Tradicionalmente una teoría del arte tiene por objeto la definición misma de su objeto. La pregunta central es por tanto “¿qué es el arte?” La cuestión no es fácil de decidir puesto que tampoco parece existir una concepción pre-científica del término que se pueda tomar como punto de partida. ¿Qué hace que llamemos arte a cosas tan distintas como El Quijote, una iglesia románica, una sinfonía de Mozart, y la obra Fuente de Marcel Duchamp? ¿Tienen algo en común todos estos objetos para que los agrupemos bajo el concepto de arte? ¿Es arte algo por el mero hecho de ser expuesto o presentado en un contexto artístico o con una intención artística? ¿O ha de poseer alguna propiedad especial o cumplir una función específica para ser considerado arte?
La dificultad con la que parece enfrentarse toda teoría del arte tiene una doble raíz. De un la lado, la variedad de medios, prácticas y objetos que solemos considerar artísticos. De otro, la variedad de funciones y valores que las obras de arte han desempeñado históricamente. En el pasado siglo, con la aparición de los llamados ready-made, el problema de la definición del arte se agudizó a la vista de que llegó a ser posible hacer arte con cualquier objeto, sin que siempre fuera posible discernir a simple vista si algo que se encontraba en un museo era una obra de arte o parte del mobiliario.
Quizá una manera de acomodar esta variedad de funciones, valores y concepciones que cualquier lectura somera de una historia del arte pone de manifiesto sería simplemente seguir al historiador del arte E. H. Gombrich cuando afirmaba que “No hay nada que sea el Arte; tan solo hay artistas” (1950, p. 13). Es decir, quizá más que tratar de hallar una definición que delimite el ámbito de lo artístico de una manera clara, deberíamos prestar atención a las prácticas de aquellos que producen arte, y examinar de qué manera determinan, desde el propio seno de la práctica, lo que resulta relevante desde un punto de vista interpretativo y apreciativo.
Con todo, el problema de la definición del arte ha sido uno de los problemas centrales de la Estética contemporánea que, en parte ante la perplejidad que generaba el caso de los ready-made y otras obras emblemáticas del arte del siglo XX como las Cajas Brillo de A. Warhol, ha tratado de abordar la cuestión con nuevas herramientas.
Antes de revisar estas propuestas es conveniente introducir dos distinciones que nos permiten clasificar las distintas concepciones del arte. De un lado, podemos distinguir entre concepciones que adoptan un uso descriptivo del concepto de arte y aquellas que consideran que el concepto de arte se usa principalmente de manera valorativa; esto es que su aplicación depende del reconocimiento de cierto mérito en el objeto. Al igual que reconocemos un uso valorativo del concepto “chiste” cuando decimos que algo que no tiene gracia ni si quiera llega a ser un chiste, el uso valorativo del concepto de arte conllevaría que el mero intento de producir arte podría ser insuficiente para producirlo efectivamente. Sin mérito artístico no habría arte. Una definición del arte de corte descriptivo, por su parte, considera que la pertenencia al ámbito de lo artístico no está limitada por el reconocimiento de algún valor o mérito, sino por la satisfacción de alguna propiedad no valorativa. Según este uso del concepto algo puede ser arte pero no ser especialmente valioso como tal. Por ejemplo, bastaría con que cumpliera con una función representacional o que fuera presentado con la intención de ser arte para que formara parte de la categoría de lo artístico.
De otro lado, podemos clasificar las definiciones del arte en funcionales y procedimentalistas (Davies 1991). Las primeras serían aquellas que identifican lo artístico con la satisfacción de una determinada función, por ejemplo, una función representacional, expresiva o estética. Nótese que dentro de las definiciones de carácter funcional es posible trazar a su vez la distinción entre definiciones de corte descriptivo y definiciones de carácter valorativo. Así, por ejemplo, una definición del arte que apela a la noción de representación sería una definición funcional de carácter descriptivo, mientras que la concepción estética del arte se considera como un ejemplo de definición funcional de corte valorativo. Las definiciones procedimentalistas, por su parte, serían aquellas que, más que estipular un conjunto de propiedades que el objeto artístico ha de poseer para ser considerado como tal, identifican unas prácticas y unas reglas a través de las cuales un determinado objeto llega a constituirse como obra de arte. Así, que algo sea considerado arte no dependería tanto de sus propiedades o sus, sino del hecho de se haya producido de una determinada manera. La versión más conocida de teoría procedimental es la teoría institucional del arte.
