéndase el significado de «creer» como una relación entre individuos y proposiciones):

(8b) <creer, Sancho, <el emisor de la proferencia, envenenar los pastos>>

Lo que esto muestra es que, de acuerdo con la teoría fregeana, la verdad de (8a) requiere que Sancho crea que hay alguien emitiendo proferencias y que dicha persona envenenó los pastos. Esta predicción es errónea, puesto que dicho enunciado puede ser verdadero sin necesidad de que Sancho sostenga creencia alguna acerca de proferencias o emisores: todo lo que la verdad de (8a) necesita es que Sancho crea, acerca de un determinado individuo, que envenenó los pastos, independientemente de otros rasgos contingentes del mismo. En este sentido, las teorías de la referencia directa parecen mejor encaminadas.

El contraste entre (5a) y (5b) sigue planteando, no obstante, cierta problemática para los partidarios de la referencia directa, y la respuesta estándar que estos teóricos suelen ofrecer consiste en relegar el valor cognitivo de un enunciado (lo que de él se aprende) a nivel de lo que Kaplan (1989a) llamó carácter. El carácter de una expresión es una regla semántica que determina su referente en cada contexto: dada una determinada situación de uso, el carácter de «yo»determina que dicha expresión tome como referente al emisor de la misma, mientras que el de «tú» hace lo propio con el receptor. A su vez, sin embargo, son estos individuos, y no el carácter, los que constituyen el contenido o contribución proposicional de los pronombres en cuestión, tal como requiere la teoría de la referencia directa. La idea de Kaplan (1989a, §XVIII), reafirmada entre otros por John Perry (1977), consistió en rechazar que el valor cognitivo de un enunciado estuviese ligado a su contenido proposicional; en su lugar, lo relegó al nivel de esa regla, el carácter, que determina su referente en cada contexto. De este modo, lograba explicar la diferencia entre (5a) y (5b) al tiempo que hacía justicia a la idea de que las expresiones modales como las que aparecen en (6a) u (8a), que toman como argumento el contenido proposicional, son incapaces de operar sobre la parte descriptiva del pronombre (Kaplan 1989a, §XX). Cabe mencionar, sin embargo, que el propio Kaplan rechazó más adelante la idea de que el carácter pudiera constituir el valor cognitivo de un enunciado (Kaplan 2012: 175). 

La solución kaplaniana ha sido criticada por diversas razones. Una crítica común es que esta propuesta rompe con el principio, tradicional desde la obra de Frege (1892), según la cual las proposiciones representan el pensamiento expresado por un enunciado; se quiebra, parafraseando a Philippe Schlenker (2003: 35), la unidad entre la contribución proposicional de una expresión y su valor cognitivo. Esto puede resultar problemático si tenemos en cuenta que una de las razones por las que se postuló una entidad teórica como las proposiciones fue, precisamente, para modelar creencias.

Las teorías fregeanas contemporáneas suelen postular que los verbos de discurso indirecto y otras expresiones modales sí que son capaces de actuar sobre el carácter de los pronombres (cf. Santorio 2012), rechazando así la idea central de Kaplan. A su vez, otras teorías que también podemos calificar de neofregeanas han tratado de recuperar la idea de que una única entidad puede ejercer a la vez los dos roles arriba mencionados –contribución proposicional y valor cognitivo– sin por ello tener que renunciar a la idea central de las teorías de la referencia directa según la cual las proposiciones expresadas por los enunciados con pronombres versan sobre individuos. Este es el caso de las teorías reflexivas (del inglés «token-reflexive», de difícil traducción), que postulan que la contribución de los pronombres al contenido proposicional es doble: tanto un individuo como un contenido descriptivo similar al representado en (7) (García-Carpintero 1998, Perry 1998, Corazza 2002, Korta y Perry 2011, de Ponte et al. 2020). Este último, sin embargo, no forma parte de la proposición principal expresada, y tampoco ocurre a nivel preproposicional como en la teoría kaplaniana, sino que tiene lugar en una proposición distinta que se comunica aparte, y que por ende permanece fuera del alcance de las expresiones modales que aparecen en la proposición principal. Por último, también hay teorías de corte fregeano que, complementando la noción de sentido con nociones epistemológicas relativas a la capacidad para seguir el rastro de un objeto, logran abordar los problemas planteados por Kaplan y Perry (cfr. Evans 1977).

2.2 La función anafórica: variables, asnos y pereza

La discusión sobre la función deíctica de los pronombres está filosóficamente muy cargada, dado que depende en gran medida de intuiciones y, además, se inmiscuye de pleno en cuestiones que trascienden el territorio estricto de la filosofía del lenguaje, pues son propias de la epistemología y la filosofía de la mente. La función anafórica ha suscitado un menor interés por parte de filósofos y, en cambio, ha sido profusamente tratada por lingüistas. Pese a ello, la discusión sobre la naturaleza de las relaciones anafóricas se halla estrechamente entrelazada con cuestiones que sí han recibido atención por parte de los filósofos del lenguaje y de la lógica, como la noción de variable, el funcionamiento de las descripciones definidas o la propia teoría de la referencia. En concreto, se han distinguido al menos tres clases de pronombres anafóricos (Geach 1962; Evans 1977a, 1980): los que funcionan como variables ligadas, los llamados pronombres de pereza y los que aparecen en las anáforas denominadas del burro y de discurso. Ya hemos proporcionado un ejemplo de cada uno de ellos:

(2) [Cada uno de los estudiantes]i dijo que era éli quien había obtenido la mayor nota.

(3) Laurai dijo que ellai había vuelto a casa temprano.

(4) Todo granjero que tiene [un burro]i lei pega.

Veamos en más detalle cada uno de estos tipos de anáfora.

2.2.1 El modelo de la variable ligada y su alcance: ¿son los pronombres de pereza realmente necesarios?

Tal como muestra (2), un pronombre como «él» es capaz de alternar usos referenciales con lecturas donde funciona de forma análoga a una variable ligada. Esta dualidad ha llevado a la mayoría de autores a asumir que los pronombres son, sencillamente, el equivalente en lenguaje natural de las variables de primer orden (Quine 1960: 134-137, Geach 1962, Kaplan 1989b, Heim y Kratzer 1998, Heim 2008, Kratzer 2009, Nowak 2019; véase también Frege 1903). De este modo, la relación que existiría entre (2) y (2a) sería equivalente a la que se da entre (2b), donde la variable aparece ligada, y(2c), donde permanece libre (entiéndase «decir» como una relación entre individuos y proposiciones, como la que representa «D»):

(2a) Él había obtenido la mejor nota

(2b) ∀x (Ex → D(x, Nx))

(2c) Nx

La anáfora en (3), en cambio, ha sido tradicionalmente analizada como un caso distinto al de la variable ligada, dado que el antecedente del pronombre no es un cuantificador capaz de ligarlo, sino un nombre propio. Por este motivo, lo habitual es tratar dicho pronombre como si fuera un simple suplente de su antecedente, es decir, una abreviatura empleada para evitar repetir dicha palabra –de ahí que las expresiones de esta clase fueran bautizadas como pronombres de pereza (Geach 1962)–. Y el análisis de este tipo de anáfora es el más sencillo de todos, pues basta con sustituir el pronombre por su antecedente:

(3a) Laurai dijo que Laurai había vuelto a casa temprano.

Este análisis tradicional ha sido aplicado a otros ejemplos donde el antecedente del pronombre no es un cuantificador sino un término singular, como un demostrativo complejo o, de acuerdo con algunos análisis (Strawson 1950), una descripción definida:

(9) [Aquel hombre]1 cree que alguien loi persigue ⟹ [Aquel hombre]i cree que alguien persigue [a aquel hombre]i

(10) [El rey de Francia]i cree que los jacobinos pretenden destronarloi ⟹ [El rey de Francia]i cree que los jacobinos pretenden destronar [al rey de Francia]i

Dicho análisis resulta inadecuado cuando el antecedente es un cuantificador. Claramente, (2d) no significa lo mismo que (2):

(2d) [Cada uno de los estudiantes]i dijo que era [cada uno de los estudiantes]i quien había obtenido la mayor nota.

Ahora bien, este modelo ha sido cuestionado recientemente. La razón es que los pronombres en (3), (9) y (10) son analizables como un mero caso de deixis, y parece por tanto innecesario postular un mecanismo adicional como la anáfora de pereza. Al contrario, basta con tratarlos como una variable libre cuyo referente es fijado contextualmente (Heim y Kratzer 1998: 240). Esta forma de entenderlos dispone además de una ventaja sobre su competidor, y es que, en ocasiones, entender dichos pronombres como variables es ineludible. Consideremos el siguiente ejemplo:

(11) Sánchez cree que todos votaron por él, y Casado también.

Una sucesión de oraciones como la de (11) da lugar a una ambigüedad: la segunda oración puede atribuir a Casado la creencia de que todos votaron por él mismo o la de que todos votaron por Sánchez, dependiendo de cómo resolvamos la elipsis. Si tratamos el pronombre «él» como una variable, podemos sostener que estas dos lecturas son el resultado de ligar dicha variable y de dejarla libre, respectivamente. Sin entrar en detalles, en los que el lector puede profundizar acudiendo a manuales como Heim y Kratzer (1998: §5 y §9) o Escandell-Vidal (2004, §7.7), tratar el pronombre como variable ligada daría como resultado que la primera oración de (11) expresase la siguiente proposición:

(11a) <Sánchez, ser un x que cree que todos votaron por x>

Las elipsis de predicado se resuelven atribuyendo al sujeto de la segunda oración la misma propiedad que le atribuimos al de la primera; en este caso, debemos atribuir a Casado la misma propiedad que a Sánchez. Y el resultado es correcto:

(11b) <Casado, ser un x que cree que todos votaron por x>

Ahora bien, los pronombres que ejercen de variables libres son exofóricos, esto es, su contribución proposicional consta de un individuo (o quizá un contenido descriptivo, si el análisis fregeano está en lo cierto). Esto quiere decir que, si el pronombre desempeña dicho rol, la propiedad atribuida a Sánchez será bien distinta:

(11c) <Sánchez, ser un x que cree que todos votaron por Sánchez>

Y, en consecuencia, también lo será la que le atribuyamos a Casado:

(11d) <Casado, ser un x que cree que todos votaron por Sánchez>

Estas cuestiones han arrojado sombras de duda acerca de la necesidad de postular la anáfora de pereza como un mecanismo diferenciado. El modelo que trata todos los pronombres como variables es más simple y se ha mostrado capaz de explicar todos los casos que caen bajo aquella, además de poder dar cuenta de ambigüedades como la de (11).

2.2.2 Covariación sin mando-c

Pese a todo lo señalado en la sección anterior, oraciones como (4) suelen ser vistas como un contraejemplo a la idea de que los pronombres siempre funcionan como variables (cf. Evans 1977a, 1977b, 1980):

(4) Todo granjero que tiene [un burro]i lei pega.

