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Saber-cómo (o saber hacer)

1. Introducción

Cuando atribuimos conocimiento a alguien, lo solemos hacer de uno de estos tres modos:

  • S sabe cómo j (o sabe j).
  • S sabe que p.
  • S conoce x (o T).

Cada una de estas atribuciones adscribe, en principio, un tipo distinto de estado epistémico. La primera atribuye lo que se denomina “saber-cómo” (o “saber hacer”) relacionando al agente S con un tipo de acción (j). Por ejemplo: Luis sabe montar en bici, Marta sabe cómo contar un chiste, o Las chicas saben llegar a casa desde aquí. La segunda atribuye al agente “saber-qué” (o “conocimiento proposicional”) acerca de una proposición (p) determinada. Por ejemplo: Nora sabe que el agua hierve a 100º Celsius, Manuel sabe que Joe Biden ganó las elecciones presidenciales de 2020, o El médico sabe que su paciente padece jaqueca. Y la tercera atribuye lo que se suele denominar “conocimiento por familiaridad” con respecto a alguna cosa (x) o persona (T). Por ejemplo: María conoce la teoría de cuerdas, Mi primo conoce París, o Carlos conoce a Mick Jagger. El objeto de esta entrada es la primera de estas tres variedades, el saber-cómo, y la posición que le corresponde dentro de una teoría general del conocimiento.

El saber-cómo no está, al menos a primera vista, tan íntimamente relacionado con la verdad y la representación como el saber-que. Por eso, muchos epistemólogos han asumido (por lo general de modo tácito) que no es objeto prioritario de su atención. El conocimiento genuino, según esta postura, tiene que ver con nuestro esfuerzo por averiguar los hechos, por representar adecuadamente la verdad con buenas justificaciones. El saber-cómo, en cambio, tendría que ver más bien con nuestra capacidad de hacer, y con el poder de que disponemos para cambiar algo en el mundo, algo que no sería propiamente objeto de estudio de la epistemología. Si el fin del saber-hacer no es alcanzar la verdad, sino tener éxito en aquello que nos planteamos hacer, será cuestión de habilidades, poderes y competencias… capacidades conativas, relacionadas con la voluntad, y no capacidades cognitivas, relacionadas con nuestra capacidad para conocer. Según esta línea de pensamiento, no tendría mucho sentido plantear una epistemología del saber-cómo, que no sería más que un callejón sin salida de escaso recorrido.

Hay dos formas de superar este impasse y promover una aproximación epistemológica al tema del saber-cómo. La primera es el intelectualismo, que sostiene que, en contra de las apariencias, el saber-cómo sí que es proposicional, si bien de un modo particular que habría que determinar. El intelectualismo pone el tema del saber-hacer en la agenda de la epistemología sosteniendo que es un tipo particular de conocimiento proposicional que, como tal, persigue la verdad y la justificación epistémica. El segundo modo es el anti-intelectualismo, según el cuál no es cierto que el conocimiento en general esté siempre orientado hacia la formación de representaciones verdaderas. Habría, según el anti-intelectualismo, conocimiento proposicional (saber-qué) y conocimiento orientado hacia la acción (saber-cómo)—aparte de conocimiento por familiaridad, que no nos ocupará aquí.

Antes de seguir avanzando, es importante señalar que la distinción que nos ocupa entre saber-cómo y saber-que no es relativa a dos tipos distintos de contenido: uno más aplicado y el otro más abstracto o teórico. No se trata de que el saber-cómo esté relacionado con cuestiones como la tecnología, el deporte, o la artesanía, mientras que el saber-que atañe a cuestiones teóricas de la ciencia, la filosofía, o la lógica. Muy al contrario, la distinción entre lo práctico y lo teórico se entrecruza con la distinción entre saber-cómo y saber-que. Hay, por ejemplo, proposiciones verdaderas muy prácticas que uno puede saber que son verdad, en el sentido proposicional (como que el pan se suele hacer con harina, o que si te paras en la bicicleta es difícil mantener el equilibrio), así como operaciones muy abstractas y teóricas que uno puede saber hacer (como calcular raíces cuadradas o defender el realismo metafísico). Si, como desgraciadamente ocurre con cierta frecuencia, llamamos “conocimiento práctico” al saber-cómo, corremos el riesgo de confundir estas dos distinciones. Además, la expresión “conocimiento práctico”, acuñada por Anscombe (1957 [1991]), señala ya a otro concepto que tiene un papel importante a desempeñar en esta historia, relativo al conocimiento que el propio agente tiene de aquello que hace, en la medida en que lo hace de manera intencionada.

El tema del saber-cómo está vinculado a la contribución canónica de Gilbert Ryle (1949 [1967]), versión clásica del anti-intelectualismo, que se presenta en la sección 2; pero lo que revitalizó el debate actual sobre el tema fue la propuesta intelectualista de Jason Stanley y Tim Williamson (2001), descrita en la sección 3. Esa propuesta fue muy discutida por razones metodológicas y exegéticas, que se analizan en la sección 4; y a ella le siguieron numerosas propuestas teóricas alternativas, tanto en el bando intelectualista (ver sección 5) como en el anti-intelectualista (sección 6).

2. El anti-intelectualismo de Ryle

La tensión entre concepciones intelectualistas y anti-intelectualistas del saber es tan antigua como la propia teoría del conocimiento, pero los términos del debate contemporáneo parten de Gilbert Ryle, quien sostuvo que:

Los filósofos no han hecho justicia a una distinción que es muy conocida por todos nosotros, entre saber que algo es el caso y saber cómo hacer cosas. En sus teorías del conocimiento tienden a concentrarse en el descubrimiento de verdades o hechos, ignorando el descubrimiento de modos de hacer y métodos, intentando reducirlos al descubrimiento de hechos. Asumen que la inteligencia es lo mismo que la contemplación de proposiciones, y que se agota en esa contemplación. Ryle (1946:4); ver también Ryle (1949 [1967]), cap. 2.

