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Estética wittgensteiniana

Existen dos acepciones posibles de “estética wittgensteiniana”: 1) la teoría estética producida por Ludwig Wittgenstein y 2) las teorías o ideas estéticas surgidas por influencia del pensamiento de Ludwig Wittgenstein. Para la primera, ver la entrada “Estética de Wittgenstein” de esta misma enciclopedia. La segunda podría subdividirse en a) un primer periodo, coincidiendo con el surgimiento de la estética analítica, alrededor de los años 50 del siglo XX y marcado por la influencia más o menos directa de las ideas de Wittgenstein en la teoría estética y b) un segundo periodo (hasta nuestros días) en el que la denominación “estética wittgensteiniana” acoge desarrollos estéticos muy variados herederos, de uno u otro modo, del pensamiento de Wittgenstein.

1. La influencia de Wittgenstein en la estética analítica

El nacimiento de la llamada estética analítica en los años 50 del siglo pasado está vinculada a la repercusión de algunas ideas centrales del segundo Wittgenstein sobre el modo de abordar la reflexión de los problemas estéticos, principalmente en torno a la definición de arte y de los predicados estéticos. Como señala Henckmann: “Bajo el concepto estética analítica -o también estética del lenguaje- se encuentran los múltiples intentos llevados a cabo en los años cincuenta bajo la influencia de Wittgenstein, de investigar, en lugar de la «esencia» del arte y de la belleza, las reglas según las cuales es posible hablar objetiva e intersubjetivamente sobre arte y belleza.” (Henckmann 1998, 16). En ese sentido, es importante destacar que la estética analítica nace en los 50 bajo la influencia directa de las Investigaciones filosóficas y no de los textos que podríamos llamar “estéticos” de Wittgenstein, cuya difusión e influjo son más tardíos. Particularmente, la potencia del antiesencialismo wittgensteiniano (véase la entrada “Estética de Wittgenstein” de esta Enciclopedia) actúa como detonante principal: la estética había estado obcecada en la búsqueda de una esencia del arte (o de lo estético) en términos de características, propiedades, cualidades, rasgos, etc. cuando la premisa de la existencia (y relevancia) de tal esencia no tiene por qué ser aceptada. Junto a las críticas antiesencialistas, las ideas de Wittgenstein sobre la expresión y la crítica de la introspección como forma de autoconocimiento influyen decisivamente en el carácter marcadamente antiexpresionista y por tanto antirromántico de la primera estética analítica.

La primera recepción estética de Wittgenstein insistió en tomarlo por un filósofo del lenguaje a partir del cual aplicar sus enseñanzas al lenguaje del arte. Esa aplicación señaló en varias direcciones distintas, entre otras: el antiesencialismo en teoría del arte, la naturaleza de la representación artística, la explicación antisentimental de la expresión artística y el carácter normativo de los juicios estéticos. Aunque la influencia de Wittgenstein ha sido notable en el desarrollo de la estética analítica, es en estos problemas particulares donde se pone de manifiesto de una manera más clara la fertilidad de ciertos conceptos característicos del pensamiento wittgensteiniano. Los analizamos a continuación.

1.1. El concepto de arte como concepto abierto

Morris Weitz defendió que no es posible dar una definición de arte en términos de condiciones necesarias y suficientes: “…La teoría estética es un intento lógicamente estéril de definir lo que no se puede definir, de establecer las condiciones suficientes y necesarias de lo que no tiene condiciones suficientes y necesarias, de concebir el concepto de arte como cerrado, cuando su propio uso revela y demanda su apertura” (Weitz 1956, 30). Dos son las razones por las que parece imposible que el concepto de arte sea un concepto cerrado: por un lado, las definiciones de arte hasta ahora propuestas son insuficientes para dar cuenta de la variedad de objetos y prácticas que se consideran arte. Por otro, el carácter intrínsecamente innovador de las prácticas artísticas reflejado en la historia del arte hace de cualquier aspiración a proporcionar una definición en términos de condiciones necesarias y suficientes una aspiración vana. Frente a la idea de concepto cerrado, un concepto abierto no posee condiciones necesarias y suficientes sin que por ello su aplicabilidad sea problemática: “Un concepto es abierto si sus condiciones de aplicación son criticables y corregibles” Weitz 1956: 31). Los conceptos abiertos son los que aplicamos a objetos o fenómenos culturales, que se crean y evolucionan (Weitz 1978). Así, a la concepción contemporánea de arte pertenece la idea de que la novedad es un valor de las obras. Precisamente el que propiedades que anteriormente no se consideraban artísticas pasen a serlo forma parte de lo que constituye nuestra noción de arte. Así pues, por principio, el arte es indefinible.

Aunque los conceptos abiertos carecen de condiciones necesarias y suficientes es posible, sin embargo, señalar criterios para su aplicación. Entre ellos Wittgenstein introducía el reconocimiento de parecido entre ciertas actividades u objetos. Lo que nos permite identificar correctamente las actividades que son juegos de las que no lo son es que comparten un cierto parecido o aire de familia. Siguiendo esta forma de entender el funcionamiento de conceptos como el de juego, “arte” sería un concepto abierto de carácter adaptativo (históricamente), evaluativo y descriptivo a un tiempo. Reconocemos lo que es arte por su parecido o por compartir cierto aire de familia con las obras de arte ya sancionadas como tales por la tradición y la historia del arte. 

En otro de los artículos ya clásicos de esta aproximación al problema de la definición del arte, Kennick (1958) invitaba al lector a comprobar la eficacia de este criterio de identificación al proponer al lector que imaginase un hipotético almacén lleno de objetos de todo tipo y en el que tuviera que reconocer qué objetos eran artísticos. La confianza de Kennick en que esta tarea podía llevarse a cabo con éxito sin necesidad de disponer de una definición se apoyaba a su vez en la confianza en la eficacia del método de identificación mediante reconocimiento de aires de familia.

La validez del criterio de identificación mediante el reconocimiento de aires de familia fue, sin embargo, cuestionada tanto por autores afines al pensamiento wittgensteiniano, como por otros autores que cuestionaban la noción de parecido y su validez como criterio de identificación. Entre los primeros, Mandelbaum (1965) utilizaba el argumento de que “un parecido de familia” se debe a factores genéticos, y que también en el caso del arte habría de encontrarse la genealogía que explicara el parecido. Por otro lado, hay familiares que no se parecen tanto. La crítica de Goodman a la noción de parecido (1968) como las consideraciones de Danto (1981) sobre la “miopía lógica” de los neowittgensteinianos a raíz del experimento de los indiscernibles debilitaron la eficacia del criterio basado en el reconocimiento de aires de familia. De hecho, objetos que no tienen ninguna similitud con obras de arte, sino al contrario, con objetos normales y corrientes, pueden ser objetos artísticos. Tras estas críticas, Berys Gaut (2000) ha retomado la idea wittgensteiniana de concepto racimo –cluster concept- para articular una aproximación al problema de la definición del arte. Según esta propuesta, no es posible formular una caracterización del concepto de arte en términos de condiciones necesarias y suficientes, pero si es posible identificar una serie de propiedades que históricamente han sido características del arte y que disyuntivamente pueden considerarse criterios para determinar si un objeto es artístico. La lista de propiedades no es exhaustiva, de manera que podría extenderse en el futuro. De esta manera se preservaría el espíritu antiesencialista wittgensteiniano sin ofrecer una visión de los criterios de identificación vulnerable a los problemas clásicos con la noción de parecido.