Describiremos brevemente algunas de las principales teorías del arte, agrupándolas según este último criterio.
1. Teorías funcionalistas
1.1. Arte como representación
Una de las concepciones más antiguas del arte identifica la esencia de lo artístico con la representación. Entendida de manera general, la noción de representación resulta demasiado amplia y poco iluminadora como categoría para comprender lo artístico. Una pintura y una escultura pueden considerarse representaciones visuales pero también lo es un jeroglífico y no consideramos que este tipo de escritura figurativa constituya por sí misma una representación artística. Además, la noción de representación parece insuficiente si atendemos a prácticas artísticas como la música o la arquitectura donde dicha noción no resulta intuitivamente aplicable.
Con todo, la idea de que lo que unifica a las distintas prácticas artísticas es la noción de representación ha tenido un largo recorrido en la historia del pensamiento estético. En el mundo griego la idea de que la pintura, la escultura, el drama o la música se agrupaban bajo la noción de representación mimética ya era aceptada. Aunque no desarrollaremos aquí la noción de mímesis, sí es importante señalar la especificidad de este tipo de representación. Un modo sencillo de entender la representación mimética sería como un tipo de representación que imitaría la apariencia sensible de aquello que representa. El actor representaría al personaje imitando sus gestos, su modo de hablar y de actuar; la pintura representaría unas uvas imitando su apariencia visual; etc. Un modo más adecuado de entender el concepto antiguo de mímesis consideraría que el objeto artístico crea la ilusión del objeto que se representa. De tal manera que la pintura de unas uvas por Zeusis o una cortina por Parrasio pueden hacer ver algo que no está realmente, y el drama trágico producir la emoción que provocaría la visión de los mismos hechos.
Lo que unificaría a la pintura y la escultura y el drama sería entonces su capacidad para crear la ilusión de los objetos y hechos representados. Lo que distinguiría al arte de otro tipo de representaciones, como, por ejemplo, las lingüísticas, sería su capacidad para poner ante los sentidos el mismo objeto representado. Esta noción de representación es la que opera tanto en la crítica platónica al arte como “mera copia de apariencias” y “engaño de los sentidos” como en la concepción aristotélica de la tragedia.
Para el mundo antiguo y hasta el Renacimiento, pintores y escultores eran artesanos que dominaban una técnica, mientras que poetas y músicos no eran considerados en el mismo grupo, sino que según la concepción pre-sofística eran seres que creaban por entusiasmo, es decir, por inspiración de las musas. Durante la Edad Media poesía y música son consideradas artes liberales y no mecánicas, como las miméticas. Posteriormente, en el cuadro de los saberes la música se encuadraría en el Quadrivium, mientras que la poesía lo haría en el Trivium (Kristeller, 1951-1952). En todo caso, no existe todavía una clase común de las artes, un concepto de arte que englobe a todas las que hoy consideramos diferentes a otros saberes como los científicos o los filosóficos.
La noción de representación mimética sufre un gran desarrollo hasta el Renacimiento en el que pintores y escultores se consideran también artistas liberales, al hacer uso de la geometría en la perspectiva lineal, y de la poesía al introducir una storia en sus obras (Leonardo, 1540; Alberti, 1435). La idea de que el arte tenía que cumplir con una función representacional tuvo mucha fuerza hasta finales del siglo XVIII. Es entonces cuando la representación artística aparece ligada al concepto de belleza (aunque en distintos momentos neoplatónicos a partir del siglo XII la idea de Belleza había ido ganando presencia en relación al arte) (Panofsky, 1924). Así, la primera caracterización de la noción de “bellas artes” agrupa las distintas prácticas que llamamos artísticas bajo la noción de “bella representación” (Abad Batteaux, 1764). Todavía durante el siglo XIX autores como Schopenhauer (1819) que intuían que la música no era apta para representar el mundo de lo fenoménico mantenían la noción de representación a la hora de dar cuenta del poder de la música para representar el mundo de la Voluntad o las emociones (esta influencia llega incluso hasta teorías como la de Susanne Langer (1953) quien defiende una concepción del arte como representación de la forma de las emociones). Estos esfuerzos por mantener en el centro de la teoría del arte la noción de representación denotan el peso que esa función específica ha desempañado en la comprensión y la apreciación del arte.