Para ver por qué, tratemos de traducir este enunciado a una fórmula de primer orden que respete, en la medida de lo posible, su forma sintáctica:

(4a) ∀x (Gx & ∃y (By & Txy) → Pxy)

En (4a), la última instancia de la variable queda fuera del alcance del cuantificador existencial; funciona, pues, como variable libre. Si deseamos mantener el análisis tradicional que trata a los pronombres como la contraparte natural de las variables de primer orden,  no nos queda otro remedio que imponer a oraciones como (4) una forma sintáctica muy distinta de la que presentan superficialmente:

(4b) ∀x (Gx → ∃y (By & Txy → Pxy))

Hay, por tanto, una falta de correspondencia entre la forma sintáctica del enunciado y su interpretación semántica. He aquí otro ejemplo que puede ayudar a entender este fenómeno:

(12) [Una mujer]i entró en la casa. Ellai iba silbando.

Como en el caso anterior, podemos optar por traducir este enunciado como (12a), que captura su significado pero no su forma sintáctica, o como (12b), donde la sintaxis de (12) es respetada pero la variable x, correspondiente al pronombre, queda fuera del alcance del cuantificador:

(12a) ∃x (Mx & Ex & Sx)

(12b) ∃x (Mx & Ex) & Sx

Casos como el de (4) ejemplifican la llamada anáfora del burro, que recibe dicho nombre precisamente porque su formulación original incluía enunciados como el que hemos empleado aquí. La anáfora de (12), en cambio, suele denominarse anáfora de discurso. Pese a esta disparidad de nomenclatura, ambos fenómenos acostumbran a ser discutidos en conjunto, dado que parecen instancias de un tipo más general de relación anafórica: la que ocurre siempre que un pronombre tiene como antecedente un cuantificador que no manda-c sobre él. Para entender en qué consiste la noción de mando-c, propia de la sintaxis generativista, consideremos los siguientes árboles sintácticos:

(3b)

(4c)

Informalmente, un constituyente α de una oración (cada uno de los nodos del árbol) manda-c sobre otro constituyente β si se dan dos condiciones: 1) que no sea posible llegar desde α hasta β avanzando solo en dirección descendente y 2) que desde el nodo inmediatamente superior a α sí sea posible llegar hasta β avanzando únicamente en dirección descendente. Un ejemplo de esto es la relación entre «Laura» y «ella» en (3b). Dado que debajo de «Laura» no hay nodo alguno, no es posible avanzar desde «Laura» hasta «ella» solamente en dirección descendente, satisfaciéndose así la primera condición; además, la segunda también se cumple, puesto que sí que es posible llegar hasta «ella» descendiendo desde el nodo «O», situado justo encima de «Laura». La relación de mando-c, en cambio, no se da entre el sintagma nominal «un burro» y el pronombre «le» en (4c). El motivo es que no es posible llegar a este último avanzando en dirección descendente desde el nodo inmediatamente superior al primero, el sintagma verbal «tiene un burro».

La ausencia de mando-c entre el antecedente cuantificado y el pronombre que de este depende es lo que diferencia la anáfora de (4)  de los casos más habituales en los que el pronombre sí funciona como una variable ligada. Y esto es exactamente lo que ocurre en (12), donde las expresiones relevantes, «una mujer» y «ella», ni siquiera ocurren en la misma oración. A este fenómeno se lo denomina, a veces, covariación sin mando-c (Elbourne 2005: 3), y la razón por la que resulta problemático es la asunción, estándar entre los lingüistas, según la cual un pronombre solamente puede interpretarse como una variable ligada en caso de que su antecedente mande-c sobre él (Reinhart 112-131).

El primer intento serio de proporcionar una interpretación sistemática de los pronombres como los que hallamos en (4) y(12) se lo debemos a Gareth Evans (1977a, 1977b), quien sostuvo que los pronombres en cuestión debían entenderse como un caso de deixis, con la peculiaridad de que su referencia debía fijarse a partir de una descripción definida obtenida a partir de su antecedente. A grandes rasgos, (4) y (12) deberían interpretarse como sigue, donde la descripción en negrita ha de ser entendida como un término referencial:

(4b) Todo granjero que tiene un burro pega al burro que tiene.

(12c) Una mujer entró en la sala. La mujer que entró en la sala iba silbando.

Cuando están sujetos a este tipo de interpretación, se dice que los pronombres son de tipo-E. Un análisis alternativo pero derivado de este es el que da a los pronombres en cuestión una interpretación de tipo-D (Heim 1990; Neale 1990a, 1990b). Este modelo resalta aun más la relevancia de las descripciones, puesto que priva a dichos pronombres de su carácter deíctico y sostiene que no son más que abreviaturas de las descripciones asociadas.

Frente a los análisis de tipo-E y tipo-D se alza, no obstante, otra familia de teorías que niega la centralidad de las descripciones en el análisis de la covariación sin mando-c: las aproximaciones dinámicas a los pronombres. Estas teorías, con frecuencia enmarcadas en el paradigma de la Teoría de la Representación del Discurso, acostumbran a tratar la función deíctica como básica, y explican los casos de covariación apelando a la capacidad de los antecedentes para modificar el contexto. De este modo, postulan un único tipo de interpretación semántica para todos los pronombres, independientemente del contexto lingüístico en el que se encuentren. Una teoría dinámica digna de especial mención es la Lógica Dinámica de Predicados, que modela todos los pronombres como variables a la vez que permite a los cuantificadores ligar variables que se encuentran más allá de su alcance sintáctico, dando como resultado que (12a) y (12b) sean sinónimas (Groenendijk y Stokhof 1991: 47-48).

3. Conclusiones y algunos cabos sueltos

Hay diversos motivos por los cuales los pronombres resultan relevantes para la filosofía, más allá de sus propiedades estrictamente lingüísticas. El correcto tratamiento de sus usos exofóricos, por ejemplo, constituye uno de los principales frentes de batalla en múltiples debates, como la cuestión del autoconocimiento o la disputa entre el descriptivismo y la referencia directa. Los usos anafóricos, por su parte, guardan relación con asuntos tan variados como la correcta interpretación de las descripciones definidas, la naturaleza de las variables o la propia deixis. Por cuestiones de espacio, sin embargo, hemos optado por dejar varios asuntos en el tintero, como la estrecha relación entre los pronombres logofóricos y la expresión del autoconocimiento (Castañeda 1966, 1967; Schlenker 2003; Gimeno-Simó 2018, 2020), los usos enfáticos de los demostrativos (Davis y Potts 2010, Potts y Schwarz 2010, Naruoka 2014) o las analogías entre pronombres y morfología verbal (Partee 1973). La razón para centrar nuestra atención en sus dos roles clásicos es que el resto de cuestiones que acabamos de mencionar pueden ser consideradas, en gran medida, como fenómenos derivados de alguna de sus funciones centrales, y por ende los debates aquí mencionados no serían sino un apéndice de los que sí nos hemos detenido a explicar con detalle.

Joan Gimeno-Simó
(Universitat de Vàlencia)

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Cómo citar esta entrada

Gimeno-Simó, Joan (2021) “Pronombres”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/pronombres/).

Proposiciones singulares

Si todo se reduce a lo Uno, ¿a qué se reduce lo Uno?
Kōan o enigma Zen
Mumon Ekai. La puerta sin puerta.

1. Introducción

Cuando pensamos acerca de objetos y predicamos cosas sobre ellos, lo hacemos de muchas formas. Decimos que los ecosistemas del mundo están en peligro, que el presidente de la nación más poderosa del mundo subestimó los efectos del covid-19, que Almodóvar es un director de cine español o que esta es la introducción de una entrada de enciclopedia.

Todas estas formas en las que pensamos cosas sobre el mundo se pueden agrupar en categorías proposicionales diferentes. Así, al emplear una oración como:

(1) Este café está caliente,

expreso una proposición que puede ser verdadera o falsa y que tiene una estructura que se corresponde, aproximadamente, con la estructura de (1). La proposición tiene varias partes, una de estas partes se corresponde con el sujeto de la oración (“Este café”) y otra con el predicado (“está caliente”).

Ahora bien, la proposición que expreso mediante (1) contrasta con la que expreso usando la oración:

(2) El café que está en la taza que tengo al frente está caliente.

El contraste no tiene que ver con el objeto al que se refieren o lo que predico de él, pues son lo mismo. Aunque en (1) y (2) se emplean diferentes palabras, el contraste entre ellas no tiene que ver tanto con las palabras como con lo que parece una estructura proposicional diferente.

En efecto, parece que la oración (2) expresa una proposición general; específicamente, una proposición con contenido descriptivo que involucra una condición (“ser el café que está en la taza que tengo al frente”) que debe ser satisfecha por un único objeto para que (2) exprese algo verdadero. En cambio, la oración (1) no parece expresar un contenido descriptivo, más bien parece expresar una proposición singular cuyo contenido involucra de una manera más directa al objeto del que se habla. De aquí que se considere que la estructura proposicional de (1) contraste con la de (2).

Si existe tal contraste, lo que pensamos o expresamos acerca del mundo se clasifica en al menos dos categorías según la estructura de su contenido: por un lado, tenemos proposiciones singulares; por otro, proposiciones generales o descriptivas.

No es obvio que existan estos dos tipos de proposiciones y, de hecho, siguiendo una lectura puramente descriptivista de Frege (1892), se puede llegar a dudar de la distinción, ya que, según esta lectura, las proposiciones aparentemente singulares no son más que proposiciones generales con contenido descriptivo. Bajo esta lectura, el sujeto de la oración (1) expresa, como el sujeto oracional de 2), una condición descriptiva que debe satisfacer un único objeto para que lo que expresa (1) sea verdad; la diferencia entre (1) y (2) radica en que (1) abrevia una condición descriptiva que (2) hace explícita.

En lo que sigue, se hará un recuento de algunas de las motivaciones para mantener que existe una distinción entre proposiciones singulares y descriptivas. Además, se revisarán algunas de las posturas sobresalientes que han pretendido dar cuenta de la estructura de las proposiciones singulares.

2 Razones a favor de las proposiciones singulares

Una de las motivaciones para la postulación de proposiciones singulares como una categoría distinta de las descriptivas está relacionada con el poco éxito de la lectura puramente descriptivista de Frege.

Frege (1892) es conocido por apoyar la distinción entre el sentido de una expresión y su referente. De acuerdo con ella, un nombre como “George Elliot” tiene un referente, la persona en el mundo que es la portadora de este nombre, y un sentido, que es un modo de presentación del referente y que, de acuerdo con la lectura descriptivista, corresponde a un contenido descriptivo. En este caso, el sentido sería una condición que satisface de manera única el referente del nombre “George Eliot”; por ejemplo, la condición expresada por la descripción “la persona que sustenta la autoría de Middlemarch”.

Frege estaba convencido de la legitimidad de su distinción porque esta permite explicar las diferencias en valor cognitivo. Decimos que una persona racional y competente asocia diferentes valores cognitivos a dos proposiciones si puede, sin contradicción, aceptar una de ellas y negar (o dudar o tener una actitud diferente hacia) la otra. Frege encuentra que si no hacemos la distinción sentido-referencia, no podríamos explicar las diferencias en valor cognitivo de las proposiciones expresadas por:

(3) George Eliot es mujer,

y

(4) Mary Anne Evans es mujer.

Un hablante racional y competente podría rechazar la afirmación hecha por (3) y aceptar la hecha con (4) y, por tanto, asociar valores cognitivos diferentes a estas oraciones. Dado que los nombres “George Eliot” y “Mary Anne Evans” refieren al mismo individuo, si el contenido de estas expresiones se agotara con su referente, no sería posible que el hablante en cuestión tomara actitudes contrarias hacia las afirmaciones hechas por (3) y (4) (ni que adquiriera un nuevo conocimiento al descubrir que George Elliot es Mary Anne Evans). Pero, como esto sí es posible, el contenido de los nombres en cuestión no puede agotarse en su referente, de modo que debe postularse un sentido.