La queja de Ryle formaba parte de un proyecto filosófico más amplio, que perseguía el desmontaje de lo que llamó “el mito del fantasma en la máquina”, según el cuál la inteligencia de nuestra conducta visible es el efecto de las maquinaciones de una mente invisible. A fin de mostrar los defectos de esta “leyenda” intelectualista, Ryle intentó demostrar que las personas no saben cómo j cuando sus respectivos “fantasmas” logran captar ciertas verdades sobre esa actividad, sino cuando tienen las disposiciones apropiadas. En su opinión, uno sabe cómo j cuando actúa siendo sensible a las normas que rigen esa actividad, a las condiciones variables del contexto, adaptándose a diferentes situaciones, siendo capaz de mejorar a través del aprendizaje, de la práctica o de la crítica, lo cual implica instanciar un perfil disposicional complejo, flexible y variable, algo muy diferente de los meros hábitos o rutinas mecánicas.

La propuesta de Ryle ha de entenderse como un paso más en una tradición que, desde el puzle de Aquiles y la tortuga de Lewis Carroll hasta la discusión de Wittgenstein sobre el seguimiento de reglas, critica las concepciones puramente intelectuales de la normatividad en la práctica, reivindicando un lugar para la inteligencia en la acción misma.

El argumento de Ryle contra la reducción del saber-cómo al saber-que tiene la forma de una reducción al absurdo. La posición a rebatir, no expresamente defendida por nadie que él citara, es que un agente sólo actúa con inteligencia, manifestando saber-hacer, cuando su mente regula su conducta considerando intelectualmente cierta proposición. De no hacerlo así, sostendría el imaginado intelectualista, el agente actuaría de manera maquinal o estúpida. Según Ryle, esta posición está abocada a un dilema: o bien la contemplación de la proposición es a su vez una acción o no lo es. Optando por el primer cuerno, contemplar es un tipo de acción, una especie de prédica interior de la proposición regulativa; pero esa prédica, como cualquier otra acción según el intelectualista, sería maquinal o estúpida de no etar acompañada por la contemplación de una proposición… lo cual daría lugar a un regreso infinito, generando indefinidamente actividades mentales que se supervisan unas a otras. Optando por el otro cuerno, el intelectualista podría sostener que contemplar la proposición no es una acción, sino un estado estático de la mente. Pero entonces habrá de mostrar cómo es posible que ese estado de quietud contemplativa se relacione con la actividad, que es dinámica y cambiante, algo que parece requerir de la intervención de “mediadores esquizofrénicos,” a medio camino entre lo estático y lo dinámico, lo cual da lugar a un tipo distinto de regreso infinito. De un modo u otro, según Ryle, la leyenda intelectualista queda reducida al absurdo: saber hacer no consiste en albergar ningún estado o proceso intelectual basado en la contemplación de una proposición.

Enormemente influyentes durante los años 40 y 50 del siglo XX, las ideas de Ryle fueron ulteriormente estigmatizadas como una forma de conductismo—a pesar de las quejas de Ryle (1949 [1967, 249])—, y cayeron en desgracia a partir de la llamada ‘revolución cognitiva’ de los 60 y 70, a medida que el funcionalismo dio credibilidad a la idea de que la cognición y la inteligencia no están en el comportamiento mismo, mera cuestión de hardware, sino en los estados mentales representacionales, que corresponden al software de la mente—una analogía con pedigrí científico y tecnológico desprovista del carácter fantasmagórico de las explicaciones mentales que Ryle había denunciado.

Aun así, la idea de que el saber-cómo no es reducible al saber-que sobrevivió como una especie de truismo en la base de la conocida distinción entre conocimiento procedimental y declarativo, crucial en la psicología cognitiva (Anderson 1980:223). No obstante, a pesar de que esa distinción es a menudo presentada como un vestigio ryleano que sobrevivió a la revolución cognitiva, una comprensión más ajustada de los argumentos de Ryle en su contexto histórico podría mostrar, como veremos después que la distinción misma quizás no fuera tan afín a lo que Ryle sostenía.

Comoquiera que sea, en el nuevo contexto del cognitivismo, con su asunción central de que la inteligencia consiste en el procesamiento de representaciones mentales, el estatus epistémico del saber-cómo resultó precario. No parecía factible ninguna epistemología del saber-cómo, dado que al fenómeno en cuestión no se lo consideró propiamente como una cuestión cognitiva, sino como una especie de base no-cognitiva y no representacional de los poderes de la mente—una posición en la que concepciones muy distintas de la cognición, como las de Fodor (1968) o Searle (1992, cap. 8) parecían confluir. En palabras de Chomsky, por ejemplo, “la idea de que el conocimiento sea una habilidad es (…) completamente insostenible”; “es difícil ver cómo el conocimiento puede ser identificado con una habilidad, y menos aún con la disposición al comportamiento” (1988: 9-10).

3. El intelectualismo de Stanley y Williamson

Hasta la aparición del celebérrimo artículo de Stanley y Williamson (2001), apenas hubo oposición a las dos tesis, supuestamente ryleanas, que, primero, distinguían tajantemente al saber-cómo del saber-que, y, segundo, identificaban al saber-cómo con las habilidades mismas. Aquel artículo cambió radicalmente la escena. Siguiendo a Ginet (1975:7), Stanley y Williamson sostuvieron que los agentes pueden actuar directamente sobre la base de su conocimiento proposicional, sin que sea precisa la mediación de ninguna forma de prédica interior ni de ningún estado concomitante de contemplación intelectual. En su opinión, Ryle hizo del intelectualismo un hombre de paja, cargándolo de presuposiciones que ellos estaban dispuestos a abandonar. Por otra parte, en contra de la propuesta positiva de Ryle acerca del saber-cómo, Stanley y Williamson negaron que estas atribuciones fueran de habilidades, una identificación que, según ellos, falla en ambos sentidos: primero, porque pueden existir agentes que pierden sus habilidades pero preservan el saber-hacer, como los viejos atletas (ver Snowdon 2004); y segundo, porque los agentes pueden tener ciertas habilidades aun estando completamente equivocados acerca de cómo las llevan a cabo—ver también el caso ‘salchow’ de Bengson y Moffett (2007).