Con todo, este empeño por identificar lo artístico con la mimesis o, incluso, con la mimesis bella entra en crisis justamente por su incapacidad para dar cuenta de la especificidad de artes como la música -cuyo propio desarrollo histórico hacia formas musicales puras la alejaba cada vez más de funciones representacionales o miméticas. Es por ello, que la noción de expresión comenzó a ganar terreno a la idea del arte como mímesis.
1.2. Arte como expresión
La concepción expresiva del arte tiene su origen en la estética hegeliana, que considera que el arte sirve para dar forma sensible al espíritu de una época. La obra de arte pasa a ser considerada el producto de una actividad de exteriorización de pensamientos y sentimientos, en lugar de la representación de un objeto o un acontecimiento. Pero es en el Romanticismo cuando se consolida la noción usual del arte como expresión de la visión, el pensamiento o el sentimiento de un individuo (que a su vez se considera genial). Aunque existen diversas formulaciones modernas de esta concepción del arte, la formulación filosófica más elaborada tendrá que esperar, sin embargo, a los inicios del siglo XX (Tolstoi (1898), Croce (1902), Collingwood (1938). Fue principalmente el filósofo R. G. Collingwood quien formuló en su obra The Principles of Art (1938) la idea de que el arte es esencialmente expresión.
La noción de expresión, como la de representación, es una noción demasiado amplia ya que no parece obvio que una práctica sea artística por el mero hecho de cumplir una función expresiva. Nuestras expresiones cotidianas de miedo o afecto no son obras de arte, así que es necesario refinar la noción de expresión si hemos de entender el arte en términos expresivos. De acuerdo con Collingwood, la noción de expresión que caracteriza al fenómeno artístico y que otorga un valor especial a las obras de arte se distingue de la mera exteriorización irreflexiva de un sentimiento o emoción. Para Collingwood, la expresión artística conlleva un esfuerzo de clarificación y toma de conciencia de la emoción a través del propio proceso expresivo desarrollado en el trabajo artístico. Frente a la expresión ordinaria de emociones clarificaría, y hasta cierto punto constituiría como tal, la propia emoción expresada. En ese sentido no hay, según Collingwood, un estado emocional independiente de la expresión que la artista logra producir, sino que este estado llega a ser lo que es de manera consciente para la artista en el propio proceso artístico que da lugar a su expresión. Así, para Collingwood, la expresión artística tiene un potencial aclaratorio de nuestros propios estados mentales que es exclusivo de la actividad artística y que permite dilucidar no solo lo peculiar del arte como forma de expresión sino su valor expresivo y cognitivo. Este último valor que Collingwood describe en términos de clarificación de la emoción expresada es especialmente importante también cuando prestamos atención al punto de vista del espectador. La artista no solo clarifica la emoción para sí misma. La expresión lograda es también una forma de hacer que ciertos estados sean accesibles y experimentables por otros a través de la obra. En este sentido, la actividad de comprensión del espectador consistiría en una aprehensión afectiva de la expresión de la emoción que ha cristalizado en la obra a través del trabajo artístico. El espectador, siguiendo a Collingwood, experimenta la emoción que la artista ha conseguido transmitir a través de la obra; la recrea como propia gracias a la expresión lograda de la artista.
Pese a que la concepción del arte como expresión resolvería simultáneamente cuestiones de diversa índole (como, por ejemplo, en qué consiste la especificidad del arte, o cómo podemos dar cuenta de su valor específico sin renunciar a la variedad de medios artísticos que conforman el mundo del arte), su validez ha sido cuestionada desde diversos frentes. De un lado, se considera que la propia idea de expresión es problemática ya que parece abrir la puerta a argumentos escépticos acerca del papel que juegan los supuestos estados mentales de la artista en la producción de la obra. Pero incluso si aceptáramos que la noción de expresión no es problemática en este sentido y que permitiría explicar la naturaleza de lo artístico, nos encontramos con que muchas obras no parecen producidas con una intención claramente expresiva y que, más bien, tratan de conformar modos de significación que huyen de un modelo expresivista. Sin ir más lejos, no estaría claro en qué sentido música con un carácter expresivo poco elaborado y que ha sido compuesta por encargo como “adorno” para un evento político o religioso, satisfaría la concepción del arte defendida por Collingwood. Obras incluso más radicales en su relación con la tradición artística como pueden ser los poemas Da-Da se alejan aún más de la concepción expresivista del arte.