La lectura descriptivista nos dice que el sentido, para términos presuntamente singulares como nombres propios, indéxicos, demostrativos y obviamente las descripciones definidas, está determinado por una condición descriptiva identificadora; esto es, una condición que satisface de manera única el referente del término. Esta lectura de Frege, aunque nos da pistas al respecto de lo que puede ser un sentido y explica las diferencias en valores cognitivos, tiene problemas. Kripke (1981) señala varios de ellos.

Según Kripke, un hablante competente con un nombre propio como “George Eliot” no siempre tiene disponible una condición descriptiva identificadora asociada a dicho nombre y, a veces, puede referir al portador del nombre asociando una descripción que este no satisface. Así, un hablante puede lograr referir a George Eliot aunque solo asocie a su nombre la condición expresada por “una famosa escritora británica”, descripción que no es identificadora (la autora de Harry Potter también la satisface). También podría lograr referir a George Eliot aunque asocie a su nombre el contenido descriptivo de “el autor (masculino) de Middlemarch”, descripción que no satisface George Eliot.

No solo los nombres propios, también expresiones demostrativas como “esto”, “eso”, “aquello” y expresiones indéxicas como “yo”, “aquí” y “ahora” parecen resistirse a un análisis descriptivista. Perry (1993b, 1997, 2006) presenta varios ejemplos de ello, algunos tienen que ver con amnésicos o personas que han perdido el rastro del tiempo o del lugar en el que están: una persona que haya perdido la memoria de tal modo que no recuerde descripciones identificadoras de su propia persona puede, en principio, expresar pensamientos acerca de sí misma usando oraciones que contienen el pronombre de la primera persona del singular como “yo he perdido la memoria”.

Algo similar, dice Perry, se aplica al caso de “ahora” u “hoy”, como ilustra el caso de Rip Van Winkle. Este personaje se despierta luego de estar 20 años en un sueño profundo, pensando que no ha pasado más que un día. Al despertar, la descripción que Van Winkle asocia a expresiones como “ahora” u “hoy” es “el día 20 de octubre de 1803”. Sin embargo, esta descripción no es satisfecha por el momento en el que despierta: el día 20 de octubre de 1823. No obstante, no diríamos que Van Winkle falle en expresar proposiciones acerca del momento en el que despierta cuando usa expresiones como “ahora” u “hoy”.

Aun si los defensores de la lectura descriptivista logran mostrar que algunos de los nombres propios, expresiones demostrativas e indéxicas que comúnmente usamos tienen un contenido descriptivo, hay razones para pensar que existen términos que tienen un contenido irreducible a un contenido descriptivo. Una de estas razones es expuesta por Strawson (1959).

Para Strawson, es cierto que podemos identificar objetos acerca de los que hablamos a través de descripciones definidas que estos satisfacen de manera única; sin embargo, para que podamos tener pensamientos acerca de ellos es necesario que podamos identificar a algunos de ellos de una forma no descriptiva. A esta forma de identificación Strawson la llama identificación demostrativa. La identificación demostrativa no depende de asociar una condición descriptiva a un objeto, sino de ser capaz de discriminar a este objeto de otros a través de la percepción que se tiene de él. Así, para Strawson, nuestro pensamiento acerca de objetos depende, en última instancia, de que podamos percibir a algunos de ellos y, así, identificarlos de una forma diferente a la de asociar una condición descriptiva. Esto sugiere que los pensamientos que tenemos acerca de objetos que identificamos demostrativamente, pero no descriptivamente, son pensamientos con un contenido proposicional irreductiblemente singular.

El argumento de Strawson para mostrar que la identificación demostrativa, no-descriptiva, es fundamental para tener pensamientos acerca de objetos en el mundo es conocido como el argumento de la reduplicación masiva: decimos que un mundo es reduplicado masivamente cuando cada objeto en dicho mundo tiene al menos un duplicado, cualitativamente idéntico, coexistente en otra región espaciotemporal de ese mismo mundo. Así, por ejemplo, Luis, un habitante de un mundo reduplicado, tiene un gemelo idéntico, Luis*, que habita en una región cualitativamente idéntica, y seguramente muy distante, a la que Luis habita. Luis cree que su esposa, Diana, es encantadora. Dado que Luis* es cualitativamente idéntico a Luis, Luis* también cree que su esposa, Diana* (la gemela idéntica de Diana), es encantadora.

En este mundo reduplicado, si Luis tiene un pensamiento acerca de Diana que expresa mediante la oración “Diana es encantadora”, el contenido del nombre “Diana” no puede ser puramente descriptivo, debe estar fundado en una identificación demostrativa; es decir, debe estar fundado en un contenido singular. Esto porque si el nombre “Diana” estuviera asociado a una condición puramente descriptiva, dicha condición descriptiva no será identificadora, pues cualquier propiedad puramente descriptiva que Diana satisface, también será satisfecha por Diana*; de modo que, si el contenido de “Diana” fuera puramente descriptivo, dicho nombre no referiría únicamente a Diana y, consecuentemente, la proposición que Luis expresa mediante “Diana es encantadora” no sería más acerca de Diana que de Diana*. Por tanto, para que la oración “Diana es encantadora” exprese una proposición acerca de Diana, y únicamente acerca de ella, el nombre “Diana” debe asociarse a una identificación no-descriptiva que vincule a Diana con Luis. Este vínculo es la identificación demostrativa: gracias a ella, Luis se vincula de manera única con Diana, dado que ella, u otras personas alrededor de ella, pero no sus duplicados, son objetos de la percepción de Luis.

Esta conclusión también se aplica a un mundo no reduplicado como, presumiblemente, el nuestro: nuestro mundo podría ser reduplicado, si lo fuera, es razonable suponer que los pensamientos que tenemos determinadamente acerca de objetos no dejarían de ser acerca de estos objetos para ser acerca de sus duplicados. Pero, para que no dejen de ser determinadamente acerca de sus objetos, tenemos que suponer que, aun sin reduplicación, dichos pensamientos tienen un componente irreductiblemente singular.

El argumento de la reduplicación tiene, como cualquier argumento, puntos débiles. Por ejemplo, en su forma original, es incompatible con el principio de la identidad de los indiscernibles (si A y B son cualitativamente idénticos, A y B son numéricamente idénticos). Si dicho principio se muestra inviolable, el argumento de Strawson no lograría su objetivo (aunque Fitch & Nelson (2018) exponen una versión del argumento de la reduplicación compatible con el principio de la identidad de los indiscernibles). No obstante, las dificultades expuestas en esta sección, junto con las intuiciones detrás del argumento de la reduplicación, han hecho tentador inclinarse por una concepción de las proposiciones singulares como diferentes, e irreducibles a, proposiciones descriptivas. Una de estas concepciones, como veremos, revive una propuesta de Bertrand Russell (1912, 1914-19).

3 Proposiciones singulares russellianas y sentidos de re

A Russell se le atribuye, como a Frege, una concepción descriptivista, principalmente debido a las consecuencias de su análisis de las descripciones (Russell 1905). Sin embargo, Russell mismo admite, sin contradicción con esta atribución, que podemos pensar y expresar proposiciones cuyo contenido es irreduciblemente singular; esto porque aunque muchos términos que llamamos “singulares” realmente no lo son, hay términos que son genuinamente singulares. A estos últimos no se aplica la lectura descriptivista. Pero, ¿cuáles son esos términos genuinamente singulares? Para responder a esta pregunta, es útil precisar qué es una proposición singular russelliana.

Para Russell, una proposición singular expresada mediante una oración de la forma “a es F” es una proposición en cuyo contenido no figura un sentido de “a”, sino el referente mismo de “a”. Esto significa que las proposiciones singulares russellianas son proposiciones que tienen como componentes a los objetos mismos a los que aluden.

Resulta extraño que la proposición que expreso mediante “La Torre Eiffel es enorme” tenga como uno de sus componentes a la mismísima Torre Eiffel. No obstante, en la versión original de su propuesta, Russell no admite que podamos pensar o expresar proposiciones singulares acerca de objetos externos. De hecho, el tipo de objetos acerca de los que podemos pensar proposiciones singulares es más bien reducido.

Según Russell, para pensar proposiciones acerca de un objeto se tiene que cumplir con un exigente requisito epistemológico; a saber, tener conocimiento directo (acquaintance) de ese objeto; desafortunadamente, solo podemos tener conocimiento directo de objetos sobre los que no podemos tener errores de identificación. Esto hace que el requisito del conocimiento directo sea muy exigente, pues implica que no podemos tener pensamientos acerca de ningún objeto material independiente de la mente (precisamente, este es el tipo de objeto que usualmente fallamos en identificar). Los objetos de los que podemos tener tal conocimiento se reducen a unos cuantos: universales, datos de los sentidos (entidades mentales que son, siguiendo a Russell, los objetos inmediatos de la percepción) y, quizás, el yo. Los universales son los componentes de las proposiciones generales, mientras que los datos de los sentidos y el yo son componentes típicos de las proposiciones singulares.

Así, para responder a la pregunta con la que comenzó esta sección, los términos genuinamente singulares son, para Russell, los términos que refieren a datos de los sentidos o al yo. Son estos los únicos términos con los que podemos expresar proposiciones singulares.

En consecuencia, cuando expreso una proposición mediante una oración como:

(5) Este bistec está bien cocido,

no expreso una proposición singular acerca del bistec; pues, en estricto sentido, la proposición que expreso con (5) es la misma o similar a la que expresaría descriptivamente con una oración como:

(6) El objeto que causó esto está bien cocido,

donde “esto” es un término que refiere, no al bistec, sino al dato de los sentidos que, presumiblemente, es causado por el bistec cuando lo percibo.

El término “esto”, como es usado en (6), a diferencia de “este bistec”, sí es un término genuinamente singular y, por tanto, puede ser usado para expresar proposiciones singulares sobre datos de los sentidos.

La idea de que las proposiciones singulares son aquellas en las que sus objetos figuran como constituyentes ha gozado de cierta popularidad, no así la idea de que el conocimiento directo se limita a los datos de los sentidos, los universales y el yo. En efecto, además de que postular datos de los sentidos ya no es una práctica muy común entre los filósofos, autores como Kaplan (1977, 1989), Perry (2006) y Campbell (2002) son representantes de una importante tradición neo-russelliana que aboga por la idea de que las proposiciones singulares son russellianas, en el sentido en que los objetos sobre los que versan son sus constituyentes, pero dichos objetos pueden ser objetos externos, ya sea porque (como Kaplan) se niega que el conocimiento directo sea condición necesaria para pensar proposiciones singulares o porque (como Campbell) se piensa que podemos tener conocimiento directo de objetos independientes de la mente como personas, animales y otros objetos materiales macroscópicos.

La concepción neo-russelliana de las proposiciones singulares no es la única concepción disponible acerca de la estructura de las proposiciones singulares. Existe una concepción neo-fregeana, contraria a la lectura puramente descriptivista de Frege, que considera que la distinción sentido-referencia puede, y debe, acomodarse para dar cuenta de la naturaleza de las proposiciones singulares. Esta concepción neo-fregeana se asocia a los desarrollos de Evans (1982) sobre la identificación demostrativa y a la defensa de McDowell (1984) de la noción de sentidos de re.