Pero la contribución más importante de Stanley y Williamson fue la propuesta positiva de una teoría intelectualista que vendría a demostrar que “el saber-cómo es sencillamente un tipo de saber-que” (2001: 411)—postura desarrollada después con detalle por Stanley en solitario (2011a, 2011b). Si bien es cierto que la tesis en sí es sencilla, su elaboración y defensa, basada en el análisis lingüístico de las atribuciones de saber-cómo, resulta bastante sofisticada. Puede resumirse en cinco puntos: tres acerca de la sintaxis y dos de la semántica de esas atribuciones:

Primero, la estructura sintáctica de las atribuciones de saber-cómo no es diferente en ningún sentido relevante de la de las atribuciones de saber-wh (relativo a dónde, quién, cuál, o porqué es el caso cierta proposición), que llevan incrustada una pregunta relativa a cierta proposición.

Segundo, aunque las atribuciones de saber-cómo tienen cláusulas de infinitivo que carecen aparentemente de sujeto, al analizar su estructura sintáctica subyacente se puede identificar un pronombre mudo o “fonológicamente nulo” (PRO).

Tercero, en el caso de las atribuciones de saber-cómo, PRO representa al agente mismo al que se atribuye el conocimiento, lo cual implica que el saber-hacer es conocimiento de se, o acerca de uno mismo.

Cuarto, a la hora de individuar la proposición que es sabida por el agente al que se atribuye saber-cómo, introducen el concepto de la “manera” (way) de realizar la acción, entendida como una propiedad de eventos-caso compartida por todas las actuaciones que son contextualmente relevantes para la atribución de saber-cómo.

Y quinto, esa manera ha de ser captada por el agente “bajo un modo práctico de presentación”, lo cual implica que el agente instancia disposiciones complejas acerca de la actuación, y no sólo se representa en abstracto, o de modo meramente demostrativo, la manera de actuar (como cuando nos referimos la manera que tiene Rubinstein de tocar el piano, sin tener ni la menor idea de cómo hacerlo nosotros mismos).

Al unir estas cinco condiciones, la postura de Stanley y Williamson es que un agente sabe cómo j cuando sabe que p, donde p es la respuesta a una pregunta incrustada, a saber, de qué manera contextualmente relevante realizaría PRO (el propio agente) la acción de j, manera que ha de ser representada por el agente mismo bajo un modo práctico de presentación. Por ejemplo: si sostenemos que María sabe tocar el piano, lo que estamos diciendo es que María sabe que p, donde p es la proposición de que ella misma podría o debería tocar el piano de cierta manera (de acuerdo con tales estándares y condiciones relevantes), y que ella está familiarizada con esa manera de tocar de un modo práctico, es decir, apropiadamente conectado con sus disposiciones a la acción. A diferencia del anti-intelectualismo ryleano, se presenta aquí la acción inteligente como aquella que está iluminada y guiada por la conciencia que tiene el agente de ciertos hechos que son verdad, proposiciones conocidas por él, con lo que el tema del saber-hacer parece encontrar con facilidad su espacio en la epistemología tradicional.

4. La resaca de Stanley y Williamson

Los estudios epistemológicos sobre el saber-cómo fueron escasos antes de la llegada del trabajo seminal de Stanley y Williamson, pero han sido muy numerosos desde entonces. A pesar de su gran influencia, la postura que ellos defendieron ha recibido numerosos ataques: bien contra su metodología, contra su interpretación de Ryle, o contra la propuesta positiva que avanzaron. Esta sección presenta los dos primeros tipos de crítica, mientras que las dos secciones siguientes introducen concepciones alternativas del saber-hacer que han resultado de diversas objeciones al intelectualismo de Stanley y Williamson.

En primer lugar, con respecto a la metodología, muchos han considerado como una limitación del trabajo de Stanley y Williamson que esté basado casi exclusivamente en análisis lingüísticos—Rumfitt (2003:160), Noë (2005), Toribio (2008), Devitt (2011), Glick (2011) o Brown (2013)—que no pueden aspirar a resolver problemas metafísicos acerca de la naturaleza de los estados epistémicos ni problemas empíricos propios de las ciencias cognitivas—pero ver Stanley (2011a, 2011b cap. 5), Pavese (2016) y Stanley y Krakauer (2013) para distintas defensas del intelectualismo en este punto. Aún otros han cuestionado el enfoque ‘de sillón’ de aquel artículo, confrontándolo con estudios experimentales sobre las intuiciones populares acerca del saber-hacer—ver Bengson, Moffett y Wright (2009) o Carter, Pritchard y Shepherd (2019) y Tsai (2011, 547) para una aproximación meta-epistemológica al saber-cómo.

En segundo lugar, han sido numerosas las quejas de que Ryle quedó seriamente mal representado por Stanley y Williamson—ver Rosefeld (2004), Hornsby (2011), Kremer (2016, 2017), Löwenstein (2017), Navarro (2019), Brandt (2020)—al atribuirle dos posiciones teóricas que jamás sostuvo. Por una parte, es muy discutible que Ryle afirmara que tenemos dos capacidades cognitivas claramente distintas y difícilmente conciliables: una relacionada con la teoría y otra con la práctica—una postura aún más explícitamente atribuida a Ryle en el libro de Stanley (2011, 1), pero también asumida por algunos defensores de Ryle—como Wiggins (2012). Por el contrario, una lectura más fina de Ryle podría mostrar que esa división es propia de la leyenda intelectualista de la que se distancia (ver Tanney 2017, 15). Por otra parte, no parece apropiado identificar la postura de Ryle con una “tesis de habilidad” si se entienden las habilidades como disposiciones brutas al éxito cuando el agente intenta j. Como vimos antes, Ryle nunca sostuvo que se pudiera dar cuentas del saber hacer con algún concepto de disposición rígida y mecánica—ver Honsby (2011, 92)—, sino reconociendo la atribución de un patrón disposicional “indefinidamente heterogéneo”, jamás identificado con “un tipo estándar de acción o reacción”—Ryle (1949, 32)—, algo esencialmente distinto del “puro y ciego hábito” (1949, 30) que refleja una “tesis de habilidad”. Si uno atiende realmente al detalle de la propuesta de Ryle, su anti-intelectualismo se convierte en una presa mucho más escurridiza.

