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Máximas de la acción

 

Lo primero que nos viene a la mente cuando hablamos de la noción de “máximas de la acción” es la filosofía práctica de Kant, a quien le debemos la concepción más elaborada y, quizás, más conocida de esta noción –no en vano algunos comentadores sostienen que su ética, más que una ética de principios formales e inflexibles, es una ‘ética de máximas’ (Granja, 2010, p. 107)–. Para entender la relevancia de esta noción dentro de su filosofía práctica, en efecto, basta recordar el papel que tiene en la primera formulación de su imperativo categórico: “obra como si la máxima de tu acción fuese a convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza” (GMS, 421, 19-20). El carácter práctico de la noción de “máxima”, sin embargo, nos remite a una tradición más antigua, donde se usaban las “máximas” como medio para expresar todos aquellos preceptos básicos de la moral, ya sea en el ámbito religioso –como se puede apreciar, por ejemplo, en la tradición judeo-cristiana, concretamente en el libro de los Proverbios, donde encontramos máximas como: “quien anda honestamente anda seguro, pero el que retuerce sus caminos es descubierto” (Proverbios, 10, 9) o “la ciudad prospera con la bendición de los rectos, se arruina con la boca de los malvados” (Proverbios, 11, 11)–, o bien en el ámbito filosófico –como es el caso de las sentencias de los Siete Sabios de Grecia, las cuales, según Fränkel, “son casi siempre máximas para la vida privada, y a menudo advierten, con el espíritu de un realismo utilitario, contra las ilusiones ingenuas y una ingenua confianza y aconsejan cautela, moderación y reserva” (1962, p. 276; véase también: Medina, 2004, p. 184)–. Algo semejante se observa en los discursos de Epicteto redactados por Arriano en el Enquiridión o Manual de Epicteto, donde encontramos proposiciones como: “ten de continuo a tu vista la muerte, el destierro, y demás cosas que se creen adversas, en especial la muerte. Así nunca tendrás ningún pensamiento bajo, ni anhelarás desmedidamente cosa alguna” (Enquiridión, 28). 

De acuerdo con Bubner (1982), la noción de máxima también se encuentra en el pensamiento medieval, en particular en el término proposittiones maximae que aparece en los comentarios aristotélicos de Boecio, el cual hace alusión a una serie de proposiciones superiores incuestionables que están por encima de las proposiciones mayor y menor de un silogismo (“Maximas igitur, id est universales ac notissimas propositiones, ex quibus sillogismorum conclusio descendit”, Boecio, MPL064, 1051D). El término adquirirá nuevamente un sentido práctico hasta mediados del siglo XVII, donde las máximas se conciben, según Bubner, como “piezas sucintas de sabiduría que condensan la experiencia y están destinadas a ser aplicadas” (1982, p. 197, traducción propia). Es probable, en este sentido, que la concepción kantiana de las máximas tomara, como punto de partida, la noción de máxima de autores como Rousseau –cuya edición alemana traducía el término como ‘Grundsatz’)–, tal y como sugieren tanto Albrecht (1994, p. 135) como Timmermann (2003, pp. 180 y ss.). No hay que olvidar, sin embargo, que la filosofía práctica de Kant también dialoga con autores más cercanos como Wolff y Baumgarten: mientras que para el primero, según Schwartz, “las máximas son reglas inconscientes de comportamiento que primero hay que descubrir” (2006, p. 25); para el segundo, según Bubner, son reglas de comportamiento que sirven al discernimiento práctico en la medida en que contienen las conclusiones prácticas de la sensatez (1982, p. 199). 