            Aunque la teoría del arte tuvo un florecimiento en las últimas décadas del siglo pasado y autores como Gaut defendieron un anti-esencialismo de carácter wittgensteiniano, las siguientes generaciones de estética wittgensteiniana se interesaron por temas diferentes, como son la representación pictórica, la expresión artística y la comprensión en estética. 

1.2. El ver-como y la representación pictórica

La noción de ver-como jugó un papel central en el desarrollo de la moderna teoría de la representación pictórica. Tras el rechazo de la explicación del significado pictórico en términos del semejanza, E. H. Gombrich (1956) introdujo la noción de ver-como como parte de su teoría de la representación pictórica. La noción servía, en primer lugar, para explicar que los espectadores de objetos bidimensionales como dibujos, pinturas o fotografías perciben en ellos objetos en tres dimensiones, con volumen y en el espacio. Así, el dibujo del cubo de Necker es una figura plana cuyo contenido representacional es el cubo con volumen que percibimos. Igual, en una pintura podemos prestar atención bien al soporte pictórico –a la superficie marcada – bien  al contenido representado, pero no es posible, según Gombrich, percibir los dos al mismo tiempo. Cuando nos alejamos de una pintura impresionista percibimos un paisaje, mientras que de cerca vemos manchas de color y el trazo dejado por las pinceladas. El espectador colabora con el artista “para transformar una pieza de lienzo coloreado en un retrato del mundo visible” (1956, 246). La representación pictórica consistiría en la creación de esta ilusión perceptiva del objeto representado.

Hay además un segundo fenómeno para el que se utiliza la noción de ver-como y que no siempre se diferencia del primero. El cubo de Necker se puede ver como con una orientación o con otra, siendo cada una de estas experiencias perceptivas diferentes y también incompatibles: las líneas sobre el plano se organizan en nuestra visión de una manera u otra. Ya los artistas de mosaicos de la antigüedad clásica empleaban esa ilusión: “… los cubos reversibles sobre paredes y suelos. Podemos ver cada una de esas unidades como un cubo sólido iluminado desde arriba o como un cubo hueco iluminado desde abajo” (Gombrich 1956, 226). Este fenómeno es diferente al de ver las teselas negras como sombras, por ejemplo, creando volumen. Gombrich no diferenció entre una cosa u otra. Tampoco entre estos dos fenómenos del ver-como ejemplificado en la figura del pato-conejo de Jastrow. Lo fundamental para Gombrich es que todas las imágenes, como el cubo de Necker o el pato-conejo, son ambiguas y necesitan ser interpretadas. La interpretación de una imagen es un proceso de ver-como, en el que conceptos, expectativas, familiaridad o práctica hacen que veamos una configuración como una cosa o como otra pero no ambas al mismo tiempo.

            En la primera edición de El arte y sus objetos, Wollheim (1968) todavía adoptaba esta teoría de la representación, pero en la segunda edición, en uno de sus anexos introduce la noción de ver-en como base de la representación pictórica. La crítica a Gombrich se basa en señalar la diferencia que acabamos de indicar. Ver un objeto tridimensional en una imagen plana es la capacidad perceptiva en la que se basa la representación pictórica. Algunas figuras, además, se pueden ver-como un objeto o como otro. Mientras que ver un pato en el dibujo, permite y exige percibir al mismo tiempo la línea y el pato, ver el dibujo como un pato es incompatible con verlo como un conejo. Ver-como es un caso de percepción en que ver un objeto es incompatible con ver otro, aun reconociendo que el estímulo no ha cambiado, y ver-en se refiere a la percepción de tres dimensiones en una superficie plana. La fenomenología del ver-en no apunta a que veamos por un lado una línea y que la dejemos de ver para ver un pato, sino a una única percepción, ni de una línea ni de un pato, sino mixta. Ver-en es una experiencia dual, con dos aspectos: uno recognicional (veo un pato) y uno configuracional (veo una línea negra con cierta forma). 

            Otro modo de entender la representación pictórica a partir de la noción de ver-como es la de Roger Scruton, que entendía que la dualidad del ver-como tenía que entenderse como un ver (por ejemplo, una línea) y un imaginar (por ejemplo, un pato). El primero es epistémicamente dependiente de lo que hay ante el sujeto que percibe y el segundo no. El primero es receptivo y el segundo es voluntario (hasta cierto punto). A diferencia de Gombrich, Scruton piensa que la experiencia es mixta, esto es, perceptiva e imaginativa. 

La aplicación de la noción de percepción de aspectos también ha tenido influencia en el caso musical, más allá de la representación musical de objetos o fenómenos. Scruton (1974, 1997, 2009) ha defendido el caso del oír musical como un caso de oír-como. Escuchar una secuencia sonora como música significa oírla como una sucesión de tonos en movimiento, desligados de su fuente de producción. Los rasgos más elementales de la música son identificados en una experiencia en la que el sonido se escucha bajo el aspecto de un objeto en movimiento. El lenguaje musical describe ese aspecto del sonido escuchado como música: con altura, velocidad, ritmo, en el espacio. Además, en una sucesión de notas musicales oímos melodías, temas, variaciones, etc. Para Scruton, como en el caso del ver-como, oír-como es una experiencia con “doble intencionalidad” en la cual oímos un evento sonoro e imaginamos el movimiento. Scruton piensa que pueden darse a la vez imaginación y percepción, de tal manera que la experiencia es perceptual e imaginativa al tiempo: oír-como en realidad es oír movimiento en el sonido. A diferencia de la percepción auditiva cotidiana en la que oímos caer la lluvia o el motor de un coche, en música oímos sonidos (que están ahí, como eventos, desconectados de su origen), pero imaginamos el movimiento (que no está presente).

La diferencia con los casos de representación visual estriba en que en el caso musical no podría decirse que el concepto de un objeto organice la percepción. El “pensamiento encarnado” (Scruton 1974, 180) en la experiencia musical es puramente formal, como el que pueda encontrarse en una obra visual abstracta o en una greca o un arabesco. A pesar de que la estética de Scruton es la más más claramente wittgensteiniana entre las actuales, la comprensión musical en Wittgenstein no aparece habitualmente relacionada con casos de oír-como, sino ligada a menudo a ciertas ideas sobre el lenguaje, y, sobre todo, sobre la expresión humana. Según Scruton: “Wittgenstein desearía decir que entender un pasaje musical es en algún sentido como entender una expresión facial” (Scruton 2009, 38), un fenómeno análogo a la comprensión de un rostro. 