De acuerdo con la concepción neo-fregeana, es cierto que podemos pensar proposiciones irreductiblemente singulares acerca de objetos independientes de la mente; sin embargo, esto no implica, como cree el neo-russelliano, que los objetos acerca de los cuales pensamos cuando pensamos proposiciones singulares sean sus constituyentes. Esto porque, una vez que el neo-russelliano levanta la estricta condición de Russell y admite como constituyentes a objetos externos, se vuelve susceptible al ya expuesto argumento de Frege para sustentar la distinción sentido-referencia: si toda la contribución que hace un término singular en una oración que expresa una proposición se reduce al objeto al que el término refiere, no se podría explicar la diferencia en valores cognitivos que un hablante, competente y racional, puede asociar a dos oraciones de la forma “a es F” y “b es F”, cuando “a” y “b” refieren al mismo objeto.

Así, por un lado, tenemos varias razones para pensar que hay proposiciones singulares cuyo contenido no puede ser reducido a un contenido puramente descriptivo o general, pero, por otro lado, tenemos que la contribución que hace un término singular no puede ser simplemente el objeto al que el término refiere. Para resolver esta tensión, propone el neo-fregeano, lo más sensato es postular sentidos, diferentes a sus referentes, que no pueden reducirse a un contenido general o descriptivo, esto es, sentidos de re.

Siguiendo a McDowell, los sentidos de re, además de ser irreducibles a un contenido descriptivo, tienen otras dos características: en primer lugar, son modos de presentación que dependen esencialmente, como sugería Strawson, de la presencia percibida de los objetos; en segundo lugar, son modos de presentación cuya existencia es dependiente del objeto: si no existe el objeto acerca del cual es una proposición singular, no existe tampoco un sentido de re como modo de presentación de tal objeto y, consecuentemente, no habrá una proposición singular completa acerca de ese objeto disponible para ser pensada o expresada (McDowell, 1984).

4. Conclusión

Hay varias razones para pensar que existen proposiciones irreduciblemente singulares y al menos dos posturas rivales (neo-russelliana y neo-fregeana) acerca de la estructura de estas proposiciones. Comprometerse con una u otra postura implica enfrentarse con dificultades dignas de un kōan o enigma zen; pero este ha sido justamente uno de los atractivos del debate.

Manuel Alejandro Amado González
(Universidad Nacional de Colombia)

Referencias

  • Campbell, J. (2002): Reference and Consciousness. Oxford.
  • Ekai, M. (1228/1979): The Gateless Gate. (Trad.) Yamada K. Center Publications. California.
  • Evans, G. (1982): The Varieties of Reference. Clarendon Press, Oxford.
  • Fitch, G. y M. Nelson, M. (2018): ‘Singular Propositions’. En: The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Spring 2018 Edition), Edward N. Zalta (ed.), URL = https://plato.stanford.edu/archives/spr2018/entries/propositions-singular/
  • Frege, G. (1892): “Sobre Sentido y Referencia”. En: La Búsqueda del Significado. Luis M. Valdés Villanueva (ed.). Tecnos, Madrid. 1991, pp. 24-45.
  • Kaplan, D. (1977): “Demonstratives”. En: Themes from Kaplan. John Perry, Joseph Almog, Howard Wettstein (eds.). Oxford University Press, Oxford, N.Y. 1989.
  • ____ (1989): “Afterthoughts”’. En: Themes from Kaplan. John Perry, Joseph Almog, Howard Wettstein (eds.). Oxford University Press, Oxford, N.Y. 1989.
  • Kripke, S. (1981): El Nombrar y La Necesidad’. Margarita M. Valdés (trad.). UNAM. México, 1995.
  • McDowell, J. (1984): “De Re Senses”. En: The Philosophical Quarterly. Vol. 34, No. 136, Special Issue: Frege. (July 1984), pp. 283-294.
  • Perry, J. (1993b): ‘The Problem of the Essential Indexical’. En: The Problem of the Essential Indexical. Oxford University Press, Oxford, N.Y.
  • ____ (1997). “Rip Van Winkle and Other Characters”, European Review of Philosophy, 2: 13–40.
  • ____ (2006) “Using Indexicals” En: Blackwell Guide to the Philosophy of Language. M. Devitt (ed.). Blackwell, Oxford, pp. 314-334.
  • Russell, B. (1905) “On Denoting”. En: Mind, New Series. Vol. 14, No 56, pp. 479-493.
  • ____ (1912): Los Problemas de la Filosofía. Joaquín Xirau (trad.). Labor, Barcelona. 1986.
  • ____ (1914-19): “The philosophy of Logical Atomism”. En: The philosophy of Logical Atomism and other Essays. George Allen & Unwin. London, 1986.
  • Strawson, P. (1959): Individuos: Ensayo de Metafísica Descriptiva. Alfonso García y Luis M. Valdés (trad.). Taurus, Alfaguara. Madrid, 1989.

Lecturas recomendadas en castellano

  • Evans, G. (1996): Ensayos Filosóficos. (Trad.) Alejandro Tomasini. UNAM, México.
  • Jeshion, R. (2010): New Essays on Singular Thought. Oxford. Clarendon Press.
Cómo citar esta entrada

Amado, Manuel (2020): “Proposiciones Singulares”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/proposiciones-singulares/).

Prueba ética animal

La ética animal es el campo de estudio que examina la forma en la que deberíamos considerar a los animales no humanos y actuar hacia ellos. Existe una idea, extendida de forma general, según la cual los intereses de los miembros de la especie humana son los únicos que cuentan, o cuentan siempre más que los intereses de los miembros de las demás especies. Dicha idea tiene consecuencias importantes. En el caso de los animales no humanos bajo explotación humana, se les causa unos daños que la mayoría consideraría injustificado causar a seres humanos en circunstancias similares. En el caso de los animales que viven en el medio salvaje, se rehúsa darles ayuda en circunstancias en las que consideraríamos obligatorio hacerlo si fueran seres humanos en semejante situación de necesidad. Las posturas críticas con esta posición mantienen que hay fuertes razones para considerar que la gran mayoría de animales no humanos, tanto los que son empleados como recursos como los que viven en el medio salvaje, son individuos sintientes. De aquí se sigue que, al igual que los seres humanos, pueden ser afectados por lo que les ocurre de forma positiva o negativa. Por ello, estas posiciones sostienen que los intereses de los animales en no sufrir y en disfrutar de sus vidas deben ser considerados, independientemente de la especie a la que pertenecen. Ello supondría el rechazo a participar de todas aquellas prácticas que suponen causarles un daño, así como actuar para prevenir o reducir los daños que sufren por otras razones como, por ejemplo, por motivos naturales.

¿Qué argumentos hay a favor y en contra de cada una de estas posiciones? ¿Se encuentra justificada la diferencia de consideración y trato entre seres humanos y otros animales? Es decir, ¿es correcto favorecer los intereses humanos por encima de los intereses no humanos? Y si los intereses de los demás animales cuentan ¿qué implicaciones se derivan para la forma en que hoy en día actuamos hacia ellos? Por último, además de los animales no humanos, ¿podrá haber otras entidades moralmente considerables? 

1. Antropocentrismo y especismo

En el ámbito de la ética animal la posición que sostiene que los intereses humanos cuentan más que los de los demás animales ha sido conocida como “antropocentrismo” (Steiner, 2005). El antropocentrismo defiende, así, que los seres humanos son los únicos seres moralmente considerables, o que lo son siempre en mayor medida que las restantes entidades no humanas (no ha de confundirse este sentido del término con otros que se da al término “antropocentrismo” en ámbitos diferentes, como ocurre cuando este se define como la posición que sostiene que los únicos valores son aquellos reconocidos por los seres humanos o que solo nos es posible conocer algo desde un punto de vista humano (Faria & Páez, 2014). Quienes se han opuesto el antropocentrismo han defendido que el criterio para considerar moralmente a alguien debería ser la sintiencia, esto es, la capacidad de tener experiencias, que pueden ser positivas o negativas (en ética aplicada el término “sintiencia” es usado comúnmente como sinónimo de lo que en filosofía de la mente se conoce como “consciencia”). Y han argumentado que una gran parte de los animales son sintientes. En contraste, han sostenido que ni la mera pertenencia a la especie ni ningún otro criterio vinculado a esta justifica dar a alguien un trato mejor o peor. En consecuencia, han concluido que el antropocentrismo constituye una forma de especismo (Ryder, 2010 [1970]): la consideración o trato desfavorable injustificado de quienes no pertenecen a una cierta especie (Horta, 2010). La forma de especismo más común sería la que favorece a los seres humanos, el especismo antropocéntrico, pero podría ser también especista cualquier otra distinción entre otros animales ligada a su especie que resultase injustificada (Dunayer, 2004; O’Sullivan, 2011).

2. Defensas del antropocentrismo

Se ha intentado justificar el antropocentrismo de diferentes maneras. En algunas ocasiones, de manera definicional, simplemente asumiendo que la mera pertenencia a la especie humana es moralmente relevante (Diamond, 1978; Lynch y Wells, 1998). En otros casos, se ha defendido que solamente los seres humanos cumplen otros criterios moralmente relevantes que justifican un trato favorable. Estos pueden ser:

(i) Atributos intrínsecos cuya posesión es susceptible de comprobación, como ciertas capacidades intelectuales complejas (Frey, 1980; Paton, 1984).

(ii) Atributos intrínsecos de posesión no comprobable, como almas o un estatuto ontológico superior (Aristóteles (2004 [ca. s. IV a.c], 1256b; Ballesteros 2004). 

(iii) Relaciones de existencia comprobable, como la solidaridad o el poder (Midgley, 1983; Petrinovich, 1999). 

(iv) Relaciones de existencia no comprobable, como ser la especie elegida por una divinidad (Harrison, 1989; Reichmann, 2000).

Esta sería una clasificación exhaustiva. Las diferentes defensas de esta posición o bien caerían dentro de uno de estos grupos, o bien serían combinaciones de posiciones de estos tipos. Algunas posiciones defienden que solo los seres humanos son moralmente considerables porque únicamente ellos pertenecen a la misma especie que quienes poseen ciertas capacidades especiales, o son relevantemente parecidos a ellos precisamente por pertenecer a su misma especie (Scruton, 1996; Kagan, 2016). Otras perspectivas llegan a la misma conclusión sosteniendo que solo los humanos cumplen el requisito de o bien poseer ciertas capacidades o bien tener ciertas relaciones especiales con otros sujetos agentes morales (Scanlon, 2003 [1998]; Cortina, 2009). 

3. Argumentos contra el antropocentrismo

Se han utilizado varios argumentos en contra del antropocentrismo, de los que se destacan los siguientes: 

(i) El argumento de la petición de principio sostiene que las posiciones definicionales y las que apelan a criterios de satisfacción no comprobable no descansan en razones que las puedan justificar. Este argumento indica que estas posiciones simplemente asumen de partida como correcta la prioridad de los intereses humanos sin ofrecer un argumento ulterior que las respalde (Cavalieri 2001). 