Aunque la cuestión histórica sobre la génesis de esta noción permanece abierta (Schwartz, 2006, p. 26), observamos que las máximas son “máximas de la acción” en la medida en que tienen la característica de ser reglas o principios prácticos que, como sostiene Bubner, establecen un puente entre la acción y las normas que rigen nuestro obrar, lo cual “explica, por una parte, el surgimiento de normas con vistas a la praxis y, por otra parte, hace que la racionalidad que se afirma de las normas parezca comprobable” (2010, p. 259). De ahí que la máxima, tal y como sostiene De Haro, constituya “la unidad (mínima) de inteligibilidad de una acción para la evaluación de su racionalidad básica y, en última instancia, de su moralidad, en la medida en que ésta”, al menos en lo que respecta a la ética kantiana, “es la forma más elevada de racionalidad” (2015, p. 47, traducción propia). Kant, en este sentido, define a las máximas como “el principio subjetivo del querer” (GMS, 400, 35; véase también: KpV, 19) o “la regla del agente que él toma como principio por razones subjetivas” (MdS, 225), cuya explicación, según Petersen, se puede entender en función de la teoría causal de la acción de Davidson (2009, p. 48) algo que, sin embargo, ha sido cuestionado por autores como Placencia, para quien “la tesis según la cual las razones son causas… ya no es sin más imputable a Kant” (2018, pp. 178 y ss.)–. Que las máximas son principios o reglas, en primer lugar, quiere decir que cada máxima, según Bittner, “especifica el tipo de cosas que un agente realizará bajo cierto tipo de circunstancias” (2001, p. 44), ya que el obrar, como sostiene Wieland, “se encuentra siempre inserto en un entramado de condiciones no creado por él mismo… el obrar nunca puede escapar al contexto vital en el que está inserto” (1996, p. 95).

Las máximas, en segundo lugar, tienen un carácter subjetivo irrenunciable, lo cual admite una doble lectura: por un lado, la de O’Neill, quien sostiene que las máximas son subjetivas en la medida en que pertenecen a un agente particular en un tiempo específico, más no “en el sentido de que busque satisfacer un deseo particular del agente”, posibilitando que “el mismo principio pueda ser adoptado como máxima por muchos agentes en tiempos diferentes o por un agente determinado en numerosas ocasiones” (1989, pp. 83-84); por otro lado, la de Bittner (2001) y Herman (1996), quienes afirman que las máximas son subjetivas tanto por su origen, como por sus alcances y su carácter autorreferencial, i.e., su autoridad auto-prescriptiva, como también porque no pueden ser abstraídas de su contexto particular y de su carácter personal. Mientras que la primera lectura implica adscribirles un carácter impersonal que se puede traducir en “actos tipos” como los que propone O’Neill (2004, p. 94), lecturas como las de Bittner o Herman, al no soslayar el carácter contextualizado y particular de la máxima, permiten formular una ética de máximas que escapa, en buena medida, a los formalismos, ya que éstas, “en lugar de incluir descripciones muy generales de las acciones en las que se debe subsumir lo particular, proveen un procedimiento para estructurar lo particular de una forma moral” (Herman, 1996, p. 44). A pesar de que la lectura de O’Neill es atractiva en la medida en que permiten pensar la máxima como un cierto estándar o criterio fijo para la acción, el cual puede ser adoptado por múltiples agentes o incluso por el mismo agente en diversos contextos, si las máximas fuesen meras reglas o principios prácticos descontextualizados y, por tanto, ajenos a las circunstancias concretas en las que se encuentra en agente de la acción, difícilmente podrían explicar por qué el agente decide actuar de tal o cual forma. Por el contrario, si concebimos la subjetividad de la segunda forma, podemos afirmar que las máximas nos ayudan a comprender el carácter intencional de nuestras acciones, la razón por la cual queremos realizar tal o cual acto, que es lo que, en tercer lugar, implica su carácter práctico, en cuanto que toda acción intencional ocurre en conformidad con una ‘máxima de la acción’ (Placencia, 2018, p. 188; véase también: Placencia, 2011, p. 99).