1.3. Expresión y expresividad en el arte

En ocasiones se ha entendido la percepción de expresiones también como un caso de ver-como, o como una percepción de aspectos. En las Investigaciones filosóficas y en las Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia religiosa, Wittgenstein utiliza la noción “ser expresivo” para mostrar, por un lado, que interpretar o reconocer un rostro o una figura como la expresión de una emoción o un estado mental no requiere inferir de determinadas formas o rasgos externos, faciales o corporales, la existencia de un estado interno, sino que algunos gestos o movimientos y algunas figuras son expresivos en sí mismos. La emoción se percibe en ellas directamente; es la “particular” expresión de ese rostro y no de cualquier otro. Es decir, entender la expresión de un rostro no significa captar una relación entre ese rostro y un cierto estado mental. Sino percibir la emoción en él. La estética de los años sesenta hizo uso ampliamente de la diferencia entre expresar (una relación binaria entre una forma y una emoción) y ser expresivo (un predicado monádico e intransitivo). Esta diferencia entre un sentido de expresión transitivo o relacional, “expresar”, y uno intransitivo o no relacional, “ser expresivo de”, sirvió desde muy temprano a la estética analítica y a caracterizarla como una estética anti-expresionista. Figuras, obras de arte representacionales o abstractas, lingüísticas o musicales podían considerarse “expresivas” sin que ello significara que fueran expresión de la emoción de nadie. En realidad, los humanos tendemos a percibir expresivamente incluso objetos que no tienen mente, que no pueden sentir ni por lo tanto expresar sentimientos. Esta capacidad natural humana de percibir expresivamente es explotada por los artistas, para quien la expresividad depende de las tradiciones artísticas en las que los esquemas (convenciones artísticas y hábitos perceptivos) se refinan y evolucionan (Gombrich 1956).

La tendencia formalista de la teoría contemporánea del arte se alió con esta idea. Lo importante es la obra de arte en sí misma, no como vehículo de algo externo a ella misma, el sentimiento del autor, ni como causa de una respuesta en el intérprete. Ser expresivo de una emoción significa tener la forma de una emoción, poseer determinadas propiedades que son percibidas en el objeto y como del objeto. En esa línea, la frase de Bouwsma (1954) referida a la expresión musical obtuvo un éxito notable: “…la emoción es a la música más como el rojo a la manzana que como el eructo a la sidra”. Es decir, una pieza musical no expresa melancolía como si fuera la explosión causada por un sentimiento, sino que una pieza expresiva de melancolía posee determinadas propiedades que la hacen sonar melancólica. En palabras de Peter Kivy: “cuando caracterizamos la música como quejosa o iracunda, alegre o melancólica, estamos identificando propiedades de la música” (Kivy 2001, 73).

La diferencia entre expresar y ser expresivo es muy útil para una teoría objetualista o formalista del arte: si la expresividad es una propiedad del objeto, no es necesario que el artista se encuentre en un determinado estado mental para escribir un poema alegre o triste, o que tenga que esperar a estar triste para escribir el adagio o alegre para el minueto. Además, si la emoción se ve en el cuadro o se oye en la música, como se ve el rojo en la manzana, “(n)o hay ninguna razón para pensar que porque algo sea “fenomenológicamente” triste deba infectarme con esa emoción” (Kivy 1989, 255). 

Otros autores recogen de Wittgenstein la idea de que, aunque la teoría de Tolstoi del contagio sea globalmente absurda, hay algo de cierto en ella. Comprender la expresividad de un gesto o una figura significa responder a ella. “Resonamos” con una obra de arte expresiva o “parece decirnos algo”. Poco ha avanzado la estética en la explicación de las metáforas wittgensteinianas. Scruton (1974) considera que interpretar la expresión de una obra de arte exige imaginación de un modo diferente al ver-como representacional, en el que el concepto de un objeto parece implicado en la percepción. Por un lado, las propiedades expresivas no son propiamente del objeto y no pueden, por tanto, ser percibidas, sino que son aspectos del objeto. Pero frente a casos de representación en los que ver-como u oír-como son casos en los que la percepción del objeto lo es como de un tal o cual (por ejemplo, de una línea como un conejo o de un toque de violines como un moscardón), en los casos de expresión no se ve o se oye un x como un y, sino como una experiencia de y. Percibir emoción en una obra de arte no es una experiencia con un contenido judicativo como “esto es triste”, o “así es la tristeza”, sino que el contenido tiene, él mismo, carácter afectivo. Lo que para Scruton deriva en que describir el contenido de esa experiencia exige el mismo vocabulario que la descripción de expresiones genuinas de esa emoción: “Muestro que un poema es tierno por comparación con expresiones de ternura” (1974, 78).

Aunque la experiencia de la obra de arte lo es de esa obra, y que no podemos describirla mejor que describiendo la propia obra, la expresividad artística es el poder de la obra de “recordarnos, convocar para nosotros, evocar o ‘simbolizar’ (en un sentido laxo que no puede confundirse con ninguna idea semántica) objetos tales como emociones y estados mentales” (1974, 217) De ahí la dificultad para decir lingüísticamente el contenido de la expresión (a no ser repitiendo la propia expresión). Cuando lo hacemos, la expresividad de un objeto está indisolublemente ligada tanto al propio vehículo de la expresión o el objeto mismo (“¿cómo distinguir al danzante de la danza?”) como a la experiencia misma de reconocimiento de la expresión. Finalmente, “(u)n objeto es expresivo si ‘corresponde a’ o ‘simboliza’ un estado mental, donde correspondencia es una cuestión de evocación y no de referencia” (1974, 219). En su filosofía de la música Scruton ahonda en la idea de expresividad a partir de Wittgenstein, sin quedarse en la pura intransitividad de la expresión particular y enfatizando la idea de que captar la expresividad de una obra o de un pasaje, como de un rostro, no termina en el “reconocimiento” de una forma: “el acto de reconocimiento es el primer paso en un proceso imaginativo, cuyo punto final es la familiaridad con un carácter o un estado mental” (Scruton 2009, 40). Captar la expresividad de una pieza es percibirla bajo un aspecto, que se alumbra cuando nos resulta familiar: “El reconocimiento de una expresión es el primer escalón mediante el que recreamos en nosotros el punto de vista de primera persona de otro” (Scruton 2009, 41).

Richard Wollheim (1968, 1989, 1993) ha desarrollado la noción de correspondencia en otra dirección, como la relación básica del significado expresivo de las obras de arte: un objeto expresivo “es simplemente una parte del entorno que nos apropiamos en virtud del modo en que parece reiterar algo en nosotros” (1987, 59). Igual que un pasaje musical, un paisaje natural o una obra de arte expresiva parecen “ir con”, ser todo con, ser adecuadas a la reiteración de una emoción o un sentimiento. La idea de “ir con” es semejante al “passen” wittgensteiniano. Sin embargo, Wollheim repsicologiza la explicación, y trata de identificar la “causa” de esa tendencia humana a percibir expresivamente con el mecanismo de proyección: “Cuando se dice que una parte de la naturaleza (se) corresponde con un fenómeno psicológico, se trata de que es perceptible como siendo de una pieza con ese estado o como algo sobre lo que se podría haber proyectado ese estado” (Wollheim 1993, 154). Como los autores mencionados aquí, Wollheim desvincula expresividad de expresión. Sin embargo, apunta a la necesidad de vincularlas de un modo que estaba prohibido para la teoría formalista del arte y la interpretación anti-expresionista wittgensteiniana.