1.3. La concepción estética del arte
En sentido estricto, la concepción estética del arte no encuentra una formulación explícita hasta la primera mitad del siglo XX, si bien La Crítica del Juicio kantiana es su origen filosófico. El modo en el que se concibe lo estético a partir de la Tercera Critica va a ser determinante para entender la importancia de esta concepción. Según Kant, un juicio estético es aquel en el que se expresa el sentimiento de placer o displacer experimentado en la contemplación de la mera forma de un objeto cuando este se ajusta a la general legalidad del entendimiento. Dicho de otro modo, el objeto bello (o, en general, valioso estéticamente) produce placer en el libre (no sujeto a conceptos del objeto) juego de las facultades del espíritu (en la operación armoniosa de las facultades mentales) por su mera forma. La concepción estética del arte identificará la esencia de lo artístico con la capacidad del arte para producir esa experiencia estética (Beardsley, 1982). No será por tanto importante, ni si quiera exigido, que la obra de arte satisfaga alguna función representacional (mimética o de otro tipo) o expresiva. Lo que hace que un objeto sea artístico es que la experiencia que proporciona sea valiosa, rica, desde un punto de vista estético. Una obra de arte es “o bien una disposición de elementos con la intención de producir una experiencia de marcado carácter estético o (incidentalmente) una disposición de elementos que pertenece a una clase o tipo de disposiciones que típicamente se producen con la intención de que tengan esta capacidad.” (1982, 299)
Aunque el ámbito de lo estético no es exclusivo de la experiencia del arte (Kant, por ejemplo, articuló la noción de experiencia estética como una experiencia principalmente de la naturaleza), la concepción estética del arte ligaría la función central de lo artístico con una función estética. Si bien podemos experimentar estéticamente casi cualquier cosa, desde la naturaleza hasta los objetos diseñados con una finalidad instrumental, la comprensión estética del arte enfatizaría la idea de que el arte es justamente aquella actividad cuyo propósito y finalidad es la de proporcionar una experiencia estética. Esta sería a la vez su esencia y la fuente de su valor. Cuando se contempla estéticamente un objeto o un fenómeno se hace sin atender a su concepto o a su utilidad práctica. Así, pues, la experiencia estética de la naturaleza y del arte es autónoma respecto del conocimiento y de la moral. La noción de experiencia estética funda de este modo una supuesta autonomía de la obra de arte.
Finalmente, y aunque no todas las concepciones estéticas del arte se comprometen con lo que se conoce como la concepción formalista del arte, hay un parentesco próximo entre ambas. Tanto la concepción estética como la formalista enfatizan el carácter autónomo del arte y la idea de que lo que determina el valor artístico de una obra reside en la obra misma -bien sea por su cualidad estética o formal. De hecho, el formalismo tiene justamente una de sus raíces en la concepción kantiana de la experiencia estética como experiencia de la mera forma del objeto. El énfasis en la forma como eje de la experiencia estético-artística propia del arte llevaba a autores como R. Fry a afirmar que cuando se trata de valorar una pintura “la cabeza de un hombre no es más ni menos importante que una calabaza” (1920, p. 34), señalando con ello que lo importante no es el contenido representado o el tema de una obra, sino su forma.
Sin embargo, y en parte por el surgimiento de movimientos artísticos que parecían cuestionar la idea de que lo artístico se circunscribiera al ámbito de lo estético, la concepción estética se verá sistemáticamente cuestionada a partir la segunda mitad del siglo XX. En el ámbito de la estética filosófica el conocido experimento de los “indiscernibles” de A. Danto (1964) y la crítica de G. Dickie a la idea de “actitud estética” (1974) como actitud definitoria de lo artístico abrirán un espacio para propuestas teóricas capaces de incluir a las obras que venían desafiando la concepción estética.