(ii) El argumento de la superposición de especies, indica que ninguno de los criterios no definicionales de satisfacción comprobable es cumplido por todos y cada uno de los seres humanos y sólo por ellos. Es decir, para cualquier criterio x, habrá seres humanos que no lo cumplan y animales no humanos que sí lo cumplan. Así, si consideramos por ejemplo las capacidades cognitivas complejas, nos encontramos con que hay seres humanos que carecen de estas, por motivos congénitos, por enfermedad o accidente. Esto puede ocurrir de forma temporal (infancia, vejez) o permanente (diversidad funcional intelectual). Por su parte, tampoco las relaciones de solidaridad o poder son mantenidas de manera universal entre los seres humanos. Ello supone que si cumplir tales condiciones fundamentara la consideración moral, estaría justificado no considerar o dar menos importancia a los intereses de todos aquellos seres humanos que no las cumplen, lo que a la mayoría nos parecería inaceptable (Porfirio, 1984 [ca. s. III], 3, 8, 8; Horta, 2014). (Este argumento se conoce también como “el argumento de los casos marginales”, si bien esta denominación es problemática, pues los seres humanos que no poseen ciertos atributos o que no mantienen cierto tipo de relaciones.)

(iv) El argumento de la relevancia descansa en la idea de que, para que un criterio justifique tratar de forma distinta a alguien, tal criterio debe basarse en una diferencia relevante. Así, por ejemplo, lo relevante para recibir una pensión puede ser tener una cierta edad, lo cual en cambio no sería relevante para recibir un subsidio de desempleo. Sobre la base de esta idea, el argumento sostiene, en primer lugar, que, cuando en nuestras decisiones acerca de si considerar moralmente a alguien lo que están en cuestión es si ese alguien puede sufrir daños o disfrutar de beneficios, lo que deberíamos considerar relevante para considerar moralmente a alguien sería su capacidad de sufrir daños y/o disfrutar de beneficios. En segundo lugar, defiende que lo que determina esto es únicamente la sintiencia, y no los criterios de otros tipos en los que se basa la defensa del antropocentrismo. Es decir, la posesión de ciertas capacidades o de ciertas relaciones podría ser relevante para que alguien pueda sufrir ciertos tipos de daños o disfrutar de ciertos beneficios. Pero no sería lo que determina que los pueda sufrir o disfrutar como tal, de manera general. Por ello, iguales daños o beneficios deberían contar igual independientemente de a quién afecten, pues no hacerlo significaría tener en cuenta criterios que no son relevantes. Así, el argumento concluiría que los intereses de humanos y no humanos deberían ser igualmente considerados (Sapontzis, 1987; Bernstein, 2015). 

(v) Por último, el antropocentrismo puede ser rechazado desde toda una serie de argumentos relativos a distintas teorías normativas. Se ha sostenido que no dar plena consideración a los animales no humanos implica no obtener las mejores consecuencias, actuar de maneras inherentemente incorrectas o no obrar conforme a un carácter moral adecuado. Exponer de manera más concreta los argumentos que se han presentado apelando a las prescripciones defendidas por cada teoría en particular requeriría un espacio mucho más extenso que este. Pero valga decir que la consideración moral de los animales ha sido defendida desde posiciones utilitaristas (Singer, 2009 [1979]; Matheny, 2006), igualitaristas y prioritaristas (Gompertz, 1997; Holtug, 2007; Faria, 2016 [2014]; Horta, 2016), consecuencialistas negativas, (Leighton, 2011; Tomasik, 2018); kantianas y neokantianas (Pluhar 1995; Francione, 2000; Franklin, 2005; Korsgaard, 2018), apelando a derechos prima facie (Regan, 2013 [1983]), contractualistas (VanDeVeer, 1979; Rowlands, 1998), de las virtudes (Dombrowski 1984; Nobis 2002; Abbate 2014); del cuidado (Clement, 2003; Donovan, 2006; Donovan y Adams, 2007), desde la perspectiva de las capacidades, (Nussbaum, 2006; Torres, 2016), desde el pragmatismo (McKenna y Light, 2004) y desde posturas pluralistas (Clark, 1977; Sapontzis, 1987). 

4. Los intereses de los animales

Una forma de rechazar el argumento de la relevancia consiste en defender que los animales no humanos no tendrían intereses moralmente relevantes, dado que solo los seres humanos podrían tener experiencias conscientes. Aunque esta posición ha gozado de aceptación en distintos momentos históricos (Descartes, 2003 [1637]; Carruthers, 1995 [1992]), esta postura choca a día de hoy con la posición mantenida de forma más general en el ámbito científico (Low et al. (2017 [2012]). Se acepta normalmente que los animales son seres sintientes apelando fundamentalmente a tres criterios: (i) las evidencias basadas en la observación de la conducta de los animales (Griffin, 1992; Allen y Bekoff, 1997; Allen y Trestman, 2017); (ii) las razones que apelan al papel de la sintiencia a lo largo del proceso evolutivo (Rollin, 1989; Ng, 1995; Denton et al., 2009); y (iii) las evidencias fisiológicas, al poseer no solo los vertebrados, sino también un gran número de invertebrados, sistemas nerviosos que procesarían información de forma coordinada (Mather, 2001; Gregory, 2004; Tye, 2017).  

Otra posición más moderada ha sostenido que, aunque un gran número de animales puedan tener experiencias, los seres humanos pueden experimentar disfrutes y sufrimientos de carácter psicológico más intensos que los disfrutes y sufrimientos de los demás animales (Leahy, 1992). Un argumento en contra de ello señalaría que la intensidad de las experiencias no tiene por qué depender necesariamente de su complejidad. Además, se podría afirmar que ciertos disfrutes y sufrimientos físicos pueden tener una mayor intensidad que los de carácter psicológico (Primatt 1776; Rollin, 1989).

Por último, se ha defendido también que los animales no humanos tendrían un interés en no sufrir pero no en vivir, sosteniendo que para poseer este último sería necesaria la capacidad de hacer planes a largo plazo, o la de concebirse a uno o una misma a lo largo del tiempo (Cigman, 1981; Ferré, 1986). Una posición opuesta a esta sostiene que la muerte es un daño por privación que nos afecta negativamente siempre que nos priva de bienes futuros (Nagel, 1970; Bradley, 2009). Si esto es así, entonces los animales dotados de la capacidad de tener experiencias positivas podrían ser dañados al morir. Ciertas posiciones han aceptado esto y mantenido, no obstante, que su interés en vivir sería significativamente menor que el de los seres humanos con capacidades cognitivas complejas, dada la menor conexión psicológica con su yo futuro (McMahan, 2002; Rowlands 2002), mientras que otras han puesto en duda esta afirmación o su relevancia con respecto al interés en vivir (Cavalieri 2001; Bernstein 2015).

En suma, se ha argumentado que, si los intereses no humanos en no sufrir son moralmente relevantes, entonces tenemos fuertes razones para evitar su sufrimiento siempre que podamos hacerlo. Y se ha sostenido, además, que, si la muerte es un mal, entonces sería un mal también para los animales no humanos, al privarles de experiencias futuras positivas. Ello nos daría razones para no matarlos y para impedir que mueran por otros motivos. Esto sería así independientemente de si el interés en vivir de los animales no humanos pueda resultar, en ocasiones, comparativamente más débil que el interés humano. Si todo esto es correcto, ello tendrá importantes implicaciones prácticas, dada la multiplicidad de ámbitos en los que actualmente nos relacionamos con los animales no humanos y que suponen su sufrimiento y muerte. De ello tratarán las siguientes secciones.

5. El uso de animales no humanos

Uno de los ámbitos prácticos de los que se ocupa la ética animal consiste en el uso como recursos de los animales por parte de los seres humanos. Se estima que anualmente son matados más de 60.000 millones de mamíferos y aves (FAO, 2018), y unos dos billones de animales acuáticos fundamentalmente para la obtención de productos culinario-alimenticios (Mood y Brooke, 2010; 2012). Estas cifras no incluyen su empleo para otros fines, como la producción de ropa, el entretenimiento o la investigación. Se ha documentado extensamente que una parte muy importante de estos sufre terriblemente a lo largo de su vida, en particular, aunque no solamente, en las granjas industriales actuales (Harrison, 1964; Singer, 2011 [1975]; Horta 2017).  Ante esto, se ha sostenido que la oposición al especismo supondría la asunción del veganismo, nombre que recibe el rechazo a participar en cualquiera de las distintas formas de explotación animal (Gompertz, 1997 [1824]; Davis, 1976). Esta posición ha sido también defendida, no obstante, sin apelar al cuestionamiento del especismo, apelando a que los animales no han dado su consentimiento a los daños que sufren y a que la magnitud de estos sería muy superior a la de los beneficios que puede ocasionar a los seres humanos (Francione, 2000; Hooley y Nobis, 2015). Algunas de las defensas del uso de los animales han cuestionado esta última afirmación (Frey 1983), si bien normalmente se han efectuado sosteniendo la justificación del antropocentrismo (Narveson, 1987; Cohen, en Cohen y Regan, 2001).

6. La situación de los animales en el mundo salvaje

Otro campo práctico del que se ocupa la ética animal es el de nuestra acción hacia los animales que viven en el mundo salvaje, o que no se encuentran recluidos. Tradicionalmente se ha entendido que no tenemos por qué preocuparnos por su suerte. Esto puede defenderse simplemente por motivos especistas. Pero también ha sido mantenido asumiendo que la situación de los animales en la naturaleza es fundamentalmente buena. A su vez, otras posiciones han sostenido que no tendríamos por qué (o incluso que no deberíamos) dar ayuda a los animales en el mundo salvaje, aunque efectivamente necesiten que acudamos en su auxilio y podamos hacerlo. Esto se ha defendido sobre la base de que solo tenemos motivos para preocuparnos de lo que les sucede a los animales con quienes tenemos una relación especial (Palmer, 2010), o sosteniendo que constituyen comunidades soberanas en las que solo deberíamos intervenir en situaciones catastróficas (Donaldson y Kymlicka, 2018 [2011]). 

Estas posiciones han sido cuestionadas señalando que en el mundo salvaje los animales se enfrentan a múltiples fuentes de sufrimiento, como enfermedades, condiciones climáticas hostiles, accidentes, parasitismo, ataques, etc. Esto no sucede de manera minoritaria, pues las estrategias reproductivas predominantes en la naturaleza hacen que gran parte de los animales mueran poco después de comenzar a existir, a menudo de formas muy dolorosas. Al morir tan temprano tiene pocas oportunidades de tener experiencias positivas. Se ha argumentado por ello que el sufrimiento y la muerte prematura prevalecerían en la naturaleza por encima del disfrute, y que ello nos daría razones para actuar en favor de tales animales (Ng, 1995; Tomasik, 2015; Faria y Páez 2015; Dorado 2015a; Faria 2016; Horta, 2017). De hecho, existen en la actualidad diferentes formas en las que se proporciona ayuda a algunos animales en el mundo salvaje, incluyendo refugios para animales enfermos o heridos, así como programas de suministro de alimento o vacunación (Ética Animal 2016). Asimismo, se ha propuesto desarrollar un nuevo campo de estudio, la biología del bienestar, que se ocupe del estudio de la situación de los animales en los distintos ecosistemas y de los factores que les afectan negativa y positivamente, y que podría proporcionar un conocimiento mucho más firme para actuar en su beneficio (Ng, 1995; Faria 2016). 