1.4. Comprensión artística y normatividad estética

            “Comprender en experiencias estéticas es básicamente ver y ver-como” (Rubio 1995, 48). Es decir, entender una obra de arte como arte es en parte tener una experiencia perceptual, es decir, ver ciertas cosas, y, por otro, en verlas de una determinada manera, bajo un aspecto. Esta manera no es la única, porque en el caso de un ver-como siempre es posible la percepción de una misma figura como una cosa o como otra. De la misma forma en obras visuales o auditivas y también en obras literarias. Un texto literario puede ser entendido de maneras diferentes y correctas: “¿Cuándo hay dos lecturas compatibles y cuando hay dos interpretaciones que entrañan disensión? No hay criterios objetivos para ello, como no hay propiedades estéticas o artísticas determinables unívoca y objetivamente. Que El Lazarillo de Tormes pueda ser leído como a) una sátira religiosa o b) una sátira política o c) una sátira religiosa y política, no es determinable objetivamente a partir de la “cualidades” o “propiedades” objetivas, porque la única cualidad objetiva es lo que dice el texto original” (Rubio 1995, 43). Si la experiencia estética se entiende como una percepción de aspectos, la discusión en estética no depende de la identificación de ciertas propiedades del texto, sino más bien de la adecuación de una experiencia u otra a la obra. Comprendida bajo un aspecto la obra puede ser más iluminadora o más rica, puede ser coherente con el resto de la obra del autor, con su época, entrar en relación con unas obras u otras, ser novedosa o abrir nuevas formas de creación artística. 

Una de las razones por las que se ha considerado que las nociones de ver-como y de aspecto son adecuadas para una caracterización correcta de las propiedades estéticas es la intuición anti-realista con respecto a la naturaleza de dichas propiedades. Que los predicados estéticos no señalarían propiedades sino aspectos es una postura defendida por varios autores que han contribuido de manera prominente al debate en torno a la naturaleza de las propiedades estéticas (Scruton 1974, 1997, Tilghman 2006, Rubio 2012, 2013b). Ciertamente, la crítica artística utiliza razones que hacen depender los rasgos estéticos de propiedades de primer orden. Sin embargo, puesto que un objeto, con ciertas propiedades de primer orden, puede percibirse bajo diferentes aspectos, rasgos emergentes en ocasiones incompatibles dependen de las mismas propiedades del objeto. Esta concepción podría explicar el experimento de los indiscernibles (Danto 1981) según el cual varios objetos pueden ser perceptivamente idénticos, pero estéticamente diferentes en la medida en la que la percepción de cada objeto bajo su interpretación correspondiente hace perceptivamente disponibles rasgos estéticos diversos. Pero si esto es así, entonces no hay reglas que sirvan para justificar nuestros juicios estéticos. Percibir aspectos es una forma de imaginación y, a pesar de que lo imaginado debe estar atado al objeto percibido y sus propiedades, no hay ninguna regla (o no hay reglas suficientes) para determinarlo. 

Comprender una obra de arte es básicamente percibirla de forma correcta. Lo que conduce a dos problemas básicos. Cómo juzgar la corrección de una experiencia y si son posibles reglas del juicio estético. En cuanto a la primera, los estetas wittgensteinianos no consideran que solo los juicios críticos sean expresión de esa experiencia. La comprensión de la obra de arte no consiste en la capacidad de emitir un juicio -ni siquiera de carácter más sustantivo y no meramente expresivos de gusto-, sino en ser capaz de describir la obra, de hacer el gesto adecuado, de dar descripciones suplementarias, de hacer comparaciones relevantes, de dar razones o distinguir entre lo que está bien y lo que no. Comprender en arte consistiría entonces en el ejercicio de ciertas habilidades, esto es, en la disposición a realizar ciertas actividades y a decir ciertas cosas acerca de las obras apreciadas (Véase especialmente Rubio 1995). 

Jacques Bouveresse insiste además en el rechazo wittgensteiniano de las explicaciones psicológicas en estética. Tener la experiencia correcta no es ser afectado mecánicamente por las propiedades de la obra. La explicación del agrado o el desagrado estético es una cuestión de razones y no de causas. Sin embargo, las razones estéticas tienen un carácter especial en dos sentidos. Por un lado, en estética sirven como razones gestos, comparaciones, analogías; es decir, no tienen necesariamente contenido proposicional. Citando a Wittgenstein, Bouveresse afirma que las razones en estética son “de la naturaleza de las descripciones suplementarias” (Conferencias de Wittgenstein de 1930-33, p. 361): se “explica” en estética “describiendo más” (Bouveresse 1993, 58). (Sobre la comprensión estética basada en descripciones suplementarias, ver Rubio 1996) Por otro lado, las razones estéticas en ocasiones no consisten en la aplicación de reglas, ni siquiera en su justificación, sino que se encuentran en el terreno en el que ya no se pueden dar reglas o explicaciones más fundamentales. Y aquí se encuentra otra vez el valor y la centralidad de las prácticas y la forma de vida: “…el criterio de la buena razón, en estética e incluso más allá, es simplemente el hecho de que sea aceptada como tal, es decir, lo propio de la buena explicación es esencialmente el convencernos” (Bouveresse 1993, 56). 

Sobre la idea de que el consenso en estética es cuestión de asentimiento intersubjetivo y reconocimiento cuando se alcanza el lecho rocoso, se basa también la obra de Cavell (1967, 1981). Esta manera de entender la comprensión y la apreciación artística como una imbricada en toda una forma de vida y en la aplicación de razones que son normas y hábitos que no pueden justificarse es en parte la razón por la cual el propio Wittgenstein y wittgensteinianos como Scruton o Cavell son tan críticos con cierto arte de vanguardia, en especial la música de vanguardia, la música atonal. El rechazo wittgensteiniano de la música atonal se basa en última instancia en un modo de hacer y de entender la música y el arte desde convenciones y usos que no pueden justificarse, pero fuera de los cuales es imposible entender algo como musical o como perteneciente a una determinada forma artística. Tanto Scruton como Cavell defienden que entender una composición atonal consiste en entender las reglas de la composición, de carácter teórico, pero que no se dejan “oír” en la pieza. Puesto que la convención de la tonalidad es fundamental en la comprensión de la música clásica (en ella reside parcial, pero significativamente, la expresividad y el sentido de la música) renunciar a ella implica renunciar a algo básico e injustificable en nuestra forma de hacer y escuchar música: “el lenguaje de la tonalidad es parte de una particular forma de vida, una que contiene la música que nos es más familiar; que está asociada con formas particulares de ser entrenado en tocarla y en escucharla; que implica formas particulares de ser correcto, formas particulares de responder a los errores, de matizar, y sobre todo de repetir, de hacer variaciones y modificaciones. No es de extrañar que queramos preservar la idea de tonalidad: abandonar todo esto es como abandonar toda la idea de música” (Cavell 1967, 84)

No hay “principios del gusto” que justifiquen juicios estéticos. Además, el razonamiento estético no persigue una conclusión necesaria lógicamente puesto que no hace ninguna afirmación genuina sobre propiedades del objeto, sino que da cuenta de la percepción de un objeto bajo un aspecto determinado. Las razones estéticas no pueden ser parte de un argumento conclusivo: “(n)inguna cantidad de argumento puede proporcionar conocimiento de un rasgo estético […] su dependencia de otros rasgos no es lógica. En última instancia uno solo puede mirar y ver si está allí” (Scruton 1974, 36) Las razones son apoyos, ayudas que aspiran a una percepción correcta del objeto, es decir, a percibir el objeto bajo el aspecto adecuado. En la discusión estética las razones tienen éxito cuando persuaden de un determinado modo de percepción del objeto. Y esta adecuación depende, naturalmente, de prácticas de producción y de interpretación y apreciación determinadas dentro de una tradición artística, histórica, cultural, y en último término de una “forma de vida”.