5. Otros intelectualismos

Dejando de lado las quejas metodológicas y exegéticas, un buen número de alternativas teóricas ha proliferado a partir de las críticas al modelo de Stanley y Williamson, unas tomándolo como referente y otras como rival.

En el lado intelectualista, se ha propuesto un buen número de modificaciones a la teoría de Stanley y Williamson, que sólo cabe aquí reseñar muy someramente. Brogaard (2011) ha sostenido que, si bien el intelectualismo proposicional es correcto, no puede dar cuentas de todas las atribuciones de saber-cómo a no ser que asuma que hay dos tipos de estados de conocimiento: unos basados en creencias y otros basados en habilidades, que en ambos casos ella identifica como estados mentales con contenido (2011, 157).

Bengson y Moffett (2007, 2011b) han defendido en cambio una variedad de intelectualismo no proposicional. Su posición es intelectualista en el sentido de que el saber-cómo estaría basado en actitudes proposicionales (y no en poderes o disposiciones), pero al mismo tiempo sostendrían que el saber-cómo no es reducible a dichas actitudes proposicionales, sino a actitudes objetuales—a saber, la comprensión del agente de los conceptos implicados en la práctica (2011b, 166).

En contraste con ese intelectualismo objetualista, Pavese (2015) ha sostenido que una mera comprensión abstracta de los conceptos implicados en la actividad no puede por sí misma explicar cómo es posible el seguimiento intencionado de una regla. En su opinión, lo que hace al saber-cómo epistémicamente valioso es que es, o al menos implica, conocimiento proposicional. Su postura es por tanto una defensa del modelo de Stanley y Williamson, aunque desplaza el foco desde las maneras de actuar hacia el conocimiento de reglas o medios de acción—ver Pavese (2018, 2020).

Finalmente, Cath ha propuesto una versión revisionista del intelectualismo (2011, 2015) al sugerir que, aunque el saber-hacer puede ser identificado con un estado proposicional, dicho estado puede ser más básico que el de saber-cómo, siendo suficiente con una creencia o una mera impresión (seeming) acerca de la manera de actuar.

6. Otros anti-intelectualismos

El bando anti-intelectualista ha adoptado por lo general una actitud más crítica que constructiva, sin que hayan proliferado propuestas positivas.

Numerosos autores—ver Koethe (2002, 327) o Hawley (2010, 403), por ejemplo—han sostenido que los modos prácticos de presentación son un modo subrepticio de reintroducir aquello que la propia teoría supuestamente venía a explicar, a saber, el carácter inherentemente práctico del saber-cómo. Aunque la crítica ha llegado también en la dirección contraria. En opinión de Fantl (2011), por ejemplo —y ver también Glick (2013) o Harris (2019)—, que el agente disponga de un modo práctico de presentación acerca de la manera de hacer no garantiza que el agente sea capaz de regular su comportamiento de acuerdo con ella, de modo que el modelo de Stanley y Williamson no habría logrado superar los argumentos ryleanos del regreso infinito.

Una crítica recurrente ha sido que el modelo intelectualista no es viable con respecto al conocimiento del lenguaje, que según diversos autores no parece reducible al conocimiento proposicional acerca de maneras de hacer. De este modo, la confrontación clásica acerca de la normatividad del significado (entre representacionalistas y defensores de la teoría del significado como uso) ha tenido sus ecos en el debate sobre el saber hacer—ver el intercambio entre Honsby y Stanley en (2005), Carter y Poston (2018, 135-165) o Tsai (2011).

Pero quizás la línea de crítica más fructífera contra el intelectualismo de Stanley y Williamson haya sido la respuesta a un desafío que ellos mismos plantearon:

Si la subclase especial del saber-que que llamamos ‘saber-cómo’ fuera demasiado distinta de otros tipos de saber-que, uno podría sospechar que hayamos recreado la distinción tradicional entre saber-cómo y saber-que en otros términos. De modo que, según nuestro análisis, el saber-cómo debería de poseer las mismas propiedades características que otros tipos de saber-que (2001, 434).

Aceptando este desafío, un buen número de autores han adoptado una estrategia falsacionista, intentando mostrar que el saber-cómo sí que posee “propiedades características” impropias de los tipos estándar de saber-que. Algunas de estas objeciones ya fueron anticipadas por Stanley y Williamson, pero parecen no obstante seguir siendo objeto de discusión.

Por ejemplo: mientras que está bastante aceptado que el saber-que es absoluto (el agente sabe o no sabe que p), el saber-cómo es decididamente cuestión de grado—ver Sgaravatti y Zardini (2008), Bengson and Moffett (2011b) o Wiggins (2012), aunque Pavese (2017) tiene argumentos sólidos en contra de este argumento. Mientras que el saber-que es fácilmente transmisible por vía testimonial, el saber-cómo parece resistente a dicha transmisión—ver Hawley (2010), Poston (2016) o Carter y Poston (2018, 113-134), y, para una defensa del intelectualismo en este punto, Cath (2017). Mientras que el saber-que es incompatible con la suerte verítica interviniente (como muestran los celebérrimos casos Gettier), el saber-cómo parece más resistente a ella—ver Poston (2009), Cath (2011) y Carter y Poston (2018, 61-84). Mientras que el saber-que es difícilmente compatible con la posibilidad cercana del error (lo que es conocido como suerte verítica ambiental, como en los casos de graneros falsos), el saber-cómo no parece afectado por ella—ver Carter y Pritchard (2015a, 2015b). Y mientras que el saber-que puede ser cancelado por proposiciones que refutan o socavan su justificación, el saber-cómo no parece estar afectado por esos canceladores epistémicos, sino que presenta su propio patrón de cancelación epistémica—ver Carter y Navarro (2017). 

Todos estos intentos de minar el intelectualismo comparten un descontento generalizado con la reducción del saber-cómo a estados proposicionales, pero los apuntes hacia un modelo alternativo son divergentes. En algunos casos, la alternativa es formulada en términos disposicionales —Löwenstein (2017), Constantin (2017)—mientras que otros optan por adoptar un modelo con menos compromisos teóricos, basado en condiciones contrafácticas de éxito—Hawley (2003). En cualquier caso, los anti-intelectualistas son conscientes de que ninguno de estos modelos será viable a no ser que pueda explicar en qué sentido el saber-cómo implica algún tipo de logro cognitivo—como han sostenido Carter y Pritchard (2015a, 2015b)—que permita al agente adoptar algún tipo de instancia reflexiva sobre su práctica—ver Farkas (2008). Este parece ser un requisito difícil de cumplir sin recaer en alguna forma débil de intelectualismo.