7. El conflicto entre las posiciones en ética animal y ética ambiental

Las posiciones que sostienen la plena consideración de los intereses de los animales en función de su sintiencia entran también en conflicto, además de con el antropocentrismo, con otro tipo de posturas acerca de qué entidades han de ser moralmente considerables. Estas han sido representativas en el ámbito de la ética ambiental, el campo de estudio que examina la forma en la que deberíamos considerar diferentes entidades naturales y actuar sobre ellas. Podemos distinguir fundamentalmente las dos siguientes. 

Biocentrismo

El biocentrismo es la posición según la cual la consideración moral debe ser extendida de forma que incluya a todos los organismos vivos. Según las posiciones biocentristas que han logrado más aceptación, todo el ser vivo tiene “un bienestar propio” que debe ser tenido en cuenta a la hora de decidir cómo debemos actuar (Schweitzer, 1962 [1923]; Goodpaster, 1978; Taylor, 1986). En ocasiones se cree que existiría un conflicto entre el biocentrismo y el veganismo al aceptar este último el consumo de seres vivos como plantas u hongos, si bien este no es el caso, al suponer el consumo de animales un empleo de un número mucho mayor de plantas empleadas en la cría de estos. Pero el biocentrismo tiene otras implicaciones contrarias a los intereses de los animales. Ello puede ocurrir, por ejemplo, si un animal sintiente (sea un ser humano o algún otro) padece una infección bacteriana. El biocentrismo implicaría que cada bacteria sería merecedora de consideración moral, lo que nos daría como mínimo razones pro tanto para no promover un tratamiento de tal infección. 

Esto constrastaría claramente con lo que defiende el criterio centrado en la sintiencia que hemos visto arriba. Este no identificaría el conjunto de los seres moralmente considerables con el de los seres vivos. De hecho, no lo haría tampoco con el del conjunto de los animales. Conforme a él, los animales que no fuesen sintientes (como pueden ser las esponjas, que no teniendo sistema nervioso no cumplen los criterios indicados en el apartado 4) no serían considerables, mientras que posibles entidades sintientes artificiales futuras sí lo serían.

Holismo

Por su parte, el holismo considera que la consideración moral debe ser asignada no a los individuos (sintientes o no sintientes), sino a los conjuntos biológicos, tal y como las especies, los ecosistemas, etc. (Leopold, 2000 [1949]; Callicott, 1989; Johnson, 1993r). Así, esta posición podrá aceptar el uso de animales siempre y cuando no afecte negativamente a la conservación ambiental, y rechazará dar ayuda a los animales en situación de necesidad en el mundo salvaje en la medida en que ello suponga la transformación de algún ecosistema. Por otra parte, apoyará intervenciones en el medio natural dañinas para los animales sintientes, como el exterminio de aquellos çcuya presencia en un determinado ecosistema se considera que afecta negativamente al equilibrio y la conservación de este (Shelton, 2004). 

El biocentrismo y el holismo han sido criticados argumentando que cualquier concepción plausible de lo que es valioso para una entidad implica una condición afectiva que haga posible que un cierto estado o cambio de estado pueda ser recibido como positivo o negativo, y solo los seres sintientes cumplen este requisito (Faria 2012).  Esto es lo que explicaría nuestra intuición contraria a lo que pasa en el ejemplo de la infección, y también que no parece que tengamos un interés en continuar existiendo si se da el caso que perdamos irreversiblemente la consciencia. Por otra parte, es asimismo lo que nos proporcionaría razones para concluir que, aunque la eliminación de poblaciones humanas favorecería la conservación de los ecosistemas, ello no resultaría una medida aceptable. 

En relación con esta cuestión, se ha argumentado también que, en realidad, posiciones como el biocentrismo y el holismo raramente son sostenidas cuando existe un conflicto entre la conservación de conjuntos biológicos, o de entidades no sintientes vivas, e intereses humanos significativos. Solamente lo son cuando entran en conflicto con los intereses de animales no humanos (Attfield 1987; Varner, 1991). Esto ha sido cuestionado como especista, sosteniéndose así que la única alternativa sólida al antropocentrismo sería la asunción del criterio de la sintiencia (Faria, 2012; Dorado, 2015b). 

8. Conclusión

La ética animal es la reflexión acerca de la consideración y la forma de actuar hacia los animales no humanos. En las últimas décadas se ha asistido a una creciente concienciación social en términos de ampliación de la consideración moral a diferentes seres humanos, independientemente de factores irrelevantes como el género de los individuos, su color de piel, orientación sexual, procedencia geográfica, complejidad cognitiva, etc. Según una gran parte de quienes trabajan en el ámbito de la ética animal, esto debería ocurrir también en el caso de los individuos sintientes de las demás especies. 

Esto entraría en contraste con lo que defenderían las posiciones antropocentristas. Desde estas se podría argumentar que los corolarios prácticos de considerar moralmente a los animales no humanos son en la práctica demasiado exigentes a la hora de orientar nuestra conducta. Quienes rechacen esta objeción aceptarán que en nuestra relación con los demás animales actuar de manera moralmente aceptable puede tener un coste, al igual que ocurre en el caso de los seres humanos. Pero sostendrán que a la hora de decidir cómo debemos actuar no somos los únicos individuos a quienes debemos tener en cuenta, y que los costes personales de actuar de forma justificada deben ser sopesados con los beneficios que se derivan de ello para todos los individuos afectados. En este caso particular, concluirán que el coste que pueda tener atender a los intereses de los animales no humanos (por ejemplo, al renunciar a un determinado sabor o al cambiar el modo en el que actuamos hacia los animales en el mundo salvaje) resulta mucho menor que los beneficios ocasionados en la mejora de su situación (al evitar su sufrimiento intenso y prolongado, así como su muerte). 

Catia Faria

University of Minho (Portugal)

Oscar Horta

Universidad de Santiago de Compostela

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Particularismo moral

La reflexión moral parte en gran medida de la experiencia del daño. Recordemos, en este sentido, la fotografía de la niña vietnamita caminando desnuda por el centro de la calzada con los soldados al fondo y una nube de polvo que cierra el horizonte. Si la miramos de nuevo, ¿no nos sentimos acaso impelidos a exclamar: ‘¡Esto no debería volver a ocurrir!’? El impacto que tuvo esa fotografía no parece ajeno al hecho de que muestra el sufrimiento de una niña concreta, pero la referencia de ‘esto’ en la exclamación anterior no se limita al sufrimiento de esta niña, sino que va más allá de su caso particular. Por otro lado, quien realiza esa exclamación no la entiende como expresión de una actitud personal, sino que alude al modo en que cualquier persona se vería incitada a responder. Parece, pues, que una actitud moral requiere una forma de atención en la que el sujeto atiende al caso particular, pero su preocupación se extiende más allá hasta alcanzar otros casos similares; y no responde a razones personales, sino a que cualquiera se sentiría igualmente impelido. Tanto el particularismo moral como el generalismo moral tratan de dar cuenta de estos rasgos de la actitud moral. El particularismo moral insiste en la importancia de atender a las circunstancias del caso particular, pero no puede renunciar a mostrar cómo se proyecta sobre otros casos similares y en qué sentido el sujeto que valora puede entenderse como un sujeto cualquiera. El generalismo moral, por el contrario, destaca el hecho de que la respuesta moral va más allá del caso particular y considera que, para ello, debe subsumirse bajo un conjunto de principios; por otro lado, defiende que la apelación a un sujeto cualquiera alude manifiestamente a un sujeto que hace abstracción de sus propias circunstancias, incluido su carácter. El particularismo moral se define, en el debate contemporáneo, por contraposición al generalismo moral. De hecho, el particularismo moral tiende a asumir la carga de la prueba y entiende que solo podrá afirmarse si muestra o bien la dispensabilidad de los principios morales o bien su incapacidad para dar cuenta de nuestras prácticas morales. Dedicaré, pues, la primera sección a presentar los rasgos centrales del generalismo moral y dedicaré las otras dos secciones a presentar y discutir respectivamente una versión moderada y otra radical del particularismo moral.

1. El generalismo moral

El generalismo moral en su versión más ambiciosa aspira a identificar el principio o los principios que nos permitan dirimir cualquier conflicto moral. El consecuencialismo, ya sea de las reglas o de los actos, es una versión del generalismo que hace descansar el valor moral último de nuestras acciones y actitudes en las consecuencias que pueda tener desde el punto de vista del fomento de un principio básico, como el placer o la satisfacción de los propios deseos. Los planteamientos kantianos se distinguen del consecuencialismo porque estiman que ciertos actos son moralmente inaceptables independientemente de cuán valiosas sean sus consecuencias, pero coinciden en subrayar que el valor moral de un acto debe determinarse en función de un sistema de principios. En cualquier caso, tanto el consecuencialismo como los planteamientos kantianos consideran que la verdadera dificultad estriba en la elucidación de los principios que gobiernan nuestras prácticas morales, pero que, una vez elucidados, la tarea de aplicarlos a cada situación particular no requiere de una habilidad o destreza específica por parte del sujeto. Desde este punto de vista, se le reserva al buen juicio o a la mirada cultivada una función meramente heurística en la búsqueda de los principios relevantes, pero no se le reconoce papel alguno en la determinación de cuál sea la acción moralmente correcta en cada caso.

El generalismo tiene, entre otras, la virtud de descansar en capacidades deliberativas que comparten todos los seres racionales, independientemente de cuál sea su formación, su carácter o su sensibilidad. El criterio último de corrección no dependerá del descubrimiento o percepción de uno u otro aspecto moral del mundo, sino más bien de nuestra capacidad de atenernos a ciertos criterios procedimentales, sean cuales sean nuestras opiniones morales más sustantivas. Se logra así evitar el compromiso con el realismo moral que resulta problemático para la concepción del mundo que parece venir avalada por el desarrollo de las ciencias naturales. En cualquier caso, los principios que tales criterios procedimentales generen podrán ser aplicados de igual modo por todos los seres racionales y dar lugar a un acuerdo fundado, independientemente de cualesquiera otras diferencias (religiosas, étnicas, caracterológicas, etc.) que pudiera haber entre ellos.

El generalismo concibe, pues, la deliberación como un ejercicio en el que el sujeto se desentiende de los rasgos específicos de su carácter y atiende solamente a los principios de la moralidad. Se considera que tal desentendimiento resulta no solo posible sino ventajoso, pues permite que el sujeto afirme la autonomía de su razón frente al juicio de los otros al tiempo que nos proporciona un fundamento robusto para una vida en común, dado que todos individuos coincidirán en sus juicios morales, a menos que medie algún tipo de error en la deliberación. No es de extrañar, por tanto, que el generalismo constituya la concepción dominante de la moralidad en las sociedades plurales, es decir, en las sociedades que aspiran a la convivencia pacífica de individuos con concepciones ideológicas muy dispares (Rawls 2001). Uno de los retos del particularismo moral es precisamente mostrar cómo es posible alcanzar acuerdos fundados sin el concurso de un sistema de principios.