Pero, además, ningún argumento puede tener como conclusión una percepción; no se puede obligar a percibir la obra de una determinada manera: “[…] poco importa si hay “principios del gusto” que sean suficientes para hacer funcionar argumentos deductivos. La cuestión más profunda es cómo reconciliar la racionalidad del discurso crítico con que conduzca a una percepción. ¿Cómo puede haber un argumento con una percepción como conclusión?” (Hopkins 2006, 138). Explicar cómo es tal cosa posible es tarea de buena parte de pensadores wittgensteinianos y de la estética contemporánea en general (Véase, por ejemplo,Scruton, Cavell, Hagberg, o Appelqvist).

Salvador Rubio Marco
(Universidad de Murcia)

Referencias

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Cómo citar esta entrada

Rubio Marco, Salvador (2020) “Estética wittgensteiniana”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/estetica-wittgensteiniana/)

Arquitectura (filosofía de la)

Este ensayo presenta brevemente las principales cuestiones y los temas que conciernen a la filosofía de la arquitectura en la actualidad, prestando especial atención a la estética.

La filosofía de la arquitectura es la reflexión filosófica sobre el fenómeno arquitectónico que incluye aspectos estéticos, metafísicos, epistemológicos, éticos y políticos. Dado el carácter artístico de la arquitectura, la disciplina se puede entender como una especialización dentro de la filosofía del arte y la estética, de un modo similar a la filosofía de la música, de la literatura o de la fotografía. También se puede incluir la filosofía de la arquitectura dentro del contexto de la filosofía de la tecnología y de la ciencia, dadas sus características técnicas y constructivas y más recientemente considerando los medios computacionales con los cuales se diseña, o como parte de la filosofía medioambiental si se considera la arquitectura como elemento esencial de nuestro entorno. En este último caso, la arquitectura se estudia en el contexto de la filosofía de la ciudad y el entorno urbano, es decir, construido. Como disciplina académica, la filosofía de la arquitectura es relativamente reciente, si bien el inicio de la reflexión teórica sobre la arquitectura en Occidente en forma de historia, teoría y crítica por parte de arquitectos, historiadores y teóricos del arte y de la arquitectura se suele establecer tradicionalmente en Vitruvio y su De Architectura (15 ANE) y De Re Aedificatoria de Alberti (1485): a pesar de haberse escrito con casi mil quinientos años de diferencia, se publicaron solo un año aparte (1485 y 1486). Las contribuciones por parte de filósofos a lo largo de la historia de la filosofía se dan más en la tradición continental y aun así son escasas o aparecen en comparación con otras artes (entre otros Kant 1790, Schopenhauer 1819, Hegel (1835-38), Heidegger 1951). No es hasta la segunda mitad del siglo XX que la arquitectura empieza a ser objeto central y específico para la estética y la filosofía, tanto en la tradición analítica como en la continental (véase la sección “Recursos”).

1. Ontología y metafísica. Definición de arquitectura

Una de las primeras cuestiones que conciernen a la filosofía de la arquitectura es la definición de su objeto: ¿Qué es la arquitectura? Aunque la formulación de la pregunta sea simple, las definiciones propuestas no lo son tanto. Veamos a modo de ejemplo la definición propuesta en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, según el cual la arquitectura es el “1. Arte de proyectar y construir edificios. 2. Diseño de una construcción. Un edificio de arquitectura moderna. 3. Conjunto de construcciones y edificios. La arquitectura del centro histórico de Quito.” (DRAE). La primera acepción considera que la arquitectura es parte del sistema de las artes y no una ingeniería o tecnología y limita la arquitectura a la construcción de edificios, excluyendo otros entornos construidos como jardines o parques. La segunda parece incluir cualquier tipo de construcción, no solo edificios, y por lo tanto incluye puentes, pantanos, silos o el entorno construido en general. Además, no está claro si esta acepción considera que la arquitectura incluye los diseños no construidos, como serían dibujos, esbozos, planos, alzados, secciones o maquetas, lo cual parece contradecir la tercera acepción, que se refiere exclusivamente a objetos construidos. Estas definiciones tampoco tienen en cuenta que a veces consideramos algunos edificios arquitectura y otros no: edificios con significado cultural, relevancia histórica o innovación tecnológica se consideran arquitectura mientras que otros edificios que se limitan a cumplir la función de alojar personas y actividades son simplemente edificios (piénsese en urbanizaciones con casas idénticas o fábricas y almacenes genéricos).

La tradicional tríada atribuida a Vitruvio de venustas (belleza), firmitas (firmeza) y utilitas (utilidad) es otro ejemplo definición de arquitectura. Esta definición excluye de la arquitectura edificios feos, en ruinas, o sin función alguna (como los caprichos o “follies” en jardines), si bien no es difícil encontrar ejemplos que desafían esta definición. Este tipo de definiciones son esencialistas porque tratan de determinar qué características son necesarias para que algo sea arquitectura. Proponen una serie de rasgos necesarios que permiten delimitar en qué consiste la arquitectura, pero tales delimitaciones llevan a definiciones incompletas o insuficientes, lo cual refleja tanto la dificultad de formular una definición definitiva como la complejidad del fenómeno arquitectónico.

Otra manera de definir la arquitectura es pragmáticamente: según el arquitecto Cedric Price “lo que hacen los arquitectos es arquitectura” (Fisher 2016). Paradójicamente, esta definición excluye la construcción de edificios, pues normalmente los arquitectos no son los que hacen los edificios, sino que los construyen una multitud de albañiles, carpinteros, vidrieros, masones y otras profesiones del mundo de la construcción o, históricamente, también esclavos. De hecho, pues, “los arquitectos no hacen edificios; hacen dibujos de edificios” (Evans 1989, 21). Los arquitectos “dibujan, escriben, anotan, diagraman, modelan, hacen mapas, esbozan, fotografían, hacen animaciones y visualizan objetos, espacios y territorios; hacen presentaciones visuales y verbales; compilan análisis e informes visuales y verbales; y dan instrucciones visuales y por escrito” (Martin 2013). En este sentido, los arquitectos son especialistas en utilizar medios para visualizar ideas y concepciones espaciales que se materializan o no en una construcción. Por otra parte, también se da la “arquitectura sin arquitectos”, la arquitectura vernácula hecha por personas anónimas generalmente sin educación especializada y que no siguen ningún plano u otro medio de diseño típicamente arquitectónico (Rudofsky 1964). Así pues, las definiciones pragmáticas tampoco están libres de controversia.