Una posición radical a este respecto, inspirada por el pragmatismo clásico, es dar la vuelta al desafío: en vez de esforzarse por probar que la epistemología del saber-hacer es un proyecto viable que no acabará convertido en una sección de la epistemología del saber-que, se trataría de sostener un anti-intelectualismo fuerte, según la expresión de Fantl (2008). Es decir: una postura teórica que dé cuentas del saber-que como una forma de saber-cómo. Tal postura es abiertamente defendida por Hetherington bajo el título de “practicalismo” (2008, 2011), y es cercana a las teorías del conocimiento basadas en la noción de habilidad que aparecieron independientemente del debate sobre el saber-cómo—teorías como las de White (1982) o Hyman (2015).

El debate entre intelectualistas y anti-intelectualistas sigue vivo, pero dos puntos parecen haber quedado claros para todos los contendientes: primero, que saber-cómo j no es simplemente tener la habilidad de j, en el sentido de ser capaz de hacerlo; y, segundo, que saber cómo j no es lo mismo que captar intelectualmente la verdad de una proposición si esa captación está desvinculada de la práctica. Cada bando ha acusado al contrario de cometer estos ingenuos errores, y ninguna epistemología del saber-cómo será viable a no ser que los evite.

Jesús Navarro
(Universidad de Sevilla)

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Cómo citar esta entrada

Navarro, Jesús (2022): “Saber-cómo (o saber hacer)”, Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/saber-como/).

Suerte moral

La suerte está presente en nuestras vidas de modos muy diversos, hasta el punto de que resulta difícil imaginar un mundo sin ella. Y esto es cierto tanto respecto a lo que simplemente acontece, como a lo que nos pasa a nosotros, a lo que podemos hacer y a cómo somos. Los talentos, las capacidades o incluso los logros intelectuales, estéticos o atléticos que admiramos o consideramos admirables en las personas dependen en gran medida de la biología, el desarrollo y la formación, el ambiente social, las oportunidades, etc., que cada cual se encuentra. La suerte es importante para la práctica totalidad de aspectos de nuestras vidas, incluidos nuestros éxitos y nuestra felicidad.

Con todo, cuando juzgamos moralmente las acciones de alguien parece que queremos dejar de lado todo lo que no depende estrictamente de esta persona, en tanto que elementos distorsionadores respeto al juicio moral merecido. Tendemos a considerar injusto que se tengan en cuenta aspectos que escapan al control del agente. Nos resistimos a la idea de que la suerte pueda alterar nuestras valoraciones morales, la consideración moral que una persona merece, o influir en su responsabilidad moral. Y, aun así, nuestros juicios morales cotidianos sí parecen tomar en consideración, y de manera significativa, elementos o factores que están más allá del control del agente juzgado. Esta tensión constituye una primera constatación del fenómeno (real o aparente) de la suerte moral.

Como problema técnico específico, la cuestión de la suerte moral fue planteada originalmente por Bernard Williams y Thomas Nagel en su participación conjunta en uno de los simposios de la Joint Session of the Aristotelian Society and the Mind Association de 1975 (Nagel, 1979; Williams, 1981; en traducción castellana, Nagel y Williams, 2013) –un antecedente reciente, que no usa la expresión, es Feinberg, 1962–.Esta entrada se centrará en el debate contemporáneo y, sobre todo, en los planteamientos fundacionales de Williams y de Nagel –los cuales no inciden exactamente en las mismas cuestiones, y esto será relevante–. Tras unas consideraciones iniciales, se presenta en primer lugar el problema en los términos de Nagel, que son los que han articulado más claramente el debate sobre la suerte moral que ocupa el lugar central en la bibliografía. Después se presenta la cuestión en los términos de Williams. Y, en la última sección, se ofrece una aproximación general a la discusión generada y las principales posiciones en liza.

1.Caracterización inicial

Pensemos, por ejemplo, en el caso de dos personas que, tras beberse unas cuantas cervezas en un bar, deciden volver a casa conduciendo sus respectivos coches. Por el camino, uno de ellos pierde el control del vehículo, se sale de la calzada y atropella a un peatón que iba por la acera. El otro conductor pierde también el control, se sale de la calzada, pero no atropella a nadie porque nadie andaba por aquel punto de la acera. Obviamente, ambos conductores son igualmente responsables de cometer una imprudencia imperdonable. Pero hay un sentido por el cual nuestro juicio en principio variará. Seguramente, juzgaremos más severamente al conductor borracho que atropella a alguien que al que no, y esto a resultas de una acción cuyas consecuencias divergentes no son estrictamente controlables por el agente. Si esto es así, parece que habrá un agente que es moralmente más afortunado.

Según la definición de Nagel (1979, p. 26), un caso de suerte moral tendrá lugar cuando un agente pueda ser juzgado moralmente –esto es, tratado como objeto de juicio moral–, de modo apropiado o correcto, con independencia de que un aspecto significativo de aquello por lo que es juzgado dependa de factores que escapan a su control. Williams (1981, p.  30) incide, en términos generales, en la idea de “determinación por los hechos”; esto es, en cómo lo que de hecho ocurre, que escapa a la voluntad de un agente, determina el juicio que una decisión de este nos merece.

2. Nagel: responsabilidad y control

Thomas Nagel centra su planteamiento en la noción de responsabilidad moral y, en concreto, en el carácter fundamental que parece desempeñar en ella el principio de control –concebido de un modo particularmente estricto–. En general, para ser moralmente responsable de algo, un agente tiene que controlar aquello por lo que se le atribuye responsabilidad moral, y hacerlo en el grado apropiado y en relación con los aspectos relevantes del caso –lo cual incluye la ausencia de coerción y la posesión de un conocimiento suficiente de los hechos, así como la obligación de haber adquirido unas creencias morales mínimas y otras cuestiones de alcance más general–. Este principio se fundamenta en la idea intuitiva de que es injusto que una persona sea juzgada por lo que no depende de ella.