2. Teorías procedimentalistas
2.1. Danto, el “mundo del arte” y el arte como “significado encarnado”
Tanto en el conocido artículo de 1964 “The Artworld” como en The Transfiguration of the Commonplace (1981) Danto articulaba a través de lo que se conoce como el experimento de los indiscernibles su crítica a la idea de que la noción de experiencia estética pueda formar parte de la definición del arte. Inspirado por las Cajas Brillo de A. Warhol, casi idénticas a paquetes de detergentes jabonosos, Danto plantea la posibilidad de que una obra de arte sea perceptivamente indiscernible de un objeto normal y corriente. Partiendo de esta posibilidad, la experiencia producida por los dos tipos de objetos, artístico y normal y corriente, no puede servir como criterio para discriminar entre ellos, ya que en tanto que son perceptivamente indiscernibles, habrían de proporcionar la misma experiencia estética. Sabemos que uno es arte y no el otro pero esto no es algo que podamos determinar simplemente a través de una experiencia perceptiva de los objetos en cuestión, ni por tanto, estética.
Danto asumía que una vez que tenemos conocimiento del estatus artístico de un objeto nuestra percepción del mismo se ve afectada y podemos percibir diferencias estéticas que eran irreconocibles cuando simplemente disponíamos de nuestra experiencia perceptiva como guía. Sin embargo, estas diferencias estéticas son dependientes del hecho de saber que lo que contemplamos es arte por lo que parecería corroborarse la idea de que la experiencia estética de un objeto no puede, por sí misma, ayudarnos a identificar si algo es arte.
Danto llevó las conclusiones del experimento aún más allá: no solo afirmaba que la experiencia estética resulta inservible como criterio de identificación de lo artístico, sino que negaba que lo estético pudiera formar parte de la definición del arte en algún sentido significativo. Hasta cierto punto esto parecía ya corroborado históricamente por obras como los ready-mades que el propio Duchamp confesaba haber realizado con el propósito de conseguir se contemplaran como arte objetos que eran, según su expresión, “estéticamente neutros”. Si Duchamp y Danto estaban en lo cierto, algo podría ser arte y carecer de valor estético invalidando así la tesis central de la concepción estética del arte.
Danto trató de responder a la pregunta que él mismo se planteaba ante los casos de indiscernibles, ¿qué hace que un objeto perceptivamente indiscernible de un objeto cotidiano sea una obra de arte? Según el artículo de 1964 lo que hace que un objeto sea arte es haber sido producido conforme a una determinada concepción de lo que es el arte, dentro de un “mundo del arte”. Según la conocidas palabras de Danto «[v]er algo como arte requiere algo que el ojo no puede describir -una atmósfera de teoría artística, un conocimiento de la historia del arte: un mundo del arte» (1964, p. 580). Danto consideraba que la definición de lo artístico no debía buscarse en propiedades intrínsecas -como serían las sensibles-, sino relacionales, ya que cualquier objeto podía llegar a ser arte siempre que una artista lo produjera de acuerdo con alguna concepción del arte compartida por un mundo del arte, de tal manera que las propiedades artísticas (y estéticas) del objeto no pueden determinarse en ausencia de esa teoría.
La noción de “mundo de arte” inspiró la formulación, unos años después, de la teoría institucional del arte G. Dickie (1969, 1984). Pese a que Danto nunca se reconoció en la lectura institucionalista que Dickie hizo de esta noción parece claro que el giro iniciado en el modo de abordar el problema de la definición del arte a partir del experimento de los indiscernibles invitaba a adoptar estrategias como la institucionalista. Con todo, Danto siguió un camino distinto del que, sin embargo, su noción de “mundo de arte” parecía haber abierto. Su concepción más elaborada del arte como “significado encarnado” desarrollada a partir de 1981 le acercaba a conceptos de lo artístico que tenían su origen en la noción de símbolo hegeliana que entendía el arte como una forma sensible de significación.
2.2. La teoría institucional del arte
Dickie desarrolla su concepción institucional del arte a través de dos formulaciones (1974-1984). Nos centraremos solo en la segunda formulación ya que el propio Dickie abandonó la primera tras recibir algunas críticas (Beardsley, 1976 y Wollheim, 1980).