Las cuestiones ontológicas y metafísicas con relación a la arquitectura se centran en qué tipo de objetos son arquitectónicos (Fisher 2016 presenta las principales teorías al respecto). Algunos de los casos que se consideran son los siguientes: parece que instalaciones efímeras, como tiendas de campaña, no son arquitectura y, como se ha dicho, arquitectura no construida en forma de dibujos y planos también se puede considerar arquitectura. También investigan cómo y si se pueden fijar límites a la arquitectura, es decir, qué criterios existen para limitar la arquitectura a un solo edificio, un conjunto, un barrio, una ciudad o el entorno construido en general, o qué razones hay para incluir o excluir la arquitectura del paisaje o del entorno. Otros enfoques indagan si la arquitectura es un arte, qué la distingue de las otras artes o de meros edificios que no son considerados arquitectura (véase sección 2). Cuestiones de identidad y reproducibilidad se centran en los criterios que determinan si hay edificios idénticos el uno al otro o si uno es el original y el otro una copia. Por ejemplo, si se construye un edificio siguiendo fielmente los planos o los procesos constructivos de otro edificio y el resultado es visualmente el mismo, a veces se considera que se trata de una copia – como la reproducción del Partenón en Nashville – y a veces que es un original – como sería el caso de las viviendas unifamiliares en un suburbio (Goodman 1968; Capdevila-Werning 2014). Finalmente, investigaciones recientes analizan cómo la restauración, rehabilitación y reconstrucción de un edificio afectan a su estatus, examinando hasta qué punto los materiales, la forma, las técnicas constructivas o el aspecto determinan qué constituye un edificio cuya constitución ha sido alterada precisamente con el objetivo de preservarlo (Capdevila-Werning, 2017).

2. Estética. Arquitectura como arte

La estética de la arquitectura examina la arquitectura considerándola como una de las artes. Como se ha mencionado en la sección anterior, una de las primeras cuestiones es determinar qué la distingue de las demás artes. El primer rasgo que la arquitectura debe tener y que no tiene por qué estar presente en otras artes es función o utilidad. Si un edificio no tiene función alguna, no es un edificio y es, por lo tanto, otra cosa, a lo mejor una escultura o una ruina. Además de su función, un edificio también tiene forma. Si en las demás artes esta forma es lo que se considera objeto de apreciación estética, en el caso de la arquitectura se deben examinar forma y función y la relación entre ellas. La relación entre forma y función es especialmente relevante en la arquitectura moderna (Capdevila-Werning 2016, 152-156) y hay filósofos que mantienen que es la cuestión central de la filosofía de la arquitectura (Graham 2000, 153). Otros rasgos importantes de la arquitectura en comparación con otras artes tienen que ver con la consideración del espacio: situación, ubicación e inmovilidad son constitutivas de un edificio (nótese que algunas obras escultóricas o de “land art” se parecen a la arquitectura en esto). Algunos defienden que la esencia de la arquitectura es el espacio (Zevi 1948). Además, la arquitectura es un arte eminentemente pública, mientras que la mayoría de otras artes son privadas (ciertamente con excepciones como la escultura pública). La arquitectura se impone a la fuerza porque es parte constitutiva de nuestro entorno y no se puede ignorar, y en este sentido, la arquitectura es un arte polémica y política que se puede definir como la “organización coercitiva del espacio social” (Sparshott 1994, 4).

Dado que la arquitectura es un arte que perdura a lo largo del tiempo, las organizaciones sociales del espacio del pasado también perduran y eso conlleva que la arquitectura deba tener en cuenta tanto la tradición como el futuro. Este último aspecto es el foco de atención de la estética intergeneracional, la cual considera cómo cuestiones de diseño tomadas en el presente pueden influir no solo en la apariencia de un edificio sino también en la experiencia y el juicio estéticos de generaciones futuras (Lehtinen 2020). Finalmente, la arquitectura se ve determinada en gran medida por la técnica y el grado de competencia tecnológica en el momento de su creación. Actualmente, por ejemplo, ya no se construye con técnicas del pasado remoto y más bien al contrario los avances en herramientas de proyección computacionales, tecnologías y procesos de construcción influyen no solo en los modos de diseñar y construir edificios, sino también en cómo se conceptualizan y se aprecian estéticamente.

Todas estas características sirven para distinguir las obras arquitectónicas de otras obras de arte, pero no ayudan a diferenciar entre arquitectura y simples edificios. Un criterio sería considerar que un edificio es arquitectura cuando se trata de un hecho cultural, cuyo significado es histórico y varía a lo largo del tiempo (Ballantyne 2002). Otro criterio sería considerar que un mismo edificio deviene una obra de arquitectura cuando se percibe como un objeto que es más que sus características físicas: cuando se aprecia estéticamente y se convierte en un objeto con significado (Mitias 1999). En este caso, edificio y obra arquitectónica comparten los mismos rasgos físicos pero son dos entidades metafísicas distintas. Un tercer criterio sería considerar que un edificio es arquitectura cuando simboliza estéticamente (Goodman 1978). En este caso, el estatus de obra arquitectónica no tiene por qué ser permanente y puede ser que algunos edificios funcionen como obras arquitectónicas en ciertas circunstancias y no en otras. Por ejemplo, cuando lo habitamos y nos preocupamos por cuestiones prácticas, el edificio no es arquitectura; pero si el mismo edificio es considerado por sus rasgos formales y su significado, entonces simboliza estéticamente y es arquitectura. Este enfoque atiende a las dificultades que conllevan tanto las definiciones esencialistas como las definiciones de la arquitectura basadas en las intenciones de su creador o en las instituciones del mundo del arte (Capdevila-Werning 2016).