Sin embargo, en los presuntos casos de suerte moral juzgamos la responsabilidad moral de un agente en relación con algo que no está bajo su control (por lo menos, en el grado apropiado). Y podemos distinguir aquí diferentes maneras en las que la suerte parece que puede interferir en este juicio, en tanto que factores que escapan a nuestro control:

  • Suerte resultante o consecuencial: suerte relativa a cómo resultan las acciones o proyectos de un agente.
  • Suerte circunstancial: suerte relativa a las circunstancias en las que uno se encuentra; ­a cómo las circunstancias nos lo ponen más o menos difícil.
  • Suerte constitutiva: suerte relativa a ser quien se es o a tener las disposiciones que se tienen.
  • Suerte causal o antecedente: suerte referida a cómo alguien es determinado por las circunstancias antecedentes.

Estos son los tipos de suerte moral que distingue Nagel (1979) –aunque los nombres no son todos suyos–. Además, podríamos establecer ulteriores distinciones dentro de un mismo tipo. Dentro de la suerte resultante, pueden considerarse casos de intentos de realizar cierta acción que se ven accidentalmente frustrados; de imprudencias y negligencias, que pueden acabar bien o mal; o de decisiones difíciles sometidas a una gran incertidumbre. Pero, también, cabe distinguir la influencia del temperamento (suerte constitutiva estricta) y del ambiente social en el que nos formamos (suerte formativa) sobre la conducta moral de una persona. (Para una comparación de las diferentes clasificaciones de los tipos de suerte y una propuesta alternativa, véase Rosell, 2009, pp. 61-68).

Puede decirse que el juicio de responsabilidad moral se ve mediatizado, en todos estos aspectos, por factores que escapan al control del agente. En particular, el conductor borracho que atropella a alguien, como vimos, parece que debe afrontar una responsabilidad significativamente mayor que la del conductor borracho que no llega a atropellar a nadie. Así pues, estaríamos ante la colisión de un principio intuitivamente válido –pensamos que somos moralmente evaluables solo por lo que está bajo nuestro control– y una práctica generalizada –de hecho, somos juzgados incluso por lo que no está bajo nuestro control–.

Nagel se muestra convencido de que nos encontramos ante una paradoja real e insalvable, pues no podemos ni deshacernos del principio de control, ni reformar las prácticas reales de juicio. El principio de control residiría en el núcleo mismo de nuestra concepción del juicio moral –una concepción que pone el énfasis en el motivo y la intención a la hora de determinar la valía del agente–. Esta concepción sería intuitivamente irrenunciable, pero insatisfacible en la práctica, pues la suerte influye de innumerables formas en nuestros juicios de responsabilidad moral de hecho. Si tratásemos de aplicar el principio de control de manera consistente, defiende Nagel, nuestras prácticas cotidianas se verían completamente desvirtuadas o, directamente, se tornarían imposibles.

3. Williams: moral y agencia impura

La posibilidad de que la suerte marque una distinción moral despierta un gran rechazo intuitivo, hasta el punto de que la noción misma de suerte moral les parece a muchos autocontradictoria. Esto se debe a que la moral parece definirse precisamente por oposición a la suerte, como “incondicionada”. En particular, el juicio moral parece que habría de tener en cuenta exclusivamente lo que depende del agente, al margen de su buena o mala suerte. La moral constituiría un ámbito singular, por lo menos en cuanto a su inmunidad con respecto a la suerte y a su especial importancia (Williams, 1985, cap. 10). Pero tenemos aquí dos alternativas: esta concepción de la moral que puede ser solo la concepción dominante de nuestro tiempo, y por lo tanto variable; o puede seguirse de la noción misma de moral, y ser por tanto ineludible. Si Nagel suscribe la segunda opción; Williams, la primera.

De hecho, el objetivo de Williams (1981) al forjar la noción de suerte moral es desacreditar la concepción típicamente moderna de la moral –que identifica con la concepción kantiana–, para la cual la noción de suerte moral sería claramente absurda. Y para ello plantea, en concreto, el siguiente dilema: o bien el valor moral está (a veces) sujeto a la suerte; o bien este no es necesariamente el tipo supremo de valor, pues no es siempre el tipo de valor que prevalece. (Veremos, a continuación, cómo llega a esta conclusión dilemática). Es un dilema para la concepción moderna –kantiana– de la moral, para la cual ambas opciones son igualmente indeseables, pues la privan de lo que le da sentido. Si el valor moral no es completamente aislable de la suerte y, a la vez, el tipo de valor supremo de manera incuestionable, no podrá constituir la forma última de justicia, ni desempeñar la función de “consuelo para un sentido de la injusticia del mundo” que Kant le encomienda. El juicio moral podrá desempeñar esa función solo si (i) no puede verse mediatizado por la suerte en ninguna medida ­–lo que merecemos no puede ser accidental en ningún aspecto– y (ii) es lo que más nos importa –no es un tipo de juicio más entre otros–.

El argumento de Williams para llegar a este dilema consta de dos pasos principales. En primer lugar, se trata de mostrar que la justificación de una decisión depende parcialmente de la suerte; o, en concreto, que el resultado efectivo de una acción juega un papel importante en la justificación de la decisión de llevarla a cabo. Dado que nos es imposible saber de antemano si un proyecto podrá realizarse adecuadamente, y la meta de poner en marcha este proyecto es que se realice adecuadamente, parece que debemos esperar a cómo resulten las cosas para poder determinar por completo si el proyecto estuvo justificado. Pero que las cosas resulten de hecho de uno u otro modo es algo que escapa al mero control del agente.

De este modo, la justificación del proyecto se verá mediatizada por la suerte. Pero no por cualquier tipo de suerte. Una cosa es la suerte extrínseca al proyecto, cuya intervención adversa supondrá solo que el proyecto no pueda realizarse, y otra muy distinta la suerte intrínseca, la única que puede arruinar la justificación misma del proyecto. En el ejemplo que propone Williams, el pintor Paul Gauguin trata de buscar el desarrollo de sus dotes artísticas en el ambiente primitivo de las islas del Pacífico. Su proyecto no llegaría a realizarse, pero no por ello se tornaría injustificado, si, por ejemplo, el barco en el que viaja Gauguin a Tahití naufraga. Esto sí que sucedería si resulta que sus dotes como pintor no son las supuestas. En este caso su proyecto resultará injustificado, y él se convertirá en alguien roto.