2. El particularismo moderado

Debemos distinguir entre una versión moderada y otra radical del particularismo. El particularista moderado reconoce el papel de los principios, es decir, su contribución a favor o en contra de uno u otro juicio, pero subraya que pueden entrar en conflicto sin que haya un principio ulterior que medie entre ellos y, en ese sentido, entiende que los principios morales son siempre principios prima facie, es decir, principios cuya relevancia puede verse contrarrestada, e incluso cancelada, por otros principios (Ross 1930: 19-20). La mediación entre los diferentes principios prima facie que puedan estar involucrados en una situación particular deberá resolverse mediante la apelación al buen juicio. El particularismo radical rechaza, en cambio, la existencia de principios morales y niega, además, que sean imprescindibles para nuestras prácticas morales; desde el punto de vista del particularismo radical, el particularismo moderado constituye una versión rebajada del generalismo. En cualquier caso, un elemento constitutivo del particularismo moral (sea este moderado o radical) es que impone un límite a la codificación de nuestras prácticas morales en un sistema de principios. Naturalmente, algunas versiones del generalismo están prestas a reconocer la existencia de ese límite y, en ese sentido, se desmarcan de la versión más ambiciosa del mismo. Sin embargo, el reconocimiento, por ejemplo, del papel del buen juicio en la valoración de las situaciones particulares afecta de manera dramática a algunas de las virtudes que hemos atribuida al generalismo más ambicioso, pues será mucho más difícil dar cuenta del acuerdo entre sujetos o grupos sociales con sensibilidades dispares; también parece que la apelación al buen juicio socavaría la presunta neutralidad metafísica de las deliberaciones morales, pues el generalismo moderado se vería tan comprometido con alguna versión del realismo moral como el particularismo y, por último, debería atender a la cuestión cuál pueda ser el papel de los principios en la deliberación y de si es tan importante como centrar en ellos la reflexión filosófica. Dicho de otro modo, la renuncia al generalismo más ambicioso obligaría al generalismo más moderado a dar cuenta de las mismas dificultades metafísicas y epistémicas a las que se enfrenta el particularismo moral, y para las que el generalismo más ambicioso ofrece un fácil acomodo y en ello estriba gran parte de su atractivo social, político y filosófico. En cualquier caso, las razones que avalan los límites que el particularismo moral impone a la capacidad de codificar nuestras prácticas morales son de muy diversa índole. Discutiré seguidamente los argumentos más importantes que parecen avalar estas limitaciones y mostraré cómo el reconocimiento de todas ellas parece alejarnos de la intuición mínima del generalismo, aún en su versión más moderada, a saber: que el centro de la deliberación práctica ha de ser la elucidación de los principios morales que han de gobernar la vida de cualquier persona. En lo que sigue, la discusión se centrará en mostrar los límites del generalismo más ambicioso y solo ocasionalmente subrayaré cómo se ve afectado el supuesto mínimo del generalismo al que acabo de aludir.

2.1. El sujeto moral y el buen juicio

Consideremos, en primer lugar, la concepción del sujeto que el generalismo presupone. Este entiende que el juicio que alcancemos en nuestra deliberación a partir de los principios morales constituye la guía más oportuna de nuestra conducta y que, en esa capacidad de dejarse guiar por los principios, se cifra nuestra autonomía. Sin embargo, este intento de anudar el ejercicio deliberativo de un sujeto y el juicio normativo propio de la moralidad no parece del todo sostenible. Por un lado, nuestro juicio puede verse fácilmente nublado por la influencia de nuestros deseos e intereses y, por otro, ocurre en ocasiones que una respuesta más visceral o emotiva atiende con más tino a los detalles morales de la situación que lo que lo haría la deliberación más concienzuda. Un ejemplo del primer caso es el sesgo implícito de quien se cree libre de prejuicios racistas, pero cuyas valoraciones y decisiones particulares se ven gravemente condicionadas por tales prejuicios (Allport 1954, Devine and Monteith 1999, Fazio 1995); un ejemplo de lo contrario es el protagonista de Huckleberry Finn  (Twain 2008), quien, a pesar de las convicciones racistas que le han inculcado, no es capaz de traicionar a su amigo Jim (Arpaly 2002, Broncano 2017).

El generalista podría responder, naturalmente, que, si bien nuestros sentimientos pueden servir de recurso heurístico para determinar el modo de actuación correcto, su sanción normativa deberá descansar en la aplicación de un sistema de principios. No obstante, el segundo caso parece mostrar que es posible deliberar sin apelar a tal sistema y, de ese modo, queda afectado uno de los argumentos más poderosos en favor del generalismo, a saber: que los principios son indispensables para dar cuenta de la deliberación moral y, en general, de nuestras prácticas morales (Korsgaard 1996, 2009; Corbí 2015). Se podría replicar que, en tales casos, los principios actúan a nivel sub-personal pero, con este movimiento, el generalismo debería pagar el precio de renunciar a la transparencia de la deliberación en primera persona y, en definitiva, a su idea de la autonomía del sujeto. De hecho, esta autonomía se ve amenazada también por el primer caso, a saber: por las situaciones en las que nuestros intereses y emociones nublan nuestra capacidad deliberativa; son otros los que deben determinar si soy o no víctima del auto-engaño. La instancia normativa última que ha de valorar la fidelidad a los principios de la deliberación que cada uno haga queda, por tanto, en manos del juicio ajeno. Además, nuestra vulnerabilidad al sesgo y al auto-engaño, incluso en un espacio normativo articulado en términos de un sistema de principios, pone de relieve que la transición de los principios al juicio particular no es trivial y, por tanto, no puede considerarse que esté al alcance de cualquier ser racional, sino que requiere de una formación adecuada de la sensibilidad para tratar de soslayar las trampas que nos tienden nuestros sesgos e intereses. De ese modo, nos vemos obligados a reconocer el papel del buen juicio en la determinación de lo moralmente correcto, que es uno de los pilares del particularismo moral.

Una vez comprendemos que la aplicación de un sistema de principios no puede ser meramente mecánica o trivial, sino que requiere del concurso del buen juicio, se abre la puerta a que el buen juicio juegue un papel tan relevante que convierta en dispensable -e, incluso, inconveniente- la apelación a un sistema de principios. En este punto, resulta especialmente relevante el análisis del silogismo práctico que propone David Wiggins a partir de las observaciones de Aristóteles acerca de la deliberación práctica en Ética a Nicómaco (Wiggins 1987; McDowell 1979, 1985; Nussbaum 1990). El silogismo práctico consta de una premisa mayor de naturaleza general, como la búsqueda de la felicidad o el cultivo de la amistad, y de una premisa menor que atiende a la pregunta acerca de en qué consiste tal búsqueda o cultivo en una situación particular. No se trata simplemente de determinar los medios a nuestro alcance para lograr la felicidad o la amistad, sino de elucidar los elementos constitutivos de las mismas en las circunstancias de que se trate. En tal caso, la deliberación práctica se centra no tanto en la determinación de la verdad de la premisa mayor, que nadie discute en su falta de especificidad, sino en la elucidación de la premisa menor que considera en qué pueda consistir la felicidad o la amistad en las circunstancias particulares. De este modo, se da cuenta de la mediación entre lo particular y lo universal que se manifestaba en la exclamación ‘¡Esto no puede volver a ocurrir!’, es decir, a esa necesidad de atender a lo particular en el seno de una mirada más amplia y, a la inversa, a la urgencia de transcender una mirada general y situarla en el ámbito de lo particular. Es esencial, en cualquier caso, distinguir la deliberación instrumental de la constitutiva y entender que, una vez que reconocemos el papel del buen juicio en la deliberación moral, empieza a cobrar importancia la reflexión en torno a la premisa menor más que la elaboración de un sistema de principios. e principios que gobierne nuestro juicio moral.

Esa apelación al buen juicio, a la capacidad de ver los aspectos relevantes de una situación y a ponderarlos razonablemente, nos aleja de la idea del sujeto deliberativo como alguien que se desentiende de sus emociones y compromisos particulares o, en general, de su carácter. El buen juicio se forma a través de las situaciones a las que uno se enfrenta y se halla anclado a la capacidad de responder de un modo proporcionado a la situación de que se trate. No podremos, en ese caso, entender que los sujetos deban apelar en sus deliberaciones a una capacidad racional que es igual para todos, sino que la deliberación que cada uno practique estará anclada normativamente (y, por tanto, no de un modo meramente contingente) a los rasgos específicos de su carácter. Esta variación en función del carácter parece amenazar la posibilidad de alcanzar un acuerdo entre personas de distinta formación, que es una situación con la que nos encontramos frecuentemente en sociedades plurales como las nuestras. Esta perplejidad solo surge, con todo, si entendemos que el carácter de una persona es meramente idiosincrático, atiende a lo que cada uno desea en cada instante y no responde, a su vez, a ningún orden normativo. Así es, ciertamente, como debe entenderlo el generalismo, dado que solo encuentra la fuente de la normatividad en un sistema de principios. Sin embargo, podemos aceptar que los caracteres e ideologías de los sujetos son plurales y, a un tiempo, subrayar que están sometidos a cierta disciplina normativa, al igual que ocurre con los principios prima facie (Berlin 1958, 1969). Así, el hecho de que no haya una respuesta moralmente correcta que quede determinada por un sistema de principios no implica que los principios prima facie no impongan ciertas restricciones normativas acerca de qué respuestas deben desecharse como manifiestamente incorrectas y qué significación moral tienen las respuestas que tales principios dejan abiertas. Estas mismas restricciones se deben aplicar a la formación del carácter; al fin y al cabo, hablamos de formación y, por tanto, de un cultivo de la sensibilidad que responde a ciertos criterios normativos y no a una variación arbitraria entre individuos o entre los diferentes períodos de la vida de un mismo individuo. Para el particularista moderado, esos criterios normativos son los que articulan la idea de cómo respondería un sujeto cualquier ante la fotografía de la niña vietnamita, es decir, ese cualquiera que está implícito en nuestra exclamación ‘¡Esto no puede volver a ocurrir!’

2.2 Particularismo moderado, realismo moral y motivación

Una de las dificultades a las que debe enfrentarse particularismo es que, si renunciamos a los principios como fuente última de la normatividad, parece que no podemos evitar comprometernos con alguna versión del realismo moral con el fin de disponer algún elemento normativo que permita evaluar la pertinencia de nuestra respuesta morales. Los principios, en la medida en que apelan meramente a la idea de un sujeto racional y a la consistencia interna del sistema que forman, son compatibles con una concepción subjetivista de los valores, pero el particularismo moderado no puede descansar en esa consistencia, pues todos los principios son meramente prima facie y no hay principio alguno que medie entre ellos en caso de conflicto. Por otro lado, los principios prima facie no se diferencian mucho de la atribución a la situación de rasgos con una u otra polaridad moral, por lo que parece que debe reconocer que tales rasgos se dan en el mundo, tal y como es independientemente de nosotros.