La experiencia estética de la arquitectura se caracteriza por las particularidades de la arquitectura en sí (véase sección 1), que la distinguen de la experiencia estética de las demás artes. Obviamente, existen numerosas excepciones: la escultura pública monumental comparte con la arquitectura el hecho de ser de gran tamaño e imponerse en el entorno urbano, por lo que la caracterización que apela a su carácter público no es exclusiva; y hay arquitectura efímera o móvil que no presenta las características típicas de la arquitectura como ser permanente y estar ligada a un sitio, por lo que dicha caracterización no sería inclusiva. A pesar de esto, los rasgos descritos a continuación están presentes en la mayoría de edificios y construcciones. En primer lugar, la magnitud de una obra arquitectónica en relación con el individuo hace que ésta no se pueda percibir como una totalidad en un único acto perceptivo. Al contrario de un cuadro, por ejemplo, que generalmente se percibe como un todo colgado frente a nosotros, los edificios tienen interior y exterior, con lo cual se pueden percibir como algo que nos rodea o, a la inversa, los percibimos rodeándolos. La percepción de la arquitectura, pues, es necesariamente secuencial y temporal: unificamos nuestras percepciones, a lo mejor incluso añadiendo información o imágenes provenientes de planos, esbozos, fotografías aéreas o descripciones, y creamos una totalidad que de hecho nunca hemos percibido como tal. En segundo lugar, el emplazamiento o la situación de un edificio también puede determinar la experiencia estética. La arquitectura está generalmente ligada a un lugar (es site-specific) y éste puede influir o determinar nuestra experiencia, incluso ser parte constitutiva de la misma. Así, las características del entorno, la relación de un edificio con los edificios adyacentes, su emplazamiento en el tejido urbano o natural, todo esto debería ser considerado al apreciar un edificio estéticamente. Este entorno no es solo físico sino cultural y los cambios en estos contextos también pueden influir en nuestra experiencia de una obra arquitectónica. En tercer lugar, la arquitectura es un arte eminentemente público y cotidiano y por lo tanto es percibido y utilizado por una colectividad en su día a día. A diferencia de otras artes, la arquitectura se impone sobre el espacio y esto significa que no se puede ignorar porque no podemos cerrar los ojos a nuestro entorno vital. Walter Benjamin (1936) subraya que nuestra percepción de los edificios se da en la distracción y, como no prestamos atención a lo que los edificios nos imponen o inculcan cuando los utilizamos, su potencial político puede ser utilizado a discreción. Precisamente la ética y la política de la arquitectura se ocupan de analizar el papel de la arquitectura en la esfera pública (véase sección 4). En cuarto lugar, la función práctica de la arquitectura también determina nuestra percepción de los edificios, ya sea porque la función práctica se entienda ligada a la función estética o porque para tener una experiencia estética sea necesario distanciarse de la función práctica de un edificio. La estética de la vida cotidiana toma en cuenta precisamente el hecho de que los edificios son utilizados y vividos en nuestro día a día y, en consecuencia, nuestra experiencia estética está estrechamente ligada al uso y no se puede concebir sin él (Saito 2007, 2017). Poniendo en relación todos estos elementos, Carlson (2000) propone una secuencia de percepción de la arquitectura que va de la existencia, pasando por la situación y acabando con la función.

Las características de los edificios también conllevan que nuestros sentidos participen en la experiencia estética de forma distinta a la de otras artes. A diferencia de las demás artes, donde un sentido prevalece sobre los demás (la visión en las artes visuales, el oído en la música), la arquitectura se percibe con todos los sentidos interactuando entre sí. Se trata pues de una percepción multisensorial, corpórea y dinámica pues incluye el movimiento como elemento fundamental: al apreciar un edificio interactuamos con él, con el entorno y con el espacio creado por el edificio, con todo nuestro cuerpo. Cómo nos movemos y nuestras características físicas y sensoriales determinan nuestra experiencia (Rush 2009). La fenomenología de la arquitectura examina esta experiencia sensorial y corpórea y mantiene que la arquitectura debe considerarse según el efecto que produce sobre esta experiencia fenomenológica característicamente humana y que debe diseñarse teniendo en cuenta cómo le hace sentir a uno, qué experiencias corpóreas, emocionales y sensibles provoca. El énfasis en la experiencia háptica de la arquitectura se postula para contrarrestar la concepción oculocéntrica de la arquitectura y de la cultura contemporánea en general (Pallasmaa 2005).

Finalmente, la experiencia estética de la arquitectura (y la experiencia estética en general) puede considerarse como principalmente cognitiva (Goodman 1968, Capdevila-Werning 2014). Prueba de ello es el hecho de que la percepción de la arquitectura es, como se ha dicho antes, un aglomerado de percepciones y conocimientos o informaciones previas que crea una totalidad nunca percibida como tal. Goodman incluso mantiene que si se despoja a un edificio de toda interpretación no se consigue “una obra libre de incrustaciones sino que se demuele” (Goodman 1988, 45), mostrando que, según su punto de vista, metafísica, epistemología y estética van de la mano. Desde este enfoque, la experiencia estética de la arquitectura es activa y consiste en interpretar los edificios como símbolos que transmiten significado y a la vez en crear significado y, consecuentemente, proponer una versión de la realidad (Goodman 1978). Que la experiencia estética sea eminentemente cognitiva no significa que se intelectualicen las emociones y percepciones sensibles sino, por el contrario, que la cognición se sensibiliza y se considera que lo que aprendemos gracias a percepciones y emociones tiene un valor igual de relevante que el conocimiento proposicional. En este sentido, la estética de la arquitectura es también epistemología.

3. Epistemología. Creación, transmisión e interpretación de significado

La epistemología de la arquitectura parte de la consideración de que los edificios poseen significado e investiga cómo los significados de la arquitectura se crean, transmiten e interpretan. De hecho, uno de los criterios para distinguir entre arquitectura y edificación es que la arquitectura posee un significado cultural e histórico que los meros edificios no poseen (véase Ballantyne, sección 1). La tradición de la arquitectura occidental se ha construido sobre el fundamento de que las formas arquitectónicas tienen significado. Así, por ejemplo, las cúpulas representan poder, las plantas de cruz latina de muchas iglesias se refieren a la forma del crucifijo de la tradición cristiana y las plantas de cruz griega se refieren a la forma del crucifijo de la tradición ortodoxa; los órdenes clásicos de las columnas (dórico, jónico, corintio en Grecia e incluyendo los órdenes toscano y compuesto en Roma) se clasifican en masculinos y femeninos y en el Renacimiento el orden dórico pasó a referirse a los agricultores y militares, el jónico a la nobleza y el corintio al clérigo. Para poder entender el significado de la arquitectura, pues, uno tiene que conocer todos estos códigos y cómo se desarrollan históricamente. Más concretamente, se tienen que entender las convenciones establecidas para poder interpretar correctamente el significado de estas formas. En la práctica arquitectónica, no es hasta el advenimiento del movimiento postmoderno en arquitectura que se hace explícito el convencionalismo de este sistema de formas significativas. En términos de significado, el proyecto arquitectónico postmoderno muestra la ausencia de relación entre significado y significante y, consecuentemente, acaba con la capacidad de significar que hasta este momento se había atribuido a la forma: una columna corintia no es femenina por su apariencia sino por convenciones históricas, sociales y culturales. El ejemplo más claro de este proyecto postmoderno es la casa que Robert Venturi diseñó para su madre, donde hay una serie de formas arquitectónicas históricas yuxtapuestas de tal manera que ya no constituyen un todo significativo. Venturi juega con los significados tradicionales de la arquitectura occidental y muestra, a través de la cita, la ironía y la alusión, que el significado no yace en las formas mismas.