Sin duda, uno puede resistirse a aceptar que la justificación deba ser “esencialmente retrospectiva”, en el sentido anterior –incluso reconociendo que ciertamente el éxito o fracaso del proyecto solo puede determinarse retrospectivamente–. Parece que hay un sentido por el cual una decisión estuvo justificada o no, sin más, en el momento en que se tomó, lo cual depende de que los requisitos deliberativos de la decisión fueran satisfechos convenientemente. Sin embargo, el punto central, para Williams, lo constituye la fuerza que tiene en nuestras vidas la manera en la que resultan las cosas. Y para ilustrar esto introduce la noción de “lamento del agente”.

El lamento del agente (agent regret) es un tipo de pesar que uno puede sentir solo con respecto a las propias acciones y por el que se hace cargo de la responsabilidad derivada de ellas, con todas sus consecuencias. Si resulta que, sin darme cuenta, propino a alguien una patada, muy probablemente me sentiré apenado por el daño que le pueda haber causado. Fui yo y nadie más que yo quien le causó ese daño. Y se vería como una reacción negativa, incluso inmoral, que simplemente me desentendiera de lo sucedido porque no lo hice a propósito. Una reacción virtuosa consistiría, más bien, en sospechar qué más podría haber hecho yo para no causarle ese daño: probablemente no habría sucedido si hubiera sido más cuidadoso en mis movimientos, o si hubiese estado un poco más atento, etc. Así, la existencia de este tipo de lamento, que solo el agente puede sentir, en relación con sus propias acciones, apunta a lo inadecuado que resulta restringir nuestra agencia al mero momento deliberativo, a las consecuencias previsibles, o a lo voluntario –elementos privilegiados por los defensores de una noción pura de agencia, incontaminada por la fuerza de lo fáctico, de lo realmente acaecido–. Optar por desentendernos de las consecuencias efectivas de nuestras decisiones, de las repercusiones de nuestros actos, conllevaría abrazar una concepción insensata de la agencia y de nuestra racionalidad.

Además, y este es el segundo paso del argumento de Williams, el caso de Gauguin también parece ilustrar que la moral, o el valor moral, no siempre prevalece. Gauguin debe decidir entre permanecer con su familia, de la que se siente responsable y con la que vive feliz, o trasladarse a una isla del Pacífico, donde piensa que podrá desarrollar más genuinamente su capacidad artística y llegar a ser un gran pintor. Si nos mostramos agradecidos con él por la decisión de perseguir su arte –lo que hace posible que hoy en día podamos admirar sus cuadros–, o por lo menos si aceptamos que una persona no tiene por qué sacrificar siempre sus proyectos –en especial cuando estos son tan significativos para su vida– ante la existencia de un deber moral incompatible, el resultado es que el valor moral no es siempre prevalente.

Cierto adversario de la suerte moral podría eludir el dilema aceptando que uno no debe someterse siempre a la moral, sobre todo cuando la satisfacción de una obligación moral poco importante impediría la realización de un proyecto vital muy significativo –que la moral no siempre prevalece, en definitiva–, y rechazar que esto muestre que la suerte puede inmiscuirse en la moral. Pero entonces, como se adelantó, si la moral no es siempre lo más importante, no podrá cumplir su misión de justicia o consuelo últimos. En definitiva, para Williams, el reconocimiento de la suerte moral pone en cuestión la concepción imperante de la moral, de herencia principalmente kantiana; pero no es igualmente incompatible con otras concepciones éticas como la aristotélica, que cabría redescubrir hoy en día.

4. Articulación del debate posterior

Cabe destacar algunas diferencias cruciales entre los dos planteamientos presentados. Para Williams, las dificultades que plantean los casos de suerte moral se deben a razones eminentemente éticas y prácticas; en particular, a la importancia que se da a la idea de lo voluntario como condición de la censura justa. Mientras que, para Nagel, la suerte moral plantea más bien un problema metafísico relativo a la naturaleza de la acción o de la agencia. Se trataría del conflicto entre la visión interna de la agencia, conectada con nuestras actitudes morales, que proyectamos de nosotros mismos a los demás, y la visión externa, implicada en la consideración de las consecuencias de nuestras acciones, que nos recalca el hecho de que somos parte del mundo. Habría algo en la noción misma de agencia que la hace incompatible con la consideración de nuestras acciones como acontecimientos, o de nosotros mismos, las personas, como cosas; pero al mismo tiempo nos vemos abocados a reconocer este hecho, y de aquí su carácter paradójico.

En gran medida, el debate posterior sobre la suerte moral ha girado en torno a la cuestión de si la suerte puede realmente marcar una distinción moral, como Nagel y Williams parecen defender; esto es, en torno a si el propio fenómeno de la suerte moral es real o si se trata de una mera apariencia. Y, concretamente, la manera más inmediata de afrontar esta cuestión es en relación con la noción de responsabilidad moral –y, así, en los términos del planteamiento de Nagel–. De este modo, las dos grandes posiciones alternativas en el debate derivan de la misma tensión entre el principio de control y las prácticas de juicio moral.