1. La estructura formal de las máximas de la acción

Tomando esto en consideración, podemos afirmar que las ‘máximas’, que proceden de una reflexión práctica (Bubner, 2010, pp. 266-267), son principios prácticos subjetivos a través de los cuales el agente se representa de manera explícita el contenido de su querer (De Haro, 2015, p. 47). Esto es posible, según Barbara Herman, si en la estructura formal de las máximas se incluye tanto una descripción mínima de la acción deseada y las circunstancias en las que ésta es deseada, como los aspectos motivacionalmente relevantes para al agente que explican por qué desea hacer tal o cual cosa (1990, p. 33). Dado que el obrar “nunca está en libertad para desentenderse completamente de la singularidad del caso particular concreto” (Wieland, 1996, p. 24), y que, al mismo tiempo, no todos los elementos o aspectos en los que se circunscribe un acto en particular son del todo relevantes, ya sea para su realización o para su valoración moral, se sigue que sólo podemos expresar de manera explícita el contenido de nuestro querer –nuestra máxima- si introducimos lo que Herman denomina como ‘reglas de relevancia moral’ (1996, p. 77). Gracias a estas últimas, en efecto, es posible determinar qué aspectos subjetivos y circunstanciales son relevantes para la formulación de la máxima y, en consecuencia, su evaluación moral (Herman, 1996, pp. 77 y ss.), al menos en lo tocante a la descripción mínima de la acción y a la consideración de las circunstancias concretas a las que se circunscribe: que hoy sea tal o cual día de la semana, por poner un ejemplo, sólo es relevante si eso tiene algún tipo de implicación práctica respecto del tipo de acto que pretendo realizar. Estas ‘reglas de relevancia moral’, así, “constituyen la estructura de la sensibilidad moral”, en la medida en que permiten al agente “percibir y considerar aquellos aspectos circunstanciales que son moralmente relevantes” (Herman, 1996, p. 78) para la praxis, razón por la cual algunos especialistas de la teoría kantiana de la acción sugieren que éstas se corresponden con lo que Kant concibe como las ‘prenociones estéticas para la receptividad del deber’ (véase: González, 2011; y también: Torralba, 2011).

Para comprender la estructura formal de la máxima, sin embargo, no basta con incluir la descripción del acto que se pretende realizar y las circunstancias a las que se circunscribe, sino que también debe incorporar, “de modo explícito o implícito, la referencia a un determinado objeto o fin, para cuya consecución el tipo particular de acción prescrito en la máxima provee o, al menos, pretende proveer un medio eficaz” (Vigo, 2020, p. 60; véase también: Timmermann, 2003, p. 151; y también: Korsgaard, 2011, pp. 24 y 64). Las máximas de la acción, en este sentido, presentan una “estructura básica de carácter teleológico” que, tal y como afirma Alejandro Vigo, “presupone una cierta articulación de medios a fines como su contenido nuclear” (2020, p. 265), y que, según Korsgaard, se puede formular como: “hacer-este-acto-por-este-fin” (2017, p. 103). Esta fórmula, sin embargo, no considera ni el contexto específico al que se circunscribe una acción intencional concreta, ni su carácter subjetivo, según el cual “la máxima debe ser formulada en primera persona” (De Haro, 2015, p. 48; véase también: Köhl, 1990, p. 51), razones por las que, al menos en lo que respecta a las máximas concretas de la acción, es preferible la fórmula: “yo hago (o quiero hacer) H (Handlung) para alcanzar Z (Zweck), bajo la situación S (Situationen)”, donde H corresponde a la descripción mínima de la acción que el agente pretende realizar –esto es, responde a la pregunta: “¿qué quiero hacer?”–, Z el fin que busca mediante H –que contiene el estado de cosas al que se dirige nuestra acción y responde a la pregunta: “¿para qué quiero hacer H?”–, y S al contexto específico al que se circunscribe –que responde a la pregunta: “¿bajo qué condiciones quiero hacer H?” (Schwartz, 2006, pp. 98 y ss.)–. 

De acuerdo con la concepción kantiana de la acción intencional, toda máxima tiene tres elementos: una forma, una materia y un fundamento de determinación (GMS, 437, 15-30). Mientras que la forma consiste en la susceptibilidad o aptitud de la máxima de ser universalizable, esto es, de ser apta para formar parte de una legislación universal, y, por tanto, de tener también un cierto valor objetivo (MdS, 225; véase: De Haro, 2015, p. 45), la materia de las máximas alude a los fines que se propone realizar el sujeto a través de su obrar, en cuanto que “un fin”, según Kant, “es un objeto del arbitrio (de un ser racional), por cuya representación éste se determina a una acción encaminada a producir este objeto” (MdS, 381), esto es, “un objeto cuya realidad se desea” (KpV, 21). Esto no significa que Kant, como sostiene Paton (1948, p. 61), distinga entre máximas formales y máximas materiales, sino que toda máxima es material y, por tanto, “contiene un fin, incluso si ese fin es formal, en la medida de que es dirigido primariamente a la acción querida en conformidad a la ley moral” (Timmermann, 2007, p. 39, traducción propia). Finalmente, las máximas tienen un fundamento de determinación, el cual, según De Haro, sirve “como una determinación de segundo orden que justifica la postulación de un fin dado en cuanto fin” (2015, p. 29), esto es, que mientras “el fin determina el sentido y especifica la acción”, “el fundamento de determinación, en cambio, determina el fin en cuanto tal” (2015, p. 48). De ahí que la estructura formal también pueda derivar en una regla práctica del tipo: “yo debo hacer H en la situación S, para alcanzar Z”, lo cual quiere decir que las máximas de la acción, aun cuando “no son imperativos” (KpV, 20), presuponen un juicio práctico de carácter hipotético, que se expresa a través de lo que Kant denomina ‘imperativo hipotético’ (GMS, 414). Bubner, en este sentido, sostiene que la validez de una máxima reside, en primera instancia, no en su carácter moral, sino, en cierta medida, en su eficacia, esto es, en su adecuación al objeto o fin que se pretende alcanzar (2010, pp. 264 y ss.).