El realismo moral con el que parece comprometerse el particularista moderado está respaldado, con todo, por un argumento trascendental en contra del subjetivismo moral y, en general, axiológico. El subjetivismo moral debe fijar el contenido de nuestros juicios morales sin presuponer que existan los rasgos o propiedades que tales juicios atribuyen al mundo. Debe, por tanto, apelar exclusivamente a ciertos aspectos de nuestra experiencia subjetiva -entendida como metafísicamente independiente del mundo- para fijar no la verdad, sino el contenido de tales juicios. El argumento transcendental niega que tal empresa pueda llevarse a cabo coherentemente o, dicho de otro modo, defiende que solo podemos fijar el contenido de nuestros juicios morales si suponemos que hay valores morales en el mundo (McDowell 1979, 1985; Stroud 2011). No se sigue del argumento transcendental que haya valores morales en el mundo, sino solo que, para entender nuestros juicios morales, debemos suponer su existencia. Esta conclusión, a pesar de su debilidad, afecta a la discusión sobre el particularismo, pues el generalismo ya no puede invocar a su favor una mayor consistencia metafísica. La razón es que solo podría hacerlo en la medida en que se compromete con el subjetivismo moral y el argumento transcendental rechaza que esta última posición pueda defenderse coherentemente.

El generalismo moral se enfrenta, además, a la dificultad de vincular la deliberación moral con la práctica moral efectiva. La facilidad con la que el generalismo transita de los principios al juicio moral sobre la situación particular, se convierte en inconveniente cuando nos abrimos a la posibilidad de que haya una cesura entre el mejor juicio del sujeto y su práctica efectiva, es decir, a la posibilidad de que el juicio de su razón sea ajeno a su estructura motivacional. Nos encontramos, así, con dificultades para dar cuenta de la eficacia motivacional de la deliberación moral. La sutura de esta escisión se reivindica, en cambio, como una de las virtudes del particularismo moral. El buen juicio, el cultivo de la sensibilidad, la percepción de los aspectos relevantes de una situación son capacidades cognitivas que conllevan un elemento motivacional, un dejarse llevar o sentirse impelido a responder de cierta manera. No quiere ello decir que no haya espacio para la acracia o para la debilidad de la voluntad, pero no se entiende que alguien pueda tener buen juicio en ciertos aspectos y que no se sienta en general impelido a responder proporcionadamente (Dancy 1993).

2.3 Particularismo moral y la perspectiva de la víctima

El generalismo da por sentado que todo juicio moral ha de formularse en tercera persona. Nada en el terreno de la moralidad escapa al juicio de la tercera persona. No parece comprensible, por ejemplo, que haya un juicio moral que solo pueda realizar autorizadamente la persona que ha sufrido el daño y no un tercero. Sin embargo, hay razones de peso para defender que hay juicios morales que solo se pueden realizar en primera persona y no, por ello, deben dejarse al capricho o discreción de cada uno, sino que están sujetos a criterios normativos respecto a los cuales un tercero debe, en gran medida, guardar silencio. Esta idea viene sugerida por la reflexión de Bernard Williams en torno a la suerte moral. Podemos entender que la esposa y los hijos que Gauguin abandona para dedicarse a su arte sean portadores de una reclamación moral a la que solo ellos podrían renunciar (Williams 1981, Nagel y Williams 2013, Winch 1972, Wiggins 1987, Blum 2000, Crisp 2000, Wallace 2013, Corbí 2017). Ni Gauguin ni un tercero podrían exigirles esa renuncia, si bien la posición que finalmente la esposa o cada uno de sus hijos decida adoptar deberá ser fruto de una reflexión que solo podrá compartir parcialmente con un tercero. Esta experiencia es especialmente llamativa cuando atendemos a las reflexiones de los supervivientes de Auschwitz (Levi 1986, Améry 1966, Loridan-Ivens 2015) y su resistencia a atender a las consideraciones de los que no nos hemos enfrentado a esas circunstancias. Si finalmente aceptamos que nuestras prácticas morales conllevan esta asimetría entre la primera y la tercera persona por lo que respecta a la respuesta moralmente proporcionada a una situación, deberemos entonces abandonar un supuesto clave del generalismo, a saber: la universalidad de la perspectiva de la tercera persona. Tendremos, de ese modo, una razón adicional para subrayar la resistencia de nuestras prácticas a su codificación en un sistema de principios, a saber: la irreductibilidad del punto de vista de la portadora de una reclamación moral. En este sentido, el buen juicio al que apela el particularista moral deberá incluir, en el caso de un tercero, la sensibilidad acerca de cuándo está autorizado para emitir un juicio y cuándo debe guardar silencio y, en el caso de la víctima, la sensibilidad acerca de cómo responder proporcionadamente en circunstancias en las que nadie podrá acompañarla más allá de articular un marco de actitudes con sentido.

La portadora de una reclamación moral deberá atender a su carácter a la hora de decidir si renunciar a la misma es una respuesta proporcionada a la situación de que se trate, pero no podrá tomar los rasgos de su carácter como un mero hecho acerca de sí misma, pues parte de lo que tiene que decidir es si debe embarcarse en un curso de acción que vaya modificando su carácter en una determinada dirección. Esa es, de nuevo, una prerrogativa de la primera persona que afecta, en este caso, no solo a la portadora de una reclamación moral sino a cualquier sujeto. Un tercero puede tomar los rasgos de carácter de una persona como un hecho acerca de la misma que figure en el antecedente de un principio, pero forma parte de la deliberación en primera persona que esos rasgos no se tomen como meros hechos acerca de uno mismo, sino que puedan ponerse en cuestión como parte del proceso deliberativo. De este modo, vemos cómo la asimetría entre la primera y la tercera persona respecto al juicio moral no solo concierne de manera excepcional a la portadora de una reclamación moral, sino que forma parte de nuestra condición de sujetos morales que deliberamos acerca de en qué consistiría comportarse moralmente.

Estos dos últimos argumentos afectan no solo al generalismo más ambicioso, sino también a la versión que hemos considerado mínima del mismo, a saber: la que estima que el centro de la deliberación práctica estriba en la elucidación de los principios morales que han de gobernar la vida de cualquier persona. Hasta ahora, habíamos visto cómo los principios morales difícilmente podrían ser el centro de nuestra reflexión moral, pues a menudo la tara más ardua reside en determinar cómo aplicar un principio a una situación particular; pero acabamos de comprobar que, además, la deliberación práctica conlleva asimetrías entre la primera y la tercera persona que entran en conflicto con la universalidad de la perspectiva de la tercera persona que el supuesto mínimo del generalismo parece suponer. Tras estas consideraciones en contra del generalismo y en favor del particularismo moderado, debemos examinar una versión radical del particularismo moral que ha centrado el debate de las últimas dos décadas en torno a esta cuestión. El particularismo radical encuentra en Jonathan Dancy su defensor más prominente.

3. El supuesto invariantista y el particularismo radical

El particularismo radical pone en cuestión un supuesto del generalismo, a saber: que los rasgos moralmente relevantes contribuyen siempre del mismo modo a nuestro juicio moral (Dancy 1993, 2004, 2017; McNaughton 1988). Así, realizar una promesa deberá contribuir siempre en favor de cumplirla y el hecho de que una afirmación sea una mentira contará en cualquier circunstancia en contra de realizarla. Se trata de un supuesto que el generalismo comparte con el particularismo moderado, pues este también entiende que un rasgo moral puede expresarse en términos de un principio prima facie que nos advierte de que ese rasgo tiene una cierta polaridad o valencia moral más allá del contexto particular en el que se dé. En la medida en que el generalismo y el particularismo moral comparten este supuesto invariantista, el particularista radical entiende que el particularismo moderado es solo una versión del generalismo.

El particularismo radical encuentra su argumento más poderoso en el holismo de las razones, que afecta a todo tipo de razones y no solo a las razones morales. El holismo implica que lo que cuenta a favor de una creencia o de una acción en un contexto puede que no lo haga en otro. Como señala Jonathan Dancy, si he tomado una droga que me hace ver azules los objetos rojos, el hecho de que un objeto me parezca azul no es, en esas circunstancias, una razón para creer que es azul, aunque sí que lo sea en muchos otros contextos. Algo similar ocurre con rasgos como las promesas. Que haya hecho una promesa cuenta a favor de realizar la acción prometida, pero, si la he realizado bajo engaño o amenaza, deja de contar a su favor. Por tanto, el holismo de las razones parece incompatible con el supuesto de que los rasgos moralmente relevantes contribuyan siempre del mismo modo a nuestro juicio moral.

Una vez rechazado el supuesto invariantista, el particularismo radical debe ofrecernos un modelo alternativo de deliberación moral. El particularismo radical, al igual que el moderado, apela en este caso a la sensibilidad o buen juicio de la persona bien formada. No obstante, si los rasgos moralmente relevantes no contribuyen de manera estable a nuestro juicio moral, resulta difícil entender cómo podría desarrollarse ese proceso de formación y, por tanto, cómo podríamos refinar nuestra sensibilidad ante los detalles. Frente a esta dificultad, el particularismo radical insiste en que no niega que la contribución de un rasgo en alguna circunstancia pasada pueda ser relevante para la situación actual, sino que únicamente rechaza que deba serlo. No parece, sin embargo, que debamos leer ‘pueda’ como una invitación al capricho o a la arbitrariedad. Es un supuesto del holismo de las razones que un mismo rasgo puede ejemplificarse en varios contextos, si bien en unas circunstancias ese rasgo puede favorecer cierto juicio moral y en otras ser irrelevante o ir en su contra.

Parece, además, que quien defienda el holismo de las razones deberá aplicar también el holismo a las condiciones de identificación de los rasgos morales. Dancy propone, de hecho, que la comprensión de los rasgos morales y su polaridad en cada contexto se produce de un modo similar a como comprendemos el uso de la conectiva ‘y’ de nuestro lenguaje, a saber, a través de un conjunto de usos que mantienen entre sí algo similar a lo que Wittgenstein denominó aires de familia (Wittgenstein 1953). La tesis del particularista radical consistiría en afirmar que esos aires de familia son compatibles con variaciones significativas en la polaridad moral de los rasgos y, por tanto, que no necesitamos el concurso del supuesto invariantista para dar cuenta de nuestras prácticas morales.

En un intento de rescatar el supuesto invariantista, podría argumentarse que la razón a favor de una acción no es la promesa propiamente dicha, sino la promesa realizada sin coacción o amenaza. Sin embargo, el particularista moral replica que de este modo se vulnera una contraposición esencial al holismo, a saber: la distinción entre razones y trasfondo contextual. El hecho de que una promesa se realice sin coacción o amenaza forma parte del trasfondo contextual y esa circunstancia no es por sí misma una razón para avalar un juicio. De todos modos, el contraste entre las razones y el trasfondo contextual es compatible con una versión ligeramente rebajada del supuesto invariantista, a saber: que los rasgos moralmente relevantes contribuyen prima facie siempre del mismo modo a nuestro juicio moral (Lance and Little 2004, McKeever and Ridge 2006).

Se subraya de este modo una asimetría en la polaridad de los rasgos, pues un rasgo mantendrá estable su polaridad a no ser que se indique una condición del contexto que la altere. Este supuesto debilitado de nada serviría al generalista en la medida en que se ha visto afectado por argumentos que son independientes del que propone Dancy, pero es todo lo que requiere el particularista moderado, pues parece que poco importa si los aspectos del rasgo que se ven afectados por la cláusula ‘prima facie’ incluyen o no la polaridad. El particularista radical debería, por tanto, explicar o bien por qué la polaridad de un rasgo no puede verse afectada por esta cláusula o bien por qué, aunque pueda verse afectada, el cambio de polaridad desborda los límites del particularismo moderado.

Josep E. Corbí
(Universitat de València)

Referencias

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Corbí, J. E. (2019): “Particularismo moral”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (http://www.sefaweb.es/particularismo-moral/)