Una mayoría de autores, tomando como básico el principio de control, ha negado que existan verdaderos casos de suerte moral, más allá de las meras apariencias. Su reto principal es tratar de disipar las apariencias. En esos presuntos casos, la suerte marcaría una diferencia meramente epistémica o pragmática en el juicio (Richards, 1986; Rescher, 1990; Jensen, 1993) o solo relativa a la culpabilidad legal pero no moral (Rosebury, 1995), sin que ello implique que puede afectar al juicio moral genuino (Thomson, 1989; Latus 2001; Enoch y Marmor, 2007). Retomando un ejemplo anterior, el conductor que atropella a alguien después de haber bebido y el que, en idénticas circunstancias, no lo hace, solo se diferenciarían en la evidencia de que disponemos para juzgar a cada uno de ellos, o en las consecuencias reales producidas (un atropello en contraste con ninguno), o en la distinta responsabilidad legal de cada cual, pero no diferirían en el juicio moral que genuinamente merecen. Adicionalmente, cabría identificar aquí una estrategia más radical que quiere llevar la aplicación del principio de control hasta sus últimas consecuencias (Zimmerman, 1987, 2002; Greco, 1995; contra esta estrategia Rosel,l 2012, 2015; Hartman, 2016). Por el contrario, otros filósofos han defendido o aceptado la existencia de la suerte moral y rechazado o restringido el papel del principio de control (Moore, 1994; Sher, 2005; cfr. Adams, 1985). Con ello, podrían reconocer el fenómeno de la suerte moral y negar, a su vez, contra Nagel, que constituya una paradoja, e incluso un verdadero problema. En esencia, unos mantienen que interpretamos erróneamente nuestras prácticas, mientras que otros consideran que es el principio el que es erróneo o engañoso. (Véase Nelkin, 2013 para una exposición más detallada de algunas de estas alternativas).

En todo caso, tanto unos como otros tienen que afrontar importantes dificultades para hacer prevalecer sus posiciones. En concreto, quienes niegan la existencia de la suerte moral deben explicar por qué parece haber tal cosa, y hacer un retrato plausible y coherente de cómo evitar que la suerte se inmiscuya en nuestras evaluaciones morales. Mientras que, por su parte, aquellos que, en general, aceptan la existencia de la suerte moral deben mostrar que, contra las apariencias, no estamos realmente comprometidos con el principio de control, o que este puede revisarse, sin que ello conduzca al escepticismo. (Véanse Levy, 2011, para una posición escéptica respecto de la responsabilidad moral basada en la suerte; y Hartman, 2016, para una defensa antiescéptica de la influencia de la suerte en la responsabilidad moral). La suma de las intuiciones favorables a cada posición y de los problemas que deben afrontar ha llevado a posiciones intermedias que buscan una cierta ecuanimidad, como es el caso del intento de hacer compatibles el principio de control y el reconocimiento de nuestra implicación moral profunda con respecto a lo que hemos hecho sin más (Wolf, 2001), o la combinación del rechazo del principio de control con una concepción menos rigorista de la censura moral (Browne, 1992; cfr. Smith 2013), entre otras. Otros autores se han basado en estudios empíricos para rechazar o explicar el aparente fenómeno en tanto que se debería a errores cognitivos (Domsky, 2004; Enoch y Guttel, 2010) o a una inclinación evolutivamente diseñada (Levy, 2016). Y hay aún quien ha situado el núcleo del problema en la misma noción de suerte como ausencia de control que el debate presupone en general (Pritchard, 2005 y 2014; Hales, 2015; Whittington, 2017).

Además, la posible existencia de tipos diversos de suerte moral –resultante, circunstancial y constitutiva, al menos– y su relativa independencia complica más la cuestión, pues no es claro que el mismo argumento se aplique por igual a todos los tipos. De hecho, la mayoría de teóricos tienden a centrarse en uno o dos tipos de suerte moral, que consideran más cuestionables o más fácilmente defendibles. Así, se ha debatido específicamente sobre la noción de suerte constitutiva (considerada incoherente por Hurley, 1993 y defendida por Latus, 2003; cfr. Driver, 2012) o sobre la suerte moral circunstancial (Hanna, 2012, para una defensa aislada), aunque el tipo particular que más ha centrado la atención de los teóricos es el de la suerte consecuencial. No obstante, parece deseable disponer de una respuesta global o, por lo menos, para cada uno de los tipos. Y, de hecho, se han ofrecido tanto argumentos generales que tratan de abarcar todos los tipos (como los de Zimmerman y Moore, en direcciones opuestas) como estrategias mixtas que combinan diferentes argumentos para diferentes tipos (Rosell, 2009, Hartman, 2017). Aunque también son legítimas las estrategias híbridas, que combinen la defensa de unos tipos de suerte moral con el rechazo de otros; por ejemplo, el rechazo exclusivo de la suerte moral resultante y la aceptación del resto de tipos (Rivera López, 2000, 2016; también Fischer, 2006) o, desde un planteamiento distinto, la aceptación por el contrario de la suerte en las opciones y el rechazo de la suerte bruta, independiente de las elecciones del agente (Otsuka, 2009).

Como vimos, la cuestión de la suerte moral no solo supone un desafío inmediato para la noción de responsabilidad moral, sino también para nuestras concepciones de la agencia, de la racionalidad práctica y de la moral (Williams, 1993; véase Zimmerman, 2006, para un “mapa parcial” de otras ramificaciones del tema). En concreto, un asunto que se ha discutido específicamente es el de si la concepción purista de la agencia y la racionalidad práctica, estrechamente vinculadas con la concepción kantiana de la moral, y para la cual uno es esencialmente su capacidad deliberativa y de acción voluntaria, es o no realista, o incluso sostenible (Walker, 1991; Browne, 1992). O si resulta que el papel desempeñado por elementos como el sentimiento moral y las actitudes reactivas, la perspectiva retrospectiva, la vinculación con los demás, o el conflicto de valores, entre otros, hacen necesario recuperar una concepción impura de la agencia –presumiblemente de raigambre aristotélica–.

En conexión con esto último, se ha desarrollado una amplia bibliografía en torno a la noción de lamento del agente, sobre su especificidad, racionalidad o valor moral (véase, en especial, Rorty, 1980; Baron, 1988; Wolf, 2001, Jacobson, 2013), y se ha originado un interesante debate acerca de la idea de justificación retrospectiva de nuestras decisiones y proyectos vitales –recordemos, dos nociones fundamentales para la posición de Williams–. El tratamiento más extenso y significativo de estas ideas es Wallace (2013); véanse también Corbí (en prensa), para una discusión de Wallace, Dan-Cohen (2009) o algunos de los artículos incluidos en Heurer y Lang (2012).

Sergi Rosell
(Universitat de València)

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Lecturas recomendadas en castellano

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Rosell, S. (2018): “Suerte Moral”,  Enciclopedia de la Sociedad Española de Filosofía Analítica (URL: http://www.sefaweb.es/suerte-moral/)