Ahora bien, tomando estos tres elementos en consideración observamos que en la concepción kantiana de la acción intencional, tal y como sostiene Placencia, “toda acción intencional sería reconducible a una máxima que cumple la función de, al menos en cierto nivel de análisis, explicar o justificar esa acción y de ser el principio a partir del cual se interpreta su producción” (2018, p. 190; véase también: Leyva, 2008, pp. 324-325). Esto, a su vez, permite hacer dos cosas: por un lado, explicar la diferencia entre un mero movimiento corpóreo y una acción intencional, en cuanto que, según Vigo, “Kant no identifica sin más el obrar con el mero efectuar”, de modo que “los movimientos corporales y sus efectos exteriores sólo pueden ser calificados como acciones, en el sentido genuino o pleno del término, allí donde pueden ser vistos como expresión y realización de deseos, propósitos e intenciones”, es decir, “donde quedan enmarcados en un ‘entramado de sentido’” (2020, p. 261); por otro lado, situar el valor o la cualidad moral de las acciones “no en el propósito que vaya a ser alcanzado por medio de ella, sino en la máxima según la que ha sido decidida” (GMS, 399), de modo que su cualidad moral reside no sólo en el ‘objeto’ o ‘materia’ del querer, esto es, su fin, sino también a un cierto ‘modo’ o ‘forma’ de querer, que es lo que constituye, según Vigo, el modelo hilemórfico del querer moralmente bueno (2020, pp. 284 y ss.).

2. Máximas de primer y segundo orden

Incluso en aquellos casos en los que un agente omite algunos elementos en la descripción de su máxima, por ser muy obvio o muy familiar, dado que la máxima es una regla autoimpuesta, se sigue, según Allison, que “uno no puede hacer que algo sea su máxima sin ser en cierto sentido consciente de ésta en cuanto tal, o al menos sin la capacidad de volverse consciente de ésta” (1999, p. 90). Esto no significa, sin embargo, ni que el agente “posea una ‘certeza cartesiana’ sobre su motivación (la cual Kant, por supuesto, niega), ni que debamos formularnos explícitamente nuestra máxima antes de actuar” (Allison, 1999, p. 90), como ocurre cuando nos hemos habituado a actuar de tal o cual forma, o cuando las máximas concretas de nuestra acción se encuentran comprendidas bajo otras máximas de mayor generalidad. Nuestras máximas concretas de la acción, en efecto, se insertan en una cierta totalidad o “entramado de sentido”, en donde los “fines particulares”, propios de esas máximas concretas de la acción, “pueden ser integrados en articulaciones de medios a fines más comprensivas, que se estructuran por referencia a fines de orden superior” (Vigo, 2020, p. 265). Esto quiere decir que, así como existen máximas de primer orden que forman parte “de la estructura de motivos que son puestos en juego en cada acción particular” (De Haro, 2015, p. 54), también hay máximas de segundo orden (Schwartz, 2006, pp. 19 y ss.) que expresan políticas o reglas de vida (Lebensregeln) que se relacionan, no directamente con nuestras acciones particulares, sino con otras máximas de menor generalidad, como ocurre con las máximas concretas de la acción (Herman, 1990, p. 52; véase también: Timmermann, 2003, p. 152). Las máximas de segundo orden, así, “sirven en ocasiones como una especie de marco de deliberación y evaluación para discernir y, por consiguiente, aceptar o rechazar la inserción de máximas de carácter más particular dentro de nuestros proyectos prácticos” (Charpenel, 2018, p. 63).