En The Art Circle (1984), Dickie formula una segunda versión de la teoría institucional, en forma de cinco definiciones cuya estructura circular, defendía, no era viciosa: “(1) Un artista es una persona que participa con entendimiento en la elaboración de una obra de arte. (2) Una obra de arte es un artefacto de un tipo creado para ser presentado a un público del mundo del arte. (3) Un público es un conjunto de personas cuyos miembros están hasta cierto punto preparados para comprender un objeto que les es presentado. (4) El mundo del arte es la totalidad de los sistemas del mundo del arte. (5) Un sistema del mundo del arte es un marco para la presentación de una obra de arte por parte de un artista a un público del mundo del arte.” (1984, 114-117)
En realidad, la estructura circular ponía de manifiesto, según Dickie, la naturaleza interdependiente de todas estas nociones. No hay prioridad en ninguno de los elementos que forman parte de la definición sino que la práctica artística solo podría entenderse como una estructura compleja de prácticas, funciones, roles y objetos. Para Dickie, no hay apreciación estética fuera de las convenciones de apreciación que establece la propia dinámica del sistema artístico en el que se presenta una obra. En este sentido, su propuesta suponía, como ya lo había hecho el experimento de los indiscernibles de Danto, una crítica a la idea de que la noción de apreciación estética pueda ser la clave para determinar lo artístico. Como él mismo muestra con el ejemplo de la apreciación teatral, ni si quiera sabríamos qué es lo relevante o a qué debemos prestar atención si no asumimos que ya nos encontramos en una práctica artística que determina a qué debemos prestar atención y en qué sentido es significativo. En la segunda versión está claro que para Dickie el estatus artístico lo establece el artista, aquella persona o personas, que 1) producen “con entendimiento” un artefacto y que 2) lo presentan ante un público. Así Dickie creía poder proporcionar una definición del arte en términos descriptivos y que superara las dificultades de las teorías funcionalistas.
Una de las críticas a las que Dickie tuvo que dar respuesta procedía justamente de uno de los defensores clásicos de la concepción estética del arte, M. Beardsley (1976). Beardsley cuestionaba la idea de que el arte fuera esencialmente institucional apelando a la posibilidad del “artista romántico” o de que alguien pudiera producir una obra de arte en ausencia de un entorno artístico organizado institucionalmente. Para Beardsley, la actividad de alguien que de manera aislada produjese objetos con una intencionalidad estética y, por tanto, que podría reconocer como artística, no exige necesariamente que haya un elemento institucional implicado. Para Beardsley esto significaba que la capacidad para apreciar estéticamente un objeto y para desarrollar una actividad cuya finalidad principal consistiera en producir objetos para ser apreciados estéticamente sería anterior a la existencia de una institución que regulase dicha actividad. No hay duda de que las prácticas artísticas pueden generar estructuras que podemos calificar de instituciones ya que, a menudo, se establecen reglas que determinan a qué hemos de prestar atención o qué es relevante dentro de una práctica artística determinada; sin embargo, ello no significa, según Beardsley, que lo artístico sea necesariamente institucional.
Por último, es significativo para la teoría institucional que el hecho de que un sistema de presentación, digamos la danza contemporánea, pertenezca o no al mundo del arte es hasta cierto punto arbitrario. La danza, pero no la gimnasia deportiva, es un sistema del mundo del arte; la jardinería ha estado prácticamente integrada en algunos momentos históricos, pero no en otros. Que un sistema del mundo del arte, una forma artística, lo sea efectivamente es transparente para los agentes del marco de presentación, el artista y el público. No hay razones, ni propiedades o funciones que garanticen su pertenencia.
2.3. La teoría de la no teoría
Influidos por las nociones wittgensteinianas de “aire de familia” y de “concepto abierto”, algunos estetas de los años 50’ del pasado siglo defendieron la idea de que el concepto de arte era un concepto abierto y que, por tanto, era inútil e innecesario tratar de proporcionar una definición en términos de condiciones necesarias y suficientes (Weitz, 1956). Dos eran las razones por las que defendían el carácter abierto del concepto de arte. La primera venía dada por la propia variedad de medios artísticos y de objetos, prácticas, etc. que consideramos arte. Al igual que sucedía con el concepto de “juego” que, no parece haber nada que todas estas prácticas tengan en común que permita unificarlas y, sin embargo, nuestro uso del término no es problemático. La segunda razón atendía al propio desarrollo del arte a través de su historia. La búsqueda de lo nuevo era la causa de ese desarrollo. Así pues en el núcleo mismo de la actividad artística se inscribía la imposibilidad de cerrar su concepto.