Paralelamente a estos desarrollos en la práctica arquitectónica, las concepciones filosóficas sobre el significado de la arquitectura que más han influido en la teoría y la práctica de la arquitectura provienen de la tradición continental y son las que consideran la arquitectura como un lenguaje (para una descripción general véase Baird 2014 y Fisher 2016). La semiótica considera la arquitectura como parte de un sistema de signos comunicativos, lo cual implica interpretar la función de un edificio en tanto en cuanto comunica significado. Esto muestra que los edificios comunican incluso cuando no se utilizan o ejercen su función: la forma y estructura de una fábrica cerrada o abandonada comunican el hecho de ser un lugar de producción aunque no tenga lugar en aquel preciso momento. Consecuentemente, lo que permite el uso de la arquitectura no es solamente la funcionalidad sino los signos vinculados a ella (Koenig 1964, de Fusco 1967, Eco 1968). El estructuralismo, según el cual el significado cultural es producido a través de estructuras y relaciones sociales (Barthes 1964, Lévi-Strauss 1958) inspiró a arquitectos y teóricos a interpretar la arquitectura como un ámbito social de significado (Jencks y Baird 1969) y a buscar formas de diseñar que fueran más allá de visiones reduccionistas del funcionalismo moderno. Las teorías postmodernas se hicieron eco de estas dos corrientes (semiótica y estructuralismo) y siguieron explorando la analogía entre lenguaje verbal y arquitectura e interpretando los edificios como textos, tanto en la teoría como en la práctica (véase la casa de Vanna Venturi más arriba y Venturi 1966, Jencks 1977). La filosofía deconstructivista de Derrida y su examen de los elementos implícitos en el funcionamiento del lenguaje y sistemas conceptuales también influyó al pensamiento y la práctica arquitectónica (Johnson y Wigley 1988). Peter Eisenman colaboró con Derrida en algunos proyectos y se inspiró en su pensamiento para eliminar de la arquitectura todas las normas, los sistemas y las codificaciones del pasado y mostrar a la vez las paradojas que emergen durante este proceso (Derrida y Eisenman 1987).

En respuesta a estas corrientes que entendieron el significado de la arquitectura como un lenguaje, emergieron una serie de teorías de carácter fenomenológico y hermenéutico inspiradas en la obra de Heidegger (1951) que defendían que el significado de la arquitectura yacía en una experiencia primordial del espacio arquitectónico (Pérez-Gómez 1983). A través de esta experiencia se alcanza un significado universal que va más allá de la realidad cotidiana, histórica y social. La fenomenología de la arquitectura, pues, puso la experiencia individual de la arquitectura en el centro de su investigación y analizó “el contenido intelectual de la arquitectura en términos de códigos visuales y experimentales” (Otero-Pailos 2010, xiii); actualmente sigue teniendo cierta influencia en la práctica arquitectónica (Pallasmaa 2005).

En el campo de la filosofía analítica, Goodman considera que los edificios son símbolos que tienen que interpretarse. En la interacción interpretativa emergen significados sobre todo cuando esta tiene carácter estético (sección 2). Concretamente, Goodman defiende que las maneras características que tienen los edificios de simbolizar y, por lo tanto, de transmitir significado, son la ejemplificación y la expresión (Goodman 1988, Capdevila-Werning 2012, 2014). Los edificios normalmente no representan (excepto en el caso de edificios en forma de donut o de cúpulas en forma de piña tropical), sino que simbolizan propiedades que ellos mismos poseen: cuando se simbolizan o se hace referencia a propiedades que el edificio literalmente posee, como las características de los materiales constructivos o su forma, hablamos de ejemplificación; cuando se simbolizan o se hace referencia a propiedades que el edificio posee metafóricamente, como los estados de ánimo ligados a las propiedades físicas de un edificio, hablamos de expresión. Mediante la combinación de estas maneras básicas de significar, Goodman explica cómo los edificios (y los símbolos en general) pueden referir indirectamente a través de variaciones y estilos, cómo pueden aludir y ser irónicos. Además, Goodman mantiene que los edificios en cuanto símbolos están abiertos a múltiples interpretaciones y pueden contener una pluralidad de significados, con lo que los intérpretes adquieren un papel activo en la creación de significado y no se limitan a ser receptores pasivos de significados preestablecidos. Estas características del significado arquitectónico -ejemplificación, expresión y referencia múltiple y compleja- son en la teoría estética goodmaniana síntomas de lo estético.

Más recientemente, se han examinado los medios tecnológicos utilizados para diseñar arquitectura como si de un lenguaje significativo se tratara. El diseño asistido por computadora u ordenador (conocido como CAD por sus siglas en inglés) y los tres principales paradigmas o tecnologías de modelado paramétrico, gramáticas visuales y diseño algorítmico se pueden entender como nuevos “lenguajes” o sistemas de programación que han transformado no solo el proceso de diseño sino también el significado y otros aspectos cognitivos y sociales de la arquitectura (véase Luce 2014, Capdevila-Werning y Cardoso Llach 2007,  Cardoso Llach 2015).

4. Ética y política. El rol de la arquitectura en la sociedad

Dadas las características de la arquitectura como eminentemente pública y como algo necesario e inevitable en nuestro día a día, cuestiones éticas y políticas están intrínsecamente ligadas a ella. El vínculo entre arquitectura y política ya se ve en la etimología del término “política”, que deriva de “polis” (ciudad en griego). Es en el entorno urbano donde se desarrolla la vida política y el “ethos” de una comunidad y la arquitectura juega un papel relevante en la formación de este “ethos” (Harries 1998). La arquitectura determina el espacio donde vivimos no solo físicamente sino también conceptualmente y, consecuentemente, nos determina a nosotros: físicamente, al establecer los límites de nuestro movimiento, y ética y políticamente, como mediadora y facilitadora de nuestro comportamiento y rol en la sociedad. La arquitectura es la representación política del poder, como se ve en palacios, parlamentos, ayuntamientos, juzgados o prisiones, y también es la organización política del poder dado que estructura los espacios de nuestra vida cotidiana, incluyendo espacios públicos y privados, urbanismo, vivienda y también fronteras y zonas fronterizas. Así pues, no se puede separar la arquitectura de su contexto histórico y social; afirmar que la arquitectura es apolítica ya es, en sí, una afirmación política. Dada la ingente literatura sobre arquitectura, ética y política, aquí solamente se mencionan algunas referencias básicas contemporáneas y producidas en el contexto de habla hispana que se centran en por qué la arquitectura es política. Montaner y Muxí (2011) proporcionan una aproximación histórica y temática sobre el papel de los arquitectos con la sociedad y Jaque (2017) y Jaque y Walker (2017) discuten qué es la arquitectura política y su relevancia actual. Para una aproximación general desde la perspectiva analítica véase Fisher (2016).

Remei Capdevila-Werning
(University of Texas Rio Grande Valley)

Referencias

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Lecturas recomendadas en castellano

  • Capdevila Werning, R. (2016), “La dimensión estética de la arquitectura” en Alcaraz, M.J., Bertinetto, A. (comp.), Las artes y la filosofía, México, DF: Cenart, UNAM.
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Recursos en línea

  • Fisher, S. (2016), “Philosophy of Architecture”, The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Winter 2016 Edition), Edward N. Zalta (ed.), URL = <https://plato.stanford.edu/archives/win2016/entries/architecture/>.
  • International Society for the Philosophy of Architecture, https://www.isparchitecture.com/
  • Philosophy of the City Research Group, https://philosophyofthecity.org/

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Cómo citar esta entrada

Capdevila-Werning, Remei (2020): “Arquitectura (filosofía de)” Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/arquitectura-(filosofia-de-la))