Mientras que las máximas de primer orden “contienen la regla concreta en la que se establece la relación entre medios y fines, entre acción y objeto” (Torralba, 2009, p. 157), las máximas de segundo orden, en cuanto orientaciones existenciales básicas, “sirven para expresar una decisión para una determinada postura fundamental, en la cual el hombre asume la ley moral” (Schwartz, 2006, p. 24). De ahí que éstas máximas de segundo orden “no puedan ser generalizadas ad infinitum” (De Haro, 2015, p. 57) y que, por tanto, al tratar de articular una ética de máximas, sea indispensable aludir a un principio subjetivo último de la acción, i.e., una máxima superior o fundamental, que es lo que en Kant se corresponde con la Gesinnung (RGV, 31, 36 y 66). Esta máxima fundamental de la Gesinnung, entendida no ya como una máxima concreta de la acción, sino como una máxima de la voluntad (KpV, 60), es el “primer fundamento subjetivo de la asunción de las máximas” (RGV, 25) y, en cuanto tal, constituye “una suerte de fundamento al cual quedan referidas las acciones y las máximas de primer orden de cada agente, en tanto ellas reflejan el modo en que éste ha configurado la totalidad de su vida y el modo en que concibe proyectivamente la totalidad de sus acciones” (Placencia, 2018, p. 192; véase también: Allison, 1999, p. 141). Kant, en este sentido, sostiene que esta máxima de la Gesinnung nos conduce a elegir entre dos opciones fundamentales: o bien nos decidimos a actuar según el “principio del amor a sí mismo” (RGV, 36); o bien nos decantamos por cumplir con el deber por respeto a ley moral, de modo “que la ley no sea sólo la regla sino también el móvil de las acciones” (MdS, 392). Ya sea que nos decantemos por una u otra, en cualquier caso es posible decir que ésta, junto con las demás máximas de segundo orden, se encuentran íntimamente relacionadas con la formación del carácter (Frierson, 2006; véase también: Munzel, 1999), en cuanto que, según Kant, “tener simplemente un carácter significa aquella propiedad de la voluntad por virtud de la cual el sujeto se vincula a sí mismo a determinados principios prácticos que se ha prescrito irrevocablemente por medio de su propia razón” (ApH, 292).

3. Dos críticas a la noción de “máximas de la acción”

Por último, cabe concluir este breve análisis sobre las ‘máximas de la acción’ en general, reparando en dos de las críticas más destacadas por la literatura especializada: la primera tiene que ver con la maleabilidad o plasticidad de las máximas, la cual, de ser cierta, comprometería seriamente su valoración moral en virtud de su universalidad, tal y como Kant pretende hacer a través de la primera formulación del imperativo categórico (GMS, 403, 17-35); la segunda, en cambio, alude a la opacidad que encontramos en las máximas respecto a la motivación última de nuestro querer (KrV, A551/B579). La primera crítica la encontramos de manera explícita en la Historia de la ética de Alasdair MacIntyre, quien sostiene que “con suficiente ingenio, casi todo precepto puede ser universalizado consistentemente”, para lo cual lo único que se necesita es “caracterizar la acción propuesta en una forma tal que la máxima me permita hacer lo que quiero mientras prohíbe a los demás hacer lo que anularía la máxima en caso de ser universalizada” (2006, p. 215). Una crítica semejante la encontramos en la Crítica de la Ilustración de Ágnes Heller (1984, p. 65) y, en cierta medida, en Anscombe, cuando afirma que: “su regla sobre la universalización de las máximas es inútil si no se estipula lo que debe contarse como descripción relevante de una acción con vistas a construir una máxima sobre ésta” (1958, p. 2). Esta crítica, según De Haro, presupone dos cosas: en primer lugar, “que el agente puede describir la acción como quiera” y, en segundo lugar, “que muchas de estas descripciones divergentes o máximas pueden aplicarse a la misma acción con las mismas expectativas de validez” (2015, p. 49). Si bien es cierto que un agente libre puede cambiar su máxima, como, por ejemplo, cuando desiste de ejecutarla tras haber realizado algún tipo de valoración moral, esto no significa que existan diversas formulaciones para una misma acción. 