La historia del arte podría leerse, como más tarde sugiriera Danto, como una historia de sus distintas concepciones y del modo en el que éstas han determinado la propia práctica artística. Como consecuencia de este carácter cambiante de la propia concepción que el arte ha tenido de sí mismo y que ha quedado reflejada en su propia historia como práctica, podemos asumir cierto escepticismo sobre la durabilidad de una determinada concepción de lo artístico. Pero al mismo tiempo, sugería Weitz (1956), el rol de la teoría estética más que formular una definición, sería analizar los usos y prácticas artísticas, incluida la práctica apreciativa:
Lo que es central y debe ser articulado en todas las teorías son los debates sobre las razones de la excelencia en el arte –debates sobre la profundidad emocional, las verdades profundas, la belleza natural, la exactitud, la frescura en el tratamiento, y semejantes, como criterios de evaluación – todo lo cual converge en el perenne problema de qué hace buena a una obra de arte. Entender el papel de la teoría estética no es concebirla como una definición, condenada lógicamente al fracaso, sino interpretarla como el resumen de serias recomendaciones sobre cómo atender de ciertas maneras a ciertos rasgos del arte.
Los estetas neo-wittgensteinianos defendían, pues, la idea de que la tarea de definir el arte debía ser abandonada y que había que prestar atención a otras cuestiones relacionadas con la apreciación y la comprensión del arte, entendido ahora como un concepto abierto. Ahora bien, si renunciamos a una definición de lo artístico puede ser que también la práctica apreciativa se convierta en problemática. En un conocido artículo titulado “Does Traditional Aesthetics Rest on a Mistake?” W. E. Kennick (1958) trataba de mostrar cómo la solución al problema de la identificación del arte no requería disponer de una definición del arte. Lo que nos permite determinar el estatus artístico de un objeto no es su encaje con una definición, sino su parecido o su “aire de familia” con obras que consideramos que forman parte de la historia canónica del arte. Kennick proponía imaginar la situación en la que una persona que tiene cierta familiaridad con lo que históricamente se ha considerado arte entra en un almacén lleno de objetos y ha de seleccionar aquellos que considere que son artísticos. La idea de Kennick es que para realizar esta tarea de manera exitosa no es necesario que esta persona tenga una definición del arte sino que sea capaz de reconocer cierto aire de familia entre ciertos objetos encontrados en el almacén y obras de arte reconocidas.
El problema de este criterio basado en la percepción de parecidos es que, como mostraría años después Danto a través del experimento de los indiscernibles, dos objetos pueden parecerse hasta el punto de ser perceptivamente indiscernibles y, sin embargo, uno de ellos ser arte y no así el otro. Además, la noción de parecido o de “aire de familia” parece vulnerable a una de las críticas clásicas a la propia noción de parecido como criterio de identificación. El problema de la noción de parecido es que no es operativa a menos que especifiquemos con respecto a qué rasgos o aspectos es relevante dicho parecido. Solo así puede ser de utilidad la noción ya que en tanto que todo se parece a todo en algún respecto, su funcionalidad es nula.
En parte para solucionar este problema algunos desarrollos posteriores de la idea de que el arte puede ser un concepto abierto han apelado a la idea de concepto-racimo. Si bien no es posible definir el arte a través de un conjunto cerrado de condiciones necesarias y suficientes parece haber ciertos aspectos que disyuntivamente constituirían criterios suficientes para identificar algo como arte. Esta propuesta, defendida por Berys Gaut (2000) trataría de corregir la laxitud de la noción de “aire de familia” atándola a ciertos parecidos relevantes o significativos. Para Gaut, los criterios que componen dicho racimo y que permiten determinar si un objeto es arte funcionan disyuntivamente. Es decir, basta con que alguno de estos criterios se cumpla para que podamos reconocer como arte un determinado objeto. Además, Gaut, consciente de los efectos destructivos del experimento de los indiscernibles sobre cualquier intento de establecer criterios de identificación meramente perceptivos, considera otros, como “ser intelectualmente retador” o “tener la capacidad de comunicar significados complejos”, como parte del racimo de criterios bajo los cuales un objeto puede ser considerado arte. Por último, admite la posibilidad de que los criterios que nos permiten reconocer el carácter artístico de un objeto puedan variar o enriquecerse históricamente, asumiendo así una flexibilidad ya señalada por los primeros estetas wittgensteinianos.
María José Alcaraz
(Universidad de Murcia)
Francisca Pérez Carreño
(Universidad de Murcia)
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Cómo citar esta entrada
Alcaraz, María José y Pérez Carreño, Francisca (2018): “Teoría del arte”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/teoria-del-arte/)