Leyva, en este sentido, nos advierte que, en el caso de Kant, se habla “de una máxima o, más bien, de la máxima de la acción en singular, pues, de otro modo, si hubiera varias máximas para la misma acción, podrían entrar en contradicción entre sí en el momento de su universalización y de la determinación de su necesidad irrestricta, de modo que podría permitir lo que la otra prohibiera” (2008, pp. 325-326). El presupuesto básico de la filosofía práctica de Kant, según De Haro, radica en que la máxima “debe expresar la acción tal y como es deseada”, de modo que, dado que mi querer es uno, sólo existe una máxima que lo exprese; en otras palabras, “una vez que el agente ha deseado algo, ya no es legítimamente posible para éste describir el fin buscado por su acción en dos formas igualmente válidas” (2015, p. 49). A fin de esclarecernos nuestras intenciones, Herman propone reflexionar sobre éstas a través de preguntas contrafácticas del tipo: “¿seguiría queriendo X si…?” (1990, p. 64). Que sólo existe una máxima adecuada que exprese mi querer, sin embargo, es algo que sólo es posible en la medida en que éstas no están referidas meramente a “actos-tipo” como los que propone O’Neill, sino a máximas que expresan nuestro querer en un sentido más amplio e íntimo.

Finalmente, respecto a la segunda crítica, Kant advierte que, “en realidad, es absolutamente imposible señalar por experiencia con completa certeza un solo caso en el que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya descansado exclusivamente en fundamentos morales y en la representación propia del deber” (GMS, 407, 1-4). Esto significa que, incluso después de hacer “la más aguda introspección”, según el regiomontano, “no podemos en modo alguno inferir con seguridad que la auténtica causa determinante de la voluntad no haya sido realmente un impulso secreto del amor propio bajo el mero espejismo de aquella idea” (GMS, 407, 5-11). Que en las máximas se encuentre siempre cierta opacidad, sin embargo, no significa que éstas sean totalmente ajenas a nuestras intenciones, ya que, como sostiene Placencia, las máximas de primer orden, al establecer un vínculo con la Gesinnung –que permanece con cierta opacidad–, expresan una forma de querer del sujeto que es crucial para nuestra autointerpretación (2015, p. 562-563). Por más opacidad que encierren nuestras máximas, eso no significa que éstas sean radicalmente ajenas a nosotros: siempre expresan algo de nuestro querer, algo que es fundamental para nuestro autoconocimiento. 

Roberto Casales García
(UPAEP, Universidad, México)

Referencias

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  • Torralba, J.M. (2011) “La teoría kantiana de la acción. De la noción de máxima como regla autoimpuesta a la descripción de la acción”, en: Tópicos, 41, pp. 17-61.
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  • Schwartz, M.  (2006) Der Begriff der Maxime bei Kant. Eine Untersuchung des Maximenbegriffs in Kants praktischer Philosophie, Berlín: Lit.
  • Vigo, A. (2020) Conciencia, ética y derecho. Estudios sobre Kant, Fichte y Hegel, Hildesheim: Georg Olms.
  • Wieland, W. (1996) La razón y su praxis. Cuatro ensayos filosóficos, Buenos Aires: Biblos.

Lecturas recomendadas en castellano

  • Bubner, R. (2010) Acción, historia y orden institucional. Ensayos de la filosofía práctica y una reflexión sobre estética, Buenos Aires: FCE.
  • Casales, R. (2013) “La ‘máxima’ como base de la acción en la filosofía práctica de Kant”, en: Universitas Philosophica, 61, pp. 237-258.
  • Casales, R. (2019) Imperativo categórico y carácter. Una introducción a la filosofía práctica de Kant, México: Del Lirio.
  • De Haro, V. (2015) Duty, Virtue and Practical Reason in Kant’s Metaphysics of Morals, Hildesheim: Georg Olms. 
  • Granja, D.M. (2010). Lecciones de Kant para hoy, Barcelona: Ánthropos-UAM.
  • Timmermann, J. (2007) Kant’s Groundwork of the Metaphysics of Morals. A Commentary, Cambridge: Cambridge University Press.
  • Torralba, J.M. (2009) Libertad, objeto práctico y acción. La facultad del juicio en la filosofía moral de Kant. Hildesheim: Georg Olms. 
  • Vigo, A. (2020) Conciencia, ética y derecho. Estudios sobre Kant, Fichte y Hegel, Hildesheim: Georg Olms.

Cómo citar esta entrada

Roberto Casales García (2023). “Máximas de la acción” , Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/maximas-de-la-accion/)